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Católicos en democracia

El tema “católicos en democracia” alude a la experiencia política de pastores y laicos, en la sociedad pluralista y organizada de acuerdo a un sistema político democrático. Recuerda también la tensión entre estos y aquellos a la hora de desempeñarse libre y responsablemente en la vida pública. No es fácil para los fieles que se les reclame posturas políticas en nombre de un credo que es, en última instancia, insustituiblemente personal. A continuación se explican algunos alcances de esta tensión.

La misión de la Iglesia en tiempos de pluralismo

 

La democracia es un «signo de los tiempos», es decir, una realidad reconocible como señal o vestigio de la acción de Dios en la historia; pero para poder ser reconocida como tal ella misma requiere de una auténtica conversión al poder de Jesús.La fe cristiana empalma con la concepción moderna de la democracia como control al poder, pero corrige también su abstracción en la medida que la juzga según el poder del crucificado. La Iglesia coopera a aquella conversión cuando, consciente de su mundanidad, se deja ella misma gobernar por el Cristo cuyo poder proviene de su renuncia al poder.

La tensión principal que agita a los católicos en una sociedad como la nuestra dice relación directa con el misterio y la misión de la Iglesia. Esta no puede renunciar, y menos en un mundo pluralista que tiende a la dispersión, a representar y a buscar la unidad, comunicando al mundo la verdad que le ha sido revelada e indicando las vías de reconciliación del mundo con Dios. El problema es cómo lo hace, cómo representa históricamente esta unidad y, en concreto, con qué poder lo intenta.

La pretensión de unidad de la Iglesia exige distinguir los planos, para relacionarlos. La renuncia del crucificado al poder nos enseña que este refiere a un fundamento trascendente. El ejercicio del poder media su razón trascendente de ser en la medida que, al modo de Cristo, incluye a los que otros marginan y auspicia la libertad ajena en lugar de prevalecer sobre ella a la fuerza. La articulación del poder trascendente como ejercicio histórico del poder en favor de la unidad, exige considerar que los otros son «personas».

Recuperación de la persona

 

De modo semejante a cómo se hace necesario diferenciar el sentido ontológico del poder de su ejercicio histórico, es preciso distinguir a propósito de la «persona» su índole metafísica de su mediación empírica. Esta mediación tiene en la cultura occidental una tradición filosófica y teológica. La tradición filosófica nos recuerda la doble referencia de la persona a lo «incomunicable» (original e irrepetible) y a la «comunicación» (constitución psicológica y sociológica por inter-relación). La tradición judeo-cristiana apela a su fondo teológico último, este es, el de la identidad personal del Hijo de Dios. El Hijo encarnado, muerto y resucitado crea aquella fraternidad humana que hace posible una convivencia entre personas libres e iguales en dignidad.

La modernidad ha heredado este concepto. En ella la “persona” resulta clave para comprender la vida en sociedad, porque sugiere la idea de la «síntesis de contrarios» que la moviliza: individualidad y comunidad, esencia e historia. En la modernidad reciente o en la post-modernidad, sin embargo, el concepto se ha inclinado del lado de la libertad individual, de una autonomía sin par, de una emancipación incluso de cualquier alteridad terrena o celeste, en desmedro de la comunión.

Si desde el punto de vista de la dignidad trascendente y de la libertad ganada jurídica y políticamente por las personas de nuestra época, estas constituyen un signo de nuestro tiempo, ciertamente no pueden ser voluntad de Dios las múltiples dependencias no siempre confesadas que, de hecho, condicionan gravemente el ejercicio de esta libertad y, en razón de todo lo anterior, tampoco puede serlo el lamentable abandono en que las mismas personas subsisten.

En este contexto, para cumplir su misión de unidad de la sociedad humana, la Iglesia debiera acoger con actitud «maternal» a la persona real con su demanda de autonomía y su abandono. En vista de ello la Iglesia tendría que crear las condiciones para que estas personas tengan una experiencia a fondo de su naturaleza e identidad más profunda, a saber, esta de ser ulteriormente hijos e hijas de Dios, hermanos y hermanas unidos por vínculos comunitarios que dotan de contenido real a una libertad que, de otra manera, conduce a la mera dispersión y a la soledad.

