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Francisco, Papa todopoderoso

El Papa Francisco ha acumulado poder como para realizar importantes cambios en la Iglesia. En estos momentos es casi todopoderoso. Tener poder, sin embargo, es inquietante. El poder se puede usar para imponerse a los demás o para exponerse a los demás, para oírlos, para interpretarlos, para representarlos y dejarse vencer por sus legítimos anhelos.

Francisco ha sido elegido con una inmensa cantidad de votos. Los cardenales lo respaldan. Le han confiado la reforma la Curia romana. Habrán visto en él un hombre libre y capaz para emprender esta compleja tarea.

Además,  Francisco ha ganado la simpatía de la mayoría de los católicos. Sus gestos de humildad y cercanía a la gente le han valido un apoyo multitudinario. Su predilección por los pobres, sus ansias de una iglesia pobre y sus comportamientos de persona común y corriente, expresan infinitamente mejor el sentido del Evangelio que los salones, los oros y los inciensos. Hay esperanzas de cambio, quién lo duda. No esperanza de seguridades. De cambios y no de vueltas al pasado. El Papa ha ganado poder popular para hacer las transformaciones que la mayoría de los católicos quiere.

Francisco, por último, desencadena las expectativas de respeto y de autonomía de las iglesias locales y regionales, humilladas por el trato que les ha dado la Curia romana. Humilladas, pero sobre todo impedidas de inculturar la Iglesia Católica en sus propias culturas. Muchos obispos y presidentes de conferencias episcopales deben ver con muy buenos ojos que el Papa establezca con ellos relaciones como las que el Vaticano II propuso y no logró. El Concilio apostó por un funcionamiento colegial del episcopado mundial. El Vaticano II apostó por la horizontalidad y la comunión entre los obispos, por el diálogo y la colaboración. Lamentablemente los últimos papas no pudieron revertir el poder del monocentrismo y el verticalismo pre-conciliar. Benedicto no tuvo fuerzas para doblarle la mano a la Curia. Sucumbió a sus malas artes. Pero Benedicto sí tuvo sensatez e inteligencia para despejarle el camino al sucesor que tendrá que reformarla.

Los obispos latinoamericanos, y los demás católicos latinoamericanos representados por ellos, hemos sido víctimas de la prepotencia de la Curia. El último gran bochorno fue la adulteración que se hizo de los documentos de la Conferencia episcopal reunida en Aparecida (2007). Unos fueron los textos que los obispos redactaron, aprobaron y enviaron a Roma; otros los que volvieron de Roma, con alteraciones leves y graves. Pero, ¿cuánto más han debido soportar nuestros pastores? No lo sabemos. ¿Cuántas acusaciones anónimas? ¿Robos de papeles, espionajes, delaciones y zancadillas…? Todas las malas prácticas de que fue víctima Benedicto XVI, perfectamente han podido ser sufridas por los episcopados y conferencias de las distintas partes del mundo.

El Papa Francisco tiene en este momento un enorme poder. Lo tiene para cambiar la Curia, pero talvez también para hacer cambios muchísimo mayores. Levantemos la mirada. Francisco simboliza los cambios que reclama la Iglesia desde el Tercer Mundo. La Iglesia tercermundista tiene ansias de ser una iglesia digna y pobre. No basta con ser católicos en países periféricos e insignificantes. También en estos países hay sectores de fieles que más querrían ser occidentales y pertenecer a una iglesia de tradiciones culturales europeas. Pero los católicos animados por los impulsos renovadores del Concilio Vaticano II, especialmente los latinoamericanos convencidos de la necesidad de inculturar el Evangelio en las culturas locales del continente y hacerlo de acuerdo a la “opción de Dios por los pobres”, tienen hoy puesta su mirada en un Papa que los puede sacar de la humillación de ser tratados como cristianos de segunda categoría.

¿Cómo podría ocurrir algo así? ¿Cómo podría este Papa empezar a hacer cambios mucho más importantes que reestructurar la Curia? Lo principal será volver al Evangelio. Lo cual requerirá, en este caso, de mucha inteligencia, creatividad, paciencia y espíritu de lucha. Habrá enemigos. Los hay.

