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Nuestra propia teología

En 500 años de historia América Latina ha dependido intelectual y teológicamente de Europa. Esto, que por muchas razones es explicable, no tiene más razón de ser. Nuestro cristianismo latinoamericano debe pasar a la adultez. Hasta ahora nos hemos comportado como niños en la fe. Hemos dejado a nuestros antecesores la responsabilidad de pensar por nosotros. Hemos sido flojos para generar nuestros propios intelectuales y teólogos. Nos devora la inmediatez pastoral. Nos falta reciedumbre para aguantar el rigor de «pensar lo no pensado» (P. Trigo). La recepción que en América Latina vamos haciendo del Concilio es un paso firme hacia una nueva etapa. Sin embargo, la «opción preferencial por los pobres» -nombre del Concilio en nuestro continente- quedará en nada, si no somos capaz de sustentarla teóricamente. El cristianismo no se agota en la intuición ni en la práxis. Exige siempre descubrir la fe en la razón y la razón en la fe. Un catolicismo adulto, como el que necesitamos, requiere de una teología propia.

No podemos seguir dependiendo de la teología europea, además, porque la fuente se va agotando. La crisis de la Iglesia europea es demasiado grande como para que sigamos esperando que «piensen» por nosotros o nos envíen «pensadores». Agradecemos a tantos misioneros que nos han ayudado en la tarea de «dar razón de nuestra fe». Si no fuera por ellos, nuestro cristianismo sería aún más infantil. La mejor manera de agradecerles es tomar el relevo y desarrollar nuestra propia teología.

De la Teología de la liberación se ha dicho que murió; que se la eliminó; que hoy no tiene nada más que ofrecer; que es una herejía que la Iglesia condenó.

Algo de todo esto es cierto, aunque depende cómo se lo entienda. Pero siempre era posible que volviera a resurgir. Su fondo era cristianismo puro. Así pudo entreverlo el segundo documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1986) que reconoció su valor y el mismo Juan Pablo II declaró que, al menos bajo ciertas circunstancias, esta teología era incluso “necesaria”.

Lo que nunca nadie imaginó era que un “teólogo de la liberación” llegara al más alto puedo de la Congregación que vela por la ortodoxia en la Iglesia Católica: Gerhard Ludwig Müller. ¿Cuestión de decadencia en la Iglesia, dirán algunos? ¿O de infiltración demoníaca, pensarán otros? Puede también ser que la Teología de la Liberación sea teología católica tal como otras y que, en consecuencia, su aporte incrementa las aguas de la comprensión de Cristo. Así lo pienso yo al menos.

Lo más extraordinario es que esta teología que ha descubierto en el misterio de Cristo una Opción Preferencial de Dios por los Pobres, con innumerables consecuencias sociales y eclesiales, haya entrado a esta Congregación como en su propia casa.

No se puede decir que Gerhard Ludwig Müller sea un “teólogo de la liberación” tal cual los latinoamericanos. El es europeo y sus preocupaciones son también otras. Su experiencia pastoral y teológica en América Latina, sin embargo, le han hecho amigo de Gustavo Gutiérrez, el “padre de la Teología de la liberación”, y de varios otros teólogos de nuestra región.

Del libro Del lado de los pobres. Teología de la liberación (CEP, Lima 2005), escrito con Gutiérrez, extraigo algunas citas que vale la pena tener en cuenta. La interpretación que Müller hace de la teología de Gutiérrez, a mi juicio, tiene mucho futuro.

En mi opinión, el movimiento eclesial y teológico que bajo el nombre de «teología de la liberación» surgió en Latinoamérica luego del Concilio Vaticano II con repercusión en todo el mundo, debe contarse entre las más importantes corrientes de la teología católica del siglo XX (p. 29).

La teología de la liberación no es una sociología decorada con religiosidad ni un tipo de socioteología. La teología de la liberación es teología en sentido estricto (p. 37)

De ninguna manera puede hablarse aquí de la primacía de una praxis ortodoxa sobre la ortodoxia misma. Hablar de una primacía de la praxis sería poco más.o menos que reducir el cristianismo a una ética. Se trata más bien de participar en la praxis misma de Dios en el amor y esto se conoce cuando hay fe en la palabra por la que Dios se revela (p. 37).

La opción por los pobres no excluye a los ricos. Ellos son también objeto de la acción liberadora de Dios, en la medida en que son liberados de la angustia de tener que pensar que la vida sólo es posible a costa de arrancársela a otros. Frente a pobres y a ricos, la acción liberadora de Dios apunta a convertir a los seres humanos en verdaderos sujetos y, por tanto, personas libres de cualquier forma de opresión o de dependencia (p. 39).

Por la cruz y la muerte de Jesús, Dios señala al mundo como terreno de una nueva y transformadora creación. La cruz es así la revelación de la opción de Dios por los que sufren, los despojados de sus derechos, los torturados y asesinados. En la resurrección de Jesús de entre los muertos, Dios define de manera prístina y ejemplar qué es realmente la vida y de qué manera la libertad se convierte en la capacidad de existir para los demás y en luchar porque la vida se desarrolle en condiciones dignas (pp. 39-40).

Por eso, frente al quiebre del sistema capitalista convencional y de su mentalidad inhumana, la teología de la liberación mantiene toda su actualidad. Lo que diferencia a la teología de la liberación tanto del marxismo como del capitalismo es lo que en el fondo une a estos dos sistemas supuestamente enfrentados: una imagen del hombre y una concepción de la sociedad donde se elimina el papel que cumplen Dios, Jesucristo y el Evangelio para la humanización individual y social del hombre (p. 44).

La teología de la liberación no morirá en tanto haya seres humanos que se adhieran a la acción salvífica de Dios y que hagan de la solidaridad con sus semejantes, cuya dignidad ha sido enlodada, el criterio de su fe y la motivación para su vida en sociedad. teología de la liberación significa, dicho brevemente, creer en un Dios que es Dios de la vida y garantía de salvación para todos los hombres. Por eso lucha contra los ídolos que significan muerte precoz, pobreza, miseria y degradación (p. 45).

Gutiérrez se refiere con frecuencia a la equivocada interpretación que se escucha en simpatizantes y adversarios de la teología de la liberación. Se trata de la opinión de que esto es un trabajo para teólogos tan interesados en los problemas humanos que se sienten con fuerzas para incursionar en especialidades ajenas a ellos como la economía, la política y la sociología, pero perdiendo de vista que el tema propio de la teología es la relación del hombre con Dios. Todo lo contrario ocurre en la teología de la liberación. Quien tome en serio sus propuestas, admirará tanto sus aspectos estrictamente teocéntricos y cristocéntricos. Cuanto su compromiso con la comunidad viva de la Iglesia (p. 45)

En la propuesta de la concepción teológica que entiende la  Revelación como síntesis de la liberación del hombre por Dios y como participación humana en esa acción salvífica y liberadora, es inseparable la unión entre creación y redención, fe y construcción del mundo, trascendencia e inmanencia, historia y escatología, la unión espiritual con Cristo y su seguimiento en el camino de la vida como discípulos suyos. La teología de la liberación supera el rígido dualismo del más acá y del más allá, que reduce la religiosidad a una experiencia mística del individuo y cuya función sería únicamente fomentar una moral personal o una ética social.

La «opción preferencial por los pobres», nacida de la praxis y de la experiencia de las comunidades cristianas de Latinoamérica, ha impregnado fuertemente a la Iglesia con nuevas perspectivas. El servicio que representa la praxis liberadora se realiza a plenitud teniendo como horizonte una imagen geocéntrica del hombre y la participación de Dios en la redención que necesita el ser humano (pp. 46-47).

La teología de la liberación alienta con vigor este nuevo Nosotros universal de una Iglesia que mira a toda la humanidad cuando busca en Dios el sentido trascendente de lo finito y al mismo tiempo valora con  responsabilidad la vida terrena (50).

Lo que es indiscutible a todas luces es la realidad catastrófica de la sociedad latinoamericana y de todo el Tercer Mundo. De ella, precisamente, surgió la teología de la liberación como un programa teológico que irrumpió no sólo para hacer algunos deslindes y cambios estratégicos. Fue toda una respuesta teológica que considerando las condiciones concretas, económicas e históricas de la sociedad, las analizó con profundo calor humano a la luz de la palabra de Dios (p. 79).

En este sentido declaró el Papa Juan Pablo II, en carta a la Conferencia Episcopal del Brasil (1986), «que la teología de la liberación no sólo es oportuna sino útil y necesaria». En la nueva concepción de la Iglesia, alentada por el Vaticano II, especialmente en la Constitución sobre la Iglesia y en la de la Iglesia en el mundo actual (o sea, Lumen Gentium y Gaudium et spes), hay que dar por supuestos, también, los  planteamientos de la teología de la liberación. La decisión de aplicar de hecho en la Iglesia latinoamericana las declaraciones conciliares se expresó en los documentos de las Conferencias Episcopales Latinoamericanas de Medellín y Puebla con amplio consenso jerárquico. Incluso en las dos Instrucciones de la Congregación Romana de la Fe (1984 y 1986), ciertamente distintas y que pueden ser objeto de diferente valoración, no se pone en duda en absoluto la posibilidad de una auténtica y original teología de la liberación; más bien, se reconoce justamente su necesidad (pp. 81-82).

La teología no tiene pues una relación abstracta y teórica con la realidad. El teólogo toma parte -entendiendo y obrando en el proceso de cambios de la historia, que es la historia de una liberación hecha por Dios. En un segundo paso -el de la reflexión-, avanza hacia una concepción integral de este proceso. Con su participación en el proceso de cambios y con su análisis crítico, da un tercer paso: cambiar la realidad entendiendo la dirección y las metas propuestas por Dios. La plena realización de la teología tiene, por tanto, ante sí tres instancias metodológicas. Primero, la participación del cristiano en la praxis de Dios que libera al hombre en la historia, una participación que implica acción, sufrimiento, conocimiento. Segundo, la reflexión crítica y racional sobre esa praxis a la luz del Evangelio. En un tercer paso, también crítico y reflexivo, la transformación de la realidad. Tiene siempre ante los ojos la liberación que da libertad a los hombres en el reino definitivo de Dios. Precisamente surge de aquí la opción por aquellos que deben ser liberados y que, siendo ya libres en la fe, participan activa y conscientemente en el proceso liberador mismo. Estos son los oprimidos, los pobres, los que viven en la miseria. La acción liberadora de Dios se dirige a hacer de los hombres verdaderos sujetos, es decir personas que actúan. El hombre no recibe pasivamente el don de la libertad. Se convierte él mismo en portador de liberación. De simple objeto atendido por el Estado se convierte en persona, sujeto activo, portador e impulsor del proceso de liberación. La Iglesia misma ya no es más Iglesia para el pueblo sino Iglesia del pueblo. El pueblo de Dios se convierte también en sujeto activo que lleva la historia a la meta de su total liberación. Por eso, en el sentido del Vaticano lI, la Iglesia no es ya simple institución que administra la salvación. La Iglesia en conjunto (con los laicos y la jerarquía, que son sus miembros internos) se convierte en signo e instrumento de la unión de Dios con los hombres y de los hombres entre sí. La Iglesia actúa como sacramento del reino de Dios o de la salvación del mundo (pp. 88.89).

Y éste es también el sentido primigenio de las comunidades de base. Base no se entiende aquí por oposición a jerarquía. Hay que entender, más bien, que la toda la comunidad en conjunto (con sus miembros revestidos de una gran diversidad de carismas, tareas y cargos) se convierte en sujeto actuante de la acción liberadora y de la praxis histórica de la liberación. Nace así el poder histórico de los pobres, quienes al participar como sujetos en el proceso de la historia son al mismo tiempo sujetos y actores de una empresa de liberación (p. 89).

La cruz de Jesús revela escatológicamente la opción de Dios por los pobres. En el proceso de la historia, Dios se pone del lado de los oprimidos para conducirlos hasta la libertad y para hacer posible que también ellos participen en la empresa de salvación prometida a todos los hombres. En este sentido habla Gutiérrez, con razón, de la fuerza histórica de los pobres. Si los pobres participan en las tareas de la salvación, entonces intervienen en la historia, salen de su marginación, de su posición intrascendente. Pero Dios incorpora también a los explotadores, a los dominadores. Los libera de la angustia de tener que vivir destruyendo a los demás y hace posible que obtengan una libertad verdadera. Finalmente, en la resurrección de Jesús ha mostrado Dios cuál es el significado de la vida y, consecuentemente, cómo puede nuestra libertad convertirse en un ‘estar-ahí-para los demás’ en las estructuras sociales que conforman nuestra existencia humana. Dios se manifiesta como el padre de todos los hombres, como hermano de todos en Cristo y como su amigo en el Espíritu Santo. Hace posible, por tanto, una vida en libertad, hermandad e igualdad (p. 100).

Bien analizada, la teología de la liberación está en total continuidad con respecto a la teología clásica, pero saca a la luz aspectos fundamentales que hasta ahora habían pasado desapercibidos. Lo hace de cara a la situación social en que se encuentra Latinoamérica, fenómeno sin duda inseparable del dominio que ejercen los centros de la economía mundial (p. 103).

Quien trabaja para la liberación ya está del lado de Dios, sea o no consciente de eso. Con él puede trabajar el cristiano creyente, aunque no pueda orar ni celebrar con él la Eucaristía porque le falta la expresa confesión de fe y la relación personal con Dios que implica la liturgia. Al revés, con alguien que se confiesa cristiano pero que está contra la liberación, actuando, por tanto, contra el amor de Dios, no se podría trabajar con él ni celebrar la Eucaristía (p. 108).

Justamente por esto habría que ver en la teología de la liberación una alternativa radical a la concepción marxista del ser humano y a la utopía histórica que resulta de ahí. Lo sustancial de la metodología teológica de la liberación -comprometernos en una praxis para cambiar la realidad es una nueva formulación del evento original de toda la teología. Primero hay que seguir a Cristo. A partir de ahí se da la reflexión para decir adecuadamente quién es realmente Jesús.

Para la opinión pública contemporánea la teología de la liberación puede haber perdido interés, pero hay problemas que no han sido resueltos y en la misión de servicio, de reflexión y de transformación que le compete a la Iglesia con respecto a toda la humanidad, la teología de la liberación sigue prestando un servicio imprescindible. Ni en un contexto regional ni en el intercambio teológico mundial, puede hoy dejarse de lado a la teología de la liberación (pp. 109-110)

Agradezco de manera especial a mi amigo Gustavo Gutiérrez. Él se ha preocupado en las últimas décadas de aclarar la estructura, los fundamentos Y la coherencia de la teología de la liberación Y en innumerables publicaciones ha ofrecido de ella una visión de conjunto. Podríamos hacer un recuento de cómo se discutía hace años, y muy intensamente, sobre ella! Pero esto no significa que en la historia de la teología, el de la teología de la liberación sea ya un capítulo cerrado. Por el contrario, Gustavo Gutiérrez nos invita a ampliar nuestra visión europea Y nos aclara el significado de ser una Iglesia para el mundo. Gracias a la teología de la liberación la Iglesia católica ha enriquecido, al interior de sus propias fronteras, el sentido de lo plural. La teología de Latinoamérica le ha permitido a la teología completar y profundizar su trabajo, sacando a la luz temas que en Europa se estaban dejando de lado (p. 176).

