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Muere monja de población

Ha muerto Elena Chain Curi, monja de población. Dudo que alguna vez haya salido su nombre en la prensa. Pudo haber sido noticia, de haberse cumplido contra ella el balazo con que la amenazaron durante la dictadura. No sé. Los diarios de la época “estaban en otra”. Este domingo sepultamos a una mujer que no fue una monja cualquiera. Fue una monja de población.

El año 1965 –puede ser que me equivoque en la fecha- el personal pastoral de la iglesia de Santiago puso en un gran papelógrafo el mapa de la ciudad. En él se destacaba con pinchos dónde se ubicaba el clero y las religiosas. La gran mayoría se concentraba en los sectores pudientes de Santiago. A impulsos del Concilio Vaticano II, tras constatarse esta injusta distribución de los consagrados, las religiosas iniciaron un éxodo masivo a las poblaciones más pobres. Dejaron los colegios de clase alta. Partieron a meter las botas en el barro.

Desde entonces hasta hoy, estas monjas lo han sido todo: enfermera, dirigenta poblacional, caudilla, educadora, jefa de la olla común, catequista, vendedora de bingos, profesora en tejidos en arpillera, rondín, confidente, sacerdote y mamá. Han ido donde nadie va. No han estado pendientes de que alguien diga de ellas son  “santas” o algo así. Su concentración en el prójimo ha sido total. A los largo de estos años se corrió la bola. Los perseguidos, los hambrientos, los enfermos, los drogadictos, los alcohólicos, las embarazadas adolescentes, los inmigrantes, los sin techo, cualquiera, se ha refugiado en sus casas. Allí ha recibido una taza de té, un pan con margarina y cariño, mucho oído y amparo. ¿Cuántos niños han hecho las tareas en sus casas? ¿A cuántos ancianos estas mujeres les han comprado los bonos de Fonasa y acompañado en la cola del doctor? Las poblaciones que han contado con una Elena Chaín, han podido pasar el invierno protegidas.

Esta monja de la congregación del Amor Misericordioso las representa a todas. La recuerdan con lágrimas en El Montijo, Cerro Navia… Participó en la Toma de Peñalolén y fundó allí la comunidad Enrique Alvear. Con tenacidad y alegría, enseñó a los adultos a leer la Biblia. La desconocían. Apenas siquiera juntaban palabras. Ella no hizo distinción entre casados y re-casados. Tampoco entre los que tenían fe y los que no. Trató a los demás como a iguales. Todos aprendieron de ella a levantar la cabeza, a no anularse ante nadie, a vivir con dignidad. Su casa era un entrar y salir de gente. Los últimos años, ya vieja y enferma, sobrecargada de penas ajenas, llegaba a la misa envuelta en lanas. Poco después, a los ochenta años, partió sonriente de misionera a La Serena. Iba llena de entusiasmo. Desde hoy en adelante su comunidad de base de Peñalolén, en cada eucaristía, seguirá pidiéndole salud, calefacción, monedas para la locomoción y, más que nada, su sabiduría y su esperanza.

¿Por qué todo este recuerdo? Bien podría guardarme un reconocimiento que tiene mucho de personal. También podría ahorrarme estas palabras de elogio a una generación de religiosas con quienes re-comenzó el cristianismo. La Vicaría de la Solidaridad y las monjas de población, en mi opinión, son lo mejor de la Iglesia chilena del post-concilio. Esta es la Iglesia de los pobres conque soñaron Hurtado y Manuel Larraín, Medellín y la Teología de la liberación. Hago este recuerdo porque, aunque la historia nunca se repite, el país y la misma Iglesia necesitan faros que indiquen cómo, y cómo no, se crece en humanidad.