Tiempos de cambios…

¿Un Concilio Vaticano III? Se habla de esta posibilidad. Las opiniones están divididas. Unos dicen que se necesita hacer cambios importantes. El Concilio Vaticano II no habría solucionado algunos asuntos y, por otra parte, han surgido problemas nuevos que enfrentar. Hay quienes piensan, por el contrario, que sería inconveniente hacerlo porque la mayoría del episcopado es conservador y se corre el riesgo de una corrección involutiva de uno de los concilios más innovadores en la historia de la Iglesia.

Despejada esta duda, se me ocurre que un nuevo concilio tendría que atender algunos asuntos que necesitan ser considerados para un anuncio actualizado del Evangelio:

– Que la Iglesia no quede a la zaga, sino que pase a la delantera en la supresión de todas las exclusiones que menoscaban la dignidad humana.

– Que la Iglesia no quede a la zaga, sino que pase a la delantera en la lucha por la igualidad de los mujeres.

– Que la Iglesia no quede a la zaga, sino que pase a la delantera en representar a quienes aspiran a participar más activamente en las instituciones y foros públicos.

– Que la Iglesia no quede a la zaga, sino que pase a la delantera en encausar los grandes procesos de metamorfosis de la la religiosidad, constituyendo comunidades que acojan  personas desamparadas y estigmatizadas independientemente de sus posiciones sociales, económicas, credos y situaciones morales.

¿Se necesita un Vaticano III? ¿Mejor no…?

 

 

LA FE DE JESÚS EN DIOS

Jesús creyó, pero le costó. Compartió las dificultades que todos tenemos para creer en Dios. Su condición de Hijo de Dios no le ahorró la experiencia de la tentación. Su estrecha e inseparable unión con su Padre fue la razón exacta de su grito en la cruz. Si no hubiera creído en Dios, este grito se habría confundido sin más con las quejas de los afligidos por dolores físicos o con el simple aullar de las fieras. Este grito es estremecedor porque es “su” grito. El del hombre que creyó en Dios. Fue el clamar auténtico de un creyente de verdad. Jesús no supo por adelantado en qué terminaría su vida. A un cierto punto habrá podido intuir que la resistencia creciente a sus palabras le costaría la vida. Pero su divinidad no fue para él una ayuda extra que lo hubiera capacitado para avanzar sin tropiezos. Jesús, como todos, tuvo que discernir la voluntad de su Padre. No se libró de las agitaciones, de los engaños y tormentos que nos turban, y nos pueden hacer fracasar.

 

La fe de la Iglesia en el creyente Jesús

Suele llamar la atención que se diga que Jesús tuvo fe en Dios. Supuesto que como “Hijo de Dios” y “Dios” debió saberlo todo por anticipado, se piensa que no pudo haber experimentado la ignorancia y el sufrimiento inherentes a nuestra fe. Por el contrario, la opinión de prácticamente todos los cristólogos del siglo XX subraya la importancia de reconocer que Jesús, también en este aspecto, ha sido igual a nosotros. Se nos dice que Jesús no solo creyó en Dios, sino que es un ejemplo de creyente.

Si comparamos la fe de Jesús en Dios con la fe los cristianos en Dios, debemos decir que son distintas, pero no tanto.  La diferencia es que los cristianos, la Iglesia, creen en el Padre de Jesús y creen también en Jesús, el Hijo de Dios. Jesús creyó en Dios  al que consideraba su Padre. La Iglesia creyó en el creyente Jesús, e hizo suya su modo filial de creer en Dios. La fe de la Iglesia, por decirlo así, contiene la experiencia espiritual de Jesús, pues se nutre del mismo Espíritu que inspiró a Jesús. En este sentido, entre la fe de la Iglesia y la fe de Jesús hay también una gran semejanza.

Por esto la Iglesia enseña a creer correctamente. Es precisamente cuando ella se aparta de la confianza y entrega total de Cristo a la voluntad de su Padre, que frustra su misión. La Iglesia trasmite la fe en Dios y en Cristo, porque Jesús le enseñó que Dios es amor, que merece por esto fe y, para no olvidarlo, ha escrito evangelios, cartas y crónicas. Durante dos mil años la Iglesia ha leído y releído las Escrituras, y con estas y nuevas experiencias ha aprendido de su propia humanidad. Así ha trasmitido a las siguientes generaciones cómo se cree. Lo ha hecho porque está convencida que esta fe, la fe en el creyente Jesús, humaniza.