Los "signos de los tiempos" en la Teología de la liberación

Los «signos de los tiempos» en la Teología de la liberación*

La Teología de la liberación recibe el Concilio Vaticano II de un modo creativo precisamente porque, a semejanza de Gaudium et Spes que pone a la Iglesia a la escucha de la voz de Dios en la historia, ella nace de una Iglesia que reconoce en los pobres del continente un llamado divino a su liberación. «Los signos de los tiempos» representan para la Iglesia continental, y para la Teología de la liberación particularmente, un modo de ubicarse en su propio mundo latinoamericano en busca de la presencia y de la voluntad de Dios. En este artículo se destaca la importancia de los «signos de los tiempos» para el método de la Teología de la liberación; se explicitan los principales supuestos teológicos de esta teología; y se remata con el que sería el «signo de los tiempos» en América Latina, la irrupción de los pobres.

La teología de los «signos de los tiempos» representa una verdadera novedad de la teología del siglo XX. A ella la Teología de la liberación le debe la inspiración y el método (1).

Juntamente con Medellín, la Teología de la liberación recibe el Concilio Vaticano II de un modo creativo precisamente porque, a semejanza de Gaudium et Spes que pone a la Iglesia a la escucha de la voz de Dios en la historia, ella nace de una Iglesia que reconoce en los pobres del continente un llamado divino a su liberación (2). «Los signos de los tiempos» representan para la Iglesia continental, y para la Teología de la liberación particularmente, un modo de ubicarse en su propio mundo latinoamericano en busca de la presencia y de la voluntad de Dios (3). Por lo mismo la categoría hace las veces de supuesto fundamental de un movimiento eclesial polisemántico por naturaleza y de paradigma metodológico clave de la primera teología que pretende ser realmente latinoamericana (4).
En este artículo se destaca la importancia de los «signos de los tiempos» para el método de la Teología de la liberación; se explicitan los principales supuestos teológicos de esta teología; y se remata con el que sería el «signo de los tiempos» en América Latina, la irrupción de los pobres.

1. CAMBIO DE PARADIGMA TEOLÓGICO

La recepción latinoamericana del concepto de «signos de los tiempos» representa para la Teología de la liberación el punto de quiebre respecto de la teología europea tradicional (5). Jon Sobrino habla de «ruptura epistemológica» (6). Ella ha sido propiciada por el cambio de paradigma teológico inaugurado en el Vaticano II (7). En realidad, más que una ruptura se trata del comienzo de una teología que no es latinoamericana por el lugar geográfico de su producción, sino porque su objeto es la historia actual de América Latina (8). Los teólogos de la liberación son tajantes al decir que la suya es «una nueva manera de hacer teología» (9). Ella se beneficia del aporte de la Hermenéutica (10). En términos simples, la diferencia estriba en que el «texto» que la teología pretende leer, reflexionar y comprender no es en primer lugar el texto de la Sagrada Escritura (conservada y trasmitida por la Iglesia en sus diversos textos magisteriales, litúrgicos, etc.), sino la historia misma en la cual Dios aún se revela en Cristo a través del Espíritu (11). A saber, la historia en la que la praxis liberadora de los pobres, de la cual ellos son objeto y sujetos de liberación, revela la acción espiritual inmanente de Dios. De aquí que Gustavo Gutiérrez, al definir su teología, distingue un «acto primero», consistente en la práctica cristiana liberadora (12); y un «acto segundo», la teología estricta, como «reflexión crítica de la praxis histórica a la luz de la Palabra» (13).

Esto no significa que la Teología de la liberación menosprecie la enseñanza tradicional de la Iglesia, y menos aún del Evangelio. Algo así sería para los teólogos de la liberación una verdadera locura. La diferencia está en que, para estos, el Evangelio no puede sino ser una noticia liberadora de Dios para los hombres y mujeres de hoy, especialmente para los más pobres, lo cual no consiste primariamente en una enseñanza teológica que creer sino en una acción real y actual de Dios en la misma historia (14). Pero como Dios «no mete mano» en el mundo, sino que actúa en la historia «espiritualmente» a través de las libertades, no es obvio que toda acción humana sea también de Dios (15). Ella exige un discernimiento que se realiza teniendo a Cristo como criterio y al Espíritu Santo como voz nueva, siempre creativa y liberadora, de la voluntad de Dios. Es más, la Teología de la liberación apuesta a que el depósito de la fe, gracias a circularidad hermenéutica entre el credo y el creyente, es aún mejor comprendido que aquella comprensión de los textos fundamentales del cristianismo ofrecida por teólogos que, a lo más, son influidos por su contexto sin que este, en cuanto tal, sea objeto de indagación teológica (16).

Una diferencia metodológica principal de la Teología de la liberación, derivada precisamente por la solicitud por responder «a los signos de los tiempos», consiste en exigir fe al teólogo como condición indispensable de su quehacer científico. Jon Sobrino lo tiene muy claro: «En la teología de la liberación está actuante la fe en cuanto acepta y asume los contenidos de la fides quae (a pesar de lo que se suele decir en contra), pero está actuante la fides qua de forma precisa. En ese acto de creer, cree que Dios sigue presente en la historia, cree en el actual señorío de Cristo, cree en el Espíritu presente como principio de realidad, de verdad y de novedad. Pero esta creencia no es solo considerada como un contenido de esta teología, sino que es ante todo una realidad aceptada y experimentada in actu por el teólogo como tal. Hacer teología es entonces inteligir esa presencia de Dios en la historia en cuanto presencia actual» (17). En otras teologías la fe del teólogo es un desideratum, pero puede ser también un estorbo. Este es el precio, parece, que la teología debe pagar para ser reconocida entre las ciencias modernas. La neutralidad de la reflexión científica subyace a la teología moderna como un requisito de sobriedad, como una moderación a la emotividad creyente, pero acaba por desplazar a la fe del teólogo a un lugar secundario. Para la Teología de la liberación, en cambio, de la fe del teólogo que cree junto con otros, en comunidades y en la tradición de la Iglesia, constituye un principio epistemológico decisivo de la circularidad hermenéutica que ha de establecerse entre Dios que se reveló en Jesús en el pasado y que continúa revelándose espiritualmente en Cristo en el presente. Para la Teología de la liberación creer que Dios opta por los pobres hoy, y que esta opción se verifica en las acciones históricas de liberación de los pobres, es un hecho del que el teólogo no puede sustraerse sin quedar epistemológicamente imposibilitado de interpretar el «signo» de que se trata. Aquí la imparcialidad no sirve. Tampoco es creíble. Las otras teologías pueden aportar muchos conocimientos a la Teología de la liberación, y lo hacen. Pero si en definitiva ellas mismas no se confrontan con el Dios que en el pasado histórico se reveló en el Éxodo y en el Gólgota, orillan el quehacer propiamente teológico con riesgo de servir ideológicamente a intereses contrarios a los que moviliza a la Teología de la liberación. Esta exige al teólogo un compromiso personal, una «parcialidad», una praxis preteológica en favor de los pobres, como expresión de fe en un Dios que ama a los que los demás desprecian (18).

Los teólogos latinoamericanos toman distancia de la teología moderna europea, criticando su falta de arraigo histórico. Al presentar su propia teología, Gutiérrez roza las teologías primermundistas: «Hacer teología sin la mediación de la contemplación y de la práctica sería estar fuera de las exigencias del Dios de la Biblia» (19). Sin un compromiso creyente con los preferidos de Dios, no hay Teología de la liberación. Y así, al poner las cartas sobre la mesa, la Teología de la liberación exige a las otras teologías que expliciten al servicio de qué mundo, de qué Iglesia y de qué Dios están. Pues si la historia está en disputa, no es de extrañar que la idea de Dios y la teología en particular respondan a intereses divergentes (20).

En este sentido la Teología de la liberación aporta un elemento importante para aclarar el concepto de «signo de los tiempos». Este es, que no es posible reflexionar acerca de ellos si no se «cree» en ellos, si al descubrir a Dios en ellos no se toma partido por la acción liberadora que en ellos Dios ejecuta. De lo contrario no tendría sentido alguno reflexionar sobre estos signos. Ellos reclaman una praxis, una acción espiritual, como prueba de reconocimiento de tal signo y de conversión al reino que anticipan. Pero también suponen un compromiso práctico y liberador como condición sin la cual tales signos no son percibidos.

Este aspecto distintivo de la comprensión del concepto de «signos de los tiempos» en América Latina, sin embargo, no ha podido eximir a la Teología de la liberación de fundamentar teológicamente el reto que ella misma asume. Este reto, veremos, ha llevado a la misma Teología de la liberación a un punto de crisis.

De momento nos detenemos en algunos supuestos teológicos básicos de la recepción latinoamericana de la categoría de los «signos de los tiempos».

2. UNIDAD ESCATOLÓGICA DE LA HISTORIA

La Teología de la Liberación tiene un concepto judeo-cristiano de la historia. La historia es una, tiene como único fin el reino de Dios y, en camino a este fin, ella avanza a través de una lucha dialéctica entre el Dios de la vida y los ídolos de la muerte (21). A las víctimas de la idolatría la Teología de la liberación les anuncia que su historia, contra todas las apariencias, tiene un sentido pues el reino del Dios de la vida es para ellas, aunque este reino no tendrá lugar más que a través del conflicto que genera la injusticia. Para la Teología de la liberación la unidad de la historia, su sentido, el reino que recapitula la voluntad de Dios para su creación, constituye una promesa escatológica a los que habitan en el reverso de la historia, luchando por su integración o simplemente padeciendo la exclusión.

La historia y el Reino de Dios anunciado por Jesús preferencialmente a los pobres, son dos aspectos de una sola realidad cuyo creador y realizador es un único y mismo Dios. De aquí que a la Teología de la liberación le sea más fácil afirmar que los «signos de los tiempos» son esencialmente signos mesiánicos que anticipan la consumación escatológica. Ellos indican en la dirección del reino y, sin embargo, no pueden agotar su realidad mientras la historia no alcance su fin. Aún así, la praxis mesiánica actual disipa la ambigüedad histórica. La ubicación en el «mundo de los pobres», viviendo anticipadamente las bienaventuranzas a ellos proclamadas, hace posible discernir mejor el sentido de la historia.

La Teología de la liberación se ha beneficiado de los avances teológicos del siglo XX. Ha heredado una comprensión escatológica de la historia y, además, la superación de la visión dualista que hasta hace poco oponía la historia mundana y la historia de la salvación. En la obra emblemática de Gustavo Gutiérrez Teología de la liberación, el autor sostiene que no hay dos, sino una sola historia (22). Esta historia nuestra puede y puede no ser también historia de Dios, anticipar o no anticipar su Reino. Pero el Reino no es algo distinto del mundo en que vivimos, sino este mismo mundo en la medida que se ajusta a la voluntad del Mesías que reina sobre la entera historia humana. Al afirmarse que la historia es una y que en ella y no otra parte Dios efectivamente está presente, actúa y llama, no se incurre en ningún tipo de monismo que induzca a pensar que la realidad es una con Dios sin distinción alguna. Ninguna fatalidad podría ser más perjudicial para los pobres que la que les lleve a pensar que el mal que padecen es tan «divino» como insuperable. La unidad de la historia en Dios según la Teología de la liberación exige que se respete la diferencia entre el Creador y la creación, y que se reconozca que el pecado personal y estructural divide a los hombres entre opresores y oprimidos. Pero la acción inmanente de Dios en el mundo excluye, a la vez, que se separe una historia sagrada de una historia profana como si esta pudiera de algún modo pararse sobre sus propios pies, prescindiendo de Él. Esta especie de «nestorianismo» escato-lógico paradójicamente amiga al progresismo moderno y a las promesas de salvación eterna, meramente futura, a los pobres. La liberación, el progreso como liberación de la miseria, se conservará eternamente en el reino prometido a los pobres (23). Pero el reino, a diferencia de la idea moderna del progreso, no banaliza la muerte actual de los pobres. Para el reino no hay «costo social» que valga.

La historia tiene un término. La injusticia terminará. Estamos en los tiempos finales entre el acontecimiento de Cristo y el día en que Cristo entregará el Reino al Padre. Si la teología contemporánea celebra «el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas» (24), la Teología de la liberación recuerda, además, que las víctimas inocentes historizan al crucificado y la liberación de los pobres verifica la acción de Dios en Cristo en la medida que se los «baja de la cruz» (25). En uno y otro caso, los pobres hacen sacramental-mente presente a Cristo en una historia que se resolverá de su parte. En este sentido la Teología de la liberación es teología de una esperanza que toma en serio la muerte actual de los pobres. Habrá un juicio final de la historia en el que se revelará su inocencia. Pero esta esperanza no es alienante, sino que estimula a que los pobres sean sujetos de cambios sociales estructurales, y no simples personajes secundarios de sus propias vidas. En esto la Teología de la liberación es moderna. Pero rechaza que el progreso moderno condene a los pobres a una felicidad futura a costa de su sacrificio actual (26). Es hoy que los pobres son oprimidos por los ídolos, de los cuales la absolutización de la riqueza / propiedad privada estructural es el ídolo por excelencia (27). Hoy, sobre todo, que los pobres son liberados por el Padre de Jesucristo, tras la lucha en contra de los «dioses de la muerte» (28).

La Teología de la liberación subraya el carácter dialéctico de la culminación de la historia. Esta única historia no se teje simplemente con la acción de Dios y la acción del hombre en la medida que esta verifica la anterior, y como así se operara sobre tabula rasa. La acción de Dios en Cristo fue resistida. Jesús fue asesinado por anunciar a los pobres el reino de Dios. La historia está en disputa. Jon Sobrino habla de una «estructura teologal-idolátrica de la realidad», de acuerdo a la cual «(e)n la historia existe el verdadero Dios (de vida), su mediación (el reino) y su mediador (Jesús), y existen los ídolos (de muerte), su mediación (el antirreino) y sus mediadores (los opresores). Las realidades de ambos tipos no son solo distintas, sino aparecen formalmente en una disyuntiva duélica. Son, por tanto, excluyentes, no complementarias, y una hace contra la otra» (29).

La Teología de la liberación aporta a la comprensión general de los «signos de los tiempos» la dialéctica de la historia y la perspectiva de las víctimas. El reino prospera en contra del antirreino. No hay neutralidad posible. Sin embargo, la reducción de las diferencias humanas a una que contrapone a oprimidos y opresores, puede constituir una captación de los «signos de los tiempos» tan tajante que impida recuperar precisamente la unidad de la historia (30).

3. REVELACIÓN, DISCERNIMIENTO Y PRAXIS DE LIBERACIÓN

La Teología de la liberación entiende que la revelación de Dios culmina en Jesús de Nazaret y su proyecto histórico del Reino. Esta manifestación de Dios en Cristo, en línea con la revelación de Dios en la historia de Israel, es perceptible como liberación para los pobres y perdón para los pecadores. Revelación y salvación para la teología contemporánea, y también para la Teología de la liberación, son la cara y el sello de una misma moneda. De aquí que los signos de «nuestro tiempo» haya que buscarlos allí donde la presencia y la voluntad de Dios se insinúan en acciones voluntarias capaces de transformar la realidad y también en la «pasión» de las víctimas (31). La liberación y, subcontrario, la opresión de los pobres es «signo de los tiempos». A veces los pobres luchan por su liberación. A veces pueblos enteros padecen una historia que se les impone.

