Aunque a nuestra época la fidelidad suene anticuada, su actualidad es enorme. Si los vínculos estables aflojan nuestra sociedad va a la deriva, sin saber adónde. ¿De qué estamos hablando? Pensemos en la lealtad entre los amigos, en la tenacidad de una vocación particular, en la lucha por una causa justa, en la paciencia de los padres con un hijo enfermo o díscolo, en la honorabilidad en el cumplimiento de un contrato, en el sano amor a la patria o en la adhesión a un credo. La fidelidad matrimonial es símbolo de la fidelidad humana. Me refiero, en particular, a aquellos compromisos definitivos de los cuales depende en definitiva la alegría de vivir. Hablamos obviamente también de esa serie de fracasos que nos arruinan la vida: el engaño matrimonial, la deslealtad entre amigos, la estafa en los negocios y el abandono de los hijos. Cada uno haga memoria: la infidelidad acarrea frustración, dolor y tragedias.
Nuestra época, sin embargo, nos dificulta la fidelidad. El mercado organiza nuestra época de acuerdo a un motivo individualista. Aparentemente organiza sólo la economía. En realidad el mercado influye en todo: determina el modo de adquirir identidad (el que no compra no es nadie), clienteliza la política (con cohecho se compran votos) y distorsiona las relaciones humanas (en la medida que su esquema de intercambio exacto e interesado tiende a prevalecer sobre el don gratuito y generoso entre las partes). Al círculo del consumo se ingresa por los méritos personales, la competencia y el dinero. Los excluidos, por otra parte, sólo interesan como potenciales compradores o se procura incorporarlos al consumo como prevención de explosiones sociales. En un segundo y más amplio círculo quedamos encerrados todos por parejo, el círculo de la seguridad ciudadana caracterizado por ese miedo que nos meten a los demás como si cualquier desconocido pudiera robarnos. Resultado: la desconfianza en este caso y el individualismo en todo lo demás, conspiran gravemente en contra de la estabilidad y gratuidad que la fidelidad requiere.
Aún así, necesitamos ser fieles. Aunque cueste, habrá que intentarlo. ¡Lo que está en juego es lo principal! Pero creo que ayudará mucho aspirar a un tipo de fidelidad menos santurrona. Habrá que sacarse de la cabeza la idea individualista también de fidelidad, de acuerdo a la cual ella consiste sólo en conservar la inocencia, en cumplir la propia parte o en no defraudar a nadie. Esta idea de fidelidad es farisaica, es decir, fidelidad arrogante y falsa. ¿Quién es inocente? Sobre todo irrita la conducta intachable invocada para desautorizar y a veces para extorsionar a la parte contraria, cuando no para camuflar otros yerros que si se descubren serían fatales. Incluso si alguno fuera inocente, su mérito es insuficiente.
Propongo ver la fidelidad como punto de llegada más que como punto de partida. Preferible sería que, considerándonos infieles e indignos, progresáramos a una fidelidad todavía más difícil. ¡Más solidaria! Entiendo por fidelidad una solicitud permanente por ganar la confianza ajena, por disipar la incerteza inherente a toda relación humana y por erradicar la sospecha como actitud vital. Aún mejor, llamaría fieles a quienes recuperan al otro con indulgencia. Hablo de esas escasas personas que sostienen el mundo porque cargan con la fragilidad de su prójimo, perdonan sus caídas y le ofrecen otra vez una «última oportunidad».