La Iglesia tiene a este propósito una oportunidad única de comunicar un mensaje que sea auténtica «buena noticia» universal. Difícilmente podrá hacerlo si en vez de abrirse a la persona real de nuestro tiempo y ofrecer a ella la experiencia de su fundamento personal y comunitario, procura prevalecer jurisdiccional o políticamente sobre la misma. Sí podrá hacerlo, en cambio, si ella facilita el reconocimiento del vínculo que constituye a los individuos en personas mediante el lenguaje correspondiente.

Necesidad de un lenguaje vinculante

Lo que nuestra época no capta, es precisamente lo que la Iglesia quiere representar y no siempre puede: la antecedencia de la comunidad a las personas. Si en la modernidad las personas pretenden elegir sus pertenencias, la Iglesia les recuerda que ello no sería posible si no hubiera un vínculo originario con Dios y entre los hombres que libera la posibilidad de estas elecciones.

Así, el reclamo que la Iglesia hace a favor de la comunidad, de aquella red de vínculos que hacen posible a las mismas personas darse recíprocamente, no constituye un simple dato revelado, pues, aunque sea un dato religioso, éste engasta en una sociabilidad antropológica acreditada ampliamente por la filosofía. En perspectiva teológica, la Iglesia y cualquier comunidad humana que haga de espacio comunicativo para que lleguemos a ser personas unos a partir de los otros, deben ser vistas como obra del Creador.

Por esto la eucaristía como acción de gracias comunitaria a Dios por el don de su Hijo y de la salvación, como reconocimiento agradecido de los hermanos por la identidad de hijos e hijas de un Padre que nos ama aun antes de nuestro nacimiento desde y por toda la eternidad entronca, por ejemplo, en la actitud básica de agradecimiento que Heidegger demanda del hombre.

La Iglesia, por ende, no hace nada indebido, muy por el contrario cumple su misión, cuando exige de sus miembros el reconocimiento del vínculo comunitario que los une a la colectividad del pasado y los proyecta a un futuro también comunitario. Sin embargo, la realidad se manifiesta en ocasiones bastante distinta del ideal. En los hechos se lamenta que la búsqueda angustiada de una vinculación reiteradamente frustrada de nuestros contemporáneos, encuentre en la Iglesia una canalización precaria y a veces incomprensible.

Son dos los desafíos: la Iglesia debe comunicar lo que ha recibido con encargo de ser transmitido, pero debe transmitirlo con el lenguaje adecuado. Así la tarea de enseñar y recordar a los fieles y a los que no lo son, que hay una unión primordial con Dios, que a la Iglesia se le ha encomendado interpretar cómo este vínculo con Dios origina vínculos de hermandad entre los seres humanos, debe ser anunciado en términos que se ajusten y expresen su realidad.

Las mismas parábolas de Jesús ofrecen una pista. Ellas nos recuerdan que, si se trata de hablar en nombre de Dios, no hay lenguaje más feliz que el que sugiere varias posibilidades, el que apela a las diversas dimensiones de nuestra humanidad y que, por dirigirse indirectamente a su interlocutor, con un desvío retórico, sin violentarlo, hace posible su aceptación libre. El lenguaje eclesiástico, en cambio, a menudo persigue un solo sentido, es abstracto, no despierta la imaginación, no deja escapatoria y no consigue convencer.

Si el mensaje de la Iglesia es universal, resulta determinante que sea comunicable en un lenguaje que sus propios fieles puedan acogerlo como una «novedad». Y, con mayor razón, los que no son creyentes. Por el contrario, un lenguaje que encierre a la Iglesia en sí misma, que imponga a la fuerza o políticamente sus contenidos a creyentes y no creyentes, la aleja de su misión.

En suma, si se trata de anunciar el Evangelio a personas que ven en la Iglesia una amenaza a su libertad, sean católicos o no, parece fundamental recuperar el habla de Jesús.

Publicado en Samuel Yáñez y Diego García El porvenir de los católicos latinoamericanos, Universidad Alberto Hurtado, Santiago, 2006.

La actuación de la Iglesia en democracia

Este artículo sugiere algunas pistas de discernimiento de la actuación de la Iglesia en democracia, bien se trate de pastores o laicos.

