Tag Archive for libertad

La libertad de Cristo

La libertad de Cristo*

La intención de este trabajo es sugerir la necesaria relación de tres aspectos de la libertad de Cristo: la libertad de Jesús de Nazaret y su orientación al cumplimiento de la voluntad de su Padre (I); el Misterio Pascual como quicio de la libertad de Cristo (II); y la conexión que ha hecho con la “liberación” que ha hecho la teología en América latina  (III).

El discurso sobre la libertad de Cristo admite diversas aproximaciones. El tema es amplio. Así como la libertad es el rasgo más típico de la personalidad de Jesús, la libertad constituye la esencia del cristianismo. La validez de las diversas aproximaciones y la amplitud del tema, obliga a desarrollar esta ponencia a modo de esbozo. A mano alzada, quisiera simplemente bosquejar una investigación e insinuar una reflexión.

El presente trabajo pretende ofrecer el panorama de tres aproximaciones posibles al tema, en todo caso complementarias. La primera describe grosso modo el tratamiento tradicional del tema. La segunda aventura una reflexión sobre la libertad de Cristo a partir del Misterio Pascual. La tercera recoge la problemática común a toda teología que quiera hacer teología en contexto, problemática que en América Latina se ha especificado justamente en relación al tema que nos interesa como Teología de Liberación.

No es intención de esta ponencia sistematizar estas tres aproximaciones a la libertad de Cristo. Con todo, podemos indicar una conexión entre ellas. La libertad de Jesucristo es la condición de posibilidad absoluta de la libertad cristiana, pero la libertad cristiana es la razón de ser última de la Encarnación libre del Hijo y de la donación libre del Mesías en la cruz. Entre la libertad de Jesús de Nazaret (I) y la mediación histórica de la libertad de Cristo (III), tiene lugar el Misterio Pascual como cúspide de la historia de libertad de Jesús y como principio de nuestra liberación y del conocimiento de lo que llamamos “libertad de Cristo”(II).

I. Discurso tradicional sobre la libertad de Jesús

Tradicionalmente se habla de libertad de Cristo a propósito de la libertad que Jesús tuvo para cumplir su misión histórica, en obediencia a la voluntad salvífica de su Padre. Los dos enfoques más comunes son uno dogmático y otro exegético o bíblico. Un tercer enfoque que pretende superar la estrechez de los dos anteriores es el que articula la libertad de Jesucristo a partir de su misión trinitaria y escatológica.

1.- La libertad de Jesús en perspectiva dogmática

Es común entre los autores abordar el tema de la libertad de Cristo en los mismos parámetros que la Iglesia definió dogmáticamente la voluntad humana de Jesús, distinta aunque sujeta perfectamente a la voluntad divina del Padre.

La argumentación oscila entre el peligro del monofisismo, en sus versiones de monoteletismo  y monoenergetismo, y el peligro del nestorianismo. Si en un caso el carácter divino de la persona de Cristo amenaza su autodeterminación humana y meritoria, en el segundo caso la defensa de esta autodeterminación libre suele sugerir la existencia separada de Jesús de Nazaret respecto del Hijo de Dios, dejando abierta la posibilidad de otorgar pecado a Cristo para hacerlo aún más cercano a nosotros.

En la perspectiva soteriológica subyacen en juego los antiguos axiomas de los Padres. A saber, que si el Verbo no ha asumido lo humano en su integridad lo no asumido no será salvado; pero, si Jesús no es uno y el mismo con el Hijo de Dios tampoco habrá salvación, pues sólo Dios puede con la salvación del hombre. Si Jesús no ha querido libre y humanamente nuestra salvación, ningún valor tiene el esfuerzo humano por alcanzar la salvación. Y, por el contrario, si la humanidad de Jesús no es la humanidad de Dios mismo, si él no es el único inocente y santo, él no será el único y auténtico salvador.

En fin, unos autores se esforzarán en probar que Jesús tuvo conciencia y libertad verdaderamente humanas y otros tratarán de corregir la impresión de un Jesús de Nazaret unido al Hijo de Dios por una mera opción libre. El quid del debate se centrará en la concepción de la unión del querer divino y de la libertad humana de la única persona del Verbo, problema que agita el desarrollo del dogma cristológico desde el concilio de Efeso hasta nuestros días.

a) La aproximación clásica: Máximo el Confesor

Después del año 553 en que el segundo concilio de Constantinopla afianzó la doctrina de los cirilianos contra los nestorianos precisando la concepción de la unidad de Cristo como unión hypostática de sus dos naturalezas, quedó abierta la cuestión de si “la operación libre provenía directamente de la persona o de la naturaleza (e indirectamente de la persona)?” [1]. Sostiene S. Zañartu: “si en Cristo no había actividad voluntaria humana, se extirpaba de raíz el problema de la pecabilidad, de tener dos voluntades opuestas, pero, por no haber sido asumida, no quedaba redimida la sede del pecado del hombre, su libertad humana”[2].

El concilio de Constantinopla III (680/681) acogió contra el monoenergetismo (una actividad de Cristo, divina) del Patriarca Sergio de Constantinopla y el monoteletismo (una voluntad de Cristo, divina) del Papa Honorio, la doctrina de San Máximo el Confesor sobre las dos voluntades y las dos operaciones naturales de Cristo. Aunque el concilio no habló de libertad humana de Cristo, ella se infiere de sus conclusiones. El concilio especificó la dualidad de naturalezas de Cristo definida por Calcedonia, en una doble voluntad y una doble operación, humanas y divinas, unidas perfectamente en la persona del Hijo, “sin mezcla ni confusión, sin división ni separación”, concurrentes a nuestra salvación y jamás contrarias. Con ello se rectificaba una vez más el mal uso del esquema del Logos-sarz, matriz teórica de todo monofisismo.

Para llegar a esta conclusión, Máximo aprovechó, por una parte, el desarrollo teológico del concepto de hypóstasis y, por otra, la atribución aristotélica de las propiedades, como ladúnamis y las energeias, a la fusis y no a la hypóstasis. A la época de Máximo, la teología había ya afinado el concepto de hypóstasis -que en otro tiempo Nicea asimiló a ousía– como “lo que existe por sí mismo” (kath’eautón einai) o “lo que existe aparte como distinto de otros”, diferenciándosela de la ousíafusis en cuanto manifestación concreta e independiente de éstas.

Pudo así Máximo distinguir en el hombre su capacidad de querer de su modo de querer; y en Cristo, su libertad humana del ejercicio divino de esta libertad. Si la voluntad humana ha podido ejercerse según el tropos del pecado (contra la naturaleza) o según el tropos de la virtud (conforme a la naturaleza), la voluntad humana de Cristo se ha ejercido según el tropos del Verbo encarnado impecable y divinamente, sin perjuicio de su humanidad, porque entre Dios y la naturaleza humana no hay en principio ninguna oposición. Al efecto, una cosa es en Cristo sulogos tes fuseos (su naturaleza humana, común con toda la humanidad) y otra el tropos kath’uparzin (su modo de existencia según la hypóstasis divina del Hijo), subsistente el primero en y de acuerdo al segundo, la humanidad con todas sus propiedades en y conforme al modo de ser del Hijo en relación filial con su Padre[3].

Por este hecho de subsistir la naturaleza humana y, en consecuencia, la libertad humana de Cristo en el modo de existencia inmutable de la hypóstasis del Verbo, Máximo introduce otra distinción muy difícil de comprender para la mentalidad moderna: Cristo tiene libertad de “autodeterminación” (autezousion), pero no “deliberación” (gnoméproáiresis), lo que comúnmente entendemos por “libre arbitrio”, pues la deliberación supone una ignorancia que es consecuencia del pecado, presente en toda la humanidad a excepción de Cristo.

Todas estas distinciones permiten a Máximo advertir la presencia de la voluntad humana de Jesús en el episodio de Getsemaní, justamente en la invocación de Jesús a su Padre que los monoteletas atribuían a su voluntad divina. En el “no se haga mi voluntad sino la tuya” ve Máximo la dualidad de voluntades, sujeta la voluntad humana de Jesús humilde y obedientemente a la voluntad divina de su Padre en un mismo giro de oración. Máximo profundiza en el misterio de la asunción de lo humano: si Cristo aceptó libre y esencialmente la pasión en cuanto castigo (epitimías) por el pecado de la humanidad -condición propia de todo hombre que viene a este mundo y por tanto irreprensible-, libremente también pero por una apropiación no esencial, sin necesidad de convertirse en pecador, sino por compasión, Cristo hizo suyo el sufrimiento proveniente de la culpabilidad (atimías) que no constituye parte de la naturaleza humana, pues la degrada. Y si Cristo no era deudor de la muerte porque no tenía pecado, quiso la muerte y los sufrimientos físicos de la pasión voluntariamente y por anticipado desde el momento en que en la encarnación el Hijo deseó someterse a todas las leyes de lo humano.

Máximo utilizó el concepto de perijóresis para pensar la unidad tanto como la diferencia de las naturalezas y, por extensión, de las respectivas operaciones naturales de Cristo. Así como entre las naturalezas, también entre las operaciones tiene lugar una compenetración vital y un entrelazarse que se traduce en una actividad teándrica (aunque no al modo de los monoenergetas). Dice: “Obraba, pues, carnalmente lo divino, porque no carecía de la operación natural de la carne; y divinamente lo humano, porque según su voluntad con autoridad, y no llevado por las circunstancias, permitía la prueba de los padecimientos humanos. Ni lo divino divinamente, porque no era sólo Dios; ni lo humano carnalmente, porque no era un puro hombre. Por esto, los milagros no iban sin pasión, y los padecimientos no eran sin milagro. Aquellos, si me atrevo a decirlo, no eran impasibles; éstos eran claramente maravillosos. Y ambos eran paradojales. Porque lo divino y (lo humano), como provenían del uno y mismo Logos Dios encarnado (quien era testimoniado de hecho por ambos), confirmaban la verdad desde ellos y de ellos”[4].