 

Miramos el horizonte con seriedad. Nosotros mismos hemos de entender que perder el camino, es parte del camino. El dolor nos dolerá. No podremos controlar el proceso de conversión, se nos escapará de las manos, nos enredaremos, experimentaremos los desgarros propios de quienes están aferrados a seguridades que no quieren abandonar. La conversión es siempre fatigosa. Las reformas de las instituciones no lo son menos. Esto que viviremos personalmente, será además un recorrido eclesial. Ha ocurrido otras veces en otras crisis de la Iglesia. Es triste recordar los daños que en otras épocas nos hicimos entre cristianos. Hay heridas que todavía supuran. Para nuestra generación, por tanto, será muy importante preguntarnos como discernir, tomar decisiones aunque sean dolorosas y conservar la comunión. Pues no podremos avanzar con irenismos. Jesús no lo hizo. Solo resucitado ha podido apagar la fogata que encendió con su radicalidad.

***    ¿Dirección espiritual o acompañamiento espiritual?

Estos días, con ocasión de los abusos sexuales, psicológicos y espirituales del P. Karadima, se ha cuestionado el valor de la guía espiritual y del sacramento de la confesión. Hoy nos es patente que estos instrumentos milenarios de pedagogía del cristianismo pueden ser usados de un modo que lo desvía de sus fines. Sin embargo, es necesario hacer unas distinciones que ayuden a evitar este peligro. 

En el ámbito de la espiritualidad cristiana se ha dado un paso importante a tener en cuenta. La llamada “dirección” espiritual va siendo reemplazada por el “acompañamiento” espiritual. En la “dirección” espiritual el protagonismo lo tiene el director. Este dice al dirigido qué debe hacer. En el “acompañamiento”, en cambio, el protagonista es el acompañado. Es este quien, con el consejo del acompañante, saca las conclusiones y toma las decisiones. Puede ser que aún se conserve el término de “dirección” para referirse a lo segundo. Pero se trata de tipos de relación diametralmente opuestos entre uno que ayuda y otro que es ayudado. 

En el primer caso el dirigido queda expuesto a abusos y dependencias. Pero, aunque ello no ocurra, la relación es infantilizante porque en algún grado el dirigido hipoteca su libertad. El caso del acompañamiento no excluye que en algunas ocasiones el acompañante incida en las decisiones del acompañado, pero todo apunta a hacer de él un adulto en la fe. Algún día este adulto no tendrá que pedirle consejo a nadie. Le bastará haber adquirido la gramática que le ofrece la Iglesia para leer la voluntad de Dios. 

Jesús fue sin duda un guía espiritual que formó conciencias, que liberó a sus discípulos de miedos y pecados, y los instó a liberarse de la opresión de una religiosidad de cumplimientos y ritos hueros, exigiendo de ellos decisiones de mayores de edad.

**  Vivimos tiempos turbulentos, pero no fatales. Las agitaciones del presente también auguran que el futuro puede ser todavía mejor. ¿Quién pudiera decir que no? Si lo que en toda época toca a los cristianos es vivir el Evangelio, lo más probable es que la experiencia evangélica de nuestra generación habrá de caracterizarse por la esperanza. Habremos de creer que algo nuevo se está gestando y nacerá. Los cristianos hemos de convencernos, contra todo pesimismo, que Dios crea y recrea, que modela la historia como hace con la arcilla un alfarero, justo allí, justo las veces que la humanidad se convierte al amor o es convertida por el amor. Pero hoy no sabemos qué comienza. Solo presentimos, con pena, con gozo o con inseguridad, que muchas cosas que amamos terminan y que tienen que terminar.

**  El clero está asustado.  Los laicos le apuntan con el dedo. Lo encañonan. No por nada. El clericalismo agoniza pero no acaba de morir y en el intertanto pega unos zarpazos terribles. Se nos dice «es la hora de los laicos». Pero, este planteamiento tampoco irá lejos. Choca contra la realidad y teológicamente hace agua muy luego. No es cosa de «dar vuelta la tortilla». Lo que debiéramos hacer valer con toda la fuerza es el BAUSTIMO! Es este el sacramento principal, no el de la ordenación sacerdotal. El sacerdote ministro debiera ayudar a todos, él incluido, a vivir del misterio del Cristo que se sumergió en la muerte y emergió para la vida eterna. Curas y laicos codo a codo, hermanos y hermanas, acabarán con pirámides y privilegios. No serán necesarias las pistolas. Bastará el bautismo. ¿Será necesario seguir llamado «padres» a los sacerdotes? Puede ser hermoso que sí. A mí me gustaría que me llamaran solo por el nombre. Habrá que ver.