Pero como la fe, la revelación y los «signos de los tiempos» van de la mano (32), los acontecimientos históricos en los que Dios interviene a través de las libertades no son evidentes para todos ni tampoco transforman necesariamente la realidad en la línea del reino. No es posible saber a ciencia cierta en qué grado las acciones humanas vehiculan la gracia o la rechazan, son auténticamente libres o responden a determinaciones psicológicas o sociológicas. De aquí que sea necesario un discernimiento de los «signos de los tiempos» (GS 4 y 11).

Este discernimiento exige inseparablemente, por una parte, reconocer las acciones propiamente espirituales a través de la cuales Dios se revela como un Dios liberador y, por otra, conocer las circunstancias socio-históricas de acuerdo al auxilio de las ciencias que, por lo demás, servirán para modificar la realidad a favor de los pobres.

No son «signos de los tiempos» los terremotos ni otros hechos de la naturaleza. Pudieran serlo, pero solo en la medida que dan lugar a acciones humanas. Hay «signos de los tiempos» donde hay acciones históricas, es decir, libres, voluntarias, intencionadas. Y de estas, tampoco cualesquiera. Solo aquellas que pueden ser identificadas como acciones «espirituales», acciones que son a la vez propias del Espíritu y de aquellos que actúan según el Espíritu. El Espíritu hace inmanente a Dios en la historia a través de acciones humanas que adquieren un valor trascendente que de suyo no tienen. En su trascendencia característica, el Espíritu no disputa al hombre la historia sino que, desde lo más interior de ella, la transforma (33).

La Teología de la liberación subraya que el discernimiento es necesario no solo porque unas acciones son espirituales y otras no. Las acciones que no son regidas por el Espíritu son regidas por un pecado social y cultural. Pedro Trigo, para estas últimas décadas, nos hablaría de acciones inducidas por el mercado totalitario, la figura histórica dominante de la época (34). La Teología de la liberación no desarrolla una demonología que pudiera empalmar con la visión apocalíptica propia de Jesús y sus contemporáneos para quienes los milagros fueron obra del Espíritu o de Beelzebul (cf. Me 3, 22-30), pero se acerca. En su caso, como hemos visto, la acción de Dios compite en contra de aquellas acciones humanas idolátricas causantes del sufrimiento y de la muerte de los pobres.

Es así que el mismo Espíritu que opera acciones humanas libres que por su significación mayor llegan a constituir «signos de los tiempos», permite, como arriba está dicho, reconocer estos signos como obra de Dios. Por lo cual solo al final de la historia podremos saber en qué medida este discernimiento fue acertado, acaso contribuyó o no al reino. Según Pedro Trigo, «el resultado de las acciones más puras no es nunca el reino de Dios sino algo mejor que lo que había, aunque contaminado siempre con las imperfecciones de todo lo creado» (35). Mientras tanto los intérpretes de la voluntad divina pecarán casi inevitablemente de subjetivismo. Y si se trata de grados, habrá más obediencia al Espíritu, y menos subjetivismo, allí donde el discernimiento tenga como criterio fundamental de juicio el reino de Dios que Jesús inauguró por la fuerza del mismo Espíritu, también él bajo el régimen de la fe y del discernimiento. Los «signos de los tiempos» son signos mesiánicos. Mientras la historia no termine cargan con la ambigüedad de ser divinos o, en términos de la Teología de la liberación, de cumplir una función idolátrica o ideológica.

La apuesta de la Teología de la liberación es, sin embargo, aún más fuerte. Ella reclama una liberación de las estructuras de opresión convencida de la utilidad de las ciencias sociales tanto para conocer la realidad como para modificarla. Se trata de una teología católica en sentido estricto. Se inspira en la necesidad de mediar entre la fe y la razón. Esta mediación teórica, sin embargo, apunta derechamente a la mediación práctica de fe y justicia que es la que en definitiva importa. Anteponiendo la ortopraxis a la ortodoxia, la Teología de la liberación inclina la balanza del lado de acciones a la vez racionales y espirituales contrarias a aquellas que generan injusticia. La praxis inicial de solidaridad con los pobres constituye el lugar epistemológico correcto para descubrir la acción del Espíritu en los «signos de los tiempos». Esta praxis «espiritual», sin embargo, podrá cambiar efectivamente la realidad en la medida que se ajuste al criterio objetivo del reino del que nos habla la Escritura, pero también si pasa por la criba de las ciencias sociales que impedirán que el compromiso liberador se empantane en el fideísmo. El primado de la praxis en cuanto principio de conocimiento teológico reclama relevancia a la reflexión teológica.

Esta tarea ha quedado pendiente. Por los años sesenta y setenta los teólogos latinoamericanos hallaron en teorías sociológicas como la de la «dependencia» un instrumento de análisis social y no faltó el teólogo que propuso el socialismo marxista como la fuerza política que debía cambiar las estructuras sociopolíticas. Después que la historia viró en la dirección del capitalismo en su versión neoliberal -que en América Latina operó como una acción estatal capaz de asegurar el predominio del libre mercado-, la Teología de la liberación ha tenido dificultades en encontrar las mediaciones racionales para que su fe en el Dios de los pobres se traduzca en su efectiva liberación. Desde entonces la Teología de la liberación ha seguido cursos distintos, alejándose a veces de su intención primera. La Teología de la liberación ha recuperado su honda motivación espiritual. Para Gustavo Gutiérrez, veinte años después de la obra mencionada, define aquella praxis histórica como la «espiritualidad» (36). No obstante la necesidad de este giro, ¿no se ha escamoteado así el imperativo de la liberación sociohistórica? En otra incursión, esta preocupante, la Teología de la liberación se ha parapetado en la denuncia profética, cegándose por principio a ver en las últimas transformaciones históricas avance alguno del Reino. De este modo se olvida que la salvación no es pura crítica, sino fundamentalmente creación. Y, por último, la Teología de la liberación ha ocupado bastante energía en la búsqueda de transformaciones eclesiales a favor de una «Iglesia de los pobres», para lo cual le ha sido a veces necesario denunciar el olvido del Vaticano II.

En otras palabras, sigue en pie la integración católica de fe y razón por la que la Teología de la liberación ha puesto las manos al fuego. A la fe en el Dios que opta por los pobres no le basta conocer la realidad de la miseria con instrumentos artesanales. Por cierto hoy no se tiene el optimismo típicamente moderno que tuvo la Teología de la liberación para creer que la historia, hecha por la libertad, podía ser cambiada a voluntad. Hemos caído en la cuenta de que el mundo se nos impone más de lo pensado (37). Pero mientras se siga esperando que Dios libere a los pobres, la búsqueda de tales mediaciones, es indispensable (38). Mientras la mediación científica no se haga, igual es posible una acción «artesanal». Pero la tarea queda pendiente, pues ha sido la misma Teología de la liberación la que la exige (39).

En suma, a pesar de las deficiencias señaladas, la teología contemporánea y la Iglesia se han beneficiado del redescubrimiento que el Teología de la liberación ha hecho de la fuerza liberadora del cristianismo y de la índole práctica de la teología cristiana.

4. «EL SIGNO DE LOS TIEMPOS»: LA IRRUPCIÓN DEL POBRE

Para los teólogos de la liberación la irrupción de los pobres en la sociedad y en la Iglesia, el «hecho mayor» de la época y de la realidad latinoamericana, constituye «el signo de los tiempos» (41). Ellos fueron y son los destinatarios primeros del reino hecho presente mediante las palabras y las acciones de Jesús de Nazaret. Su liberación exige a la razón creyente elucidar transformaciones económicas, sociales y políticas. Ellacuría y Sobrino saben que otros signos son también posibles, pero aseguran que los pobres tienen tal importancia sacramental que donde se los halle se encontrará al Cristo que quiso ser reconocido en ellos y que lo que se haga por su liberación se lo hace por el reino (42). La historia también puede ser conocida desde su «reverso». Hay una «fuerza histórica de los pobres» que hunde sus raíces en la fe en el Dios crucificado. Más aún, para la teología de la liberación los «signos de los tiempos» se captan mejor «desde los pobres de este mundo que desde cualquier otra realidad», pues Dios en ninguna otra realidad revela mejor su voluntad liberadora (43). Reconocemos con Carlos Schickendantz que al menos en la emergencia de nuevos sujetos sociales largamente olvidados, «es posible discernir uno de los signos de los tiempos más importantes para el cristianismo de nuestros días» (44).

La Teología de la liberación asegura que a ella se le ha dado advertir en la irrupción de los pobres la acción liberadora de Dios como un asunto de fe. Esto no la exime de dar razón de su fe. Sobrino explica qué hace razonable creer que Dios efectivamente tenga que ver con este acontecimiento (45). Pero la captación misma de este como revelación liberadora consiste en aquella experiencia creyente que funda la epistemología de la Teología de la liberación de la que hemos ya hablado. Aún más, la llamada a encontrar a Cristo en los pobres de Medellín, Puebla y Santo Domingo, y de la Teología de la liberación, representa la dimensión más profunda del cambio de paradigma arriba señalado (46). Pues ella tiene fuerza como para revolucionar completamente la teología y la Iglesia. ¿Qué será de la comprensión del Evangelio, de su traducción en enseñazas teológicas, espirituales, morales y litúrgicas cuando el lugar hermenéutico de interpretación sea el del «mundo de los pobres»? ¿Cómo habrá de ser una «Iglesia de los pobres» el día en que en ella los últimos sean efectivamente los primeros?

Este planteamiento -como lo fue el de Jesús que privilegió a las personas sobre doctrinas e instituciones-, trae aparejados sus propios problemas. Pensar la unidad de la historia no a partir de un concepto universal sino de la realidad concreta e irrepetible de los pobres, alteraría radicalmente la toma de decisiones que organizan la vida social y eclesial. No sin razón el incendio de la Teología de la liberación en la sociedad y en la Iglesia, ha sido apagado prontamente por los sectores ricos, poderosos y conservadores. La Teología de la liberación ha puesto en jaque el modo vertical de conseguir la unidad entre los hombres y ha sufrido la misma reacción uniformadora que ha sometido a los pobres por siglos. Ocurre que, incluso sin ánimo de perjudicar a los pobres, otros sectores han visto en sus planteamientos el principio de una revolución de enorme magnitud.

Esta dificultad, sin embargo, es propia de la teología de los «signos de los tiempos» en general. Si Dios trascendente es inmanente a la historia y en ella actúa y se revela con la originalidad creadora que solo El tiene, la inversión metodológica de esta teología es alérgica a la comprensión metafísica de la realidad y afín a las aproximaciones fenomenológicas. Para la jerarquía de la Iglesia resulta doblemente desafiante e incluso amenazante, que Dios se identifique con los pobres y, más aún, si estos pobres pertenecen a otras tradiciones culturales y religiosas.

Subrepticiamente, sin embargo, cabe la posibilidad de que «el signo de los tiempos», los pobres, se convierta en una especie de principio metafísico que termine por monopolizar la revelación siempre nueva de Dios en la historia. Más de una vez la lectura de las obras de los teólogos de la liberación deja la impresión de haber convertido al pobre en un concepto abstracto que impide a la historia esa apertura que la tipifica como cristiana. Por ello, si es necesario poner las cosas en orden, hay que decir que, en sentido estricto, Jesús, el «signo de los tiempos» por antonomasia, no ha sido signo más que de «su» tiempo. Tampoco de la Iglesia se puede decir que ella constituya un signo del reino hasta el final de los tiempos. Lo es, en la medida que responde a las mociones del Espíritu. Y, por tanto, tampoco es necesario levantar a los pobres como un meta-signo de la actuación divina en la historia para garantizar que Dios opta por ellos. La Teología de la liberación no necesita traicionar su método, cerrar la historia a la novedad del Espíritu, para asegurar que los destinatarios del Evangelio hoy y siempre serán los pobres.

Al respetar su método, en cambio, la Teología de la liberación devuelve a la teología la modestia que nunca ha debido perder (47). Es una feliz coincidencia que esta teología, como los pobres que se abren paso en la vida con esfuerzo y humildad, renuncie a cerrar el sentido de la historia y, más bien, apueste, como cosa de fe, a que Dios probará que ama a los pobres. Así lo hizo con Job (48). Si a los pobres nadie puede decirles esto o aquello es lo que Dios quiere para ustedes; si tantas veces ni ellos mismos saben cómo rezar a un Dios que parece ignorarlos; si no tienen más que su fe para soportar la miseria, la teología, antes que darles respuestas, debe ayudarles a hacer sus preguntas. Pues es su fe la que les hace preguntar por qué. No por qué la Escritura dice tal o cual cosa, sino por qué si la Escritura dice que Dios es amor ellos son víctimas de un mal irreductible a cualquier explicación teológica. Para Gustavo Gutiérrez la teología responde a las siguientes preguntas: «¿(d)e qué manera hablar de un Dios que se revela como amor en una realidad marcada por la pobreza y la opresión? ¿Cómo anunciar el Dios de la vida a personas que sufren una muerte prematura e injusta? ¿Cómo reconocer el don gratuito de su amor y de su justicia desde el sufrimiento del inocente? ¿Con qué lenguaje decir a los que no son considerados personas que son hijas e hijos de Dios?» (49)

La Teología de la liberación toma en serio la presencia en la historia del mysterium inquitatis. El sentido de la historia es estrictamente cuestión de fe. El pobre latinoamericano es víctima de un mal que no se puede atribuir sin más a los ricos ni al «costo social» de las modernizaciones en tabla. A los pobres concretos, a su participación en el misterio pascual, ciertamente no a la metafísica, la teología debe la recuperación de la historia como una magnitud abierta al Espíritu hasta que Dios sea todo en todos (1, Cor 15, 28). La Teología de la liberación no tiene la solución de la injusticia del mundo, pero pareciera que es una teología que realmente la espera y la quiere.

NOTAS

* “Los ‘signos de los tiempos’ en la Teología de la liberación” Teología y vida, Vol. XLVIII (2007), 399-412.

(1)       La teología de los «signos de los tiempos» ha sido discutida por la vaguedad de su concepto. También en la Teología de la liberación hay conciencia de la dificultad para hablar teológicamente de «signos de los tiempos». Clodovis Boff llega incluso a proponer, como alternativa, hablar de una «Teología 2» (T2), «para indicar a teología que se ocupa de todos os problemas referentes á secularidade, sobre todo dos problemas sociais» (Clodovis Boff, Sinais dos tempos, Edições Loyola, São Paulo, 1979, p. 161).

(2)       Cf. CELAM: el «Mensaje a los pueblos de América Latina» (Medellín / 1968).