El acierto de Máximo está en haber concebido la libertad de Cristo como “autodeterminación” perfectamente humana en tanto perfectamente realizada según el modo de existencia (tropos) filial del Hijo, descartando que la libertad sea por principio opuesta al Creador. De esta manera Máximo aseguró teológicamente que la pasión por nuestra salvación fue querida y obrada humanamente por Dios, y no como un imperativo divino extrínseco y arbitrario.  En este sentido el pensamiento de Máximo tiene una enorme actualidad. Sin embargo, la sujeción humana de Jesús a su Padre aparece como una actividad resuelta a priori, es abstracta, independiente de las vicisitudes históricas de la formación de la conciencia y de la voluntad humana. La figura del Cristo de Máximo es la de un ícono bizantino, humano pero rígido. En otras palabras y en gran medida a causa de la mutación cultural, a los ojos de la cultura moderna esta imagen de Jesús recae en defectos similares a los que en su tiempo Máximo combatió.

b) Una aproximación contemporánea: Jacques Dupuis

Las aproximaciones dogmáticas modernas a la libertad de Cristo procuran corregir la abstracción de la imagen que resulta de la deducción apriorística de su humanidad a partir de las conclusiones dogmáticas definitivas, mediando éstas con los datos del Nuevo Testamento.

En un sencillo manual titulado Introducción a la cristología, Jacques Dupuis resume y ordena el debate del último siglo[5]. Dupuis sitúa la cuestión de la libertad de Cristo en el problema más amplio de su psicología humana. Las principales preguntas proceden de las conclusiones dogmáticas acerca de la divinidad y humanidad de Jesucristo. Estas son, por ejemplo: «Si la persona ontológica del Hijo de Dios comunica con la humanidad de Jesús y, en consecuencia, ésta existe por el ‘acto de ser’ del Hijo, ¿no es, acaso, impersonal su humanidad e irreal, en último análisis, su existencia humana?»[6]; «el modelo cristológico tradicional de una persona en dos naturalezas ¿no ha dejado en concreto de hacer justicia a la auténtica, histórica y concreta humanidad de Jesús? ¿Y es capaz de hacerle justicia de alguna manera?»[7]. Este autor procede a responder estos interrogantes combinando las perspectivas ascendentes y descendentes, la óptica dogmática con la bíblica.

Antes de entrar de lleno en el tema de la libertad de Cristo, Dupuis despeja el camino. Revisa tres asuntos previos y claves: en qué sentido es posible y en qué no, otorgarle al Jesús terreno un «yo» psicológico humano; en qué sentido la naturaleza humana de Jesús es autónoma y en qué sentido heterónoma; y, por último, «en qué modo el hombre Jesús era consciente de ser el Hijo de Dios?»[8]. Las alternativas heterodoxas son siempre las mismas: la yuxtaposición nestoriana o la hegemonía monofisita de la voluntad divina sobre la humana. La solución ortodoxa, en cambio, se esfuerza por articular la unidad de Jesús, habida cuenta de la dualidad de sus naturalezas.

Particular importancia tiene al respeto la consideración de la autoconciencia y del conocimiento humano de Jesús. Salvado el profundo misterio de la psicología de Jesús, Dupuis descarta en él la «visión beatífica» predominante en la teología hasta bien entrado este siglo, por la cual, en virtud de la unión hypostática, se otorga a Cristo la omniciencia de los bienaventurados en la gloria. Gracias a la «visión beatífica», Cristo se habría sabido integrante de la misma Trinidad como segunda persona. Dupuis, contra Galtier y en última instancia contra Santo Tomás, asume el pensamiento de K. Rahner, reconociendo en Jesús una «visión inmediata de Dios». Debido a ésta, Jesús habría tenido un conocimiento humano de su relación filial con Dios, acorde con los límites de la kénosis de la encarnación previa a la liberación de su conciencia obrada por la resurrección, y compatible con otros tipos de conocimiento histórico, susceptibles todos de crecimiento y desarrollo.

Estos otros conocimientos han podido ser el “experiencial”, típicamente nuestro, por el cual sabemos lo que aprendemos, y el “infuso” al modo de los profetas (pero no de los ángeles), que permitió a Jesús «conocer por Dios todo lo que era necesario para llevar a cabo su misión y todo lo que debía revelar»[9], esto es, actualizar en lenguaje comprensible el conocimiento inmediato de Dios no comunicable, permitiéndole comprender las Escrituras, el plan divino de salvación y el sentido salvífico de su muerte en cruz.

Hechas estas distinciones es posible ser fiel a la tradición evangélica que, afirmando por una parte la perfección del conocimiento de Cristo, habla también de su nesciencia, como por ejemplo, la que respecta al día del juicio (Mc 13,32). Y es posible admitir, sin escándalo, que Jesús incluso haya podido equivocarse en aquello que no tocaba directamente a su persona y misión, y compartir los errores comunes de sus contemporáneos.

Al abordar directamente el tema de la libertad de Jesús, Dupuis replantea la problematicidad de la cuestión. El concilio de Constantinopla III determinó las dos voluntades y acciones de Cristo, pero no explicó «cómo pueden y deben combinarse, de un lado, la autodeterminación de la voluntad humana de Jesús, entendida como principio que determina las acciones auténticamente humanas, y, de otro, su perfecta y firme sumisión a la voluntad del Padre»[10]. La respuesta a esta pregunta, cualquiera sea, debe respetar el estado kenótico del Jesús prepascual por el cual Jesús es igual a nosotros en todo, pero a la vez afirmar sin lugar a dudas que Jesús no pecó (Heb 4,15). «El principio-guía para una valoración teológica de las perfecciones y de los límites de la voluntad humana de Jesús -lo mismo que su conocimiento humano- es que el Hijo de Dios asumió todas las consecuencias del pecado que podían ser asumidas por él, incluidas el sufrimiento y la muerte, y a las que dio un significado y un valor positivo para la salvación de la humanidad»[11].

Dupuis repasa los datos fundamentales de la revelación y de la doctrina de la Iglesia: Jesús no pecó ni tuvo pecado original ni padeció la concupiscencia. Su impecabilidad la considera un «teologumeno» (que se deduce de la unión hypostática) y no una doctrina de fe. Recuerda además con claridad el hecho ampliamente acreditado en los evangelios de la tentación de Cristo. Ésta no le parece un hecho meramente «extrínseco» para Jesús, sino que de veras lo afectó en su interior. Y, en estrecha conexión con ella, han de tenerse presente los sufrimientos corporales y morales de Cristo. Ante la proximidad de la muerte, Jesús experimentó el sufrimiento y el miedo. No siempre la voluntad de Dios le fue patente, en Getsemaní tuvo que buscarla en la soledad y la oscuridad. Ciertamente no gozó de «visión beatífica» alguna. En la cruz, al clamar «Dios mío por qué me has abandonado» (Mc 15,34; Mt 27,46), Jesús experimentó la soledad en profundidad y sufrió la ausencia de su Padre. Aunque su Padre no lo abandona y él se abandona a su Padre, sufriendo libremente por nosotros y no por necesidad, mostró la distancia infinita entre la bondad de Dios y la maldad del pecado.

Tratándose de la libertad de Cristo, Dupuis otorga libertad de elección (libre albedrío) a Cristo en relación a las acciones que debían mejorar el cumplimiento de su misión. Jesús tuvo que definir una estrategia de acción. Pero descarta que Jesús haya podido oponerse moralmente a la voluntad de su Padre, máximamente a propósito de su pasión y su muerte.

Dupuis recoge una objeción corriente y procede a responderla. Esta es, si Jesús fue libre habrá podido desobedecer y, en consecuencia ¿qué sería de su impecabilidad?; y al revés, si no pudo desobedecer ¿de qué libertad se habla? En el sentido más profundo de su libertad, es decir, en la aptitud de autodeterminarse en razón del bien, Jesús no pudo sino determinarse en favor de su misión. Esto es posible porque a este nivel, en el caso de Jesús como en el caso nuestro, la libertad de elección expresaría, en realidad, una falta de libertad. Mientras más una persona quiere el bien y lo busca, menos alternativa moral tiene, pues más inclinada está a elegir lo que conviene. A este nivel, libertad para escoger el bien y necesidad de optar por él coinciden. «La perfección de la libertad crece en proporción directa a la autodeterminación de la voluntad hacia el bien»[12]. Este concepto de libertad no es meramente filosófico, pues concuerda con el concepto bíblico de libertad. El nuevo testamento asocia la libertad a la vida en Cristo y la esclavitud al pecado.

La libertad de Jesús fue perfecta. Cuando no fue determinado por su Padre, ejerció la posibilidad de elegir entre muchos bienes éticamente indiferentes. El ejercicio de esta libertad denota precisamente que Cristo está aún en camino a la gloria. Que en última instancia se haya sometido a la voluntad de su Padre yendo a la muerte, que no haya podido elegir otra cosa prueba exactamente que hizo lo que más quería. El testimonio es claro en el Nuevo Testamento. La muerte de Jesús es designio del Padre, Jesús no eligió morir, su Padre eligió por él (cf. Mc 14,36; Mt 26,53; Heb 5,7). Sin embargo, Jesús hizo suya la voluntad de su Padre y se ofreció espontáneamente a la muerte (Jn 10,17-18; cf. Gal 2,20; Heb 7,27; 9,14).

2. Libertad de Cristo en perspectiva bíblica

Otra aproximación común al tema de la libertad de Cristo es la exegética o bíblica. Es el caso de Christian Duquoc en su obra Jesús, hombre libre[13], Si bien Duquoc prolonga el desarrollo del discurso sobre la libertad de Cristo más allá de su muerte, en tanto ve que Jesús resucitado «hace al hombre libre», su argumentación se centra principalmente en el Jesús libre de los Evangelios. Para Duquoc resulta imposible penetrar la psicología humana de Jesús, pero del conjunto de su actuación histórica es posible destacar su «autoridad» o «libertad» como el rasgo más visible de su personalidad.