Hemos dicho que Francisco tiene en estos momentos tres grandes poderes. Es casi todopoderoso: los numerosos votos, la popularidad y el favor muy probable de los obispos locales. Lo decisivo será –no hay que engañarse- ejercer estos poderes en la clave del “poder” de la cruz. Francisco conoce el poder de la pobreza. La pobreza, la cruz y el despojo de la voluntad de poder, paradojalmente,  no solo son los medios a través de los cuales aquellos tres poderes podrían ser puestos al servicio de un anuncio del Evangelio auténticamente cristiano. Pues no basta juntar fuerzas y aplicarla contra viento y marea para cambiar la Iglesia.  La Iglesia de Cristo realmente cambiará cuando ella anticipe el Reino de Dios en comunidades en las cuales los más pobres, con su cultura y su dignidad, sean efectivamente protagonistas y dueños de la Iglesia como de su casa.

Pues bien, para que algo así ocurra se ofrece, precisamente en estos momentos, una vía de gobierno que Francisco podría tomar. Si el Papa más que gobernante de la Iglesia mundial opta por ser “obispo de Roma”; si en vez de arreglar la Curia para controlar mejor a las iglesias regionales y locales; si continúa por la senda de la humildad y evita la tentación de la papolatría, las demás iglesias podrán respirar y sacar personalidad propia. Hasta ahora las demás iglesias han sido presas del miedo. Sus representantes suelen ser vigilados y acusados. El miedo impide a muchos obispos y sacerdotes correr riesgos, inventar alternativas pastorales, prescindir de benefactores que les quitan libertad… Si Roma cambia el modo de relación con las demás iglesias, si confía en ellas, si les da libertad para inculturar su fe en categorías y símbolos propios, llegaremos a tener una Iglesia verdaderamente católica, es decir, universal y plural.

¿Qué Curia se necesita para que algo así suceda? Una Curia que renuncie definitivamente a la Cristiandad (recurso a los Estados, ánimo hegemónico y doctrinas uniformantes) y al estilo cortesano (liturgias pomposas, tradicionalismos hueros, protocolos complicados, palabras acaracoladas); una Curia que fomente el surgimiento y fortalecimiento de diversas maneras de ser católicos. Esto ocurrirá, podría ocurrir, si el Papa Francisco devuelve dignidad y libertad a la Iglesia dispersa en el planeta. Si las iglesia locales y regionales de América Latina, Asia, Europa, Africa y Oceanía se convierten en protagonistas en pleno derecho de ejercer su bautismo, de pensar con autonomía, de elegir sus autoridades,  se realizarán cambios realmente importantes. Cambios mayores. 

La Iglesia después de la renuncia de Benedicto XVI

La Iglesia después de la renuncia de Benedicto XVI y antes de la elección del Papa Francisco

http://peregrinos-robertoyruth.blogspot.com/2013/03/conversando-con-jorge-costadoat-sj.html

Semana Santa: ¿marcará Francisco la diferencia?

Con ocasión de Semana Santa auguramos al Papa un feliz pontificado. Puesto que existe una relación entre el modo de gobernar la Iglesia y la crucifixión del inocente Jesús, esperamos que el Papa Francisco relacione el gobierno con la cruz en línea como ha comenzado a hacerlo con sus gestos de humildad.

 Jesús fue víctima de una religión que administraba mezquinamente la relación entre Dios y las personas de la época. Fue asesinado por los expertos en Dios, quienes consiguieron de los romanos su ejecución: los fariseos (representantes de la Ley) y los sacerdotes (representantes del Templo). ¿Por qué estos grupos, tan distintos entre ellos, convinieron en su condena? Ambos compartían una manera de entender la religión de Israel contraria a la de Jesús.

 Los fariseos eran laicos que querían ser “puros”, “perfectos”, observantes “impecables” de la Ley. Se apartaban, por tanto, de los pecadores. Juzgaban a los demás de “impuros”, se alejaban de ellos o los excluían. Los sacerdotes, además de pertenecer a la clase aristocrática, organizaban las actividades del Templo. Cobraban impuestos por los sacrificios que se ofrecían a Dios para el perdón de los pecados. Fariseos y sacerdotes, rivales entre ellos por razones históricas y teológicas, sin embargo colaboraban en el edificio religioso que los privilegiaba a ellos por encima de los demás. Esta religiosidad mató a Jesús. Jesús la desenmascaró. Lo mataron.

 ¿Cuál fue el núcleo teológico de la confrontación total entre Jesús y los expertos en Dios? Dicho en breve: la separación de lo sagrado y lo profano que estos establecían y administraban.

 Ellos separaban tajantemente cosas, ámbitos, tiempos y personas sacralizadas, produciendo necesariamente excluidos. No era extraño, sino también necesario, que una elite religiosa se apreciara a sí misma y menospreciara a los demás. Unos debían ser tenidos por profanos, para que otros se encargaran de su redención.