(3)       El texto conciliar habla de «signos» que indican la «presencia» y los «planes de Dios» en la historia. Qué puede significar esa «presencia», es objeto de discusión. La Teología de la liberación, en cuanto teología de la praxis y especialmente en el caso de teólogos jesuítas formados en la fragua de los Ejercicios de San Ignacio, subrayará que los signos de los tiempos se relacionan con la «voluntad» de Dios (cf. Miguel A. Fiorito y Daniel Gil «Signos de los tiempos, signos de Dios. Apuntes para una teología, una espiritualidad y una pastoral de los signos de los tiempos», Stromata 32 (1976), 3-95).

(4)       Jon Sobrino pretende «mostrar el hecho de que la Teología de la liberación toma absolutamente en serio los signos de los tiempos y las implicaciones que eso tiene para el quehacer teológico y para la comprensión de lo que es ese quehacer» (Jon Sobrino «Los ‘signos de los tiempos’ en la teología de la liberación», Estudios Eclesiásticos 64 (1989) 249; Juan Noemi destaca la importancia del hecho de que por primera vez en América Latina surge una teología propiamente latinoamericana y, además, porque tiene como objeto propio la historia actual del continente. No obstante la precariedad de sus ensayos, su propósito de convertirse en teología de la historia apunta en la dirección correcta (Juan Noemi, reseña al libro de Samuel Yáñez y Diego García (eds.) El porvenir de los católicos latinoamericanos, Universidad Alberto Hurtado, Santiago, 2006, redactada como «reflexión elemental», publicada en Teología y Vida,Vol. XLVI (2007, 105-110).

(5)       La teología europea de vanguardia, en tensión con la teología neoescolástica, ha profundizado en la concepción histórica de la teología. Recientemente Peter Hünermann afirma: «Si la teología es, pues, intellectus fidei, de allí se desprende, ante todo, que la teología cristiana es fundamentalmente interpretatio temporis. Esta interpretatio temporis encierra consigo todo aquello que se da en el tiempo, pero no se mueve simplemente en el nivel de los anales, de la ciencia histórica» (J.O. Beozzo, P. Hünermann, C. Schickendantz, Nueva pobrezas e identidades emergentes, Editorial Universidad Católica, Córdoba, 2006, 56).

(6)       Jon Sobrino, Jesucristo liberador, Trotta, Madrid, 1991, p. 52.

(7)       Cf., Carlos Cásale «Teología de los signos de los tiempos. Antecedentes y prospectivas del Concilio Vaticano II», Teología y Vida, Vol. XLVI (2005), 527-569.

(8)       Como otros autores, Sobrino recoge las referencias conciliares que GS hace a los «signos de los tiempos», de acuerdo a las cuales estos pueden ser comprendidos de un modo histórico-pastoral (GS 4), como contexto que la Iglesia debe considerar en su labor evangelizadora, y también de un modo histórico-teologal (GS 11), como acciones, hechos, acontecimientos históricos que hacen sacramentalmente presente a Dios y a su voluntad («Los ‘signos de los tiempos’ en la teología de la liberación», o.c, pp. 250-251). La nota característica de la teología de la liberación es entender los «signos de los tiempos» en este último sentido. Se ha dicho de ella que es la «primera teología no europea» (cf. J.O. Beozzo, et al., o.c, p. 104).

(9)       Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca, 1990, p. 72.

(10)     Cf. Eduardo Silva «Auscultar los signos del tiempo presente y de la situación latinoamericana. Esbozo de algunos fenómenos a considerar para una interpretación teológica del presente», Teología y Vida, Vol. XLVI (2005), 582-614.

(11)     Clodovis Boff, o.c, p. 162; Jon Sobrino, o.c, p. 265-266.

(12)     Clodovis Boff, o.c. p. 157.

(13)     G. Gutiérrez, o.c, p. 70.

(14)     No se puede pasar aquí por alto la reciente Notificación de la Congregación para la Doctrina de la Fe a la cristología de Jon Sobrino. La primera de las objeciones se refiere al método de esta cristología. Se objeta que el autor suplante en cierto sentido la fe de la Iglesia por «la Iglesia de los pobres» en cuanto lugar teológico. De momento baste decir -porque no es este el lugar para extenderse en ello- que Sobrino no prescinde de la fe de la Iglesia (fides quae),sino que subraya la importancia de la fe actual de los cristianos (fides qua) tenida en un contexto determinado en orden a sacar las consecuencias liberadoras del credo de la Iglesia. Este fin es compartido por la Congregación en la nota aclaratoria a la Notificación.

(15)     Pedro Trigo sostiene que «(l)a pregunta por el discernimiento de la acción del Espíritu Santo en la historia solo tiene sentido si el Espíritu actúa en la historia y su acción no es ni tan palmaria que no haya nada que discernir, ni tan impenetrable que no deja ningún indicio para rastrearla». Dios no es mundano, pero, amándonos, actúa en el mundo a través de acciones humanas. El «no mete la mano en el mundo», sino que actúa en el mundo en virtud de una relación «absolutamente trascendente y libre…» (Pedro Trigo «El discernimiento de la acción del espíritu en la historia», ITER No 33 (2004)40-41.

(16)     Cf. Jon Sobrino «Los ‘signos de los tiempos’ en la teología de la liberación», o.c, 263-265.

(17)     Ibidem, p. 251-252. Para Juan Carlos Scannone el requisito de la fe en la captación de los «signos de los tiempos», en el método de GS y en la Teología de la liberación, es decisivo para que haya teología propiamente tal. Lo afirma en contra de quienes han podido pensar que el momento del «ver» la realidad depende de las ciencias sociales (cf. Juan Carlos Scannone, «La recepción del método de ‘Gaudium et Spes’ en América Latina», AAVV La constitución Gaudium et Spes. A los treinta años de su promulgación, San Pablo, Buenos Aires, 1995).

(18)     Afirma Sobrino: «Por qué la teología de la liberación hace de la irrupción de los pobres manifestación actual de la presencia y de la palabra de Dios y, por ello, fundamento de la teología es algo en último término preteológico» (Ibidem, p. 256).

(19)     Gustavo Gutiérrez Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, Sígueme, Salamanca, 1986. p. 17.

(20)     Una de las principales contribuciones de Juan Luis Segundo a la teología de la liberación ha consistido en desmarcarla de la necesidad de probar la existencia de Dios, para concentrarla más bien en la de encontrar la imagen correcta de Dios, distinta de las imágenes idolátricas que se suelen hacer de él para manipular la realidad. Dice: «Puede parecer extraño, ilógico y hasta anacrónico el que nuestra obra, que trata sobre Dios, no comience preguntándose si Dios existe. Y qué pruebas o certidumbres tenemos de ello». «Por el contrario, nuestra reflexión comienza interesándose mucho más en la antítesis -aparentemente fuera de moda- fe-idolatría que en la -aparentemente actual- fe-ateísmo. Más aún, dejamos constancia desde la partida de que, en la antítesis que nos parece la más radical, fe-idolatría, quien se profesa cristiano puede ocupar cualquiera de las dos posiciones, así como el que se profesa ateo. En otras palabras, creemos que divide mucho más profundamente a los hombres la imagen que se hacen de Dios que el decidir luego si algo real corresponde o no a esa imagen» (Teología Abierta, Tomo II, Cristiandad, Madrid, 1983, p. 22). Este mismo planteamiento ilustrado de J.L. Segundo se halla en la cristolo-gía de Jon Sobrino. Para Sobrino todas las cristologías responden a intereses y, entre estos, hay que distinguir los que se ajustan a Cristo y los que mueven a tergiversarlo. Dicho con sus propias palabras «la cristología puede ser útil para cosas buenas, pero puede ser utilizada para cosas malas, lo cual no debiera extrañar, porque, siendo hecha por seres humanos, está también sujeta a la pecaminosidad y la manipulación. No hay que olvidar que en la historia ha habido cristologías heréticas que han recortado la verdad total de Cristo, y, lo que es peor, que ha habido cristologías objetivamente nocivas, que han presentado a un Cristo distinto y aun objetivamente contrario a Jesús de Nazaret. Recordemos que nuestro continente cristiano ha vivido siglos de opresión inhumana y anticristiana sin que la cristología, al parecer, se diera por enterada y sin que supusiera una denuncia profética en nombre de Jesucristo»(Jesucristo liberador, p. 13)

(21) Cf. Pablo Richard (ed.) La lucha de los dioses, San José, 1980.

(22)     «Lo que hemos recordado en el párrafo precedente nos lleva a afirmar que, en concreto, no hay dos historias, una profana y otra sagrada ‘yuxtapuestas’ o ‘estrechamente ligadas’, sino un solo devenir humano asumido irreversiblemente por Cristo, Señor de la historia. Su obra redentora abarca todas las dimensiones de la existencia y la conduce a su pleno cumplimiento. La historia de la salvación es la entraña misma de la historia humana» (G. Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca, 1990, p. 194).

(23)     Fredy Parra concluye: «…la comprensión escatológica de la historia es propia de la fe judeocris-tiana. Con todo lo dicho, la interpretación más adecuada de la historia y su sentido es la escatológica; es decir, la relación entre el reino anunciado y la historia no puede enunciarse en términos de monismo ni de dualismo. Se rechaza tanto los modelos de identidad como los que afirman la separación y radical no relación. En efecto, la esperanza escatológica mantiene abierta la historia al futuro y la convierte a la vez en el lugar donde se activa la promesa de Dios» (Samuel Yáñez y Diego García, o.c, p. 27).

(24)     Populorum Progressio, 21.

(25)     Cf. Jon Sobrino, La fe en Jesucristo, Trotta, Madrid, 1997, pp. 76-79.

(26)     Afirma Fernando Castillo: «Una teología de la praxis histórica se plantea necesariamente como instancia crítica frente a esta concepción elitista y autocomplaciente de la historia. Ella rechaza decididamente una visión de la historia como una sucesión de logros, incluso si estos son de carácter emancipatorio. La constitución del mundo moderno muestra que junto al camino de libertades individuales, sociales y políticas que van construyendo los hombres, va quedando también un reguero de víctimas de esa historia: son los vencidos y marginados» (Juan Noemi y Fernando Castillo Teología latinoamericana, Centro Ecuménico Diego de Medellín, Santiago, 1998,p. 114).

(27)     Jon Sobrino, Jesucristo liberador, Trotta, Madrid, 1991, p. 241.

(28)     La Teología de la liberación eleva a concepto la conflictividad humana. Una de sus temáticas más características es la de la lucha del Dios de la vida contra las divinidades de la muerte (cf. Jon Sobrino, o.c, p. 235-250.

(29)     Jon Sobrino, o.c, p. 213.

(30)     No hay duda que Jon Sobrino busca la unidad de la historia como reconciliación. A este efecto hace ver como pocos autores la realidad del conflicto en la historia humana. Y precisamente porque toma en serio este conflicto como una realidad amenazante y destructiva, el conjunto de su sistema parece a veces desequilibrado (cf. Jorge Costadoat, «La liberación en la cristología de Jon Sobrino», Teología y Vida, Vol XLIV (2004), 62-84).

(31)     Según Fernando Castillo, «praxis histórica -y más precisamente- praxis de liberación no es solamente acción sino que tiene una dimensión pathica. La praxis de liberación se articula desde la solidaridad con los que sufren» (o.c, p. 116).

(32)     Cf. Juan Luis Segundo «Revelación, fe, signos de los tiempos», Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino (eds.) Mysterium Liberationis, Trotta, Madrid, 1990, pp. 443-466.

(33)     En palabras de Pedro Trigo: «La acción del Espíritu también es trascendente. No es la acción de las fuerzas históricas. Nosotros no confundimos a Dios con los múltiples señores que rigen al mundo (1 Cor 8, 5-6), ni al Espíritu de Dios con la mano invisible del mercado o con el destino manifiesto de que se sienten portadores determinados pueblos o con el Estado ni tampoco con la institución eclesiástica. El Espíritu actúa desde la trascendencia; pero lo característico de la trascendencia del Espíritu es que es trascendencia en la inmanencia: mueve desde más adentro que lo íntimo nuestro. Mueve, no está. Mueve siempre y a todos y cada uno, es decir a cada uno como la persona única que es y como componente personalizado de los diversos conjuntos de los que forma parte. Pero como en el caso de Jesús, mueve liberando y habilitando, pero respetando el libre albedrío de quien no quiera actuar al impulso de esta libertad liberada» (Pedro Trigo, o.c, 42-43).

(34)     Cf. Pedro Trigo, En el mercado de Dios, un Dios más allá del mercado, Sal Terrae, Santander, 2003,p.203.

(35)     Cf. ITER, o.c.,p. 43.

(36)     Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación, o.c., p. 36.

(37)     Cf. Raúl González, «Variables en el discernimiento histórico», ITER No 33 (2004) 83-84.

(38)     Paul Ricouer habla de la vía larga de la hermenéutica, lo cual nos indica que la tarea es compleja (Le conflit des interpretations. Essais d’herméneutique, Seuil, Paris, 1969, p. 260).

(39)     Nos parece exagerada la opinión de Luis González-Carvajal cuando llama la atención «sobre el hecho de que, mientras no dispongamos de una sistema elaborado de interpretación, caeremos necesariamente en el subjetivismo. Cada uno verá en los signos de los tiempos la confirmación de sus propias ideas, porque, en el fondo, lo que oirá a través de los acontecimientos será su propia voz, no la de Dios» (Luis González-Carvajal, o.c, p. 60). ¿Acaso de la complejidad de un sistema de interpretación depende el discernimiento del Espíritu? Con todo, concordamos con él cuando afirma que «cuando el teólogo intenta indagar si un acontecimiento determinado puede ser considerado signo del Reino de Dios, lo menos que puede hacer es enterarse exactamente de en qué consiste ese conocimiento» (o.c, p. 63).

(41)     Jon Sobrino, «Los ‘signos de los tiempos’ en la Teología de la Liberación», o.c, p. 254. Para Gustavo Gutiérrez la irrupción de los pobres, en cuanto «hecho mayor», en la medida que ha encontrado un lugar en la vida de la comunidad eclesial, «da lugar a una nueva manera de ser persona y creyente, de vivir y de pensar la fe, de ser convocado y de convocar en ‘ecclesia’. Ese compromiso señala una línea divisoria entre dos experiencias, dos tiempos, dos mundos, dos lenguajes en América Latina y por consiguiente en la Iglesia latinoamericana» (Teología desde el reverso de la historia, 1982, p. 244. Esta obra fue publicada en Lima en 1977. Su primera parte, sin embargo, ha sido revisada y ampliada en la obra La fuerza histórica de los pobres (capítulo 9) Salamanca, 1982). A casi cuarenta años de Medellín, Carlos Schickendantz, ponderados los cambios en América Latina, afirma: «parece que los signos de los tiempos reconocidos en la segunda mitad de la década del sesenta y a comienzos de la década del setenta conservan hoy todo su valor, aunque adquieren matices y perspectivas nuevas» (J.O. Beozzo et al., o.c, p. 99-100). Ha variado la comprensión del pobre, pero su irrupción en la historia continúa siendo el gran signo de los tiempos del continente. Concluye Schickendantz: «Típico de las últimas décadas ha sido la emergencia pública de nuevos sujetos sociales largamente postergados: mujeres, indígenas, afroamericanos, mestizos de ambientes urbanos. En estos movimientos de autoconciencia y de dignificación, que reclaman una mayor sensibilidad por la alteridad y por el sufrimiento del otro, se pronuncian ‘palabras de Dios’ que actualizan el Evangelio y muestran caminos de compromiso ético-político» (p. 134).