Jesús es libre de su entorno social, Muestra una gran libertad frente a su familia: frente a su madre y hermanos. Tiene la misma actitud ante las castas religiosas: los escribas, fariseos y saduceos, Es más, Jesús cuestiona directamente su autoridad. Si estos habían asfixiado al pueblo, particularmente a los pobres y pequeños con sus leyes y orden religioso, «Jesús le devuelve a Dios su libertad, transgrediendo el poder de los escribas y de los fariseos y rechazando los fundamentos de su ‘autoridad'»[14].

De un modo desafiante, Jesús se relaciona con los «sospechosos» de su época: los publicanos y las prostitutas y los pobres en general. Libre de prejuicios sociales, anuncia a los guardianes de la ley que los publicanos y las prostitutas les llevan la delantera en el reino de los cielos. Jesús escoge a sus amigos, Lázaro por ejemplo, Tiene incluso amigas: Marta, María, la Magdalena quizás. Y demuestra una enorme libertad para cuestionar el libelo de divorcio, en pro de las mujeres. No tiene miedo del poder político, desafía a Herodes, Pero también es independiente de los celotas, Algún contemporáneo se refiere a él diciéndole: «Maestro, sabemos que eres sincero y que ense­ñas de verdad el camino de Dios, y no te importa de nadie, pues no miras la personali­dad de los hombres» (Mt 22, 16).

Jesús es libre en su modo de enseñar. Habla con autoridad, como un creador, no como los escribas y fariseos (Mc 1, 22). Disputa con ellos por los ritos y por la ley. Cuestiona el modo de observancia del sábado. Lo transgrede. «La libertad de Jesús ante las leyes la que le confiere sentido a esa ley»[15]. Su libertad «es una forma de amor al prójimo» (Mt 7, 12)[16]. El sermón del monte manifiesta con nitidez la autoridad de Jesús, al decir: «Habéis oído que se dijo… Pero yo os digo…» (Mt 5, 43-44). No promulga una nueva ley, pero con su modo de expresarla elucida su sentido más profundo: su actitud filial ante Dios y su amor efectivo al prójimo. Su comportamiento irrita especialmente a los representantes de la religiosidad de la época, los que no pueden tolerar su libertad.

La libertad de Jesús se manifiesta también en poder para curar enfermos y para perdonar pecados. La autoridad invocada en estos casos otorga a su persona un carácter todavía más inquietante y misterioso.

La imagen de Jesús proveniente de los Evangelios es, en suma, la de un hombre libre, pero no la de uno que inspire miedo, menos aun entre los pobres y los pequeños. Su libertad es sencilla como la de un niño. De ahí que tantos le buscasen y acercasen por ayuda. Su figura no es la de un «aristócrata» ni la de un «superhombre» ni tampoco la de un «asceta». Convive con todos compartiendo sus usos y costumbres.

La palabra que mejor resume la impresión que Jesús produce en la gente es «autoridad», cuya traducción general a nuestra época es «libertad» y cuyo significado concreto es el de un «hombre libre». Este dato histórico tiene mucha importancia tanto si se trata de explicar a Jesús en categorías religiosas, bíblicas por ejemplo, como en categorías contemporáneas. La suprema autoridad de Jesús mueve a sus contemporá­neos a identificarlo con un profeta o con el mesías.

Pero Jesús no cabe en ninguna de estas categorías. Cuando se trata de inferir qué conciencia pudo Jesús tener de sí mismo, los títulos de mesías, hijo de Dios, hijo del hombre, siervo, todos le quedan chico. Sólo es posible intuir aquella interioridad -de la cual nunca habló mucho- a partir de la autoridad y libertad con que se desenvolvió. El estudio de los documentos siempre deja una incógnita acerca de la personalidad de Jesús. Los jefes religiosos lo interrogan: «Dinos con qué autoridad haces esto o quién es el que te dio esta autoridad» (Lc 20, 2). Precisamente esta autoridad manifestada en su actitud y manera de proceder, ligada a su relación filial con Dios, es la que mejor describe su personalidad y explica, en última instancia, el conflicto con la ortodoxia judía que lo condujo a la muerte.

El mensaje de Jesús de una fraternidad entre los hombres incompatible con todo tipo de barreras raciales, jurídicas y sociales, agudizará el conflicto con sus contemporáneos. Su actuación con autoridad causó tal desconcierto «en la organización judía de la religión, de la moral y de la política, que no fue ya posible ningún compromiso cuando se vio que Jesús se convertía en un maestro escuchado y, por consiguiente, peligroso para el equilibrio social y religioso»[17]. El análisis en detalle -hasta donde es posible hacerlo- de las causas de la muerte de Jesús, revelan que Jesús desafió y exasperó al orden religioso, a las autoridades políticas y al pueblo mismo hasta el punto que su muerte, no obstante su inocencia, resultó inevitable.

La muerte de Jesús, dada la autoridad con que había hablado, resultará un hecho escandaloso. Por el contrario, su resurrección ha significado precisamente que Dios «aprueba su palabra, su actitud, su libertad»[18]. Duquoc destaca la importancia del grito de Jesús en la cruz, grito de rebeldía de un inocente y de un justo, porque en la resurrección se evidencia que «ha sido su justicia, su inocencia, su libertad, las que han vencido al poder del mal, y no el poder que Dios podría haberle entregado para borrar de la faz de la tierra a todos los malhechores y los opresores»[19]. Desde entonces la liberación de la esclavitud de justos e inocentes no depende más del mero uso de la fuerza, sino de la resurrección de Cristo y esta en tanto culminación del combate histórico de Jesús y a su modo. La resurrección de Jesús significa en última instancia que no es lo mismo el que construye en la libertad y en el amor que el que destruye en el odio y, segundo, que el resucitado no se impone a sus adversarios destruyéndolos, sino que únicamente manifiesta su poder «mediante el don del Espíritu que concede la libertad»[20]

Jesús hace al hombre libre. El término que desde antiguo expresa esta realidad ha sido el de «redención», que originalmente significó pagar el precio necesario para liberar a un esclavo. Esta imagen dio origen a explicaciones extrañas de la obra de Jesús. Se dijo que la humanidad era esclava del demonio y que al demonio había sido necesario pagar con Jesús el precio de nuestra liberación. Otros imaginaron que el precio se pagaba a Dios mismo. En realidad, la redención alude a la situación de esclavitud del pecado a la cual está sometida la humanidad ya quien nos ha hecho libres, Jesucristo. Jesús hace al hombre libre por una muerte que tiene causas históricas. Lo mataron por su actitud. Chocó con los intereses de los poderosos, los mismos que, para garantizar sus intereses, hacían de Dios un enemigo del hombre. La causa de la muerte de Jesús es el pecado. Más precisamente, el pecado religioso con que el hombre forja un Dios a la medida de su imaginación para oprimir y eliminar a su prójimo. Jesús no vino a «levantar nuevas barreras, sino que ha venido a destruirlas. De esta manera nos liberó del Dios que producíamos»[21].

Jesús nos ha liberado de la lógica de la utilización opresora de Dios mediante el perdón. El perdón de Jesús es un acto creador, porque genera otra forma de relación que la establecida por el malhechor. El carácter liberador del acto de Jesús se explica porque «aquel que fue injustamente crucificado y que ha perdonado es Señor y donador del Espíritu. Jesús, por su resurrección, atestigua la eficacia infinita del perdón, ya que este se convierte en el principio activo de la historia hasta que desaparezca el poder del odio»[22]. En definitiva, «Jesús es suficientemente libre para no hacer suya la lógica del adversario. El no se hizo verdugo del verdugo. Su perdón es el acto más elevado de su libertad. Al morir, venció al odio»[23]. Con su perdón Jesús rompe la cadena de pecado que oprime a la humanidad, creando un nuevo modo de relación, modo que no autoriza al opresor a seguir oprimiendo pero tampoco exime al oprimido de tomar en sus manos la causa de su liberación. Su perdón nos libera de la cerrazón dentro de nosotros mismos, a partir de la cual hacemos de Dios un Dios opresor. Dios es todo lo contrario, Dios libera. Dios no está contra nosotros, sino por nosotros (Rom 8, 31-39).

Este Jesús nos revela su identidad última no directamente, sino a lo largo de su vida ya través de su historia. Él es el Hijo de Dios que actualmente ejerce las funciones de «señor» y de «mesías». En Jesús de Nazaret El se ha revelado como Hijo y su Dios como Padre. El Hijo no es el Padre, diferencia que en la práctica histórica Jesús la vive debiendo construir su propia libertad sin darse origen a sí mismo, sino siendo liberado por el único que es su propio origen, su Padre. Jesús no resuelve su historia con magia, no se declara Dios. Por el contrario, enfrenta libremente la muerte y no como una fatalidad natural o social. «En esta lucha por cambiar el sentido de nuestra historia, de forma que no sea ya condescendencia cobarde con el destino, sino creación con riesgo de la propia vida, se revela hijo de Dios»[24]. Es el Espíritu que hace libres (cf. 2 Cor 3) el que mueve a reconocer en este hombre libre al Hijo de Dios.

3.- La libertad de Jesús en la perspectiva de su misión[25]

Hans Urs von Balthasar aborda el tema de la libertad de Cristo a partir del concepto de misión, buscando un equilibrio entre la aproximación exegética y la dogmática. Este intento supone aceptar una misión escatológica y universal en Jesús, abarcante de toda la creación, tan única e irrepetible como único e irrepetible es el enviado a realizarla. Al modo del Nuevo Testamento, también von Balthasar pretende inferir la descripción del ser de Cristo, su persona, de su función y misión. Su misión implica su persona: como en los profetas ambas son inseparables, pero a diferencia de los profetas Jesús es el enviado desde siempre. Si a partir de una «cristología desde abajo» es posible establecer las condiciones de posibilidad de la actuación empírica de Jesús, a partir de una «cristología desde arriba» se concluye que tal es la identificación de la persona de Jesús con su misión que su «papel» en el drama de la humanidad no puede ser intercambiado con ningún otro.