Llama la atención, incluso produce escándalo, que las autoridades de la Iglesia en Chile intervengan en política. Si hace unos años algunos se escandalizaron por los reproches de la Iglesia a la dictadura a causa de la violación de los derechos humanos, ahora último a muchos resultan intolerables las intervenciones de la jerarquía eclesiástica sobre los llamados «temas valóricos»: aprobación legal del divorcio, píldora del día después, elección del género, uso de preservativos, esterilizaciones. A nuestro parecer, la legitimidad o ilegitimidad de estas actuaciones de la Iglesia tienen que ver directamente con la manera de entender la democracia.

a) Modos de democracia

Distinguimos tres modos de concebir la democracia subyacentes a las posturas polémicas. Ellos hacen de marco de comprensión y de juicio de las relaciones entre la Iglesia y el estado.

Modo «teocrático»

Hay un modo de entender las relaciones Iglesia-sociedad en términos muy similares a como ocurría en la cristiandad. Lo que hoy nos preocupa es que, en perspectiva de cristiandad, se atribuya a la jerarquía eclesiástica el derecho de hacer prevalecer sus convicciones teológico-antropológicas en el plano de la legalidad, sin necesidad de mostrar su racionalidad.

La mentalidad teocrática no termina de aceptar que las relaciones entre las instituciones eclesial y política, han cambiado irreversiblemente después de la Revolución Francesa. En la cristiandad se ha dado por supuesto que la Iglesia y la sociedad forman una unidad «teologal» indisoluble, sostenida por un poder divino que apuntala a la Iglesia y al poder político mediante una colaboración recíproca: la jerarquía religiosa otorga al poder político la «unción» que lo provee de sacralidad y la Iglesia pide al poder político la «sanción» del brazo secular contra herejes y cismáticos. Esta unidad de Iglesia y sociedad supuso y expresó la idea de una unidad de fe incluso después de la Reforma que dividió a católicos y protestantes. Ambos siguieron pensando que no había lugar en un mismo espacio político para una pluralidad de confesiones, pues debía cumplirse la fórmula: «una fe, una ley, un rey». Por estas razones, quienes hoy todavía comparten esta mentalidad, aunque parezcan aceptar la instrumentalidad democrática, no se acostumbran a un poder político desacralizado y a un poder eclesial impotente para imponer la verdad1.

En el fondo de este modo de concebir la democracia opera una determinada concepción de la verdad. Si desde el Renacimiento hemos tomado conciencia del carácter pluri-dimensional de la verdad -pluralidad que no impide la búsqueda de la unidad ni el deber de pensar la totalidad-, la mentalidad teocrática, en cambio, cae fácilmente en la tentación de unificar la verdad de una manera anticipada, monopolizadora y violenta. Sin solución de continuidad se pasa de la autoridad del Verbo de Dios a la predicación de enseñanzas muy concretas atingentes a la religiosidad, a la sociedad, a la sexualidad e incluso a la astronomía, recapitulándose la verdad en una doctrina y una civilización que se postulan perennes. El mismo cristianismo, sin embargo, conoce concepciones mejores de la verdad. En contra de esta unificación prematura de la verdad, es necesario afirmar el carácter histórico y escatológico de esta: la verdad de la realidad manifestada en Cristo sólo aparecerá en todas sus dimensiones al final de la historia. Si se trata de ser precisos, no poseemos la verdad, esperamos estar en la verdad. La verdad que esperamos evita tanto el escepticismo que renuncia a su búsqueda como el fanatismo que cree poseerla prematuramente.

Esta concepción teocrática se verifica hoy en un lenguaje que supone que todos son considerados «cristianos» o que todos «deberían serlo». En tal sociedad, la Iglesia no tiene ninguna obligación de expresarse en un idioma inteligible para los que «no son» o «no quieren ser cristianos». Por esto, en la actualidad resulta irritante que algunas autoridades eclesiásticas hagan valer directamente sus convicciones antropológicas en el plano de la legalidad, sin traducirlas a un lenguaje común, inteligible para los «otros», ni reparando en que muchos cristianos tampoco las entienden.

