Alberto Hurtado: apóstol de la justicia

Hay pocas cosas que duelan más en la vida que la injusticia. La injusticia duele y hace daño. Nos duele que no se reconozca el valor de nuestro trabajo, que nos paguen una miseria. La injusticia hace daño. Humilla. Lesiona nuestros esfuerzos por vivir y por sobrevivir con dignidad. Injusticias hay de muy diversos tipos. Las injusticias familiares (violencia física y verbal), laborales (maltrato en el trabajo, sueldos miserables), sociales (falta de acceso al sistema de salud y de oportunidades de educación), judiciales (cárcel solo para los pobres) y políticas (violación de derechos humanos y democracia «a medias»), cualquiera de ellas nos indigna. Pues, la injusticia causa pobreza y la pobreza destruye a las personas, el matrimonio y deteriora las posibilidades de desarrollo y paz social.

 El Padre Hurtado, habiéndose preguntado qué haría Cristo en su país herido por la miseria, fue un apóstol de la justicia. No sólo consiguió recursos para socorrer a los más pobres de los pobres: los niños sin hogar y los vagabundos. Luchó contra la injusticia, rescató la dignidad pisoteada de los pobres, denunció el abuso de los malos patrones y procuró la asociación sindical de los obreros para la defensa de sus derechos. Escribió libros, creó la Asociación Sindical Chilena, fundó la revista Mensaje y el Hogar de Cristo. Quería un país cristiano.

Alberto Hurtado se dio cuenta de los grandes peligros de su época. En contra del capitalismo y de la revolución comunista en curso en varios países del planeta, él, inspirándose en la enseñanza social de la Iglesia, promovió un camino distinto: un Orden Social Cristiano, basado en las dos grandes virtudes del amor y la justicia. Pero no quiso caridad sin justicia. Decía: «Muchas obras de caridad  puede ostentar nuestra sociedad, pero todo ese inmenso esfuerzo de generosidad, muy de alabar, no logra reparar los estragos de la injusticia. La injusticia causa enormemente más males que los que puede reparar la caridad».

El Padre Hurtado tuvo la esperanza de que los hombres de su tiempo alcanzarían la paz social, uniendo la benevolencia a la justicia. Eso sí, le parecía una hipocresía limosnear a los pobres, pero no pagarles un sueldo justo. En su obra Humanismo Social concluye: «Los hombres son muy comprensivos para saber esperar la aplicación gradual de lo que no puede obtenerse de repente, pero lo que no están dispuestos a seguir tolerando es que se les niegue la justicia y se les otorgue con aparente misericordia en nombre de la caridad lo que les corresponde por derecho propio. Debemos ser justos antes de ser generosos».

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