Von Balthasar recuerda que, a propósito del conocimiento de Cristo, salvo raros casos, la patrística y la escolástica otorgaron a Cristo la omniciencia. Recién Herman Schell desarrolla el tema de la escasa aceptación escolástica de una cristología de la misión en referencia al conocimiento pre-pascual de Jesús. Schell sostiene que pertenece a la integridad de la humanidad de Jesús no saberlo todo desde un comienzo, sino, llegar a saberlo con esfuerzo y libremente. La medida de la perfección de su conocimiento debe ser conciliable con el cumplimiento meritorio de su misión. No puede ser lo mismo el conocimiento de Jesús en su estado de abajamiento que en el de consumación. Por esto, Schell rechaza la posibilidad de una “visión beatífica” (scientia visionis).

Pero, por otra parte, Schell rechaza una concepción de la kénosis consistente en una elucidación progresiva en la conciencia de Jesús de su mesianismo y de su identidad divina. “La conciencia humana de Jesús como Hijo de Dios es un saber consumado y rico de inteligibilidad y sólo puede aclararse a partir de la iluminación completa de su alma humana, gracias a la íntima automanifestación de su yo divino y de su circumincessio en el Padre y el Espíritu Santo”[26].  Con esto Schell vuelve a acercase a una “scientia visionis”: Jesús conoce a Dios en la intimidad de la Trinidad y el plan divino de salvación desde siempre, por un influjo e iniciativa directa de Dios, pero como conocimiento a priori que se especifica a posteriori en la comprensión de las Escrituras.

Siguiendo a Schell, Von Balthasar hace coincidir en la encarnación la libre determinación de la decisión trinitaria previa, con la expansión de la misión y de la autoconciencia de Jesús. «Se puede decir entonces que Jesús desde el principio en su destino conocía también su identidad como Hijo de Dios (como testimonia de modo suficiente el carácter único de su relación al “Abba, Padre”), pero que no era consciente de esta identidad más que gracias a la tarea que le era comunicada por el Espíritu y que excluía (al menos de cuando en cuando) una “visión beatífica” de Dios”[27]. La conciencia filial de Jesús, inseparable de la conciencia de su misión, es im-pre-pensable en un sentido cualitativamente único. Pues, siendo inherente a la universalidad de su misión, ella se explicita en relación suya, aunque en última instancia no dependa de ella.

En esta perspectiva de la misión, es posible una amplia posibilidad de conocimientos de Jesús (conocimiento profético, obediencial, místico) atingentes a la acción salvífica de Dios en el mundo y también la posibilidad de ignorancia, como la famosa de Mc 13,32.

Tratándose de la libertad de Jesús, resulta esencial, pero aquí todavía más, lo dicho acerca del carácter im-pre-pensable de su conciencia de misión. Porque es a este propósito que el hombre Jesús aparece en la historia humana como una decisión divina y ajena, que él nada más ratifica a lo largo de su existencia, o puede efectivamente con su libertad humana hacer valer el legítimo privilegio de una decisión personal (como afirma la ortodoxia desde el conflicto monoteleta).

Von Balthasar precave de representarse la decisión salvífica de la Trinidad y la decisión de Jesús como si entre ambas se diera una sucesión cronológica, un antes y un después. Más bien habría que pensar en el fenómeno de la inspiración. No en la falsa teoría de la inspiración según la cual los profetas han podido ser simples instrumentos pasivos del Espíritu Santo. Sino al modo de la inspiración artística. «Nunca un artista es más libre que cuando no tiene (ya) que elegir vacilando entre distintas posibilidades creadoras, sino que está (como) ‘poseído’ por la verdadera idea que por fin se le ofrece y sigue sus órdenes imperiosas; si su inspiración es auténtica, nunca llevará más claramente su obra un sello tan personal»[28].

Esta analogía «puede enseñarnos que Jesús, al captar y al ir dando forma a su misión, no está prestando obediencia a ningún poder extraño. El Espíritu Santo que le inspira es no sólo el Espíritu del Padre (con el que el Hijo es ‘uno’) sino también su propio Espíritu. Y si su misión es im-pre-pensable, lo es igualmente respecto a su propio y libre haber-captado-desde-siempre su misión”[29]. Su misión desde siempre era la suya. No en el sentido que estaba ya lista y prefabricada y que él nada más le tocaba montarla, «sino que era suya en el sentido de que él debía configurarla por sí mismo y con toda su libre responsabilidad e incluso en el sentido de que en un aspecto verdadero debía inventarla»[30].

Todavía más. Jesús en su vida terrena no está en comunicación con «Dios» (el trinitario) sino con su Padre. Su misión la recibe del Padre por el Espíritu. No hay dos decisiones coordinadas cronológicamente, la del Hijo desde la eternidad y la humana en el tiempo. «La decisión eterna del Hijo incluye en sí la temporal, y la temporal aprehende la eterna como la única que interesa. Pero la eterna no está dictada por el Hijo en soledad, sino que es siempre trinitaria; en ella se conserva la jerarquía de las procesiones trinitarias…»[31]. Así el Hijo hecho hombre no capta su propia voluntad como Dios, sino como la voluntad de su Padre y asimilando la voluntad de su Padre capta su propia identidad de Hijo eterno.

Pero, al no contemplar al Padre en visio beatifica, sino que su voluntad le es representada en el Espíritu, Jesús puede experimentar la tentación. No como desconfianza en su misión o como indiferencia a quererla o no quererla. «La ‘capacidad de pecar’ no pertenece a su libertad»[32]. Jesús se mantiene en su misión. Pero debe buscar en libertad las particularidades que la realizan, dándose la posibilidad de considerar la «evitación del ‘camino de abajo’, de la humillación y del fracaso terreno como un atajo hacia la meta o como algo humanamente digno de ser tenido en cuenta o incluso como algo atrayente»[33]. El mérito de su obra tiene que ver con su obediencia a su Padre en esta particular situación de tener que evaluar «los valores parciales que se le ofrecen a la luz de la totalidad de su misión, de la voluntad del Padre»[34], pero que sólo brillan en el interior de su libre y plena disponibilidad, indicándole seguir siempre el camino más difícil, camino que no le es posible cumplir por anticipado. De este modo Jesús se constituye para nosotros en modelo de paciencia, de esperanza y de fe.

II. El misterio pascual: quicio de la libertad de Cristo

El tratamiento tradicional del tema de la libertad de Cristo no es sistemático, por cuanto se restringe a la libertad de Jesús de Nazaret, siendo que el Cristo libre por excelencia es el resucitado. La libertad de Cristo también se extiende, y sobre todo, a la liberación definitiva que experimenta el Cristo crucificado en sí mismo por el hecho de triunfar sobre el pecado y la muerte, y a la liberación que desde entonces ejerce el resucitado sobre el cosmos hasta doblegar todas las dominaciones y fuerzas del mal. Pero este dato tan importante sobre la libertad de Cristo no es desarrollado por los autores directamente. Los teólogos vinculan el tema de la resurrección de Cristo al de su libertad, pero como un efecto entre otros y no como una gracia mayor que requiere atención aparte y sistemática. En adelante solamente esbozo lo que estaría en juego en un planteamiento de este tipo.

En esta perspectiva, el Misterio Pascual es el quicio de la libertad de Cristo, tanto en el orden de su ser  (óntico) como en el del conocimiento de su ser (ontológico). En el orden del ser de Cristo, el misterio pascual supone la historia del Jesús terreno, el Hijo hecho hombre, en cuanto camino de liberación e historia de su libertad. El misterio pascual es la cúspide de la libertad de Jesús. Pero, además, es su principio por cuanto, a partir de la resurrección Jesús radicaliza su influjo, a modo de gracia, en la obra pendiente de  liberación de la historia universal del sufrimiento, del pecado y de la muerte. La libertad de Cristo no se agota en el itinerario de Jesús de Nazaret hasta la cruz o, dicho de otra forma, en el envío del Hijo en obediencia a su Padre hasta la muerte. Todo esto es condición y antecedente histórico de la libertad escatológica que Cristo obtiene en la resurrección, la que “ya” ahora es para sí y para nosotros liberación, aunque “todavía no” verifique todo su alcance cósmico. En otras palabras, la historia de Jesucristo está incompleta mientras su libertad vencedora de la muerte no sea también nuestra plena libertad, mientras nuestra libertad, alentada por la promesa de la resurrección futura y ungida por el Espíritu del hombre libre, no se atreva a hacer su propia historia en esperanza y con creatividad. La libertad de Cristo se frustra, en cambio, en la falta de originalidad de los cristianos, en el fatalismo histórico o en la evasión de la historia.

Pero el Misterio Pascual es también, y en primer lugar, el quicio del conocimiento de la libertad de Cristo. Nada sabríamos de ella fuera de la confesión que de ella hace la Iglesia, tras experimentarlo en Pascua vivo y liberador.  Sin la experiencia eclesial de la libertad de Cristo la libertad del Jesús terreno sería ininteligible. Carecería de todo sentido. Sería la historia del fracaso de la libertad y, en el mejor de los casos, una epopeya romántica de frutos románticos, hermosos pero precarios. Incluso la misma resurrección de Jesús se convierte en un concepto hueco si ella no fuera experimentada como la causa eficiente y final de nuestra propia libertad. El conocimiento de la libertad de Cristo proviene de la experiencia pascual tanto en el caso de la Iglesia primitiva como en el de la Iglesia contemporánea, y no llega a su integridad y razón de ser más que a través de una mediación recíproca. La misma expresión “libertad de Cristo”  importa un feliz doble sentido: ella remite a la libertad de Jesús resucitado y a la libertad de los cristianos, dos tipos de sujetos distintos, pero una misma libertad que en el caso de Cristo se tiene como propia y alcanzada, y en el nuestro como recibida y por recibir hasta que Cristo sea todo en todos.

