Valores propios y valores ajenos

La última encuesta del Estudio mundial de valores deja a Chile mal parado. Salimos a competir con los valores de la modernidad, y perdimos. Entre otros asuntos, se evaluó la combinación de dos valores: autoridad y bienestar. Nuestro nivel de bienestar es modesto y nuestros modos de ejercer la autoridad y de someterse a ella son poco racionales. Quedamos ubicados más cerca de los países africanos que de los europeos.

Pero, ¿no es absurdo medirnos con los valores modernos del Primer Mundo, siendo nuestra idiosincrasia latinoamericana tan distinta? En realidad, si carecemos de un valor tanto o más importante que aquéllos, éste es el valor de la autenticidad: Chile siempre ha mendigado de las otras naciones un reconocimiento digno. Nos falta contentamiento con lo propio. Pero, por otro lado, muchas veces nos sobra invocar lo autóctono para mantener tal cual cosas que, en realidad, urge cambiar: autoritarismo, machismo, racismo, diferencias sociales abismales.

A decir verdad, si queremos ser auténticos no podemos “echar en saco roto” los datos de la encuesta. Una correcta idea de bienestar y una idea racional de autoridad, pueden enriquecer nuestro modo más genuino de ser. La identidad nacional auténtica atañe tanto al pasado, a las raíces, como al futuro, a la vocación. No porque la encuesta mida modernidad y no “chilenidad”, hemos de descartar esos valores. El asunto es qué se entiende por bienestar y qué por autoridad.

Habrá de reconocerse, por principio, que bienestar es algo muy distinto en Argentina, en Chad y en Noruega. ¿Acaso la trampa no consistirá en querer ser felices con las mismas cosas con que la moderna sociedad de consumo promete felicidad: la ostentación de gastos y la libertad sin solidaridad? Entre nosotros el bienestar verdadero tiene que ver con amar y ser amados, es decir, con compartir lo que somos y tenemos. Llegamos a ser auténticos, y no repetidores, allí donde hay alguien cuyo amor nos permite movernos con libertad, actuar con creatividad y compartir con alegría. Porque hemos sido pobres sabemos que para ser felices un bienestar material mínimo es indispensable, pero también que la expectativa de un bienestar material máximo nos hace egoístas, desconfiados y superficiales.

El mismo ejercicio racional de la autoridad puede constituir uno de nuestros sueños colectivos. ¿Cómo no aspirar a una cultura participativa? Si logramos inhibir los abusos de poder del Estado, si a hombres y mujeres, a ancianos y niños se otorga poder para expresar con libertad sus propios anhelos, también por esta vía llegaremos a ser más auténticos. Por el contrario, duele reconocer que entre nosotros persiste el ejercicio prepotente de la autoridad, el cual nos hace miedosos, esclavos del “qué dirán”, víctimas del clasismo, seres carentes de imaginación y de personalidad. Más doloroso aún es oír de algunos que el autoritarismo es característica cultural nuestra.

En realidad, en nuestro caso, sin un bienestar suficiente y sin un ejercicio democrático del poder, el valor de la autenticidad se convierte en un concepto vacío e incluso perjudicial. ¿Por qué la chilenidad auténtica habría de ser la causa de la enorme desigualdad económica y de las segregaciones que padecemos? Si la consecución de aquellos valores nos hace más creativos, más solidarios y más dignos de respeto, seguramente es porque ellos pertenecen a lo más profundo de nuestra identidad, a la historia hecha pero también a la historia por hacer.

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