A muchos se les hace odioso soportar que no se les expliquen las cosas con una argumentación racional sino con «argumentos de autoridad». Los «argumentos de autoridad» constituyen un problema cuando a los oídos de sus destinatarios parecen una imposición, cuando suenan más o menos así: «No se puede admitir el divorcio porque Jesús rechazó el divorcio»; «no se puede esterilizar a una mujer porque el Papa no quiere oír hablar del tema»; «el aborto es contrario al derecho natural»2. En la sociedad humana los «argumentos de autoridad» son muy comunes y muy necesarios: tantas veces nos dejamos convencer por la opinión de otro que confiamos que no nos podría engañar. El niño es «forzado» a creer a sus padres en una serie de materias que él desconoce por completo. Pero nadie llega a ser adulto sino por su actuación en conciencia, de acuerdo a una argumentación honesta, informada y propia. Aducir argumentos de autoridad para convencer a personas que no están dispuestas a ser tratadas como niños o ignorantes, es explosivo. Peor aun si esas autoridades no son reconocidas por todos: para los que no son cristianos ni católicos, las palabras de Jesús o del Papa no son vinculantes. Mejor sería evitar que la invocación del derecho natural diera la impresión de un recurso fácil a un recetario que exime de un discernimiento racional. En este plano los argumentos de autoridad se percibe que son usados como «poderes» a los que hay que someterse. No extrañe en consecuencia que si el poder aducido es Dios o el Papa, uno y otro acaben desprestigiándose. En última instancia, la invocación teocrática de Dios supone que Dios es una divinidad más «poderosa» que «amorosa»; un Ser trascendente con la capacidad de intervenir en la historia humana con correctivos naturales o eclesiásticos, ahorrándonos el difícil pero hermoso camino de la libertad, de la conciencia, de la prueba y el error.

En conclusión, si la sociedad se siente agredida por la argumentación teocrática y fundamentalista, es porque esta argumentación, se lo quiera o no, efectivamente agrede a la sociedad.

Modo «neutral»

Late en la mente de otros el extraño concepto de un sistema democrático aséptico, fruto exclusivo de una forma de racionalidad ajena a las convicciones e intereses en conflicto de grupos e individuos, ajeno a la historia y la cultura de un pueblo y, con mayor razón, reactivo a las argumentaciones teológicas, a las enseñanzas de las iglesias y a las convicciones religiosas.

Muchas veces se arguye una neutralidad del estado en nombre de la tolerancia. Miradas de cerca las cosas, sin embargo, advertimos que esta conquista preciosa de las sociedades occidentales a menudo se presta a confusión o se la considera a la ligera: admitir lo diferente y abstenerse de prohibirlo, en las sociedades democráticas, tiene un límite frente a lo intolerable. El grito que reclama «esto es francamente intolerable», «¡esto es injusto!», prueba hasta qué punto la tolerancia de estas sociedades no puede prescindir de las convicciones éticas, muchas de las cuales se expresan en los códigos jurídicos que castigan lo que no se puede soportar.

Una comunidad o un poder político desacralizados, sin la unción de lo religioso, que favorece la diversidad y promueve el pluralismo y la tolerancia, no están condenados a la mera abstención, incapaces de prohibir y de exigir. Esta abstención, esta asepsia, esta «neutralidad» respecto de las convicciones se justifica a menudo en nombre de un «estado laico». Convendría mejor hablar de «estado de derecho»3. Pues bien, en este, la idea de tolerancia con sus exigencias de abstención y de libertad (libertad de expresión, de reunión, de culto, de enseñanza), se vincula necesariamente a la idea de justicia. Es esta noción de justicia, la idea de una igualdad fundamental de todos ante la ley, la que garantiza la libertad de conciencia y la libertad de expresión. Mas aun si, como sostiene Rawls, en el «estado derecho» debiera operar un segundo principio de justicia de acuerdo con el cual, dada la inequidad de las comunidades históricas, al poder político corresponde velar porque, en la distribución de las ventajas y desventajas, el grupo más débil sea el menos perjudicado posible4. Para que una discriminación positiva en favor de este grupo resulte, se requiere que el estado no quiera proclamarse neutro, sino justo.