En este sentido, la reflexión que procede de la experiencia de liberación actual del resucitado arrojará luz sobre la libertad de Jesucristo, corrigiendo la concepción de esta libertad proveniente de la perspectiva encarnacionista y metafísica, perspectiva que está condenada a repetir la incompatibilidad de la libertad infinita (divina) con la libertad finita (humana), sea en el caso del monofisismo que hace prevalecer el carácter trascendente de la libertad de Cristo en perjuicio de su historicidad, sea en el del nestorianismo que por salvaguardar su carácter histórico postula su separabilidad de Dios. Ambas herejías cristológicas son causas remotas del ateísmo contemporáneo, en la medida que hacen competir en Cristo, y en nosotros, a Dios con nuestra humanidad, en vez de mediar a fondo lo uno y lo otro. Pero la Encarnación, más allá de su conceptualización teórica, es radical e irreversible: no es posible concebir nuestra libertad al margen de la libertad del hombre que se dio en la cruz hasta el extremo; pero tampoco es posible concebir la libertad de Jesucristo sin experimentarlo resucitado, verificando su resurrección en la acción de su Espíritu como liberación actual del mal y de la muerte.

El Misterio Pascual, sin embargo, no sólo es principio de conocimiento de la libertad de Cristo gracias a la experiencia del resucitado. Desde entonces la experiencia del evento escatológico cualifica la historia humana de un modo radicalmente nuevo, pues la fecunda de esperanza. La Iglesia primitiva no solamente creyó que el crucificado había sido exaltado y en la actualidad ejercía su señorío por la acción de su Espíritu, sino que también la comprometía activa y creativamente en la espera de la parusía de su Señor, anticipando con su libertad el advenimiento definitivo de su Reino. ¿Qué es la libertad de Cristo? Una verdad escatológica que aún está por convertir la historia del hombre y del cosmos en la historia querida por el Creador, el Padre de Jesucristo. En consecuencia, la libertad de Cristo está aún por conocerse.

De no considerar que Cristo es no sólo la causa eficiente de la libertad de la Iglesia, sino también su causa final, es posible prever en el cristianismo desviaciones lamentables. A semejanza del Jesús hierático y triunfante a priori de la óptica encarnacionista, la mera presentización de la resurrección de Cristo hace posible imaginar que algunos cristianos pretendan excusarse del pasado y eximirse del futuro, desembocando en la abstracción liberal que en la teoría reduce la libertad a la omnipotencia y en la práctica naturaliza su propia historia, incluidos sus hechos más atroces.  Si la libertad de Cristo no es también la causa final de la libertad humana, si el sentido de la libertad deja de ser el Reino que está por llegar y que llega en la progresiva liberación del mal, la pura mediación presente de su virtud termina en la ilusión liberal que olvida que Cristo ha llegado a ser Señor porque primero ha sido Siervo; que no hay libertad humana auténtica sin que el hombre ungido por el Espíritu haya hecho suya la historia humana, con tiempo y desde su reverso, cargando pacientemente con las consecuencias nefastas del abuso del poder. El Reino escatológico es el lugar de los hijos de Dios, no el lugar de los esclavos; pero el Reino se verifica porque el Hijo se ha hecho esclavo para que los esclavos lleguen a ser hijos.  La cruz de Cristo es inherente a la llegada del Reino de la libertad de los hijos de Dios. Si la consideración de la libertad de Cristo no incorpora a fondo el dato de su suma impotencia, será inevitable que se establezca una vez más un nexo causal entre la omnisciencia y omnipotencia del Hijo encarnado, y la prepotencia de la Iglesia. Si no se admite que la libertad de Cristo también se elabora en la paciencia de Dios, la impaciencia eclesiástica urgirá la resolución de la historia antes de tiempo y de cualquier manera: como fuga del mundo, cuyo revés se expresa siempre en sacralizaciones varias de cosas y hechos mundanos inmaduros; como exigencias morales abstractas que no tienen cuenta del crecimiento de la libertad humana concreta; o como identificación lisa y llana de la Iglesia con el Reino, y en autocomplacencia.

Reconozco en buena parte de esta reflexión la influencia del ensayo de Paul Ricoeur titulado “La libertad según la esperanza”[35]. Ricoeur asume el pensamiento de Moltmann, que piensa la resurrección en una perspectiva escatológica, destacando que ésta es sobre todo un hecho futuro, en oposición a las religiones epifánicas que, como hace ver M. Buber, afirman la presencia de Dios en la naturaleza, acabando en la idolatría. El judaísmo y aún más el cristianismo al concebir la promesa como resurrección, esperan la irrupción de Dios en un futuro que el hombre apura con su acción histórica. Afirma Ricouer: “El ‘ya’ de la resurrección agudiza el ‘todavía no’ de la recapitulación final. Pero este sentido nos llega enmascarado por las cristologías griegas, que convirtieron la encarnación en la manifestación temporal del ser eterno y eternamente presente, disimulando así la significación principal, a saber, que el Dios de la promesa, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, se ha aproximado, se ha revelado como Aquel que viene para todos. Así, enmascarada por la religión epifánica, la resurrección ha llegado a ser la garantía de toda la presencia de lo divino en el mundo presente”[36].

Ricouer se interroga: “¿Qué es la libertad según la esperanza?”. Responde: “es el sentido de mi existencia a la luz de la resurrección, es decir, reubicada en el movimiento que hemos llamado el futuro de la resurrección de Cristo. En este sentido, una hermenéutica de la libertad religiosa es una interpretación de la libertad conforme a la interpretación de la resurrección en términos de promesa y esperanza”[37]. Este es el núcleo “kerigmático” de la libertad según la esperanza.

Si el valor de la exposición de Ricoeur estriba en rescatar el “todavía no” de la resurrección y de la libertad, se echa de menos sin embargo la valoración del “ya” de la liberación del pecado y de la muerte, como condición de una praxis histórica que pretenda no pisarse los talones. Al menos para los católicos, la gracia de la libertad proveniente del Misterio Pascual no es un don meramente futuro y extrínseco, sino que irrumpe en la sede del pecado, la voluntad humana, sanándola para que una vez más se haga cargo de la historia.

Esto no obstante, la reflexión de Ricoeur aumenta en riqueza en la medida que desentraña el kerigma fundamental de la libertad según la esperanza, a partir de sus expresiones psicológicas, éticas y políticas.

En la Escritura es posible detectar, en términos psicológicos, una elección en favor o en contra de la vida (Dt 30, 19-20). El Bautista y el mismo Jesús exigen una decisión. Pero una interpretación existencial de esta elección corre “el riesgo de reducir el rico contenido de la escatología a una suerte de instantaneísmo de la decisión presente, a expensas de los aspectos temporales, históricos, comunitarios, cósmicos contenidos en la esperanza de la resurrección”[38]. Ricoeur adopta la fórmula de Kierkegaard de la pasión por lo posible como la mejor expresión de una libertad según la esperanza. Con ésta será posible apartarse de todo helenismo que, como las religiones epifánicas, subraya en Dios que “El Es” en perjuicio de la noción de Dios como “El viene”, propia del judeo-cristianismo. En esta distorsión de la idea de Dios, ve Ricoeur la desviación hacia una ética del eterno presente, típicamente estoica y latente por diversas vías en la filosofía contemporánea, la cual incorpora la contradicción entre, por una parte, un desprendimiento de lo pasajero para refugiarse en lo eterno y, por otra, “un consentimiento sin reservas al orden del todo”[39]. Contra el primado de la necesidad, la esperanza, en cambio, en tanto pasión por lo posible, se expresa en términos psicológicos como imaginación creadora de lo posible.

En términos éticos, la libertad consiste en un escuchar y obedecer: es un “seguir”. La Ley se subordina a la promesa, “la Ley impone (gebietet) lo que la promesa propone (bietet)”[40]; pero después de la resurrección es ésta, y no más la Ley, el signo de la efectividad de la promesa. Entonces la nueva ética, contraria a la ética del deber, puede llamarse ética del “envío”, porque la promesa encierra una misión. “En el envío, la obligación que compromete el presente, procede de la promesa y abre el porvenir”[41]. Este es el equivalente ético de la esperanza, así como su equivalente psicológico lo es la pasión por lo posible. La ética del envío, alejándose de las interpretaciones existenciales, tiene implicancias comunitarias, políticas y aun cósmicas, que la decisión existencial, centrada en la interioridad personal, tiende a ocultar”[42]. Y continúa la cita: “Una libertad abierta a la nueva creación está menos centrada en la subjetividad, en la autenticidad personal, que en la justicia social y política; llama a una reconciliación, que exige ella misma inscribirse en la recapitulación de todas las cosas”[43].

En una ulterior caracterización de la libertad según la esperanza, Ricoeur desarrolla dos aspectos suyos, ambos cristológicos, uno reverso del otro. A saber, las fórmulas paulinas del “a pesar de…” y el “cuanto más…” (Rom 5,12-20). Es inherente a la libertad que pertenece al orden de la resurrección afirmarse como una apuesta contra la muerte. Es decir, la libertad cristiana incorpora en sí misma el hiato entre la muerte de Cristo y su resurrección, cuando ella contradice la realidad actual encaminada a la muerte y procura el futuro “a pesar de…” de la muerte, descifrando los signos de la resurrección. “Pero el desafío a la muerte es a su vez la contrapartida o el revés de un impulso de vida, de una perspectiva de crecimiento, que viene a expresar el cuanto más de San Pablo”[44]. La libertad según la esperanza incluye esta lógica del excedente y del exceso que, por una parte es locura de la cruz y, por otra, sabiduría de la resurrección. “Esta sabiduría se expresa en una economía de la sobreabundancia, que es necesario descifrar en la vida cotidiana, en el trabajo y el ocio, en la política y en la historia universal. Ser libre es sentir y saber que se pertenece a esta economía, estar ‘como en casa’ en esta economía”[45].

En la medida que la libertad así entendida se abre a la espera de la resurrección universal, ella se distancia aún más de la interpretación existencial de la libertad.