 Jesús hizo todo lo contrario: ofreció la salvación a manos llenas. Marcó la diferencia. Desarmó a los pecadores al ofrecerles el perdón sin condiciones. Optó por los pobres, profanos y sospechosos por excelencia. Para lo cual atacó el fuego en la base. Se estrelló frontalmente contra la torre religiosa de la exclusión, pues anunció el advenimiento de un reino fraterno. En Cristo resucitado, la Iglesia naciente descubrió la irrupción en la historia de un Dios secular, un Dios radicalmente humano. También ella marcó la diferencia.

 Desde entonces el cristianismo, la nueva religión, la del judío Jesús, superó la separación de lo sagrado y lo profano. En Israel los profetas habían ya anticipado esta superación. Los cristianos, en adelante, fueron reconocidos, más que por sus ritos, por la fuerza espiritual y ética con que se desenvolvieron en el mundo antiguo.

 Pero no siempre el cristianismo ha estado a la altura de esta originalidad suya. Las involuciones siempre lo han seducido. Ha ocurrido que el cristianismo ha traicionado su diferencia. Por ello han sido necesarias reformas y ajustes doctrinales y disciplinares que recuperen la senda perdida. A este efecto, el Concilio Vaticano II, hace cincuenta años, recordó que lo único infaltable para la “salvación” es la caridad. Sostuvo que Dios ama a todos los seres humanos, y que el amor es la única condición absoluta para alcanzarlo. La intuición antiquísima, también judía, es que la fe en Dios se vive, en primer lugar, puertas afuera del templo, en actos de misericordia y justicia a secas.

 ¿Habría que revisar hoy la relación entre el rito y la vida corriente de los cristianos? Hoy y siempre. Porque una separación entre ambos tarde o temprano lleva matar a Jesús de nuevo.

El cristianismo es una religión extraña. Es secular. Es religión. Es la religión que promete encontrar a Dios en el seculo (mundo) sin más. El cristianismo, si algún lugar merece en la historia de las religiones, es la de tener como misión anunciar y practicar sacramental y efectivamente la implicación de Dios con los crucificados, los excluidos, los difamados y los desamparados.

 Esta Semana Santa, cuando los católicos miran con esperanza a Francisco, los católicos, y cualquier ser humano, puede pedirle al Papa estructuras y modos de gobierno en la Iglesia que cuiden a las personas, sobre todo si estas se encuentran marginadas o avergonzadas, si han fracasado en su matrimonio, en el trabajo, la escuela, tengan fe o no la tengan. Francisco ha ofrecido cuidado. La recuperación de la confianza en la Iglesia pasa hoy por confiar en la palabra del Papa, pero también por poder cobrarle la palabra.

 La institución eclesiástica en las últimas décadas se ha alejado considerablemente de sus contemporáneos. Una callada re-sacralización institucional primero y escándalos de abusos innombrables después, han creado una penosa distancia entre las autoridades y los fieles. Que el nuevo Papa haya querido llamarse Francisco –el santo más parecido a Jesús- augura para los cristianos un retorno a los tiempos de la primera Iglesia; aquella Iglesia que creció explosivamente porque en ella los huérfanos, los extranjeros y las mujeres fueron cuidados y dignificados, pues pudieron participar, ser protagonistas de sus vidas y de sus comunidades, como no lo habían hecho nunca.

Un papa de América Latina

La elección Jorge Mario Bergoglio tiene un altísimo significado simbólico. Es latinoamericano y ha escogido el nombre de Francisco. ¿Hacia dónde llevará a la Iglesia? Puedo equivocarme en el pronóstico. Levanto una hipótesis. El nuevo Papa tal vez no quiera lo que yo quiero; y, si lo quisiera, puede ser que no lo logre. Independiente de esto y aquello, el elegido es representante del Tercer Mundo, si aún podemos hablar en estos términos, y, tendencialmente, de una Iglesia policéntrica.

