Alberto Hurtado, intelectual

El P. Hurtado es conocido por haber recogido a los niños pobres. Esta imagen suya permite que a diario 29.000 mil personas sean atendidas en el Hogar de Cristo. Otros, menos, saben que bregó por la sindicalización obrera. Muy pocos, sin embargo, pensarían que Hurtado fue un intelectual; que además de ser un hombre de acción, su batalla contra la pobreza y su lucha en favor de los sindicatos respondían a un concepto de sociedad que lo movilizaba.

Un intelectual jesuita 

En orden a despejar las dudas, cabe preguntarse: ¿fue Alberto Hurtado un intelectual con una poderosa inclinación a la acción apostólica directa o fue un hombre de acción con una inquietud, una apertura y una preparación intelectual notables? Habría que decir que ambas cosas.

Hurtado da muchas señas de ser un intelectual. Terminó derecho. Completó los largos estudios humanísticos, filosóficos y teológicos de los jesuitas. Obtuvo un doctorado en educación. Realizó una maratónica indagación para conseguir profesores para la naciente Facultad de Teología de la Universidad Católica y ayudó a formar su biblioteca. Enseñó un tiempo en las facultades universitarias de Educación, Arquitectura y Derecho. Participó en las Semanas Sociales francesas. Creó la Acción Sindical Chilena. Fundó la revista Mensaje. Leyó de todo. Escribió varios libros. He preguntado a los que le conocieron. “A vacaciones iba con una maleta de libros”, me dice uno. Otro: “en su pieza se le escuchaba siempre tecleando”.

Aún así el tema es discutible, porque el concepto mismo de “intelectual” está en disputa. Si la analogía exige el respeto de varias posibilidades, en el caso de Hurtado prima la búsqueda incesante de una erudición que sirva a una reforma social profunda. Para que Chile sea un país justo, Hurtado lee y escribe, acicatea a la sociedad y a los católicos. No es dogmático, piensa a partir de la realidad. Usa estadísticas, pero no sucumbe al empirismo. Su crítica al statu quo puede ser demoledora. Hurtado es inquietante, es provocativo, es constructivo y subversivo a la vez. Su interlocutor no es la academia, sino la sociedad. Se dirá que no puede considerarse “intelectual” a alguien que no sigue en la carrera académica. Hurtado opinaría distinto. Su exención del diálogo académico obliga, por cierto, a estudiar su pensamiento con pinzas. Pero el diálogo ilustrado que procura entablar con la sociedad, permite reconocer en él a un intelectual por excelencia (G. Goldfarb, Los intelectuales en la sociedad democrática, 2000). Es más, Hurtado encara a los académicos que no se preguntan para qué ni para quién investigan.

Tipos de erudición hay varias. La del P. Hurtado remonta río arriba hasta la espiritualidad ignaciana. En un documento reciente Peter-Hans Kolvenbach, General de la Compañía de Jesús, ofrece un marco adecuado para comprender la índole intelectual del apostolado de los jesuitas (Pietas et eruditio, 2004). En los orígenes, los estudios no fueron lo primero sino el deseo de “ayudar a las almas”. Fue esta necesidad experimentada por Ignacio y los primeros compañeros, la que los impulsó a buscar la mejor instrucción filosófica y teológica. La de Ignacio, la del P. Hurtado y la de los jesuitas de hoy, es eruditio de una pietas apostólica. Hasta nuestra época, la mayor colaboración posible en la misión evangelizadora de la Iglesia, ha exigido a los jesuitas una triple y profunda conexión: con Dios, con las culturas siempre cambiantes y con la propia interioridad personal. La obediencia a la voluntad amorosa de Dios hacia los hombres, les ha exigido una encarnación entre los contemporáneos en sintonía con la del Verbo hecho hombre. No ha sido el rezo entre cuatro paredes, sino la vida a la intemperie, la exposición al sufrimiento atroz del mundo, el deseo de amar a Dios en todas las cosas y a estas en Él (Constituciones, 288), lo que explica la fama de culta y la audacia creativa de la Compañía.

Hurtado fue un hombre conectado. Un “contemplativo en acción”, como lo fueron San Francisco Javier, Teilhard de Chardin o Luis de Valdivia. Cualificó su actividad apostólica con una apertura cordial y mental a los acontecimientos, estudiándolos para desentrañar en ellos la voluntad de Dios para los católicos de su época. Hurtado interpretó la espiritualidad ignaciana como un “místico social”. La mística consiste en la unión con Dios. Si en la experiencia mística predomina la raigambre griega original, los místicos encuentran a Dios liberándose del mundo o huyendo de él. Al revés, cuando en ellos prevalece el influjo judeo-cristiano son enviados a liberar al mundo y responsabilizarse de él. La unión con Dios de la experiencia cristiana e ignaciana de Alberto Hurtado tiene la originalidad de pretender una reconciliación social como fruto de una acción social sustentada por una erudición lo más amplia y profunda posible. Ad maiorem Dei gloriam Hurtado encuentra a Dios en Cristo y a Cristo en el pobre. Dios, que le revela a Cristo “en” el pobre, lo convierte a él mismo en un Cristo “para” el pobre.  He aquí el núcleo paradojal y dinámico de su aporte místico a una versión del catolicismo social chileno del siglo XX que no se contentará con reclamar caridad para los pobres, sino que exigirá para ellos justicia y cambios sociales estructurales; y que, ante los estragos sociales del capitalismo, disputará  la clase obrera al socialismo y al comunismo.

