¿Qué fue? Parece que el mundo que el Padre Hurtado trató de cambiar cambió por vías distintas a la suya. La sociedad chilena del bicentenario es tan distinta. Los cientistas sociales nos dicen que las transformaciones de Chile no se deben a la acción católica, a los sindicatos o a la política sino a la globalización, al mercado o a la autorregulación. ¿Quién escucha hablar hoy de “destino universal de los bienes”? ¿Alguien reclama contra la burguesía como lo hizo Hurtado? El país se ha hecho sensible a la realidad de los pobres, en gran medida por influjo de nuestro santo. Pero él mismo todavía nos recordaría que el pobre es la víctima de una sociedad inmoral y no solo alguien digno de caridad.
El Centro Teológico Manuel Larraín se ha ocupado recientemente del Catolicismo Social en Chile. Dieciocho expertos en abril pasado expusieron su punto de vista sobre la historia de este movimiento, sus expresiones y figuras más representativas, su crisis y su futuro. Este estudio ha servido precisamente para distinguir lo que queda de Hurtado y lo que puede darse por superado de una sociedad como la que soñó él y hombres como Francisco de Borja Echeverría, Fernando Vives, Juan Francisco González, Jorge Fernández Pradel, Martin Rücker, Guillermo Viviani, Manuel Larraín y otros.
Una respuesta a la “cuestión social”
En 1891 el Papa León XIII promulgó la encíclica Rerum novarum, documento clásico del Magisterio eclesiástico sobre temas sociales. Haciéndose eco de un amplio y significativo movimiento de Catolicismo social extendido por varios países de Europa durante el siglo XIX, el Papa León asumía, en representación de toda la Iglesia, la dramática “cuestión social” asociada a los procesos del capitalismo industrial y, sobre todo, a las duras condiciones de trabajo y de vida de las muchedumbres de obreros. Junto con una profunda preocupación pastoral por la difícil situación de los trabajadores, la naciente doctrina social de la Iglesia refleja también una toma de conciencia acerca de las consecuencias que estaban teniendo para la Iglesia y para la fe de los proletarios la acción concientizadora de los representantes de la “fantasía del socialismo” (Rerum novarum, 11). No se trataba simplemente del temor de un menoscabo en las filas del catolicismo, sino de una preocupación mucho más profunda: la Iglesia debía sensibilizarse ante la cuestión social y contribuir, desde su visión de fe, a un orden de convivencia más acorde con las enseñanzas del Evangelio. La caridad debía expresarse en la justicia social y política. Ya no bastaban las acciones de beneficencia hacia los pobres. Había que pensar cómo restituirles su dignidad de hijos de Dios a partir del reconocimiento de sus derechos.
En Latinoamérica se dio también un Catolicismo social previo a la encíclica de León XIII, que tuvo que responder, en un principio, a las características peculiares del contexto local, tradicionalmente más próximo a un modelo patriarcal y agrario. Pero ya a comienzos del siglo XX este marco social iría variando. En Chile el Catolicismo social respondió a las grandes migraciones de origen rural y, más tarde, a las provenientes de la caída de la industria salitrera nortina. Entre nosotros el Catolicismo social pasó por la ruptura del Partido Conservador, del que se desprendieron varias corrientes, unas más políticas, otras más sociales, unas vinculadas a orientaciones ideológicas y otras a prácticas solidarias y a diversos tipos de asociaciones. Este quiebre fue especialmente significativo por cuanto el surgimiento del pluralismo católico en política ha representado un paso más, aunque no el último, en la superación de la mentalidad de cristiandad.
Por los años sesenta, setenta y ochenta, sin embargo, el Catolicismo Social chileno fue criticado y entró en crisis. Tres factores lo cuestionaron a fondo. Los cristianos motivados por la Teología de la liberación encontraron en esta una vía más radical de cambio social. No bastaba el catolicismo reformado. Se planteó la necesidad de un cristianismo revolucionario. En reacción a la vía revolucionaria, a su vez, se impuso luego a la fuerza la revolución neoliberal que sepultó los ideales sociales católicos. Y, por último, ha entrado en nuestra generación la idea de que no es posible transformar la realidad, pues esta es enormemente compleja. Al decir de la ciencias sociales, la sociedad actual se organiza en subsistemas de regulación autónoma que hacen muy difícil pensar que la política u otras acciones humanas puedan alterar el curso de la historia.
El legado
¿Qué queda entonces de Hurtado y de esa generación de “católicos sociales”? Queda la porfía de la Iglesia en la opción de Dios por los pobres. Desde la Conferencia de Medellín (1968) hasta la de Aparecida (2007), los obispos han insistido en que no se puede ser cristianos sin optar por los preferidos de Dios. En Aparecida el mismo Papa ha recordado a la Iglesia latinoamericana la índole cristológica de esta opción. Los documentos afirman que en el rostro del pobre encontramos a Cristo y en el rostro de Cristo, el de los pobres. ¿Qué pobre? Hoy el pobre, nos recuerda la última conferencia es el excluido: el sobrante y el desechable. Pero, el documento no se contenta con la mera caridad con los pobres, con la beneficencia, los voluntariados u otras formas de misericordia. Los obispos latinoamericanos llaman a contrarrestar los aspectos más negativos de la globalización, la miseria que se recicla en todas partes del mundo.
Del Catolicismo Social de Hurtado todavía queda mucho, al menos en los documentos. No sabemos exactamente si la apuesta del santo chileno, que es la misma que la de los obispos latinoamericanos y de Benedicto XVI (Spe Salvi y Deus Caritas est), será capaz de enderezar la historia. Pero, en lo inmediato, no se ha perdido la esperanza y, de todos modos, esta versión del catolicismo refuerza la solidaridad que se nutre de la compasión (pasión con el pobre) y de la misericordia (acción por el pobre) que inspiran a los cristianos desde los orígenes de la Iglesia.
“El pobre es Cristo”. Esta convicción es el legado de Alberto Hurtado. Este legado tiene tres expresiones. Primero, el Catolicismo Social de Hurtado da por supuesto que la sociedad es reformable por sujetos que se empeñan en su trasformación, en otras palabras, que no se impone a la libertad humana como un hecho necesario, natural o fatal. Queda, en segundo lugar, la reivindicación católica de “lo social”, de la solidaridad en el Cuerpo de Cristo, frente al individualismo, particularmente el individualismo capitalista, que devora a nuestros contemporáneos y a las comunidades que los acogen y les dan identidad. Y, por último, queda la práctica de un discernimiento de los “signos de los tiempos” que ha obligado a la Iglesia a dialogar con la modernidad para evangelizar a las nuevas generaciones. En este sentido, “católicos sociales” como Alberto Hurtado nos han dejado nada menos que la tarea que el Concilio Vaticano II dio a la Iglesia. Esta es, la de obedecer al Dios que actúa en la historia y que se reconoce en las acciones humanas que anticipan el Reino de Dios.