 Bergoglio ha querido llamarse Francisco. Este nombre retumba en la Iglesia. Se estremece la pompa, el oro y el oropel. ¿Augura una liturgia más cercana y menos cortesana? Francisco de Asís, con su sola pobreza, impactó eficazmente en la Iglesia de su tiempo. Al aparecer al balcón, el nuevo papa hizo gestos nítidos de humildad. Vestidura blanca, petición de bendición a los fieles…

 Por otra parte, Francisco es jesuita. El sabe que San Ignacio quiso parecerse a San Francisco y en cuanto a la pobreza el primer jesuita llegó a ser extremo. Como jesuita del postconcilio, además, ha asimilado la definición de la misión de la Compañía de Jesús en términos de “Servicio de la fe y promoción de la justicia”. El voto de pobreza de los jesuitas, a partir de la Congregación General XXXII (1975), amplió su significado, involucrando a los jesuitas en todas las luchas sociales contemporáneas a favor de los pobres y los movimientos de reconocimiento de los excluidos.

 El nuevo Papa es, en fin, latinoamericano. Un argentino que conoce la miseria de los barrios de  Buenos Aires y del resto del continente. Es un obispo de América Latina que ha participado en la formulación de la “opción preferencial por los pobres”, la convicción mística colectiva y teológica que ha pasado a distinguir nuestro catolicismo. El fue redactor del documento de Aparecida (2007) en el que nuevamente se confirmó esta opción. El sabe, por lo mismo, que Roma alteró el texto final, justamente en los temas sociales. En suma, Francisco es un Papa para el Tercer Mundo. De su elección deben alegrarse no solo los católicos, sino los pobres del mundo entero.

 Además de simbolizar al Tercer Mundo, Francisco representa un giro extraordinario hacia fuera de Europa. Todos los papas han sido europeos u oriundos de la cuenca del Mediterráneo. Occidentales. Bergoglio también es occidental, pero con él se abre la posibilidad de cristianismos africanos, asiáticos, etc. El asunto es que la Iglesia Católica experimenta la tensión mayor de un pluralismo geográfico y cultural. Lo decía Karl Rahner a propósito de los que se dejó ver en el Vaticano II. Por primera vez, sostenía Rahner, la Iglesia se constituyó al más alto nivel y en términos de enseñanza de la fe, con representantes de todos los lugares de la tierra. Lo que está en juego con un Papa de América Latina, además de una retorno a la pobreza evangélica, es la posibilidad del despliegue de una Iglesia policéntrica.

 Esto no es del todo nuevo. En la Antigüedad hubo cinco patriarcados: Roma (Occidente), Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y Alejandría (cuyo patriarca también era llamado papa). Entre ellos, el papa de Roma velaba especialmente por la unidad y la comunión entre las iglesias, para lo cual muchas veces tuvo que zanjar cuestiones teológicas. En la actualidad, el pluralismo que se insinúa es mucho mayor. Hace rato que Roma hace enormes esfuerzos por contener a los católicos en la unidad. No ha habido cismas, salvo el de Lefebvre. Insignificante. Pero sí ha habido «cisma blanco»:  el descuelgue masivo de católicos que no comparten ya la cultura en la cual la Iglesia continúa operando, tanto en el plano del mando como de la doctrina; una generación completa de jóvenes perplejos con una enseñanza sexual que no comprenden; y con los abusos sexuales del clero.

 Lo que despunta, y que no sabemos por cuanto más Roma puede impedir, es el surgimiento de un catolicismo de iglesias regionales y locales culturalmente distintas. Por tanto, con propios modos de elegir a sus autoridades y con formulaciones originales de los contenidos de fe del Evangelio. ¿Llevará Francisco la Iglesia a un policentrismo? No lo sabemos, pero lo representa. ¿Volveremos a los antiguos patriarcados o algo equivalente? Es muy probable que si no se avance en esta dirección la Iglesia dejará de ser “católica”, esto es, “universal”, para quedar reducida a un grupo pequeño de fieles refractarios de la cultura moderna e inmunes a inculturaciones plurales del Evangelio.

 Un último asunto –siempre en términos hipotéticos- es qué teología pudiera sostener un despliegue policéntrico de la Iglesia y un compromiso de esta Iglesia con los pueblos víctimas de la globalización del Mercado y de todo tipo de esclavitudes. El Papa Francisco representa una ruptura. Se nos dice que es conservador. Pero ha quedado puesto en un lugar en que no puede serlo. Por una parte necesitará el aporte de las teologías de la liberación y, por otra, de las teologías inculturacionistas y contextuales. Sin estas, difícilmente el nuevo Papa podrá emprender los cambios que él mismo simboliza.

La Iglesia de los pobres podría dejar las edificaciones vaticanas

“Ah, cuánto querría una Iglesia pobre y para los pobres”, ha dicho el Papa Francisco. Sus palabras nos estremecen.