III. Mediación histórica de la libertad de Cristo

Una tercera aproximación al tema, la más difícil de todas, es la que intenta verificar la libertad de Cristo en un contexto histórico, cultural y eclesial determinado. Pudiera hablarse aquí de “libertad cristiana” a secas. Esta aproximación pretende mediar la libertad de Jesucristo, Jesús histórico y Cristo de la fe, con lo que la humanidad situada en un contexto preciso entiende por libertad.

Al decir “mediar”, se quiere evitar dos discursos aparentemente cristianos. No se trata de poner la etiqueta de cristiano a cualquier discurso sobre la libertad, simplemente por darse una identificación terminológica de ésta con el bien más preciado del cristianismo. La asunción ingenua que la Teología de la liberación ha hecho del concepto de praxis marxista, en este sentido, ha reducido la libertad cristiana a su pura capacidad de cambio de estructuras, en perjuicio de la originalidad y creatividad personales. Tampoco puede ser cristiana la mera oposición de un discurso teológico sobre la libertad de Cristo al concepto secular de libertad por el hecho de provenir éste de un mundo que se constituye autónomamente. El rechazo indistinto que sectores eclesiásticos hacen de la modernidad paradójicamente se traduce en una evangelización que, por una parte, critica al mundo y se fuga de él y, por otra, lo avala y, sin confesarlo, se aprovecha de él.

Al mediar la libertad de Cristo con las búsquedas de libertad y liberación del mundo contemporáneo se pretende, en cambio, acoger la creatividad de Dios prolongada en toda cultura humana, corrigiendo sus distorsiones y plenificándola a partir de la libertad auténtica revelada en el Misterio Pascual. Lo que se trata en definitiva es de articular cristológicamente la libertad humana en vista a verificarla en la práctica histórica como liberación de todo tipo de abuso del poder y como experiencia de gozo fraternal por la participación común en la filiación de Jesús.

En la mediación de la libertad de Cristo se juega la relevancia de su virtud y la pertinencia de su concepto. Ella depende en última instancia de una experiencia del resucitado como liberador, pero exige también aclarar téoricamente tanto su alcance escatológico como su relatividad concreta a la historia actual que la reclama. En este sentido, la noción de libertad cristiana que se espere alcanzar no podrá ser sino provisoria. Lo que interesa no es el concepto de libertad de Cristo de una vez para siempre sino por una sola vez; la vez que su elucidación sea necesaria en orden a suscitar una historia siempre nueva y mejor.

La mediación alcanzará este objetivo al superar la tentación de aplicar un concepto abstracto de la libertad de Cristo a la vida de los cristianos. Una tal mediación no tendrá lugar mas que por el largo camino recomendado por Ricouer para establecer qué entienden las ciencias modernas por libertad, como presupuesto de una reflexión filosófica con la cual la teología tendría que dialogar[46]. Sin este diálogo la teología corre el riesgo de permanecer en la ininteligibilidad y el esoterismo de su lenguaje y, peor aún, el de respaldar de un modo fundamentalista no el ejercicio, sino el abuso de la libertad. Este “camino largo”, sin embargo, supera por completo las posibilidades de esta ponencia.

En adelante nada más se ofrecen, a mano alzada, algunas consideraciones generales sobre el contexto próximo que hoy por hoy demanda a la teología reformular su concepto de libertad de Cristo. Nos situamos en América Latina. A partir del discurso sobre la liberación que ha tenido lugar en América Latina los últimos treinta años, establecemos algunos supuestos histórico-culturales y teológicos de la mediación buscada.

1.- La pista liberacionista latinoamericana

La Teología de la liberación latinoamericana plantea la cuestión de la libertad en términos de escándalo: ¿cómo es posible que en América latina, continente en que se concentra la mayor parte de los católicos del mundo, la injusticia social sea la causa de la pobreza y opresión de la inmensa mayoría de su población? América Latina obliga a pensar la libertad de Cristo en la perspectiva de un mundo no libre, pero que lucha por su liberación.

Recientemente Juan Noemi y Fernando Castillo en su obra común Teología latinoamericana, recogen la hebra de un debate inconcluso[47]. A continuación seguimos, en la óptica que más nos interesa, el curso de sus reflexiones.

Según Noemi, la Teología de la liberación, bajo la inspiración del Concilio Vaticano II, ha pretendido ser  “teología de la historia”. Esta es en última instancia la intención de la definición que G. Gutiérrez ha dado de la Teología de la liberación como “reflexión crítica de la praxis histórica a la luz de la fe”. Pero los tres tópicos en torno a los cuales se articula el pensar ni son desarrollados con suficiente rigurosidad ni parecen bastar por sí mismos. La Teología de la liberación ha asumido acríticamente el concepto marxista de praxis; cuesta entender cómo los pobres puedan ser exclusivamente los depositarios y los gestores del futuro; y, por último, no se entiende que la verificación de la trascendencia en la historia sea reductible a los socio-económico y a lo macro-político.

Noemi rescata de esta teología su interés inédito por “asumir lo latinoamericano no como un accidente sino como un antecedente de la teología”[48]. Pero descarta que la aproximación a “los signos de los tiempos”, a la propia vivencia y experiencia cristiana, pueda ser captada solamente mediante el recurso a las ciencias sociales. Antes bien, exige el desarrollo de una filosofía latinoamericana que pueda dar cuenta de las intuiciones más profundas escondidas en la cultura y particularmente en la riquísima literatura latinoamericana.

Tres son los desafíos -según Noemi- que la teología latinonamericana tiene por delante: historicidad, catolicidad y creatividad.

La Teología de la liberación ha asumido el desafío de anunciar el mensaje de Jesús como buena nueva para una situación histórica concreta desgarradora. Pero no es claro que el latinoamericano tenga de hecho experiencia histórica de su vida, es decir, que se sepa sujeto activo de la constitución de su existencia entre un pasado ya dado (e influyente) y un futuro todavía por hacer (y que no se le imponga sin más). Lo corriente es que haya sido espectador pasivo y objeto de la historia (como queda manifiesto en Cien Años de Soledad). Lo que está pendiente para la teología es “testimoniar y dar razón de un Dios que es evangelio precisamente al hacer suya, en concreto y desde dentro, la historia de todos y de todo el hombre”[49]. Un segundo desafío, estrictamente relacionado con el anterior, es el de la catolicidad. Para superar el doble vicio del concepto como “imperativo abstracto de universalidad” y como mera extensión sociológica de la Iglesia, es preciso recordar que la auténtica catolicidad tiene dos fuentes: un único Dios y toda la humanidad a la cual este Dios se ofrece plenamente en Jesucristo, no como destinataria pasiva sino culturalmente activa e histórica. El desafío de una cristianismo enraizado en todas las culturas, pero sin perjuicio de ellas, es hoy más apremiante que nunca. Las exigencias de las últimas Conferencias Episcopales Latinoamericanas (Puebla y Santo Domingo) pretenden mediar evangelio y cultura. Una teología latinoamericana que realmente quiera responder a este desafío deberá evitar todo provincialismo. No podrá, por ejemplo, negar su dependencia cultural occidental y europea, pero tampoco cerrarse a un cambio cultural futuro que interpela a nuestra creatividad e inteligencia.

Tercero, el imperativo de creatividad en que desembocan los anteriores, recupera, asume y actualiza la fe en Dios-Creador. Pero no en el mero sentido objetivo de salvar la continuidad entre el Dios Salvador y el Creador por la concepción de una misma historia de salvación. Sino sobre todo como recuperación positiva del hombre mismo, imagen de Dios, en cuanto sujeto capaz de creación. Pues sucede que, si la fe en Dios Creador no considera al hombre como criatura creadora, prevalece entonces la tentación de contraponer burdamente a Dios y al hombre, a la Iglesia y al mundo, al evangelio y la cultura. Por el contrario, urge concebir a Dios como condición de posibilidad de la subjetividad humana; establecer una relación dialéctica positiva entre la Iglesia y el mundo; y verificar el evangelio en la cultura como “civilización del amor”.

Fernando Castillo prolonga la reflexión de Noemi, buscando un concepto de historia como obra de Dios y de los hombres. Un proyecto así de complejo exige, por una parte, aclarar las tensiones propias de la historia en su mundanidad característica, para luego dar razón de cómo es posible sostener que una tal historia pueda ser en primer lugar historia de Dios, sin que este recurso a Dios perjudique su originalidad humana, sino que sea la condición precisa de su perfectibilidad.

Castillo, estableciendo las tensiones que articulan la historia, descarta que ella sea obra de la fatalidad. Paradójicamente la historia se caracteriza por ser “relativa” (condicionada y transitoria), pero de valor “absoluto” (en ella se verifica lo real y el sentido de las cosas); ella proviene de la “libertad” del sujeto que es capaz de crear sus relaciones sociales, pero también de la “necesidad” con que éstas regulan su propio comportamiento; más precisamente, proviene de la “praxis”, del trabajo por el cual el ser humano se hace a sí mismo y constituye su mundo, así como de las “estructuras” antecedentes cuyas leyes de funcionamiento y transformación los sujetos nada más reproducen.

En tales condiciones, Castillo pone en cuestión la posibilidad de hablar de un contexto latinoamericano único y de un sujeto latinomericano único. La pregunta por un “identidad latinoamericana” es un asunto de difícil resolución. ¿Quién podría ser el sujeto de la liberación? ¿El “pueblo”, “el pueblo oprimido y creyente”, “los pobres”? Castillo declara a la Teología de la liberación en doble crisis: crisis del contexto estructural y crisis del sujeto o de los sujetos de la liberación. La “globalización” en curso dificulta aún más lo que desde un comienzo fue difícil de sostener.

Pero la fe en el Dios que se revela en la historia, sin embargo, abre nuevamente la posibilidad de hablar de una historia latinoamericana. La revelación divina, la Palabra, tiene una estructura histórica, llama a hacer historia en tanto confronta la historia humana con lo definitivo, con Dios, sujeto último de la historia en tanto historia de salvación y libertad. “Para la fe cristiana, lo plenamente definitivo en la historia es Jesucristo. La historia de Jesucristo arroja esa luz que permite discernir lo auténticamente liberador en la historia humana”[50]. Jesucristo “es la clave de la historia de la libertad”[51].