Un nuevo puente entre la Iglesia y su época 

Como intelectual jesuita, además de entrar en un diálogo ilustrado con la sociedad tuvo también un concepto cristiano de sociedad, a saber, el de un “orden social cristiano”, que opuso utópicamente al mundo en crisis que le tocó vivir.

Entre Alberto Hurtado y nosotros, Pablo VI diagnosticó que “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo…” (Evangeli Nuntiandi, 20). Hurtado tuvo el coraje de vivir en carne propia esta ruptura. Tuvo el valor de no rellenar este divorcio entre fe y cultura que por años aflige a la Iglesia, con actividad pastoral o aceptación de cargos. Su inmensa actividad apostólica no fue para él un divertimento, una compensación, sino respuesta creativa a una crisis que él se atrevió a mirar, a sufrir y a pensar. Porque hizo suya la pasión de su época, porque con coraje experimentó interiormente su turbulencia y desgarro, su discurso gozó de algún sentido, fue escuchado y criticado. Por ello se quejó a Pío XII de las injusticias de la sociedad, de la miopía existente y hasta del perfil piadoso pero poco clarividente de los obispos de entonces. Lo angustiaba que no comprendieran lo que sucedía. El P. Crivelli, visitador de la orden, lo acusó de carecer del espíritu de la Compañía. Otros jesuitas también lo criticaron. Atacó al catolicismo burgués porque espantaba a los pobres de la Iglesia y fue atacado por los católicos tradicionales que le acusaban de comunista.

¿Qué vio que los demás no vieron? Interiorizando los conflictos sociales y determinándose en favor de los obreros, Hurtado entendió que trabajaba por una sociedad reconciliada, un orden social nuevo estructurado por el amor y la justicia y, en cuanto sacerdote, pontifex, creyó que debía ser puente entre la Iglesia y su época. Hizo en esto suya la Doctrina Social de la Iglesia, convirtiéndose en su mejor difusor.

¿Quiso restaurar la “cristiandad”? Es esta una cuestión importante. Después de la separación de la Iglesia y el Estado en Chile el año veinticinco, la pervivencia de la “cristiandad” como aquella unidad política y religiosa inaugurada por los años de Constantino y Teodosio ya ha experimentado en Occidente varias transformaciones.  Aquí en Chile el clericalismo del siglo XX reciclará el del siglo XIX. Por lo mismo, la ubicación de Hurtado en esta transición merece máxima atención.

La pregunta es sumamente pertinente, porque exige discernir la dirección a la que apunta su “mística social” y porque los católicos chilenos de hoy no estamos de acuerdo en el modo de concebir las relaciones de la Iglesia y la política.  No es fácil, empero, obtener de los escritos del P. Hurtado una respuesta a esta pregunta. Es preciso inferirla. Los textos hay que leerlos en el contexto de la lucha que entonces se libraba, en el horizonte de las posiciones antagónicas y a la luz de las acciones que pusieron al mismo Hurtado acá o allá en los conflictos.

Razones para pensar que Hurtado ha mirado el pasado con nostalgia no faltan. Hay textos en que roza el fatalismo típicamente retrógrado, en otros sale en defensa de la posición socio-cultural de la Iglesia o combate una pretendida neutralidad estatal. Lo aflige la modernidad, la critica, aunque no la demoniza. Llama la atención especialmente la importancia desmesurada que le otorga al sacerdote en la Iglesia y la sociedad.

Todo esto es cierto y, sin embargo, no es lo más cierto. Como todos nosotros, Hurtado cabalga inevitablemente sobre dos épocas. Anacrónico sería, por ello, citar su pensamiento en contradicción de la dirección de su pensamiento. La interpretación de este no debiera autorizar una lectura restauracionista de sus textos si en su época, respecto de los que le salieron al paso, Hurtado fue un vanguardista.

Y este es el caso. En su contexto Hurtado representa otra fisura para la tan agrietada “cristiandad”. Repetidas veces en su ministerio sacerdotal tuvo que invocar la doctrina del Cardenal Pacelli (1934) que rompía con la unidad política de los católicos y, por lo mismo, auspiciaba el pluralismo y una actuación política libre y en conciencia. La coherencia de Hurtado en esta materia es enorme. En la Acción Católica resistió las presiones por plegar a los jóvenes al Partido Conservador; para fortalecer el movimiento obrero dio a la ASICH un carácter para-sindical, no quiso formar sindicatos cristianos paralelos a los sindicatos liderados por los socialistas y comunistas; defendió ante el papa a los jóvenes de la Falange,  pero evitó mostrar hacia ellos preferencia alguna (W. Thayer Ni político, ni comunista. Sacerdote, sabio y santo, 2004).

Son varios los estudios pendientes sobre el pensamiento de Alberto Hurtado. La pista que de momento nos guía es el origen espiritual de su eruditio: una contemplatio de la acción de Dios en la historia mediada por la teología, por la filosofía y todas las ciencias humanas posibles, al servicio de una práctica apostólica y social. Su fatiga fue por una sociedad integralmente cristiana. Una tal sociedad dependería de la fuerza espiritual del cristianismo más que del brazo político y de la vocación del mismo cristianismo para transformar todas las áreas de la vida humana gracias al trabajo conjunto de la fe y la razón.

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