Pero, ¿qué ha querido decir con ellas? Las personas entenderán cosas muy distintas. Conceptos de pobreza y de riqueza puede haber muchos.

Lo normal es que nadie quiera ser pobre. ¿A quién pudiera gustarle pertenecer a la “Iglesia de los pobres”? Sería raro. Sería extraño, a no ser que alguien haya descubierto la pobreza del reino de Dios y conozca en carne propia la maravilla de seguir a Jesús pobre. No sería extraño, en este caso, que uno quisiera echar a los ricos fuera de la Iglesia. Jesús sostenía que lo normal sería que los ricos se fueran al infierno y que solo Dios podría lo imposible: que algún rico se salve. Pero las palabras de Jesús, como todas sus metáforas, han sido un aguijón para provocar la conversión. No hemos de creer que Jesús quería realmente que los ricos se fueran al infierno. Quería que se convirtieran; que renunciaran a sus riquezas y las dieran a los pobres.

Hay muchas maneras de ser pobre y no es normal que alguien quiera ser un hambriento, un sediento, no tener con qué vestirse ni dónde dormir, vivir bajo rejas, ser víctima del alcohol, la droga, de una enfermedad maldita o de pelambres ajenos. ¡Quién querría! Solo puede quererlo alguien que acoge con gozo las palabras de Jesús: “bienaventurados ustedes los pobres porque de ustedes es el reino de Dios”. Nadie más.

¿Una Iglesia pobre y para los pobres? ¿Qué quiere el Papa? ¿Querrá lo que Jesús querría? Supongamos que sí. Recemos para que Jesús ilumine al Papa y le ayude a descubrir exactamente qué significa hoy, en este siglo XXI, en esta Iglesia en crisis, la bienaventuranza franciscana de Jesús.

Yo quisiera muchas cosas. Pero, si me dieran la oportunidad de pedir al Papa Francisco una sola, esta sería: que abandone la ciudad del Vaticano e instale la sede del obispo de Roma en alguna de las parroquias de la periferia de esta misma ciudad. Pudiera ser la parroquia de Prima Porta. Son barrios de clase media emergente, antes familias obreras y de gran esfuerzo. Los conozco bien.

Le pido al Papa que deje la basílica de San Pedro, y todas las riquezas que contiene el Estado pontificio. Me escandalizó cuando adolescente y me escandaliza ahora que soy adulto. Como sacerdote no lo puedo entender, pero el resto del Pueblo de Dios, en su gran mayoría, tampoco lo entiende. ¡Qué tiene que ver esta fastuosidad con Jesús de Nazaret! La Iglesia rica es sacramento que reproduce simbólicamente un cristianismo para los ricos. El oro sacro canoniza el oro profano.

La inmensa mayoría del Pueblo de Dios que hoy reboza de esperanza con un Papa que se llama Francisco y da señales de humildad; que quiere que la Iglesia efectivamente sea la Iglesia de los pobres, vería en el abandono de la ciudad del Vaticano un símbolo de un cristianismo auténtico. Los cristianos, por muchas razones, son pobres. La inmensa mayoría son pobres. Todos, por alguna razón, son pobres. Las edificaciones vaticanas les son chocantes, a no ser cuando se dejan embrujar por la magia de la riqueza, del poder, en una palabra, del ídolo, el falso dios que promete salvación pero no a través de la cruz.

Se nos dirá, ¿y qué hacemos con los museos, las bibliotecas, las joyas y, sobre todo, con los restos de Pedro y de los demás santos y papas?

No sé. Pero el Evangelio es lo primero. Todo lo demás se arregla.  

Renuncia de Benedicto XVI: agradecimientos y cambios pendientes

El Papa Benedicto XVI ha anunciado que renuncia a su cargo. La noticia ha sido sorprendente. Me detengo en tres asuntos: la declaración; los méritos de su mandato; los cambios pendientes.

 Primero: la declaración. En ella se expresan con una franqueza conmovedora los mejores valores humanos y espirituales del Papa Ratzinger. Estremece oír a un hombre declarar sus límites. Esto, que pudiera ser impúdico, constituye en este caso un acto de suma responsabilidad. “Ya no tengo fuerzas…”, dice. “He de reconocer mi incapacidad para…”. Quien reconoce que le falta salud, fuerzas físicas y espirituales es un hombre que ocupa uno de los cargos más importantes del mundo. En virtud de su asidua conversación con Dios, estima que el destino de la Iglesia requiere un cambio mayor.