(42)     Cf. Jon Sobrino, o.c, p. 254.

(43)     Cf. Jon Sobrino, o.c.,p. 269.

(44)     Cf. J.O. Beozzo et al., o.c, p. 125.

(45)     Cf. Jon Sobrino, o.c, pp. 256-260.

(46)     Cf. Scannone, o.c, p. 32-33.

(47)     «… el cristiano no posee aún, ni siquiera por el hecho de entenderla, la verdad que Dios le comunica, mientras no consigue convertirla en ‘diferencia’ humanizadora dentro de la historia. Hasta que la ortopraxis se vuelva realidad, no importa cuan efímera y contingente sea, el cristiano no sabe todavía la verdad» (Juan Luis Segundo, o.c, p. 448).

(48)     Cf. G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, Sígueme, Salamanca, 1986.

(49)     G. Gutiérrez, o.c, pp. 18-19.

La hermenéutica en las teologías contextuales de la liberación

La hermenéutica en las teologías contextuales de la liberación*

Las teologías contextuales se han beneficiado del desarrollo de la filosofía hermenéutica y, al hacerlo, han obligado a toda teología a explicitar para qué se interpreta, quién interpreta, qué se interpreta y cómo se interpreta. El presente artículo se aboca a responder estas preguntas en los casos de la cristología de Jon Sobrino y la de Elizabeth Schüssler Fiorenza. En la conclusión recoge la aporía que estos planteamientos representan para la teología católica en la medida que invocan el valor del contexto, pero no siempre haciéndose cargo del valor de la unidad de la teología y de la Iglesia.

Las teologías contextuales pretenden ser teologías hermenéuticas, teologías que invocan la legitimidad de la interpretación situada o, lo que es lo mismo, la necesidad de toda teología de confesar su relatividad histórica y cultural. Las teologías contextuales se han beneficiado del desarrollo de la filosofía hermenéutica y, al hacerlo, han obligado a toda teología a explicitar para qué se interpreta, quién interpreta, qué se interpreta y cómo se interpreta.

Este planteamiento pone de cabeza a la teología tradicional. Cada vez es más difícil una teología universal. Pero, dado que la unidad es un requisito interno de toda ciencia que aspire a la verdad, con mayor razón si la teología pretende ser un discurso sobre el único Dios, las teologías contextuales no pueden eludir el problema de lo «uno y lo múltiple» en su campo específico. Que toda teología sea relativa solo es posible admitirlo en dos sentidos, pero complementarios: como necesidad a priori de una teología local y como obligación de apertura dialéctica a las demás teologías locales. Por esta vía las teologías contextuales triunfan sobre los empeños «fundacionalistas» (idealistas-ideológicos), sorteando a la vez el «relativismo» (post-moderno) que se fragmenta en puntos de vista teológico particulares (1).

Esta vía, sin embargo, clara en principio, importa una ejecución altamente compleja. Desde el momento que se toma en serio la historicidad de la realidad, una vez que se abandona la concepción idealista de su verdad, las teologías contextuales no solo se ven obligadas a relacionarse con la tradición como un conjunto de teologías locales del presente y del pasado, sino también con una realidad histórica y cultural en permanente cambio. En este sentido las teologías contextuales recuperan para la teología su carácter provisional. La verdad de Dios como su objeto más propio, es una realidad que aún está por revelarse hasta el fin de los tiempos. Pero que la revelación histórica de Dios se despliegue en el tiempo y el espacio, complica enormemente cualquier producción teológica que procure ser pertinente.

Siguiendo la clasificación de Robert Schreiter, entendemos aquí que las teologías contextuales son un tipo entre varias posibles teologías locales (2). Y, entre las contextuales, tendremos en cuenta especialmente las «aproximaciones liberadoras», en particular las de la cristología latinoamericana de Jon Sobrino (3) y la cristología feminista crítica de liberación de Elizabeth Schüssler Fiorenza. En el caso de estas teologías se radicaliza la importancia del contexto y de la praxis liberadora para transformar el contexto (4).

La intención de esta ponencia es modesta. Se interesa en describir las características generales de estas teologías de acuerdo a las preguntas hermenéuticas detalladas más arriba. ¿Por qué estas preguntas y no otras? Porque a través de ellas es posible ilustrar mejor acerca de la originalidad de estas teologías respecto de las demás y, a la vez, caer en la cuenta de su problematicidad hermenéutica como se explicará al final.

1. ¿Para qué interpretar?

En estas teologías pueden parecer obscenas sus declaraciones de intenciones. Suponen que toda teología, como toda idea, es «interesada», cumple una función respecto de la realidad histórica. Dice Jon Sobrino: «Todo pensamiento está ubicado en algún lugar y surge de algún interés; tiene una perspectiva, un desde dónde y un hacia dónde, un para qué y un para quién. Pues bien, el desde dónde de este libro (Fe en Jesucristo) es una perspectiva parcial, concreta e interesada: las víctimas de este mundo» (5). E. Schüssler Fiorenza, por su parte, declara que una teología de la liberación crítico-feminista no puede contentarse con «analizar y explicar las estructuras sociorreligiosas de dominación que marginan y explotan a las mujeres y a otras no-personas», sino que procura «cambiar por completo las estructuras de alienación, explotación y exclusión. Su meta es transformar los saberes teóricos y teológico-religiosos y los sistemas sociopolíticos de dominación y subordinación» (6).

Sea para mantenerla sea para cambiarla, la teología se interesa por la realidad. En la medida que el «desde dónde» sea la realidad de los pobres/mujeres, en cuanto su realidad sea considerada lugar teologal en el que Dios mismo se expresa, las teologías de la liberación aspiran a constituirse en pensamiento capaz de liberar. Pero, además, este objetivo lo cumplen elucidando los déficit de otras teologías que, por no integrar a los pobres/mujeres en su reflexión, resultan para estos irrelevantes o encubridoras de la injusticia que los oprime. Desde la perspectiva de los también llamados «pueblos crucificados», Sobrino denuncia un extravío de la teología: «No llegó (el reino), pero sí llegó el mediador (Jesús), lo cual llevó a que las cristologías se centrasen en la persona de Cristo e ignorasen la causa de Jesús, que es el reino de Dios para los pobres. El reino quedó reducido a la persona de Jesús o a su resurrección. Fue sustituido espuriamente, y a veces pecaminosamente, por la Iglesia. Su destinatario fue universalizado, y los pobres perdieron centralidad histórica y teologal» (7).

La cristología de E. Schüssler Fiorenza, al igual que la de Jon Sobrino, combate la función ideológica de la religión y de la teología. Sin una análisis sistémico global de la cultura y de la religión que despeje el camino a una cristología que impulse una praxis democratizadora, «la religión en general y la cristología en particular seguirán siendo un arma peligrosa en manos de los poderosos, que la usan para fines conservadores y opresores» (8). Un pretendido interés por Dios que no se interese primeramente por la salvación del hombre, es denunciado por estas teologías como una renuncia a la misión de la teología, pues en la consideración teologal de los postergados «la teología se juega su identidad» (9).

La declaración de la «parcialidad», aunque no libra a la teología de la ideología, constituye un primer paso para salir de su trampa. El hecho es que las teologías contextuales de liberación anuncian abiertamente su «desde dónde» y su «hacia dónde». El aparato interpretativo de estas teologías contextuales de liberación tiene por objeto último orientar una lucha transformadora, un cambio político. En particular la cristología de E. Schüssler Fiorenza desea arraigar en las luchas de los diversos grupos feministas de liberación y ponerse a su servicio.

Por lo mismo, las teologías contextuales de liberación son teologías conflictivas. Dan por supuesto que la realidad está en disputa, que hay intereses sociales en conflicto, que la historia no es neutra, que hay que tomar partido a favor de una determinada causa, pues de lo contrario prevalecerá la causa enemiga. Los teólogos procuran involucrarse en una lucha ya existente, dejándose afectar por la resistencia que ella implica y corriendo incluso el riesgo del martirio. ElJesucristo liberador de Jon Sobrino ha terminado de ser redactado después del martirio de su propia comunidad: «Lo hemos escrito en medio de la guerra, de amenazas, de conflictos y persecuciones, que producen innumerables urgencias a las cuales hay que atender e innumerables trastornos en el ritmo de trabajo. El asesinato de mis hermanos jesuitas, de Julio Elba y Celina, dejó el corazón helado y la cabeza vacía» (10). Al entrar en los conflictos sociales, la teología de los teólogos liberacionistas reemplaza la neutralidad afectiva que la actividad intelectual y científica normalmente requiere, por una apasionada toma de postura. Esta los impulsa a pensar y a pensar correctamente (11).

Además de asumir el conflicto social, las teologías contextuales de liberación entran en el conflicto que se da al interior de la Iglesia. No sería posible de otro modo, puesto que lo que sucede en la realidad social, histórica y cultural en perjuicio de los «últimos» se expresa en la Iglesia en la medida que ella, no pudiendo abstraerse de su propia mundanidad, puede inclinarse del lado de los poderosos. «Las luchas por la democracia radical y por la autoridad religioso-teológica de las mujeres están intrínsecamente interrelacionadas» (12). Las teologías no solo representan intereses mundanos, sino intereses en pugna también dentro de la Iglesia. Las teologías, en la misma Iglesia, justifican la dominación o la suprimen. No hay termino medio. Las teologías contextuales de liberación buscan la unidad de la Iglesia en el largo plazo. En lo inmediato, ven necesario combatir teologías, imágenes de Dios, de Cristo o de la Iglesia que privilegian a unos y oprimen a otros. Las teologías contextuales arrancan de lo particular para llegar a lo universal, en contra de las teologías tradicionales que parten de lo universal para llegar a lo particular. En este conflicto, ellas sacan a la luz sus propias motivaciones, encarando y desenmascarando la pretensión ideológica hegemónica de las teologías que no pretenden ser contextuales. E. Schüssler Fiorenza entra en pugna incluso con las teologías feministas que, al reproducir los marcos ocultos de sentido, particularmente el esquema kyriarcal moderno del sexo/género, facilitan una vez más la opresión de las mujeres y los hombres pobres (13). Este es el aporte propio de su Cristología feminista crítica. Porque la unidad social y eclesial en la igualdad, en la justicia y en la paz entre todos los hombres y mujeres constituye el interés soteriológico remoto, la liberación verificada incluso a través del conflicto representa para las teologías de la liberación la tarea próxima y urgente. La salvación escatológica, en consecuencia, se espera como resultado de una reconciliación histórica y religiosa que no tendrá lugar sino a través de una lucha y una confrontación.

2. ¿Quién interpreta?

Otra de las novedades de las teologías contextuales de liberación es la revisión del sujeto teológico. Si tradicionalmente la teología ha sido una disciplina de especialistas, si hasta ahora la cuestión del «sujeto» teológico no ha sido tema más que en la relación entre el teólogo de profesión y el magisterio eclesiástico, para estas teologías el sujeto primario de la reflexión teológica es una comunidad hermenéutica que comprende a priori lo que ha de interpretar. En estas comunidades la función de los teólogos profesionales es clave, pero subordinada. Son las personas mismas comprometidas en una lucha común, las que en diálogo entre sí, con otros movimientos a veces no cristianos y con la asistencia de los especialistas, levantan sus propias preguntas teológicas y aventuran su respuesta. Para Jon Sobrino, el sujeto teológico por excelencia de la teología de la liberación es la «Iglesia de los pobres». Para E. Schüssler Fiorenza es la «ekklêsia de mujer*s (14)».

En el caso de las comunidades eclesiales de base latinoamericanas en que la «Iglesia de los pobres» toma cuerpo, los sujetos teológicos pueden ser personas que ni siquiera saben leer y escribir y que, por esto mismo, suelen tener una profunda captación de textos que, en el caso de los Evangelios, parecen haber sido escritos exactamente para ellos. La imagen dominante de esta revolución hermenéutica es la de la Biblia en las manos del pueblo. Que efectivamente los pobres entiendan mejor que otros el sentido de la revelación constituye para estas teologías una convicción fuera de discusión, una especie de privilegio epistemológico tomado por asalto de las mismas fuentes sagradas, las que asegurarían que la Buena Nueva es «nueva» y «buena» para los oprimidos antes que para todos y por igual.

La «ekklesîa de mujer*s» de E. Schüssler Fiorenza es ante todo un espacio contrahegemónico al kyriarcado, en el cual se da una «práctica crítica y una visión de la democracia radical en la sociedad y la religión» (15). Es en este espacio que pueden surgir discursos críticos que cambien los discursos teológicos corrientes y hegemónicos, perjudiciales a las mujeres y a otros que comparten su condición oprimida, mediante la creación de «imágenes cristológicas para el cambio» (16). La «ekklesîa de mujer*s» no excluye a los hombres ni se reduce a una comunidad de teólogas. Afirma la autora: «propongo que dentro de la lógica y la retórica de la democracia radical podemos conceptualizar la ekklesîa de mujer*s como el espacio metafórico que puede sostener prácticas críticas de lucha para transformar los discursos institucionales patriarcales sociales y religiosos» (17). La teología de la liberación feminista crítica «se ubica explícitamente dentro de las luchas histórico-religiosas particulares de mujeres contra los sistemas de opresión, que operan en los ejes de clase, raza, género, etnicidad, religión y preferencia sexual, entre otros. Las luchas históricas de carácter político-religioso para cambiar las estructuras explotadoras del kyriarcado ­y no la diferencia sexual­ constituyen el ‘umbral cualitativo’ de las articulaciones cristológicas feministas en la ekklesîa de mujer*s» (18).

Las teologías contextuales de liberación no prescinden, sin embargo, del servicio de los teólogos profesionales. Lo requieren, pero por coherencia con sus propios postulados estos teólogos se plantean la pregunta: «¿podemos los no-víctimas hacer teología cristiana desde la perspectiva de las víctimas?» (19). Jon Sobrino confía en que es posible un cierto «entrelazamiento de horizontes» entre la fe de las víctimas y los teólogos de profesión. «En la solidaridad con las víctimas, en el llevarse mutuamente en la fe, se abren los ojos de las no-víctimas para ver las cosas de diferente manera. Que esa nueva visión coincida a cabalidad con la de las víctimas es algo que, pienso yo, nunca llegaremos a saber del todo» (20). En cualquier caso, Sobrino está convencido de que la perspectiva de los pobres aporta luz al tratamiento de los objetos propios de la teología: Dios, Cristo, la gracia, el pecado, etc. «La perspectiva de las víctimas ayuda a leer los textos cristológicos y a conocer mejor a Jesucristo. Por otra parte, ese Jesucristo así conocido ayuda a conocer mejor a las víctimas y, sobre todo, a trabajar en su defensa» (21). Estas teologías alcanzan su estatuto científico propio en la medida que los especialistas elevan a concepto el quehacer teórico y práctico de la comunidad hermenéutica a la que pertenecen.