Un estado justo es un estado guiado por convicciones éticas. Tales convicciones incluyen ciertamente normas, obligaciones y prohibiciones de carácter universal. Pero son fruto sobre todo de lo que una comunidad histórica, concreta y política, estima como bueno, como deseable y como una opción alcanzable. Sin convicciones, sin este «deseo de una vida buena, con y para los otros en instituciones justas»5, hasta el propio ideal emancipatorio de la modernidad queda reducido a los procesos de modernización, al mero funcionamiento procedimental de mecanismos formales, a lo que nosotros identificamos como un modo neutral de imaginar la democracia.

En el caso de esta democracia, se supone que hay un orden de cosas abstracto universalmente válido y universalmente importable, que toda sociedad debe alcanzar. La mentalidad que aquí apremia nos pide confianza ciega en el credo liberal en el ámbito de las relaciones humanas o en el área de los avances de la ciencia, simplemente porque cualquier progreso parece más racional o porque conviene a priori sacarse de encima las aprensiones de la mentalidad tradicional. Inadvertidamente se nos pide que creamos que el orden aquel no es propio de una cultura particular, la del Occidente desarrollado, sino uno igualmente válido para todos. Y se «apuesta», con la misma seriedad de los credos religiosos, porque ese orden universal, y a menudo meramente procedimental, hará más feliz a la humanidad. Pero se apuesta a la ligera. De espaldas al ethos y al pathos de un pueblo concreto, las regulaciones formales no ayudan, asfixian. El mundo multicultural, en realidad, nos desafía a articular lo que nos parecen valores universales de la humanidad con las valoraciones peculiares de nuestra propia cultura.

Nada hay más grave, por esto, que la funcionalidad ideológica de aquel argumento. A saber, que la invocación de una «democracia neutral» sea, de hecho, una «apuesta» a favor de intereses particulares no confesados. Ante el funcionamiento de la ideología, la alerta debe ser máxima. No es posible creer que haya un orden racional que pudiera no ser vehículo, instrumento y medio de intereses personales, históricos y culturales, honestos y deshonestos. Ni lo ha habido ni lo habrá. Es por esto que rechazamos la neutralidad que opera como estrategia, como ardid para empujar a la Iglesia al ámbito de la devoción privada, cuando su defensa de la dignidad humana o sus pronunciamientos sobre las cuestiones éticas estorban.

Cabe, en conclusión preguntarse: ¿qué es hoy realmente la democracia?6. Se trata de un medio principal de la racionalidad humana sin el cual difícilmente se alcanzan fines como la libertad y la justicia. Pero, en la práctica, urge saber: ¿es un medio de quién? ¿a quién le pertenece? ¿quién lo usa? ¿A qué intereses reales está sirviendo la democracia en todas sus instancias? Hoy es demasiado grave pasar por alto que, para los que concentran brutalmente las riquezas del planeta, la democracia formal es, entre «otros» medios, un instrumento sofisticado para conseguir lo que quieren.

En fin, si la mentalidad teocrática juega con «comodines», esta otra no pone todas las cartas sobre la mesa. Si la primera es abiertamente intolerante, la segunda lo es a escondidas.

Modo «pluralista»

Una tercera posibilidad de concebir la democracia se caracteriza por el pluralismo. No tenemos dudas de que esta es la opción del Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes 73-76). Estamos ciertos de que esta es la idea de democracia que guía a la Conferencia Episcopal Chilena desde entonces y que anima en lo profundo su relación con la sociedad en términos de diálogo en vez que de condena. A saber, la noción de un orden social y, en sentido restringido, un régimen legal que otorga a cualquier agrupación ciudadana o persona los mecanismos para luchar por sus convicciones e intereses particulares y por el bien común, con la sola obligación de hacerlo mediante una fundamentación lo suficientemente racional como para que todos puedan entenderla y, en el mismo plano, refutarla. En este caso, la democracia pierde su abstracción en favor de la cultura concreta de un pueblo y de las tensiones típicas de su pluralidad. Nos referimos a ese estado de derecho descrito más arriba que verifica esta forma de democracia en cuanto procura ser justo antes que neutro. Analicemos sus implicancias.

En primer lugar, nos topamos con una utopía que no se identifica sin más con un orden racional como el anterior, pues no existe a priori, sino que es necesario inventarlo para el caso concreto de que se trata. Esta utopía regula la obligación de encontrar el modo de «vivir juntos» unos y otros. Una utopía así cumple una función heurística: ella orienta la búsqueda de un orden social concreto e irrepetible que asegure la justicia y la paz.