La historia de Jesús hace posible reconocer otra historia humana, la historia del sufrimiento de toda la humanidad (y no sólo de América latina), como reverso de la historia del “progreso” . La historia no es simplemente la sucesión de logros humanos, ni siquiera cuando éstos han sido emancipatorios en el plano individual y social. La misma modernidad que actúa con esta noción de historia ha sido causa de un reguero de víctimas, los vencidos y los marginados. Que los pobres sean sujetos de la praxis histórica es una afirmación teológica –no es moral ni sociológica ni política-, que hunde sus raíces en la Cruz de Cristo, lugar donde fragua la verdadera historia de Dios con los hombres en tanto historia de liberación. La praxis histórica es, en definitiva, un “misterio” que tiene un aspecto activo (acción) y una dimensión “páthica” (pasión). “La praxis de liberación se articula desde la solidaridad con los que sufren”[52].

En fin, según Castillo, Dios interpela la historia humana a través de los “signos de los tiempos”, signos históricos que en última instancia escapan no sólo a la percepción de las ciencias sociales, sino también a las aproximaciones narrativas y filosóficas. Ellos reproducen como seguimiento de Cristo y como comunidades cristianas que buscan la vida a través de sus prácticas de liberación, el signo escatológico por excelencia que es Jesús y su praxis mesiánica en favor el Reino.

2.- Supuestos de una mediación histórica de la libertad de Cristo

La pista latinoamericana arroja luz para establecer algunos supuestos para la mediación histórica del concepto de la libertad de Cristo.

a) Supuesto histórico-cultural

La mediación del concepto de la libertad de Cristo ha de tener en cuenta y formularse en atención a esta doble condición de la humanidad de ser a la vez histórica y cultural, y no mera “naturaleza” (fusis) hipostaseable en la “persona” divina del Verbo. La libertad de Cristo no puede oponerse indistintamente al hecho de que el hombre se hace a sí mismo con el tiempo y a partir de su propia tradición, antes bien debiera auspiciar este despliegue, corrigiendo su tendencia a encierros que se expresan en manipulación cultural y abuso de poder.

1. Historia de la cultura

La cultura tiene una historia. La humanidad en su conjunto y cada ser humano en particular tiene una génesis biológica, psicológica y social, una pre-historia que se convierte en historia propiamente tal sólo cuando surge un espíritu que se apropia de estos condicionamientos y determinismos y actúa con ellos y más allá de ellos. La cultura es la historia de la libertad; la historia de sujetos y colectividades que, evolucionando en conciencia y voluntad, superan en el tiempo lo meramente dado e incluso sus propias elaboraciones, en vista de un destino mejor.

Algunos podrán negar la libertad, reduciendo al ser humano a su química o a estructuras de funcionamiento psíquicas y sociales antecedentes. Sin embargo, la cultura no avanza sino bajo la hipótesis de la libertad. No es posible a la cultura humana dar paso adelante alguno si a ésta no le es posible discernir el bien que la orienta (escogiéndolo) y el mal que la degrada (repudiándolo). Pero la bondad o maldad cultural no se establece a priori sino a posteriori, siendo siempre relativa a la circunstancia precisa de una libertad que se abre un futuro entre tantos elementos que la constriñen y radican en un pasado material y moral influyente o esclavizante.

La cultura tiene una historia sinuosa. No todo ser humano llega a ser libre ni cultura alguna está exenta de involucionar a niveles variados de barbarie. De suyo la tradición cultural es para las generaciones sucesivas, al mismo tiempo, condición de crecimiento y causa de opresión.

La “globalización” en curso en nuestra época constituye un desafío mayor al pensamiento de la libertad cristiana, toda vez que la interacción cultural obliga a relativizar lo que las diversas culturas han creído ser el mejor modo de estar en el mundo. El imperativo es imaginar un nuevo orden, bueno y justo para todos.

2. Cultivo de la historia

Si ya para los griegos “el hombre es la medida de todas las cosas”, desde la modernidad se nos ha hecho aún más claro que el mundo que el ser humano tiene por delante es un mundo histórico, es decir, un mundo suyo, hechura de su libertad. Aun cuando pueda discutirse hasta qué punto la “naturaleza” sea reductible a la modificación humana, hoy por hoy tenemos la firme impresión que la ciencia y la técnica pueden alterar significativamente la naturaleza. El mundo humano es producto del trabajo del hombre. No sólo su propia naturaleza es histórica, sino que su vocación es historizar la naturaleza del mundo que lo alberga.

Pero, ¿cómo es la praxis que de veras hace historia?  La misma modernidad ha caído en la cuenta que la libertad no es un dato obvio. Las ciencias modernas han puesto al descubierto los mecanismos psico-sociales que soterradamente orientan, cuando no suplantan, cualquiera decisión humana libre.

Fernando Castillo afirma: “La praxis histórica está enmarcada y condicionada por sus propios resultados acumulados. La libertad del sujeto, que es consustancial al concepto de praxis histórica, queda bajo un signo de interrogación”[53]. Marx simplemente niega la libertad a la historia humana. Levi-Strauss piensa el conjunto de condiciones que regulan la conducta humana en términos de “estructura”, es decir, “sistema”: conjunto de elementos en el cual la modificación de uno de ellos altera a todos los demás. Se supone que las estructuras tienen “leyes” propias de funcionamiento e incluso de autotransformación. En esta óptica la praxis es vista como el resultado de una estructura. El estructuralismo craso niega todo espacio a la libertad del sujeto respecto de su propia praxis y de su historia. Castillo rechaza un paso en falso que da el estructuralismo cuando, al relacionar la “historia” con su “logos”, no sólo le otorga primado al “logos” en el plano del conocimiento (epistemológico) sino también en el del ser (ontológico).

Desde un punto de vista psicológico la praxis se revela todavía más compleja. El psicoanálisis freudiano como ciencia y terapéutica del sujeto y sus deseos parece asentarse sobre la convicción de un determinismo psíquico que invalidaría todo discurso sobre la libertad humana. Según Juan Pablo Jiménez en la extensa reflexión de Freud hay muchos elementos para afirmar que “los fenómenos psíquicos no son ni arbitrarios ni caprichosos y que, de este modo, estos fenómenos están regidos por leyes mentales y por condiciones antecedentes tan estrictos que, los seres humanos, al igual que las cosas, son sujetos pasivos a merced de las fuerzas que operan en y sobre ellos”[54].

Sin embargo, el mismo Freud concibe el psicoanálisis como terapéutica de liberación cuya meta es aumentar la autonomía y el desarrollo de la iniciativa del paciente, de modo que “la capacidad de deliberar, el autocontrol y el poder de elección de la voluntad pasan a ser indicios de un yo maduro y sano”[55]. ¿Cómo se explica esta paradoja?

Sucede que, para Freud, el determinismo psíquico no consiste en otra cosa que sostener que todo fenómeno mental o conducta humana tiene una causa, que estos fenómenos no son azarosos ni arbitrarios. La novedad del psicoanálisis estriba en postular la existencia de razones inconscientes que, llevadas a la conciencia, permiten a su sujeto una actuación más libre. Dice Jiménez: “El yo, en sus aspectos conscientes e inconscientes, tiene a su disposición variadas razones para optar entre una u otra conducta. Lo que sí es claro es que esta opción se verá más restringida -y consecuentemente será menos libre- mientras más inconscientes sean los motivos en cuestión, mientras más fuerte sea la represión que los aleja de la conciencia. Esta situación se da, precisamente, en las neurosis y en las demás condiciones psicopatológicas”[56].

En fin, podemos concluir que la libertad de la praxis es una realidad psico-social sumamente concreta y compleja.

b) Supuesto teológico

De nada servirá, sin embargo, atender al contexto histórico y cultural si consideramos al mundo como una realidad extrínseca a Cristo y paralela a la acción liberadora de su Espíritu. Toda libertad depende en última instancia del Cristo paulino que ha muerto “por mí” y por cada persona querida singularmente por Dios. En sentido estricto, antes de Cristo no hay ni persona humana ni libertad auténtica. Ni el mundo ni la Iglesia se constituyen libremente más que a partir del Espíritu de Cristo resucitado que toca a cada ser humano en lo más hondo de su interioridad, sacándolo de la esclavitud de la generalidad al señorío de la originalidad. Ni la ciencia ni la teología podrán dar jamás cuenta del  amor irrepetible e impredecible de Cristo que hace de un ser humano común una persona humana irremplazable. Ellas podrán dar razón de las manifestaciones de la libertad, pero nunca preverla o predestinarla.

1. Espiritualidad e imaginación

Si el quicio de la libertad de Cristo es el Misterio Pascual, la experiencia que un ser humano pueda hacer de esta libertad es la condición sine qua non de la historia en cuanto tal. Muchas son las experiencias de mundo en sus diversas concepciones del espacio y del tiempo; muchas son la experiencias de Dios mediadas en ellas; pero seguramente pocas puedan llamarse cristianas. La experiencia de la libertad de Cristo sitúa a los cristianos en la historia de un modo singular o, mejor dicho, de un modo radicalmente histórico.

La mediación del concepto de libertad de Cristo exige atender en primer lugar a la experiencia espiritual de los cristianos, a la obra en ellos de su Espíritu. Esta es punto de partida y punto de llegada de la libertad de Cristo. En tanto punto de partida, la experiencia espiritual de la libertad es condición de su conocimiento. Como dice Jon Sobrino, “conocer a Cristo es, en último término, seguir a Cristo”[57]. Este conocimiento, a su vez, se ordena a imaginar una historia diferente y a suscitarla de un modo responsable. En este sentido y en la perspectiva latinoamericana, Jon Sobrino exige a la cristología traducirse en una cristopraxis de liberación[58].