E. Schüssler Fiorenza concibe a la teóloga feminista como una «agitadora», en otras palabras, «como una extranjera con residencia permanente, que constantemente busca desestabilizar los centros, tanto el ethos pretendidamente libre de valores y neutral de la academia, como la postura dogmática autoritaria de la religión patriarcal» (22). A ella corresponde poner su teología al centro del trabajo teológico. Para que esto suceda, las teólogas feministas «deben permanecer firmemente enraizadas en los diversos movimientos de mujeres que buscan el cambio» (23). Su ubicación simultánea en los movimientos liberacionistas sociales y eclesiales, les permite hablar como «extranjeras con residencia permanente en la Iglesia y la academia» (24). Porque si las teólogas se manejan en los discursos de la universidad, la religión organizada, la teoría feminista y el movimiento feminista, pueden transformar estos discursos en la medida que dan prioridad al movimiento feminista.

En el caso de ambas cristologías, el conflicto por la interpretación de la Sagrada Escritura y de la Tradición se agudiza, con consecuencias para la comunión en la Iglesia. Dado que la «Iglesia de los pobres» arraiga en el «mundo de los pobres» mucho más amplio que la Iglesia, puesto que a este «mundo de los pobres» la teología de la liberación le reconoce el valor de «lugar teologal» en el que Dios actúa y se revela, las tensiones y conflictos sociales son importados al interior de una Iglesia a la que también pertenecen los que no son pobres. Algo muy parecido podrá decirse de la ekklesîa de mujer*s en la medida que, en cuanto comunidad hermenéutica, admite el influjo de movimientos con los que comparte el leitmotiv de la liberación. En tanto la liberación constituye en lo inmediato un valor superior a la comunión, estas teologías contextuales de liberación tienden a enfrentarse espontáneamente con la religiosidad popular y con la jerarquía eclesiástica.

Es conocido el caso de la pugna entre la teología de la liberación y la religiosidad popular en América Latina. Si bien la tendencia a recuperar el valor liberador de la religiosidad popular no carece de representantes valiosos en la teología argentina (como por ejemplo, Juan Carlos Scannone), desde Juan Luis Segundo en adelante la empresa ilustrada de la teología de la liberación, especialmente Jon Sobrino, denuncia el carácter alienante de la fe tradicional y popular en Cristo (25). Que el conflicto teológico haya pasado a las comunidades como iconoclastia y como resistencia a la misma, no sorprende tanto como que la teología de la liberación no haya sabido reconocer el valor hermenéutico de la piedad popular (26). Las últimas transformaciones de la religiosidad latinoamericana, empero, auguran la escritura de obras como la de Pedro Trigo, mucho más finas en el respeto del valor hermenéutico de los mismos creyentes en la diversidad de su realidad (27). Pero también es cierto que la multiplicación de las vías de acceso a Dios menoscaba la pretensión de liberación política de la teología latinoamericana.

En el caso de la teología de E. Schüssler Fiorenza, cabe destacarse que en su afán crítico lleva el conflicto al círculo académico tradicional pero también a la misma comunidad feminista, toda vez que denuncia en las teologías feministas la reproducción de los marcos de sentido oculto que oprimen a las mujeres, cuando adoptan ingenuamente el paradigma moderno de sexo/género, proponiéndose como lucha de las mujeres contra los hombres, en vez de desmantelar las posibilidades estructurales kyriarcales de la opresión social y religiosa en general.

Por último, lo que estas teologías contextuales de liberación no logran resolver bien, es la relación de las comunidades de liberación con la jerarquía eclesiástica, especialmente a propósito del reconocimiento debido a la interpretación auténtica del Evangelio. La crítica a veces virulenta contra el Magisterio eclesiástico no constituye más que la tonalidad emocional de una tensión legítimamente irreductible. Siempre es posible una crítica menos agresiva. Aquello que realmente resulta problemático, es que estas teologías subordinan la unidad de la Iglesia al imperativo de la liberación.

3. ¿Qué se interpreta?

Otro punto de ruptura con la hermenéutica teológica tradicional de las teologías contextuales de liberación atañe al objeto de interpretación. Estas teologías pretenden interpretar una praxis determinada de liberación. Este es su objeto específico.

Puede mover a engaño pensar que el objeto de la cristología de Jon Sobrino sea el Jesús histórico, incluso cuando no se descarte que también lo sea el Cristo proclamado por la Iglesia. Para marcar la diferencia, habría que decir que, en sentido estricto, el objeto de su cristología no es Jesucristo sino el seguimiento de Jesucristo. Si el punto de partida metodológico de esta cristología es el estudio del Jesús histórico, su punto de partida real es la fe en Cristo entendida como seguimiento de Cristo (28). Es la praxis de liberación cristiana la que precede e impulsa la cristología de Jon Sobrino y, ulteriormente, la que se beneficia de esta. Lo que en definitiva interesa es la transformación liberadora de la realidad y la alabanza de Dios por su consecución. De aquí que, al abordar el estudio de Jesucristo, parezca que Jon Sobrino fuerce los datos en función de la liberación. El seguimiento de Cristo conduce e incide en la investigación histórica sobre Jesús y, al hacerlo, redescubre al Cristo de la fe de la Iglesia como un Cristo liberador (29).

Pero si la cristología está al servicio de la cristopraxis y no al revés, no es menor la ayuda que esta presta a aquella. Para Jon Sobrino la cristopraxis perfecciona la cristología, pues «conocer a Cristo es, en último término, seguir a Cristo» (30).

De modo semejante, para E. Schüssler Fiorenza lo fundamental es iluminar la praxis de liberación en la que arraiga su teología: «una teología de la liberación crítico-feminista no arranca de la psicología establecida, la religión popular o la dogmática, sino que comienza con una reflexión feminista sobre las experiencias particulares de mujeres» (31). Aquello que en definitiva interesa se ubica fuera del campo tradicional de la teología. La teología feminista «se comprende a sí misma como una teología de la liberación crítica porque sus análisis sistémicos críticos y sus prácticas intelectuales para la producción del saber religioso buscan apoyar las luchas por la liberación de mujer*s en todo el mundo» (32).

Solo en este sentido, así como Jon Sobrino subordina la cristología al seguimiento de Cristo, la cristología feminista crítica de E. Schüssler Fiorenza se centra en la praxis de Jesús. Pero, a diferencia de las demás cristologías feministas, esta opción le permite, además, escapar al marco oculto de sentido de la diversidad de sexos que sus pares reproducen al quedar fijadas en la condición de varón de Jesús: «a diferencia de las feministas postcristianas y las feministas de género cristianas que presuponen una diferencia esencial o natural de género entre las mujeres y los hombres, las teólogas feministas de la liberación afirman que lo importante teológicamente es la práctica histórica y la humanidad de Jesús, no su condición de varón. La práctica de Jesús como profeta galileo que trató de renovar la esperanza judía del reino de D**s (33), su solidaridad con los pobres y los despreciados, su llamada a un discipulado de servicio voluntario, su ejecución, muerte y resurrección es lo significativo Lo importante no es la masculinidad de Jesús, sino su opción por los pobres y su solidaridad con los marginalizados» (34).

¿Qué hay que interpretar? La Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, en una palabra la revelación, pero en vista a interpretar una praxis liberadora determinada y bajo el supuesto de que Dios continúa actuando e indicando su voluntad en la historia. Dicho de otra forma. Si el objeto de toda teología es Dios, en el caso de las teologías contextuales de liberación interesa lo que Dios sea «para nosotros» y no lo que Dios sea «en sí». O, mejor, el discurso sobre Dios «en sí» tiene una relevancia subordinada a lo que Dios sea «para nosotros». Esto es, en definitiva, lo único que importa. El objeto de las teologías contextuales de liberación es Dios en su dimensión escatológica y soteriológica, es Dios actuante en la historia como su liberador.

Se argumentará en contrario que la teología tradicional cuando discurre sobre Dios «en sí» también tiene por objeto cambiar la realidad, es decir, sacar las consecuencias de lo que Dios es «para nosotros». Las teologías contextuales de liberación contraatacarán el verticalismo de aquella, en tanto Dios no puede ser «para nosotros», si no es primero Dios «en nosotros» y «con nosotros», la condición de posibilidad de la libertad humana que lo experimenta y lo piensa en una historia que precedió los textos sagrados y que aún no acaba. El objeto teológico de las teologías contextuales de liberación no es simplemente el Dios revelado en los «textos» sino primariamente en el «contexto», pues incluso la Sagrada Escritura es relato, es interpretación de acontecimientos históricos. De aquí que Gustavo Gutiérrez sostenga que lo fundamental del cristianismo consista en «practicar a Dios». Solo en esta perspectiva parece posible recuperar el valor normativo de la Biblia y de la Tradición.

Subyace a este conflicto un concepto distinto de la verdad de Dios como objeto propio de la teología. Las teologías contextuales de liberación acusan a la teología tradicional de querer aplicar la verdad teológica a la realidad histórica, naturalizando y teologizando lo que no ha sido sino producto cultural de la libertad humana en el pasado y, en el presente, alienando a los cristianos de la obligación de orientarse según la voluntad de un Dios vivo que no se cansa de apelar a la libertad de los creyentes para seguir conduciendo la historia hasta sí mismo. Para la teología de la liberación latinoamericana la verdad de Dios es «amor». Por ello prefiere definirse no como intellectus fidei, sino como intellectus amoris (35). Y si no descarta ser intellectus fidei, pone la fides quae al servicio de la fides qua. Así se entiende la afirmación, en cierto sentido provocadora de Gustavo Gutiérrez: «nuestra metodología es nuestra espiritualidad» (36).

Cabe preguntarse si, en el fondo, las teologías contextuales de liberación no tienen un concepto radicalmente distinto de Dios. Ellas no solo no se preguntan por la existencia o no existencia de Dios, sino que parece que no podrían tener al ateísmo como su referente histórico-teológico último. Para estas teologías, la existencia de un Dios liberador es un presupuesto absoluto. Si la liberación buscada toma cuerpo en la historia, si a través suyo Dios se revela como un «Dios de la vida», un «Dios de las víctimas», por importante que sea esta revelación para combatir el ateísmo contemporáneo ella no constituye el objetivo primero ni principal, sino su virtud liberadora por sí misma. E. Schüssler Fiorenza acoge plenamente el planteamiento típico de la teología de la liberación latinoamericana, cuando afirma que «las teologías de la liberación feministas trasladan su enfoque de la pregunta moderna ‘¿Cómo podemos creer en D**s?’ a las preguntas ‘¿Qué clase de Dios proclaman los cristianos?'» (37). En la medida que estas teologías deben combatir una noción de Dios que bloquea las posibilidades de liberación de los pobres y las mujeres, su objeto propio parece ser un Dios diferente, uno más preocupado de la injusticia que de la secularización. Esto explica, en parte, que las teologías contextuales de liberación suelan denunciar la falsa neutralidad de la teología académica. Estas teologías detectan una callada connivencia entre la teología académica y la ideología. La imposibilidad de una neutralidad y la posibilidad real de la idolatría al interior de la misma teología, ha sugerido que en América Latina la cuestión de Dios sea tratada bajo el título de «la guerra de los dioses» (38).

Las teologías contextuales de liberación invocan una ruptura epistemológica que, si tiene sólidos antecedentes bíblicos, se apoya además en la moderna filosofía de la praxis. Sin dejar de importar el conocimiento de la realidad de Dios al modo de las filosofías de la naturaleza y del sujeto, el conocimiento teológico tradicional es modificado radicalmente en la medida que se reconoce anterioridad y superioridad epistemológica a la praxis histórica (39). Para las teologías contextuales la praxis no solo depende de una teoría, sino que además constituye su material epistemológico decisivo. En esta nueva óptica, la realidad es fundamentalmente «obra», un producto de la acción. Si se trata de cambiar una realidad histórica, la pretensión de perennidad de la antigua filosofía de la naturaleza o de la moderna filosofía del sujeto, representan una traba. La filosofía de la praxis reclama un conocimiento histórico en sentido estricto, a saber, uno cuya fidelidad a una realidad en permanente cambio no puede sino cambiarla a ella misma.

Teológicamente hablando, las teologías contextuales de liberación suponen que aquello que hay que conocer para transformar es la historia como obra de Dios y como respuesta del hombre. La historia es el ámbito de la acción, y por ende, de la revelación de Dios. Dios no es trascendente a la historia, sino «en la historia». Dios es salvador histórico o Dios no interesa y, en el peor de los casos, una imagen idolátrica suya favorece la opresión. Dios es el Dios de los pobres, el Dios de las víctimas, el Dios que puede reivindicar a los miserables, a los indígenas, a las mujeres, a cualquier minoría que padezca opresión. Evidentemente que la reducción de Dios a su utilidad puede forzar la realidad. Las teologías contextuales de liberación son conscientes de este riesgo. Pero es interesante notar que al plantearse como teologías de la praxis liberadora se ofrecen a sí mismas como alternativa a las teologías de la naturaleza y de la modernidad que, con su irrelevancia para los oprimidos hombres y mujeres, no terminan de potenciar el ateísmo contemporáneo. Ellas, en cambio, al pretender verificar en la historia sus postulados teológicos se desentienden de la necesidad meramente especulativa de verificarlos en el escritorio.

4. ¿Cómo se interpreta?

Las teologías contextuales de liberación establecen una circularidad hermenéutica entre el «texto» y el «contexto», entre la fides quae y las fides qua, entre la noción de Dios «en sí» y la experiencia de Dios «en y para nosotros».

La praxis se esclarece en la medida que, comandada por lectura de los textos que pueden inspirarla, recurre por otra parte al análisis que las ciencias hacen del contexto en que aquella se inscribe. El socorro de las ciencias sociales hizo famosa a la teología de la liberación a la vez que, la falta de análisis suficientemente sólidos de la realidad socioeconómica de los últimos veinte años, la ha confinado al ámbito de la espiritualidad. Probablemente ha sido esta falencia la que ha hecho cauto a Jon Sobrino al momento de valorar el aporte del análisis social para la teología40. E. Schüssler Fiorenza, en cambio, aún invoca la importancia decisiva del análisis sistémico de la dominación (41).

En adelante centramos la atención en la lectura de los textos fundamentales, que en el caso de las teologías contextuales de liberación se realiza bajo el influjo de los intereses específicos de la praxis. Hasta aquí ha debido quedar claro que no es evidente que estas teologías reconozcan un valor normativo a aquellos textos, en el sentido de que las teologías contextuales de liberación subordinan el valor de estos textos a su virtud liberadora. Pero ¿pudiera consistir en otra cosa la hermenéutica? ¿No le corresponde a la hermenéutica exactamente posibilitar la interpretación liberadora o creativa de textos de suyo muertos?

a) El seguimiento de Cristo como principio epistemológico en Jon Sobrino

En el caso de Jon Sobrino, el texto sagrado tiene un enorme valor para establecer qué se entiende por Cristo liberador. Frente a las imágenes alienantes de Cristo predominantes en la fe de los latinoamericanos, frente a la reducción de esta fe a un «Cristo sin Jesús» (42), todo su empeño se concentra en ilustrar qué ha de entender por Cristo de acuerdo a la enseñanza del Nuevo Testamento sobre Jesús de Nazaret. Lo interesante, aquí, es cómo Jon Sobrino accede a Jesús.