Tengo la impresión que la fe cristiana enfrentará cambios gigantes, tal vez incluso mayores que la primera generación de judeo-cristianos que poco a poco empezaron a inculturar el Evangelio en cultura griega.

A nosotros nos tocará romper con un catolicismo que culturalmente se a haciendo obsoleto y vertir nuestra fe en una cultura que está experimentando cambios que nadie sospecha adónde nos llevarán.

¿Seremos capaces de una nueva inculturación del Evangelio? Nosotros no. Dios sí.

Me quedan pocas páginas para terminar de leer el libro de Mönckeberg sobre Karadima. Estoy muy sorprendido por la gravedad del caso.

Me faltan explicaciones. ¿Son suficientes los reconocimientos del círculo cercano a la determinación del Vaticano? ¿No falta aquí un accountability a la altura de las exigencias culturales modernas? Me gustaría ver a personas importantes dando un paso al lado.  No puede ser que al más alto  nivel de la Iglesia chilena se haya instalado un secta, y todo siga prácticamente igual.

Nadie debiera suicidarse. Por esto es tan doloroso el intento de suicidio de Luis Eugenio Silva, sacerdote. Es doloroso porque el suicidio es un acto de desesperación que nadie debiera llegar a experimentar. La pregunta es qué podemos hacer para impedir que una persona se encuentre tan angustiada y sin salida como para querer desaparecer de la tierra y de la vista de los demás. Muchos de sus amigos habrán querido estar cerca de Luis Eugenio antes que todo ocurriera. Seguramente lo estén ahora, acompañándolo, consolándolo, haciéndole sentir que no hay vergüenza que no será disipada por el amor de Dios. Los amigos le harán sentir que su cercanía es incondicional. Así le darán la luz de esperanza que le faltó en el momento que estuvo demasiado solo.

¡Que nadie esté solo! De esto se trata, que nadie desespere. Que todos tengan una mano a mano, un  amigo que nos ame y sonría cuando hayamos perdido esa brújula que cualquiera puede perder.

La lectura del libro de María Olivia Mönckeberg Karadima, el señor de los infiernos, es impactante. Nunca imaginé que la tiranía espiritual del párroco de El Bosque fuera tan grave. La sentencia del Vaticano me había parecido muy dura. Me faltaban antecedentes para entenderla. Ahora sí la entiendo.

Uno como sacerdote nunca escucha que otro sacerdote traicione el secreto de la confesión. Alguna vez oí de un cura en Napoles que se había ido de lengua en contra de unos mafiosos. En ninguna otra ocasión he oido en los ambientes que me muevo que un sacerdote haya faltado en esto. Sé que han faltado en muchas cosas. En traicionar el sigilo del sacramento, nunca.

Por esto el abuso que Karadima ha hecho de la confesión no tiene nombre. El daño que hizo con el uso de este sacramento es enorme. Recomiendo el libro de Mönckeberg. La verdad hay que saberla, para que duela…

 

«Cristo sí, Iglesia no», se repite. El problema, en realidad, es: «Esta Iglesia sí, esta Iglesia no». Estoy seguro que esta alternativa tiene más partidarios que la anterior. Pero, además, es más real. Separar a Cristo de la Iglesia es imposible. ¿Dónde está Cristo sino en los creyentes que, como Iglesia, lo han trasmitido desde hace 2.000 años? Claro que no hay que identificar a ambos como si nada. Hay diferencias. Pero si hilamos más fino tendremos que reconocer que todo, absolutamente todo lo que sabemos de Cristo lo sabemos gracias a la Iglesia. Es cosa de tomar el Nuevo Testamento. Ninguno de los Evangelios los escribió Jesús. Ninguna de las cartas. Los Evangelios y las cartas las escribió la Iglesia para contar a las siguientes generaciones lo que le había pasado con un Jesús que ella había experimentado resucitado.