Al efecto, se requiere de un lenguaje racional en el siguiente sentido: un lenguaje que permita comunicar las propias convicciones e intereses a aquellos que, sin embargo, no las comparten; y, por lo mismo, un lenguaje que permita a «los otros» refutar las convicciones e intereses no compartidos en términos inteligibles a los que los sostienen. Que tal lenguaje sea «racional» no significa que sea «neutral». Lo racional examina críticamente las convicciones en juego, pero no impide que estas formen parte suya. Intereses, creencias, valores, prejuicios no son simples obstáculos para la comprensión que el hombre necesita de sí mismo y del mundo, sino condiciones de su posibilidad. Dicha comprensión no se alcanza separando la razón de las diversas tradiciones históricas, descalificando anticipada e injustamente los reclamos culturales y religiosos, sino articulando la razón y el contexto, la crítica y las convicciones de un pueblo.

Hoy por hoy no hay debate que pueda eludir la necesidad de fundamentación en un lenguaje científico y técnico. Los problemas son de una complejidad mayor. Pero tampoco este lenguaje está exento del sello antropológico y cultural de los que lo generan. Sólo sirve integrado y corregido en el lenguaje social que efectivamente permite el entendimiento entre diversos.

Buena parte de aquella utopía y de este lenguaje se verifica en un orden legal. Buena parte y no todo, porque el orden social no es reductible a la legalidad. La vida de una sociedad, el pluralismo democrático mismo, se expresa en muchas otras dimensiones, entre ellas la ética, la que, aunque establece relaciones con la legalidad, no puede ser absorbida por ésta sin que se menoscabe la vida humana. El orden legal de una democracia pluralista, por su parte, es aquel que mediatiza de un modo racional la expresión de las convicciones e intereses de grupos y personas, creando también vías racionales de resolución de los conflictos.

Donde esto es posible nadie se escandaliza de personas y agrupaciones que luchan por sus convicciones e intereses, aunque sean muy discutibles. En democracia lo que verdaderamente merece escándalo e intolerancia es la injusticia y el abuso del poder.

b) La actuación de la Iglesia en una democracia pluralista

La actuación de la Iglesia en una democracia pluralista, es decir, con conciencia de que esta es la mejor de las alternativas posibles, se verifica en dos planos: el de la Iglesia jerárquica y el de los laicos.

La actuación de la Jerarquía

En una democracia pluralista, las demandas de la jerarquía de la Iglesia, al igual que las de cualquier otra agrupación de ciudadanos, pueden dirigirse tanto a sus miembros como a la sociedad en su conjunto.

Nadie puede impedir que las autoridades eclesiásticas, como representantes de una organización social entre otras, se ocupen del bien común. La Iglesia no tiene por qué inhibirse de participar en política, replegándose a la sacristía y limitándose a orientar a sus fieles en privado. Si las autoridades de la Iglesia se atienen a la legalidad, ellas, en privado y en público, actúan con pleno derecho toda vez que se interesan no sólo por el bien de los suyos sino también por el de toda la sociedad (Gaudium et Spes 76). En una sociedad auténticamente democrática el estado no puede arrogarse la representación exclusiva de la ciudadanía en la consecución del bien común. Esta sería una intolerancia intolerable. Es más, nadie puede impedir que las autoridades eclesiásticas, y no sólo los laicos cristianos, luchen por cambiar la legalidad establecida, por configurarla de acuerdo a su propia visión de las cosas, a no ser que el intento consista en asegurar una posición social privilegiada y en perjuicio del bien de los demás.

Si de política se trata, no hay de duda que la Iglesia es un poder. Evidentemente que la sociedad es libre para acoger o rechazar lo que la Iglesia estime más conveniente. En un país donde los cristianos sean minoría los partidos políticos no se cuidarán mucho de lo que diga tal o cual obispo, pero tal vez lo escuchen. Lo más probable es que, por el contrario, presten mucha atención a sus palabras allí donde ella sea mayoría, aunque no están obligados a hacerlo. Es lógico, por otra parte, que la Iglesia quiera prevalecer y que lo intente. Lo que ella no puede hacer, lo sabe, es sacrificar su misión por conseguir la simpatía popular. Tampoco puede imponer su parecer en términos teocráticos. Pero no estamos hablando de esta posibilidad, sino de vencer o de fracasar en el areópago de la libertad y del debate racional.