En primer lugar, llama la atención que la hermenéutica de Jon Sobrino se apoya en la recuperación de la historia de Jesús que el mismo Nuevo Testamento realiza cuando, a instancias de la fe de las primeras comunidades cristianas, recupera la historia de Jesús para reivindicarlo como evangelio auténtico y actual. Los evangelistas debieron contar la historia de Jesús, pues de lo contrario las comunidades que vivían de Cristo resucitado habrían terminado por perder su significado soteriológico. Los evangelios son «buena noticia» porque Jesús fue «así». Fe e historia se requieren dialécticamente: «la respuesta de los evangelios va en una doble dirección: es cierto que no se puede historizar a Jesús sin teologizarlo, pero también es cierto ­y en esto está lo específico de los evangelios­ que no se puede teologizar a Jesús sin historizarlo» (43).

La cristología latinoamericana, queriendo ser evangelio para los pobres de hoy, también teologiza a Jesús «historizándolo», narrando su historia. Frente a la pregunta típica: ¿qué es posible saber de Jesús de Nazaret?, la cristología latinoamericana afirma no desconocer la problemática y recoge los resultados de la crítica histórica. No deduce criterios apriorísticos de autenticidad, pero a posteriori, a partir de la semejanza entre la historia de Jesús y la actual, confirma lo histórico de Jesús en la línea de la verosimilitud. Desde la realidad latinoamericana, la cristología infiere que Jesús debió ser y actuar de determinada manera y no de otra.

Para Jon Sobrino, lo «evangélico» de la cristología latinoamericana se juega en la circularidad hermenéutica entre las comunidades creyentes y Jesús de Nazaret: «de los evangelios, la cristología latinoamericana aprende dos lecciones importantes. La primera es que no se puede teologizar la figura de Jesús sin historizarla, narrando su vida y su destino. Sin ello, la fe no tiene historia. La segunda es que no se puede historizar a Jesús sin teologizarlo como buena noticia, y así, en referencia esencial a las comunidades. Sin ello, la historia no tiene fe» (44). La recuperación de la historia de Jesús se pone al servicio de la actualización del significado soteriológico de Cristo en el presente. A este efecto, Jon Sobrino distingue al Cristo que recibimos del pasado del Cristo presente hoy en la realidad de América Latina. «La cristología, para abordar a su objeto Jesucristo, debe tener en cuenta dos cosas fundamentales. La primera, y más obvia, es lo que el pasado nos ha entregado acerca de él, es decir, textos en los cuales ha quedado expresada la revelación; la segunda, menos tenida en cuenta, es la realidad de Cristo en el presente, es decir, su presencia actual en la historia a la cual corresponde la fe real en Cristo» (45).

No basta, en consecuencia, admitir que las fuentes de la cristología consisten en la revelación de Dios trasmitida con la autoridad del Magisterio, y aplicar tales conocimientos a situaciones determinadas. La cristología latinoamericana comprende la historia de Jesús a partir de la fe actual en Cristo de modo que, dado su «lugar» particular, descubre en aquella historia aspectos nuevos y hasta ahora ocultos (46). Que Cristo está presente ya a través de su cuerpo en la historia y como su Señor, es de suyo un dato revelado, pero sobre todo constituye una clave de intelección fundamental de la misma revelación (47).

La recuperación de Jesús de Nazaret, por otra parte, hace las veces de hermenéutica de la sospecha. Jesús es salvaguarda del Cristo. La experiencia latinoamericana enseña que siempre se corre el riesgo de «confesar a un Cristo que no se parece a Jesús, incluso que es contrario a Jesús» (48). La manipulación de su figura es frecuente. Hay que ser conscientes de que también en cristología cabe la posibilidad de la hybris y el pecado. «En nuestra opinión, afirma Sobrino, la posibilidad está dada en que el análisis cristológico tiene que diferenciar a Jesús y al Cristo, y la actuación de la hybris y de la pecaminosidad específicas consiste en determinar de antemano qué sea el Cristo con independencia de lo que fue Jesús. Se presuponen conceptos que, precisamente, desde Jesús no se pueden presuponer: qué es ser Dios y qué es ser humano» (49). La cristología exige una «conversión» a lo que Jesús sea y revele de Dios y del hombre, de lo contrario Jesús no sería el revelador. Esto explica que «el proceder metodológico más operativo es ver a Cristo, en un primer momento, desde Jesús y no a la inversa» (50).

En segundo lugar, Jon Sobrino se ve obligado a aclarar y definir qué entiende por búsqueda del Jesús histórico: «por ‘Jesús histórico’ entendemos la vida de Jesús de Nazaret, sus palabras y hechos, su actividad y su praxis, sus actitudes y su espíritu, su destino de cruz (y de resurrección). En otras palabras, y dicho sistemáticamente, la historia de Jesús» (51). Desde la perspectiva de la liberación y buscando los principios sistemáticos que le permitirán articular mejor su cristología, va todavía más lejos, hasta preguntarse: ¿qué es lo «más histórico» de la historia de Jesús? (52). Él mismo responde: «nuestra tesis es que lo más histórico del Jesús histórico es su práctica y el espíritu con que la llevó a cabo» (53). Lo histórico es lo que Jesús hizo por el reino de Dios, con el objeto de que se siguiera haciendo. Sobrino busca en los textos de la Escritura aquella práctica de Jesús que nos fue contada como una historia que debía proseguirse.

Se advierte aquí como Jon Sobrino supera las antiguas aproximaciones liberales a la Escritura, pero también a autores como Kähler y Bultmann. Lo histórico de Jesús fundamenta el keryma, siendo el kerygma en definitiva lo que importa. «Lo histórico de Jesús no significa desde un punto de vista formal, aquello que es simplemente datable en el espacio y en el tiempo, sino lo que nos es transmitido como encargo para seguir transmitiéndolo» (54). Si la Escritura da cuenta de una praxis histórica de Jesús que debe continuarse a futuro, la fe cristiana debe articularse como pro-seguimiento de Cristo. Jon Sobrino reconoce que hacer de la praxis de Jesús lo más histórico suyo constituye una opción. Siempre es una opción hermenéutica reconocer o no que tal praxis deba convertir este mundo en reino de Dios.

Ante la acusación hecha a Jon Sobrino de reducir a Jesús a un «símbolo práxico», este contraataca afirmando que su cristología no solo no abandona a la persona de Jesús, sino que desde la perspectiva de la praxis la recupera. Para la cristología latinoamericana, Jesús esnorma normans, non normata: «hay que remontarse a la práctica de Jesús, porque es la de Jesús» (55). Pero, además, desde la praxis de Jesús es posible conocer mejor la persona de Jesús: «pensamos que se accede mejor a lo interno de Jesús (la historicidad de su subjetividad) desde lo externo de su práctica (su hacer historia), que a la inversa» (56).

En fin, si el punto de partida real de la cristología es siempre la «fe total en Cristo» y el punto de partida metodológico es el «Jesús histórico», la práctica actual de pro-seguimiento de Cristo no solo constituye una exigencia ética de Jesús de Nazaret, sino también un principio epistemológico de conocimiento de la praxis y de la persona de Jesús. Si la praxis de Jesús representa objetivamente la mejor mystagogia para el Cristo de la fe, la práctica actual del seguimiento suyo permite subjetivamente achicar la distancia histórica con Jesús de Nazaret y reconocerle como el Cristo (57). En la medida que este seguimiento arraiga en la realidad de los pobres, tiene lugar una auténtica «ruptura epistemológica» (58), cuya justificación queda entregada ulteriormente a una experiencia del círculo hermenéutico que Jon Sobrino resume en los siguientes términos: «desde los pobres se piensa que se conoce mejor a Cristo, y ese Cristo mejor conocido es el que se piensa que remite al lugar de los pobres» (59).

b) La emancipación como principio hermenéutico en E. Schüssler Fiorenza

En el caso de E. Schüssler Fiorenza, es aún más claro que en Jon Sobrino que el principio hermenéutico de la Escritura se halla fuera de esta. La Biblia no se explica por sí misma. Esta autora saca la hermenéutica bíblica de su quicio tradicional, exigiendo de la metodología científica considerar la emancipación social, cultural y religiosa de las mujeres como su principio hermenéutico decisivo.

E. Schüssler Fiorenza navega entre los dos extremos posibles de la hermenéutica postmoderna. Critica la interpretación fundamentalista de la Biblia camuflada de cientificidad, puesto que «con una lectura dogmática literal, las cristologías fundamentalistas intentan ‘fijar’ las expresiones pluriformes de las Escrituras y tradiciones cristianas, en particular las ambiguas metáforas y los variados textos que tienen que ver con Jesucristo. Tras ello intentan consolidarlos en un discurso masculino de sentido único, definitivo y unívoco» (60). Tampoco acepta fácilmente los estudios bíblicos feministas de la academia: «los análisis literarios feministas de los Evangelios o las historias de Jesús que adoptan estrategias positivistas del estudio de la Biblia no interrumpen, sino que contribuyen al fundamentalismo autoritario» (61).

Por otra parte, ella es muy consciente del error en que suelen incurrir las teologías feministas de liberación que, en respuesta a esta hermenéutica fundamentalista masculina, absolutizan el valor de la hermenéutica contextual. Dice: «los discursos que defienden el ‘regionalismo’ cristológico, a su vez, tienden a servir los intereses del pluralismo liberal» (62). Si no es posible una sola lectura de un texto, tampoco es suficiente relativizar la investigación de Jesús a través de interpretaciones privadas y plurales. «Los estudios escritos desde un punto de vista confesadamente ‘étnico’ y local ­tales como las articulaciones de la cristología feminista europea ‘blanca’, australiana, norteamericana, afroamericana, asiática, africana o latinoamericana­ también corren el peligro de ser cooptados por la postmodernidad» (63). En la medida que estas cristologías procuran mejorar la condición de las mujeres a través de una interpretación de los textos que dispute a los hombres el poder, no son capaces de superar las estructuras dualistas de clase, raza, género, religión, nación y edad, que han asegurado la dominación de los hombres sobre las mujeres y que, en la medida que persistan, perjudican a mujeres y hombres por igual. Las cristologías «se transforman en el reverso de las lecturas masculino-mayoritarias y se tornan ‘regionales’ siempre que se presentan como articulaciones exclusivas que pertenecen solo a un grupo étnico particular» (64).

E. Schüssler Fiorenza supera el relativismo y el fundamentalismo hermenéuticos en la medida que halla fuera de la Escritura el criterio epistemológico de su lectura, aun cuando la misma Escritura funde remotamente tal criterio, a saber, el de la emancipación de las mujeres y el de todos en general. El interés por la liberación efectiva, producto de una praxis determinada e inspirada bíblicamente, constituye para esta autora el criterio ulterior de la interpretación de la Escritura y no un texto particular suyo que, como «dato» fundamental, pudiera iluminar su lectura o hacer de principio metodológico clave. En sus propias palabras, «la meta de una hermenéutica feminista de la liberación no es simplemente la colección y sistematización de materiales cristológicos cristianos antiguos como ‘datos’ para la reflexión teológica sistemática a favor de la formación de identidad cristiana. Antes bien, apunta a una reconceptualización de los discursos bíblicos cristológicos y las construcciones de identidad cristiana en pro de la praxis emancipadora» (65).

Es un interés actual, es la necesidad hodierna de liberación universal, lo que debiera impulsar cualquier hermenéutica cristiana y no la Escritura en cuanto tal, puesto que esta se ha prestado a menudo para la opresión de las mujeres. La potencialidad liberadora de la Escritura solo es actualizada cuando sus criterios de interpretación no obtienen su validación de los procedimientos metodológicos de la dogmática, sino del interés del intérprete por la emancipación. Es este interés el que puede descubrir los criterios teológicos «en el potencial encarnado que tienen los textos y marcos intelectuales para engendrar procesos de interpretación y praxis que pueden transformar mentalidades kyriocéntricas y estructuras de dominación» (66). E. Schüssler Fiorenza no deja espacio ni al fundamentalismo ni al relativismo, al fijar a la hermenéutica bíblica una finalidad histórica, concreta y abierta a la universalidad: «este interés teológico en la liberación de todas las mujer*s debe determinar todos los marcos intelectuales de estudios bíblicos en particular y de estudios cristológicos en general, y no simplemente los de los estudios feministas» (67).

Para abrir paso a su postura hermenéutica, E. Schüssler Fiorenza emprende un agudo ataque contra las metodologías que quieren hacernos creer que están libres de intereses exógenos que pudieran distorsionar la interpretación de la Escritura. Al efecto, desenmascara los intereses no confesados de la hermenéutica bíblica actual: «los discursos bíblicos eruditos construyen y propagan la identidad cristiana y occidental no solamente como un ‘hecho dado’ canónico-teológico o clásico natural, determinado masculinamente y válido universalmente, sino también como una identidad kyriarcal preconstruida que se ha tornado el ‘sentido común’ cultural y religioso. En la medida en que los biblistas intentan construir discursos cristológicos, tienen como objetivo mantener la identidad cultural occidental y religiosa cristiana como identidad kyriarcal preconstruida, y elaborar estas formaciones de identidad en términos doctrinales-históricos, espirituales-imaginativos o histórico-apologéticos» (68).

Sobre la justicia de este ataque no toca hacerse cargo, pues lo que aquí importa es reconocer la originalidad que representa la ubicación del principio clave de la hermenéutica bíblica en los intereses extrabíblicos y actuales que debieran configurarla. ¿Cómo es posible juzgar que estos intereses sean legítimos? Por más que se afirme la necesidad de una circularidad hermenéutica entre «texto» y «contexto» que supere la posibilidad de una interpretación caprichosa, en el caso de esta cristología feminista crítica el círculo deja de ser vicioso solo en la medida que se rompe a favor de una praxis de liberación universal que no puede verificarse sino a posteriori. Pero, teóricamente, E. Schüssler Fiorenza enuncia al menos el camino que conduce de la particularidad a la universalidad de la liberación.

El caso es que esta teóloga emprende una lucha en todas las direcciones que le parecen necesarias: contra los sistemas de opresión sociales y políticos, y contra el «sentido común» y las culturas que incorporan y reproducen marcos ocultos de dominación. Pero lo que más llama la atención de su metodología no es solo que combate la hermenéutica bíblica contemporánea aunque lleve el título de feminista, sino que somete a la misma Escritura a una severa deconstrucción. El análisis de las Escrituras es crítico no solo en contra de la manida neutralidad metodológica científica, sino porque cuestiona el uso que ha podido hacerse de ella en perjuicio de las mujeres. Presidido por un interés liberacionista, el análisis crítico de las Escrituras «tiene ramificaciones positivas para la autocomprensión y la teología cristianas, en la medida en que deconstruye, en pro de la praxis emancipadora, los textos kyriocéntricos y las lecturas cristológicas positivistas del Testamento Cristiano que perpetúan una formación de identidad cristiana kyriarcal» (69). Buscando reconstruir su sentido liberador sepultado, la teología crítica de E. Schüssler Fiorenza debe primero desmantelar la retórica teológica que, aun en la Escritura, no ha sido sino producción histórica kyriarcal. El «lenguaje masculino absolutizado y fosilizado acerca de D**s y Cristo», según sus palabras, debe ser «cuestionado y socavado radicalmente» (70). En particular, la hermenéutica feminista crítica denuncia las «naturalizaciones» y las «teologizaciones» de las diferencias de sexo/género, que la Escritura y la tradición han favorecido toda vez que ellas «participan en un proceso lingüístico-simbólico de ‘naturalización’ del género gramatical. No solo el lenguaje religioso, sino también el lenguaje androcéntrico en general reinserta reiteradamente los prejuicios culturales-religiosos y las relaciones sociales-kyriarcales que a su vez apoyan sus prácticas disciplinares» (71). Solo de una práctica feminista crítica que impulse una clasificación y evaluación de los rastros de la cristología bíblica emancipadora, se puede esperar una «liberación y bienestar que todavía no hayan sido realizadas plenamente en la historia» (72).