 Estamos ante un acto de suprema responsabilidad. Por cierto, como él mismo Papa sostiene, es una decisión libre. Libre e impredecible. Hasta hoy ha sido predecible el agotamiento de una institución que, en palabras del Cardenal Martini, está atrasada “doscientos años”. Hoy, el Papa Ratzinger, con este acto de libertad, da una señal en contrario.

 Segundo: los católicos agradecen al Papa el gobierno de la Iglesia. Cualquiera puede imaginar las enormes exigencias de un cargo como este. Benedicto XVI ha sido Papa en tiempos extremadamente difíciles para hacer avanzar una religión que tiene dos mil años de historia.

 Es necesario agradecerle, además, su enseñanza. Me detengo en la encíclica Caritas in Veritate, por su enorme actualidad. Para Benedicto XVI el auténtico desarrollo de los pueblos depende de una caridad de alcance social y universal, una caridad que opera a través de la justicia y de la búsqueda del bien común. El centra su atención en la economía: “La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios”(36). El Papa, en este mismo documento, revaloriza la política y al Estado; promueve la reforma de la ONU y pide “gobernar la economía mundial” mediante una “Autoridad política mundial…(67).

 Debe agradecerse al Papa Benedicto, en fin, el coraje que ha tenido para asomarse a la vergonzosa realidad de los escándalos sexuales del clero y a los intentos jerárquicos por ocultarlos. En una entrevista dada hace dos años, afirma: “Lo importante es, en primer lugar, cuidar de las víctimas y hacer todo lo posible por ayudarles y por estar a su lado con ánimo de contribuir a su sanación”. El Papa sufre con el daño hecho: “Todo esto ha sido para nosotros un shock y a mí sigue conmoviéndome hoy como ayer hasta lo más hondo”. El Cardenal Ratzinger, en su momento, no pudo hacer más para terminar con abusos tan estremecedores. Ocupaba entonces un cargo dependiente. Hoy se sabe que casos impresionantes como el de Marcial Maciel fueron encubiertos por altas autoridades eclesiásticas. El Cardenal Ratzinger, una vez convertido en Benedicto XVI, enfrentó este y numerosos otros casos. En toda la Iglesia se han visto los cambios: sanciones a los culpables, asistencia y reparación para las víctimas, nuevos cuidados para la selección del clero y redacción de protocolos de procedimiento de prevención y de sanción.

Tercero: los cambios por delante. ¿Qué viene? La elección de un nuevo Papa. ¿Qué tendrá que hacer y cómo? No nos corresponde decirlo. Tampoco tendríamos cómo saberlo. Sin embargo, hay algunos asuntos que reclaman revisiones y modificaciones por doquier. Por razón de brevedad simplemente los enuncio:

 * El Vaticano II abrió la posibilidad de un catolicismo de “varias iglesias”. En el  Concilio pudieron participar obispos representantes de las culturas más diversas. Hoy está pendiente el surgimiento o el fortalecimiento de iglesias inculturadas locales. En nuestra propia América Latina ha despuntado la posibilidad de una iglesia adulta: hemos mantenido la convicción de que Dios opta por los pobres y hemos comenzado a desarrollar una teología propia. Pero falta mayor confianza en el episcopado continental.

* Bien debiera revisarse a fondo la situación de la mujer en la Iglesia y darle un espacio en el gobierno al más alto nivel. ¿Cómo puede ser que las mujeres no participen en ninguna de las decisiones importantes que toma la jerarquía eclesiástica?

* La enseñanza moral sexual requiere de ajustes. No puede ser normal que la inmensa mayoría de los católicos no la comprenda.

 * ¿Se podrá revisar la práctica de excluir de la comunión eucarística a los separados vueltos a casar? Las voces que lo piden se hacen sentir en todas partes. Incluso el Cardenal Martini, ex papabile y recientemente muerto ha dicho: “Hay que darle la vuelta a la pregunta de si los divorciados pueden tomar la Comunión”.

* La Iglesia aún debe llegar a ser la Iglesia de los pobres. Estos debieran ser cada día más protagonistas en la gestión de sus comunidades y voces autorizadas en la comprensión de qué significa que un Pobre haya resucitado.

La extraordinaria libertad de Benedicto XVI para renunciar a su cargo constituye un precedente que debe ser continuado. ¿No debiera estipularse una edad tope de gobierno?

Este gesto del Papa, sobre todo, augura un tiempo en que, con una libertad semejante, la Iglesia se atreva a hacer los cambios que, a través de los católicos, Dios le está pidiendo.