Respecto de los laicos creyentes, en cambio, las autoridades eclesiásticas pueden exigir una postura aún más neta en pro del bien común. De sus fieles la jerarquía pide adhesión de fe a la revelación. No pudiendo reclamar al resto de la sociedad que confiese que Jesús es el Hijo de Dios y que reconozca que la misma Iglesia es una realidad trascendente, sí puede demandarlo de los católicos. Estos ciertamente deben especial obediencia a su Iglesia al respecto, pero esta subordinación no es invocable ni exigible a la sociedad en su conjunto pues ya no estamos en la cristiandad. En una democracia como la que queremos nada puede impedir que la Iglesia proclame y desarrolle su fe en público y en privado, como tampoco puede ella, en virtud de esta fe, esperar un trato favorecido.

Pero la revelación, expresada en dogmas de fe, no agota la subordinación que los laicos deben a la jerarquía de la Iglesia. Ella implica un cuerpo de nociones antropológicas que inspiran la solicitud de la Iglesia por cuestiones éticas y políticas que también son exigibles a los laicos, aunque de diversa manera que la verdad revelada. Si la fe en Cristo no tuviera consecuencias políticas, no sería fe en Cristo si no en alguna divinidad alienante. La fe en Cristo, sin embargo, no es un manual de acciones éticas y políticas. La Iglesia, respecto de los fieles, tiene una palabra autorizada sobre su vida privada y pública; puede incluso orientar su acción y compromiso de organización y de lucha social. Pero, no pudiendo mandar el martirio, aquella máxima fidelidad a Cristo en la «polis», tampoco puede reemplazar en los fieles el ejercicio de la libertad que el mismo Cristo comunica a ellos mediante su Espíritu. No hay que confundir los planos para no confundir las obediencias.

La actuación de los laicos

A los laicos corresponde actuar, tomar decisiones e incidir en política por un título especial. En muchos aspectos, la actuación de los laicos cristianos en democracia debiera regirse por los mismos principios que se exigen a la jerarquía. También ellos pueden y deben ocuparse del bien común en los términos recién señalados. Pero, pareciendo recomendable que la jerarquía medie su actuación en democracia a través de la experiencia de vida de los laicos, del conocimiento que del mundo concreto ellos tienen y de su participación política activa, los laicos debieran dejarse orientar seria y reverentemente por las indicaciones del Magisterio de la Iglesia en la consecución del bien común. En este plano, el plano de la vida social que cobija bajo un solo techo a quienes no comparten el mismo cuerpo de creencias, sin embargo, los laicos deben a la jerarquía una sujeción distinta a la que le deben en el ámbito de la verdad revelada. En el plano de la prudencia y de la acción política (que no puede identificarse sin más con el de la fe), los laicos tienen la obligación y no sólo la posibilidad de decidir y actuar en conciencia. ¿Qué significa esto?

En una carta a un periódico publicada hace poco y en la que precisa las ideas vertidas en una entrevista dos días antes7, el Secretario de la Conferencia Episcopal de Chile, Mons. Camino Vial, asegura que un parlamentario católico no ofende a Dios si vota favorablemente una ley de divorcio, siendo que el episcopado se ha manifestado contrario a esta iniciativa. Mons. Vial aclara que, bien entendida la enseñanza de la Iglesia, podría justificarse que los laicos respalden una iniciativa legal de este tipo en tanto «tienen la responsabilidad de ordenar las cosas seculares según los dictados de su conciencia, y que en ese orden son autónomos». Pero esta enseñanza puede interpretarse mal: «una cosa es proclamar esa autonomía en relación con la jerarquía en las cosas temporales, y otra muy distinta es declararse autónomo en relación con la voluntad de Dios». El mismo obispo se encarga de recordarnos que la actuación en conciencia que aquí nos interesa tiene una articulación compleja: «la conciencia es la norma inmediata del actuar del hombre, pero es un deber del ser humano la búsqueda del querer divino para formar su conciencia rectamente. Por eso, quien obra con plena libertad y conciencia contra lo que sabe que es voluntad de Dios, sin lugar a dudas lo ofende».

