Educación para la integración

Tengo la impresión de que las demandas estudiantiles en favor de una reforma general de la educación chilena son hondamente evangélicas. Habrá que estar atentos a cómo se consiguen las cosas. Hay maneras y maneras. Y no toda demanda se podrá satisfacer. Pero si partimos por lo principal, los cambios serán para mejor.

Los jóvenes universitarios nos han abierto los ojos. Nos han despertado del sopor del neo-liberalismo que ha convertido en dogma indiscutible modos de entender la vida muy inhumanos. ¿Cómo fue posible que no nos diéramos cuenta de que el endeudamiento de los universitarios constituia una fuente de angustia insoportable para jóvenes pobres? Por dar un solo ejemplo, aunque clave. Son tantos los problemas que los jóvenes han puesto al descubierto.

En todo esto, la punta evangélica más aguda es reclamar una educación integradora de alumnos de distintas condiciones económicas, sociales y culturales. ¡Machucha! La gran película de Wood me vuelve a la memoria una y otra vez. Los curas del Saint George apostaron por un colegio de integración de ricos y pobres. El golpe militar terminó con esta utopía maravillosa. ¿Estiraron los curas demasiado el elástico? La integración intentada por el Colegio San Ignacio el Bosque, del que procedo, y que me acogió cuando más lo necesitaba, dura hasta hoy. Hace exactamente 40 años los jesuitas piden a los padres y apoderados que ganan más, que paguen más, para que los que ganan menos, paguen menos. Tal vez no se han elegido familias pobres muy pobres. Se ha buscado un equilibrio. Pero las tensiones por mantener el sistema han cumplido ya muchos años, y la matricula diferenciada ha aguantado.

Esto es central al Evangelio. El movimiento estudiantil tiene al Señor de su parte.

 Una Iglesia más amorosa

La Palabra de Dios es sabrosa, gusta a los niños como la leche. Con ella la Iglesia amamanta a sus hijos. El cristianismo es cosa de pequeños, es religión de humildes de corazón, es credo de franciscanos más que de jesuitas. Por cierto a algunos cristianos les toca aguantar en las trincheras del debate de las ideas. La obligación que tiene todo bautizado de pensar su vida a la luz de la fe en algunos casos constituye una profesión. Para la transmisión de la fe se ha vuelto imperioso contar con gente que pueda participar en el ágora de los medios de comunicación social y que se implementen pastorales que conviertan a los fieles en adultos en la fe, verdaderos iniciados en el arte de comprender las profundas transformaciones culturales con los ojos de Dios.

 Pero la Iglesia sabe que la mayoría de los fieles vive su fe con sencillez y cuida al niño que pregunta cuando no sabe, que no puede aprender las cosas de golpe, que junta las manos al acostarse para abandonarse cada noche a la Divina Providencia. En virtud de la Palabra ella acoge a los fieles como madre, los acurruca, les garantiza un espacio a su ignorancia. Pero por lo mismo los puede infantilizar y apollerar. En ella no falta el bobo que de flojo no quiere oír ni entender la Palabra. Tampoco el cura modoso que enriela a los fieles con tareas de kindergarten. 

 La Iglesia en su expresión más madura convoca a adultos capaces de conversar, de discutir y de indagar con otros una verdad que, por tratarse de Dios mismo, solo se revela a los que no la tienen y que la conquistarán cuando termine la historia, porque ya ahora son poseídos por ella. Una Iglesia de adultos quiso el Vaticano II (años 1962-1965), uno de los tres o cuatro concilios más importantes en la historia del cristianismo. En esta oportunidad, a diferencia de los concilios anteriores, la Iglesia no condenó a nadie. El buen Papa Juan quiso conversar con todos, reconoció que se podía aprender del mundo, de otras culturas y tradiciones religiosas. La Palabra de Dios no se entiende si no sirve para dialogar con los otros. Si solo pudieran comprenderla “los nuestros” no sería Palabra de Dios. La Iglesia tiene la obligación de anunciar el Evangelio de la hermandad a los pueblos sin exclusión, promover una fraternidad entre todos, porque sabe que Jesús murió por todos. El Concilio nos hizo bajar la guardia, exponernos a la crítica, fomentar lo que nos une, no desesperar con lo que nos separa…

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