La hermenéutica bíblica de esta cristología desmantela las articulaciones kyriarcales que durante el período de elaboración de la Escritura han sido reproducidas en ella para asegurar la «subordinación de las mujeres y esposas nacidas en libertad, de esclavas y esclavos, de los jóvenes y de la comunidad cristiana como un todo al amo/señor/padre/emperador» (73), que la erudición bíblica ha demostrado que no provienen de la teología cristiana, sino del contacto del cristianismo primitivo con la cultura grecorromana. La empresa de deconstrucción de E. Schüssler Fiorenza se extiende además a la génesis del dogma cristológico. La unidad de la Iglesia, vista como condición de la unidad del imperio, habría obligado a Constantino y a los sucesivos emperadores a uniformar la interpretación de la Escritura (74).

En definitiva, el esfuerzo de deconstrucción tiene por objeto una reconstrucción, «la reconstrucción del movimiento de Jesús como movimiento emancipador de basileia» (75). E. Schüssler Fiorenza injerta el movimiento de emancipación femenino en el movimiento de Jesús en pos de aquella basileia que en los primeros tiempos del cristianismo representó un desafío para el imperio romano. De aquí que al momento de abordar el estudio de Jesús, la autora no se centre en su carácter de varón ni particularmente en su relación con las mujeres ­lo que reiteradamente hacen las cristologías feministas­, sino en su proyecto liberador. Para ella, «una identidad cristiana feminista debe articularse reiteradamente dentro de las diversas luchas emancipadoras por la visión de la basileia/la comunidad de naciones de D**s que significa bienestar y libertad para todos los habitantes de la aldea global» (76).

AL TERMINAR: LA CUESTIÓN CATÓLICA EN LAS TEOLOGÍAS CONTEXTUALES DE LIBERACIÓN

Al terminar centramos la atención en el punto probablemente más complejo, aunque mencionado solo a la pasada en lo que se ha venido planteando. El carácter católico de las teologías de los autores estudiados hace en su caso aún más apremiante la exigencia interna de cualquier teología cristiana, desde el Nuevo Testamento hasta nuestros días, de interpretar eclesialmente la revelación. Aunque la hermenéutica magisterial católica sea también ella por fuerza contextual, su función no es sectorial. La labor interpretativa magisterial no debiera entrar en disputa de igual a igual entre las múltiples interpretaciones locales, pues a ella incumbe como responsabilidad primera la unidad de la Iglesia. Pues bien, empresas hermenéuticas como las de Sobrino y Schüssler Fiorenza, al reclamar legítimamente la posibilidad de una interpretación de sus respectivas praxis, no pueden desentenderse de la interpretación obligante del magisterio eclesiástico. Puesto que en las obras vistas esta preocupación no existe, la señalamos aquí directamente. A modo de ejemplo recordamos que el Nuevo Testamento admitió diversas cristologías en la medida que la Iglesia confesó a uno y al mismo Jesucristo.

Por otra parte, acogido el aporte de teologías contextuales de liberación como estas, no hay vuelta atrás. El servicio a la unidad de la pluralidad correspondiente al magisterio no podrá apoyarse más en un acceso inmediato a la revelación. No existe un punto para interpretar privilegiado y libre, a su vez, de ser interpretado. En la medida que la hermenéutica ha sido acogida por la teología, la pretensión de poseer «el» sentido de la revelación es visto como una desmesura ideológica, funcional a un abuso del poder que cada vez menos católicos están dispuestos a soportar.

En otras palabras, el problema hermenéutico último para una teología que quiere ser católica, no parece ser la superación del fundacionalismo y del relativismo, sino el de la posibilidad de una pluralidad de interpretaciones encaminadas a la comunión y el de una interpretación común facilitadora de interpretaciones personales y sectoriales. Esta permitiría superar la Babilonia postmoderna, la de la tolerancia de múltiples interpretaciones dispares que tarde o temprano conducen al individualismo y al conflicto. Aquella, es demandada tanto por la necesidad de liberaciones sectoriales como por el reclamo de creyentes que legítimamente quieren ser cada uno un «intérprete de Cristo».

Entre cristianos el gran signo de los tiempos es el «libre examen». En nuestro campo abunda el «católico a mi manera». Miradas las cosas a fondo, lo que entre católicos pudiera constituir un acto de desobediencia o desacato, desde un punto de vista teológico no deja de tener un fundamento inconmovible e irreductible: la libertad de los hijos de Dios, el deber de obedecer solo a Dios y en conciencia. Hablamos de un dato central de la salvación cristiana. La comprensión trinitaria de la revelación tiene como origen último la obediencia libre y personal del creyente al Padre por el Hijo en el Espíritu y que, en negativo, dice: «nadie puede interpretar por mí».

Esto no obstante, el católico sabe que la jerarquía de la Iglesia tiene autoridad para «interpretar por otros». Pues bien, la mala articulación de ambos polos de esta hermenéutica conduce de hecho al más hondo conflicto de las interpretaciones en el campo católico. En la medida que la interpretación personal y la eclesial compitan en el mismo plano una contra otra, la inclinación moderna empujará a los sujetos a que dejen la Iglesia y la actitud del pícaro latinoamericano que rezará más o menos así: «ustedes hacen como que mandan y nosotros hacemos como que obedecemos». Pero cabe también la solución católica auténtica de acuerdo a la cual la interpretación personal y la eclesial compitan una con la otra, y no una contra la otra. Lo cual solo será posible cuando compitan en planos distintos, pero complementarios.

Las teologías contextuales de liberación que hemos examinado aquí no incursionan en esta materia y, por lo mismo, no resuelven el problema que representan. Si para estas teologías aquello que hay que interpretar es la praxis de liberación, su tarea católica pendiente es explicar cómo el primado de la consecución efectiva de la liberación no desquicia la comunión eclesial ni hace superfluo el magisterio que custodia la unidad de la Iglesia. Por el contrario, queda pendiente para el magisterio el ejercicio de un modo de interpretar la revelación que abandone los dogmatismos prehermenéuticos, para acompañar las búsquedas prácticas y plurales de liberación personales y sectoriales, compartiendo su oscuridad en la fe, animando sus frustraciones con la esperanza evangélica y corrigiéndolas con la caridad de quien tiene autoridad porque antes de interpretar «para los otros» no cesa de «interpretar para sí y con los otros».


* “La hermenéutica en las teologías contextuales de la liberación”, Teología y Vida, Vol, XLVI (2005), nº 1-2, pp. 56-74.

(1) Cf. David Tracy, «¿Más allá del relativismo y del fundacionalismo? La hermenéutica y el nuevo ecumenismo», Concilium 2/142 (1992) 346. La expresión «fundacionalismo» es engañosa, pues representa el esfuerzo filosófico moderno por superar el «fundamentalismo» que, aun fracasando, impide que este recupere sus pretensiones de verdad. Dice Tracy: «La creencia de los grandes pensadores modernos, desde Descartes hasta Husserl, de que la filosofía es capaz de proporcionar un «fundamento» seguro, cierto, y sin presuposiciones para todo el pensamiento y, en consecuencia, para toda la realidad, es una creencia que se ha venido abajo. Esta tentación peculiarmente moderna ­denominada ahora ‘fundacionalismo’­ está siendo cuestionada en muchas partes. La alternativa, ¡por desgracia!, es con harta frecuencia alguna clase de relativismo postmoderno, sea explícito o implícito, sea confiado en sí mismo o modesto».

(2) Cf. Robert Schreiter, Constructing local theologies, Orbis Books, NY, 1993, pp. 12-16.

(3) Se citan aquí las dos obras cristológicas principales de Jon Sobrino, Jesucristo Liberador(JL), Trotta, Madrid, 1991, y La fe en Jesucristo (FJ), Trotta, Madrid, 1999; y el libro de Elizabeth Schüssler Fiorenza, Cristología feminista crítica (CFC), Trotta, Madrid, 2000.

(4) «Los modelos de liberación analizan la experiencia vivida de un pueblo para desenmascarar las fuerzas de opresión, lucha, violencia y poder». Se concentran en los elementos conflictivos que oprimen a una cultura y en extirparlos. «En medio de la pobreza absoluta, la violencia política, la privación de derechos, la discriminación y el hambre, los cristianos se mueven del análisis social al testimonio bíblico para encontrar en estos eco, en orden a comprender la lucha en la que están empeñados o para encontrar dirección para el futuro. Los modelos de liberación se concentran en la necesidad de cambio» (R. Schreiter, o.c., p. 15).

(5) FJ., pp. 14-15.

(6) CFC., p. 30.

(7) FJ., p. 19.

(8) CFC., p. 23.

(9) FJ., p. 20.

(10) JL., p. 20.

(11) Cf. JL., p. 52-56.

(12) CFC., p. 25.

(13) La cristología de E. Schüssler Fiorenza es crítica respecto de las teologías feministas, aun cuando se ubica en su mismo cauce. Para obligarlas a ir todavía más lejos, reemplaza la categoría usual de «patriarcado» por el de «kyriarcado». Si el primero se vincula estrechamente al género masculino del «padre», el segundo alude al abuso del poder que ella combate más allá de toda cuestión de género. Este ha sido tradicionalmente, «el gobierno del emperador/ amo/ señor/ padre/ esposo sobre sus subordinados» (CFC., p. 32). Pero no todos los hombres son explotadores. «A su vez, el término ‘kyriocéntrico’ se refiere a articulaciones ideológicas que convalidan y son sostenidas por relaciones kyriarcales de dominación. Puesto que el kyriocentrismo reemplaza a la categoría del androcentrismo, la mejor manera de entenderlo es considerarlo como un marco intelectual y una ideología cultural que legitima y es legitimada por estructuras sociales y sistemas de dominación kyriarcales» (CFC., p. 32). Para E. Schüssler Fiorenza el antiguo problema del abuso del poder sobre las mujeres principalmente, pero también sobre los hombres, tiene su expresión moderna en los discursos de todo tipo que suponen la dualidad de los sexos y, tal como incautamente hacen hasta ahora las cristologías feministas, los siguen reproduciendo con su crítica a la condición de varón de Jesús y de su Padre: «El marco de sentido ‘oculto’ que generalmente rige los discursos cristológicos tanto masculino-mayoritarios como apologético-feministas, es el del sistema kyriarcal moderno de sexo/género. Este marco de sentido teórico y teológico entiende a Jesús ante todo como el Hijo varón Divino, a quien D**s, el Padre, envió a redimirnos de nuestros pecados» (CFC., p. 16).

(14) El traductor de CFC al castellano ha usado las expresiones de «muj*r» y «mujer*s» para ser fiel al énfasis inclusivo que E. Schüssler Fiorenza da a la expresión «wo/man» y «wo/men» toda vez que, según sus palabras, de esta manera «quiere llamar la atención de los lectores sobre el hecho de que aquellas estructuras kyriarcales que determinan las vidas y el estatus de las mujeres también tienen un impacto sobre los hombres de las razas, las clases, los países y las religiones subordinados, aunque de manera diferente. Por ende, la ortografía wo/men trata de comunicar que, cada vez que hablo de wo/men, no solamente quiero incluir a todas las mujeressino también a los varones oprimidos y marginalizados. Consiguientemente, wo/men debe entenderse como expresión inclusiva antes que como un término de género exclusivo universalizado» (CFC., p. 15).

(15) CFC., p. 47.

(16) CFC., p. 50.

(17) CFC., p. 51-52.

(18) CFC., p. 55.

(19) FJ., p. 19.

(20) FJ., p. 20.

(21) FJ., p. 20.

(22) CFC., pp. 27-28.

(23) CFC., p. 28.

(24) CFC., p. 28

(25) Cf. JL., pp. 25-33.

(26) Cf. Jorge Costadoat, «Interrogantes sobre la cristología latinoamericana», en Jesucristo, prototipo de humanidad en América Latina (Tercera reunión de la Comisión Teológica de la Compañía de Jesús en América Latina), México, 2001, pp. 77-84.

(27) Cf. Pedro Trigo, En el mercado de Dios, un Dios más allá del mercado, Sal Terrae, Santander, 2003.

(28) Cf. Jorge Costadoat, S.J., «La liberación en la cristología de Jon Sobrino», Teología y Vida, Vol XLIV (2003), 62-84.

(29) Cf. JL., p. 59.

(30) JL., p. 57.

(31) CFC., p. 250.

(32) CFC., p. 30.

(33) E. Schüssler Fiorenza sustituye «D-s» (G-d) por «D**s, en atención a la queja de las feministas judías que le reprocharon el contenido conservador de «D-S».

(34) CFC., p. 79.

(35) Cf. JL., p. 55.

(36) Gustavo Gutiérrez, La densidad del presente, Sígueme, Salamanca, 2003, p. 108.

(37) CFC., p. 51.

(38) Cf. Pablo Richard (ed.). La lucha de los dioses, San José, 1980.

(39) Cf. Antonio González, «Primado de la praxis», en Trinidad y liberación, UCA Editores, 1994, pp. 58-63.

(40) Cf. JL., p. 52.

(41) Cf. CFC., pp. 29-38.

(42) Cf. JL., p. 30.

(43) JL., p. 88.

(44) JL., p. 92.

(45) JL., p. 41.

(46) Cf. JL., p. 42.

(47) Cf. JL., p. 43.

(48) JL., p. 62.

(49) JL., p. 63.

(50) JL., p. 63.

(51) JL., p. 76.

(52) Cf. JL., p. 76.

(53) JL., p. 77.

(54) JL., p. 77.

(55) JL., p. 79.

(56) JL., p. 80.

(57) Cf. JL., p. 82.

(58) Cf. JL., p. 57.

(59) JL., p. 56.

(60) CFC., p. 25.

(61) CFC., p. 26.

(62) CFC., p. 26.

(63) CFC., p. 26.

(64) CFC., p. 26.

(65) CFC., p. 95.

(66) CFC., p. 96.

(67) CFC., p. 96.

(68) CFC., p. 109.

(69) CFC., p. 95.

(70) CFC., p. 227.

(71) CFC., pp. 67-68.

(72) CFC., p. 227.

(73) CFC., p. 33.

(74) Para esta autora, «la promulgación calcedónica de la doctrina de la encarnación es un buen ejemplo de cómo el kyriocentrismo y el kyriarcado se alimentan y se refuerzan mutuamente» (CFC., p. 41).

(75) CFC., p. 139.

(76) CFC., pp. 129-130.