El análisis de esta importante carta requiere una precisión previa: la «ofensa» a Dios (o «pecado», palabra usada en la entrevista) pudiera hacer pensar que estamos en presencia de un Ser que nos domina por sus sentimientos o su dignidad, en vez de ganar nuestra libertad con su amor. No nos parece que sea este el concepto que subyace a las palabras del obispo, sino que la ofensa a Dios se traduce en un perjuicio directo de la humanidad. Es decir, dado que Dios no quiere nuestro mal y que la Iglesia entiende que la aprobación legal del divorcio constituiría un mal, esta determinación legislativa sería nociva para la sociedad.

Ahora bien, si explicitamos los elementos en tensión y aquello que debiéramos dar por supuesto en la carta, resulta que: a) la obligación última de la actuación en conciencia es hacer la voluntad de Dios; b) esta voluntad de Dios no es obvia a la libertad y al conocimiento ni de los hombres ni de los fieles laicos ni tampoco de la jerarquía de la Iglesia; c) es deber de la Iglesia ilustrar la conciencia humana con el discernimiento que ella hace de la voluntad de Dios; d) es responsabilidad de los fieles laicos formar su conciencia con la enseñanza de los pastores y actuar en consecuencia; e) ¿qué ofende a Dios?: actuar contra Dios «con plena libertad y a conciencia», lo cual ocurre cuando alguien reconoce como voluntad de Dios la orientación de la jerarquía de Iglesia, cuando además cree que es deber suyo aplicarla a una situación concreta, y no lo hace; f) cabe, empero, la posibilidad de que la enseñanza de los obispos no logre ganar plenamente ni la libertad ni la conciencia de los fieles laicos, de modo que para estos el discernimiento de la voluntad de Dios, ilustrado además con otros elementos de juicio, desemboque incluso en una decisión contraria. Pues bien, esto explicaría que un parlamentario católico vote favorablemente una ley de divorcio. Si lo hace, nos parece que la jerarquía debiera respetar su decisión.

La Iglesia en democracia, ya no más en régimen de cristiandad, debiera buscar siempre el entendimiento con la sociedad organizada políticamente. Así lo supone, creemos, el Vaticano II cuando afirma: «La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre» (Gaudium et Spes 76). El valor de la democracia pluralista estriba en que a veces ese entendimiento es imposible, pues no todo es tolerable para la Iglesia. Sin embargo, persiste para ella y el resto de la sociedad la obligación de articular la convivencia entre quienes piensan distinto. En cuanto a la parte de responsabilidad que en ello le cabe a la Iglesia, el discernimiento de la voluntad de Dios como tarea compartida entre jerarquía y laicos es insoslayable. La jerarquía la discierne, a veces con afanosa búsqueda, y no nos debe extrañar que en esta tarea no siempre logre un pleno consenso. Los laicos, y en particular los parlamentarios cristianos, asumiendo las instrucciones de la Iglesia no quedan eximidos de su obligación de discernir los requerimientos del bien común. Pero, además, los «signos de los tiempos» indican que la jerarquía, sin dejar de orientar a los laicos, debiera cuidar de no inhibir su actuación política libre y en conciencia, sino sostenerla y auspiciarla.

Jorge Costadoat S.J. y Eduardo Silva S.J.

Publicado en Persona y sociedad, Vol XVII, nº 2 (agosto de 2003) pp. 171-178.

1 Cf. Paul Ricoeur, «Tolérance, intolérance, intolérable», en Lectures 1. Autour du politique, Seuil, Paris, 1991.

2 Para una correcta invocación de la Ley Natural, cf. Tomas Scherz «Ley natural y estoicismo», Persona y Sociedad, nº 3, Vol XV (diciembre 2001) 269-275.

3 La denominación «estado laico» está demasiado ligada a la polémica histórica entre una cultura laica, no religiosa y agnóstica, y una cultura religiosa fundamentalmente católica.

4 Cf. John Rawls A Theory of Justice, 1971.

5 Cf. P. Ricouer, Soi-même comme un autre, Paris, Seuil, 1990.

6 Cf. José Saramago «Este mundo de la injusticia globalizada», en Le Monde Diplomatique, marzo 2002.

7 El Mercurio, A2, 5 de marzo de 2002.