El asunto es qué Iglesia es la que mejor representa a este Cristo: ¿La del Jesús que anuncia el advenimiento inmediato de un reino para los más pobres (los «excluidos» ha dicho recientemente Aparecida), que por esta razón lo matan y por esta razón Dios lo resucita¿ ¿O la Iglesia hierática, distante, poseedora de la verdad?

Me siento a gusto en la Iglesia de los pobres, la Iglesia de Juan XXIII, la Iglesia de las comunidades eclesiales de base… Esta me parece ser la Iglesia de Cristo. No digo que las otras modalidades de Iglesia no sean cristianas. Las cosas no son blanco o negro. Pero me siento pésimo en la Iglesia pre-conciliar. El Vaticano II pidió un cambio radical: quiso una Iglesia dialogante y abierta a las transformaciones sociales y culturales, que en la liturgia abre espacio a la participación de los fieles, que entiende que el amor es el único sacrificio digno de agradar a Dios. El Concilio nos recordó que el único sacerdotes es Cristo, que todos los bautizados constituimos un pueblo sacerdotal y que los ministros-sacerdotes deben estar al servicio del Pueblo de Dios y no centrar todo en su índole sacra. No le hemos hecho caso.

No podemos separar a Cristo de la Iglesia, pero hay «Iglesias» e «Iglesias».

 

En este tiempo pascual podemos concentrarnos en el triunfo de Cristo. El Señor resucitado no se fue. Sigue con nosotros, desde los tiempos de sus primeros discípulos hasta los de nuestros días, mediante su Espíritu. El Espíritu hace real a Cristo allí donde Jesús quiso ser reconocido: los gestos de amor, las señales de esperanza, la lucha contra la injusticia… ¿Dónde? ¿Dónde hoy? Allí mismo. Han cambiado muchas cosas, pero lo fundamental no cambia para nada. Lo fundamental, en realidad, esto todavía más fundamental que antes. La resurrección de Cristo es el triunfo del amor de Dios, presente donde el Espíritu incide amorosamente en nuestro hábitat humano y social. «Vamos ganando». ¿Sí? ¿No parece que vamos perdiendo? La Iglesia se estremece. ¡No hay que engañarse! Esta agitación puede ser perfectamente obra de Cristo que ha querido intervenir decididamente contra los abusadores, en favor de los inocentes, obligando incluso a una revisión profunda de una serie de asuntos que merecen cambiarse y no se cambian. Lo que parece pura pérdida tal vez sea el revés de la trama, los dolores de parto de una nueva presencia de la Iglesia en nuestra época. «Vamos ganando», no hay que olvidarlo. Si no lo vemos, el problema somos nosotros. Habrá que pedir el Espíritu para reconocer al Espíritu.

No tendría ningún sentido creer que Jesús resucitó si no lo experimentáramos resucitado, hoy, ahora, resucitándonos, sacándonos de la fosa de la culpa, del miedo y de la descomposición física y moral. Los primeros cristianos proclamaron lo que experimentaron: Cristo les cambió la vida, los hermanó, les dio su misma valentía para insistir en la llegada del reino de un Dios diferente. La Iglesia naciente creyó en el Dios diferente que Jesús les mostró: el Dios de los pobres y de los pecadores, de los excluido por una u otra razón, de los que nunca merecieron nada de nadie.

No tendría ningún sentido creer en la resurrección de Cristo si no creyéramos que murió «por mí». La resurrección no es cosa de espectadores. Solo podemos presenciarla en sus testigos, quienes llegaron a ser cristianos porque el Señor los liberó, perdonó, sanó o llevó a la plenitud de sus posibilidades. Nadie nunca vio directamente cómo resucitó Jesús. De él nos quedan solo sus huellas, en las Escrituras, los textos que la Iglesia escribió para anunciar a otros lo que a ella le había pasado con el resucitado; las huellas en la vida de los cristianos, vidas transformadas que trasparentan al Señor e indican un «más» inexplicable. Estas son, las personas que han podido decir «por mí» (San Pablo, San Ignacio…).

Mientras no podamos decir «por mí» seremos solo espectadores ávidos de apariciones y víctimas de predicadores moralizantes. Todavía no seremos cristianos…, hijos del amor, de la libertad y el compromiso.

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