Voto voluntario: pensémoslo mejor

En 2010 Chile ha experimentado acontecimientos que le han obligado a redescubrirse como un país aguerrido, solidario y unido. Quedó atrás el período eleccionario, y se nos vino encima la celebración de un bicentenario que nos hizo recordar casi quinientos años encarando la posibilidad de sucumbir. Otra vez hemos constatado que cuando los chilenos se ven amenazados, la unidad les hace sentir imbatibles.

En este escenario conviene revisar un mecanismo jurídico que puede menoscabar la capacidad de alcanzar la unidad con la que hemos podido construirnos y salir adelante. Preocupa la inminente promulgación de la ley orgánica constitucional que liberará a los ciudadanos de votar en las elecciones políticas. Esta decisión liberará a los chilenos de uno de los deberes más importantes con el bien común.

Ofrezco algunas consideraciones que pueden ayudar a comprender la gravedad de lo que está en juego:

1.- La búsqueda del bien común constituye un valor de alta política acendrado en nuestra cultura. Los chilenos en general -no importa su orientación ideológica- somos políticos en el mejor sentido de la palabra. No nos sentimos una suma de individuos, sino que cada uno de los ciudadanos tiene una preocupación por la sociedad chilena como un todo. Somos un país político a mucha honra. Desde la independencia, hemos hecho el país afinando el ordenamiento jurídico y político necesario, hasta llegar a sentirnos orgullosos de nuestra democracia. Por lo mismo, sus interrupciones esporádicas, nos han hecho daño y nos han llenado de vergüenza. Esta democracia a la chilena que tenemos, ha sido un factor decisivo de la prosperidad actual de Chile. Esta no se puede atribuir simplemente al cambio de orientación de la economía o a una clase empresarial particular. Los progresos del país se deben en mayor medida a una sociedad trabajadora, disciplinada y ordenada, y al sentido cívico de nuestro pueblo. En nuestra historia, el sentido de unidad y de responsabilidad política ha sido clave.

No podemos minusvalorar que en otras democracias, en otros países, la política opere de otra forma. Pero entre nosotros, hasta ahora en Chile, entendemos que el bien común no se consigue a través de una suma y resta de intereses particulares. Chile no es un país de voluntarios, sino de ciudadanos. Es tradición nuestra cumplir con las obligaciones, respetar las normas y a las autoridades legítimamente investidas, y repudiar la corrupción del poder o la desidia política. No estamos libres del individualismo, pero predomina en nosotros el sentido de solidaridad, el cual se expresa extraordinariamente cuando nos acosan las desgracias.

De aquí que estimemos que el voto voluntario constituye un paso en contrario a estos valores culturales profundos. Permitir la posibilidad de desentenderse políticamente de la suerte del país, que es exactamente el peligro que advertimos, puede desviar y acarrear un perjuicio grave a nuestra tradición cultural.

2.- Los motivos de este cambio constitucional han parecido bien intencionadas. Es razonable favorecer que los jóvenes sean incorporados en el padrón electoral, de modo que se animen a votar. Pero para ello basta con la inscripción automática. Para obtenerla, sin embargo, se trató de negociar con el voto voluntario. Así se puso en riesgo la política de mayor envergadura.

En nombre de la libertad se ha puesto al mismo nivel dos obligaciones de importancia asimétrica: la de inscribirse y la de votar. Como si fuera obvio, se ha trasladado la voluntariedad de la inscripción a la voluntariedad del voto. Pero entre la inscripción automática y el voto voluntario hay una diferencia de diversa cualidad jurídica. La primera depende de la promulgación de una ley; la segunda tiene un estatuto constitucional. Nuestra sociedad había elevado al más alto nivel un valor que considera decisivo preservar. De llevarse a efecto la implementación legal del cambio constitucional acordado, el país suelta una amarra que libremente se dio, para educar cívicamente a generaciones completas y forjarse una identidad compartida.

El cambio legal en cuestión sacrifica a un mal liberalismo la educación cívica de los chilenos. Es una señal de exención de responsabilidad a los jóvenes, antes que una invitación a comprometerse con el futuro de la patria.

3. Hay aquí en juego algo todavía más profundo: una concepción de la libertad y del valor de los vínculos sociales. Cuando nos detenemos a observar las tendencias culturales mayores, nos damos cuenta que somos arrastrados a un liberalismo –no el liberalismo político clásico, al que mucho le debemos, sino el liberalismo económico –que se expresa claramente en otros planos de la cultura contemporánea y que, de concretarse en el cambio político-electoral señalado, acumulará fuerza, haciendo de los chilenos cada vez más “irresponsables” del país y de sus compatriotas. Es muy paradójico que se abandonen las exigencias democráticas en nombre del principio de la libertad. Una libertad así reducida ya no tiene que ver con la voluntad de vivir juntos que se expresa en derechos y obligaciones, sino con la libertad para consumir en un mercado sin restricciones. Las consecuencias de este liberalismo son múltiples y penosas: la atomización de la sociedad termina en fragmentación de la comunión y del ánimo de las personas; en pérdida del sentido de la vida y en exclusión social. Lo que necesita el país es un sentido mayor de comunidad, más comunidades y un todavía mayor sentido del prójimo y de la solidaridad. Fuera de estos causes las primeras víctimas serán otra vez los más desamparados.

Este es un buen momento para pensar mejor qué solución legal dar al pie forzado en que nosotros mismos nos pusimos. El país hoy no está urgido por las concesiones y regateos eleccionarios que siempre dificultan levantar la cabeza y tomar decisiones políticas visionarias.

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