La categoría de Reino de Dios con toda su fuerza parabólica conserva su doble alusión a la historia como don de Dios y como tarea de la libertad humana. Tal vez la imaginación pueda soñar con otras categorías mejores para expresar la realización histórica que sueñan los cristianos. Sea cual sea, ella no debiera ser sólo liberación de la historia sino también creación de la historia. Liberación histórica y creación histórica son el anverso y el reverso de la libertad de Cristo. La Teología de la liberación ha criticado abundantemente la frustración de la historia humana a causa de la opresión y la injusticia, pero ha sido pobre en establecer el vínculo entre libertad y creatividad. Este desequilibrio la ha llevado o a recaer en el fatalismo que ella misma ha procurado erradicar o a respaldar proyectos de futuro muy poco originales e inviables. A las crisis de sujeto y de contexto mencionadas por Fernando Castillo, hay que sumar una crisis de imaginación.

Pero, aunque la experiencia espiritual de la libertad y la imaginación de un mundo libre son la raíz más importante de la mediación histórica de la libertad de Cristo, ésta sin embargo no se verificará como un bien universal más que por el “camino largo” reclamado por Ricoeur, integrando el saber que las ciencias humanas como la sociología y la psicología tienen que decir acerca de la libertad humana. En la medida que el Cristo cósmico conduce a toda la creación a su liberación definitiva, la razón humana también favorece el acceso a la libertad de Cristo por vías no religiosas.

2. “Necesidad” y “relatividad” de la Iglesia

La Iglesia ha sido querida por Dios como sacramento de la libertad de Cristo en el mundo y, en tanto querida, “necesaria”. Su presencia no es prescindible: ella hace presente al mundo el camino de la liberación y la libertad de Cristo, mediante el anuncio y la práctica de su Misterio Pascual, con su vida y con sus sacramentos. Es así que el mundo necesita de la Iglesia como necesita de lo que Dios ha establecido como necesario para su realización definitiva.

Sin embargo, esta “necesidad” de la Iglesia se cumple en una doble “relatividad”: la Iglesia es necesaria en tanto ella es “relativa” a la historia y cultura de la cual forma parte y “relativa” a Jesús y al Reino que la constituyen escatológicamente. En la medida que la Iglesia ignora esta “relatividad” fundamental, su presencia en el mundo es superflua pero no inocua.

Desgraciadamente en la práctica, la Iglesia ha sido factor de opresión. Razones para esto son a la vez prácticas y teóricas. La psicología contemporánea nos hace sospechar que las justificaciones teóricas responden a intereses de omnipotencia práctica. Ejemplos no faltan de casos en que la Iglesia ha negado la libertad humana dentro y fuera de ella. No es arbitrario imaginar que tales hechos tengan que ver con una insuficiente mediación del concepto de la libertad de Cristo.

No son necesarias muchas averiguaciones para constatar que la fe del pueblo cristiano tiene acentuados rasgos monoenergetas y monoteletas. ¿No es acaso una curiosa paradoja la imagen de un Cristo omnisapiente y omnipotente, por una parte, y, por otra, la de un Jesús inerme, pusilánime, que va obligado a una muerte que sella la fatalidad de su existencia? Posiblemente esta paradoja no sea sólo curiosa, sino también funcional a un modo de “hacer historia” no cristiano. El pueblo creyente en una amplia mayoría se identifica con el crucificado no para imitarlo en una discernida obediencia en el Espíritu a la voluntad de su Padre, sino con la esperanza de que Dios lo favorezca con su poder de hacer milagros. No extraña, en consecuencia, que una lucha por la liberación de la pobreza y la injusticia sea vista como pecado contra la resignación cristiana y no como inspiración de un Cristo auténticamente liberador.

La Iglesia es relativa al mundo para bien y para mal. La Iglesia promueve en el mundo la libertad de Cristo si reconoce que la mundanidad le es inherente. Ella sólo es factor de libertad en tanto arraiga en un contexto histórico y cultural determinado. Encarnada en el mundo, la Iglesia conoce la libertad de Cristo como un proceso de liberación de lo que el mundo tiene en ella de pecado. Cristo libera en la Iglesia el pecado del mundo, pero no la libera del mundo simplemente. La mundanidad en su autoconstitución correspondiente, ha de ser asumida y rectificada por la Iglesia en el camino de la libertad, pero jamás suprimida. La historia próxima del occidente cristiano permite suponer que la Iglesia no hará de este mundo un mundo más libre si no hace suyos los requerimientos y posibilidades de la modernidad. Pero tampoco si ella no representa el modo de estar en la historia de los excluidos de todos los tiempos, los pobres y las víctimas del abuso de la libertad en general.

La Iglesia cumple lo anterior siendo “relativa” al Reino de Dios. La Iglesia actualiza el Reino y, sin embargo, no lo agota en el tiempo histórico ni en la creatividad cultural que él exige de toda la humanidad. El Reino hace que la santidad de la Iglesia consista en su conversión a la libertad creadora de Cristo. La verificación del Reino en la Iglesia la levanta en el mundo como constructora de la “civilización del amor” que surge, a su vez, como negación precisa de toda forma de opresión. Sólo en la medida que la Iglesia conserva una distancia dialéctica y escatológica con el Reino, distancia debida en parte a su mundanidad original y en parte al amor de un Cristo que libera incluso más allá de sus fronteras, la Iglesia evita la tentación de la autoconstitución triunfalista, sectaria y pelagiana. Sólo así la Iglesia es católica y sacramento de libertad.


* Este artículo fue publicado en “La libertad de Cristo”, Teología y vida, Vol. XL (1999) 110-134

[1] Sergio Zañartu Historia del dogma de la Encarnación desde el siglo V al VII, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago 1994, 82.

[2] O.c.,  82-83.

[3] Esta distinción equivale a comprender a Cristo en las categorías tomistas de esencia y existencia, por cuanto la encarnación del Hijo habría significado asumir nuestra esencia humana en su integridad, otorgándole en su caso una existencia que no tendría de suyo.

[4] Ep 19, PG 91,593A.

[5] J. Dupuis, Introducción a la cristología, Verbo Divino, Pamplona 1994.

[6] O.c.,  182.

[7] O.c.,  183.

[8] O.c.,  186.

[9] O.c.,  205.

[10] O.c.,  214.

[11] O.c.,  215.

[12] O.c.,  228.

[13] C. Duquoc, Jesús, hombre libre, Sígueme, Salamanca 1976.

[14] O.c.,  30.

[15] O.c.,  33.

[16] O.c.,  33.

[17] O.c.,  67.

[18] O.c.,  80.

[19] O.c.,  89.

[20] O.c.,  91.

[21] O.c.,  98.

[22] O.c.,  102.

[23] O.c.,  102.

[24] O.c.,  118.

[25] H. U. von Balthasar “La misión como criterio del conocimiento y de la libertad de Jesús”, Teodramática 3., Ediciones Encuentro, Madrid 1993,  180-189.

[26] O.c.,  183.

[27] O.c.,  184.

[28] O.c.,  186.

[29] O.c.,  186.

[30] O.c.,  186.

[31] O.c.,  187.

[32] O.c.,  187.

[33] O.c.,  188.

[34] O.c.,  188.

[35] Paul Ricoeur Política, sociedad e historicidad, Editorial Docencia, Buenos Aires 1986,  193-214.

[36] O.c.,  196.

[37] O.c.,  196-197.

[38] O.c.,  197.

[39] O.c.,  198.

[40] O.c.,  198.

[41] O.c.,  198.

[42] O.c.,  199.

[43] O.c.,  199.

[44] O.c.,  200.

[45] O.c.,  200.

[46] Paul Ricoeur, “Existence et herméneutique”, en Le conflit des interprétations, Éditions du Seuil, Paris 1969, 10;  “Une interprétation philosophique de Freud”, o.c,  169.

[47] Juan Noemi y Fernando Castillo Teología Latinoamericana, Centro Ecuménico Diego de Medellín, Santiago de Chile 1998.

[48] O.c.,  46.

[49] O.c.,  52.

[50] O.c.,  113.

[51] O.c.,  113.

[52] O.c.,  116.

[53] Juan Noemi y Fernando Castillo Teología Latinoamericana, o.c.,  106.

[54] Cf. en el mismo número de Teología y Vida,  11.

[55] O.c.,  6.

[56] O.c.,  8.

[57] Jon Sobrino, Jesucristo Libertador, Trotta, Madrid 1991,  57.

[58] Jon Sobrino “Cristología sistemática. Jesucristo, el   mediador absoluto del Reino de Dios”, en I. Ellacuría y J. Sobrino Mysterium Liberationis, Trotta, Madrid 1990, 575-599.

Libertad e igualdad cristianas

La fe cristiana empalma de lleno con la democracia en el plano de la libertad y de la igualdad. Pero el concepto que el cristianismo tiene de estas, impide las asimilaciones fáciles. El cristianismo puede por ello nutrir con sus nociones de libertad e igualdad el humus cultural en el que la democracia puede arraigar con fuerza.

Uno de los nombres de la salvación cristiana es el de libertad. «Para ser libres nos libertó Cristo» (Gál 5, 1), enseña San Pablo que ha comprendido que los cristianos extraen esta libertad de aquella igualdad con el Hijo que los constituye también a ellos en «hijos de Dios». En efecto, la Iglesia naciente no llamó a Jesús «Hijo de Dios» para probar en primer lugar su divinidad, sino para nombrar de la manera más exacta la nueva relación inaugurada entre Dios y los hombres. Fue la experiencia de filiación divina y de comunidad fraterna, experiencia de libertad e igualdad en Dios y ante Él, al modo de la experiencia que Jesús tuvo de Dios como Abbá, la que condujo a los primeros cristianos a llamarlo Hijo de Dios. Las posteriores declaraciones dogmáticas que aseguraron la identidad divina de Jesús en virtud de su filiación eterna, han debido tener como objeto principal salvaguardar la comunidad que nace de relaciones en libertad e igualdad en razón de un Dios reconocido como Padre de toda una familia humana.

La libertad e igualdad que los cristianos reclaman para sí y para las relaciones entre todos los hombres no son, en consecuencia, exigencias abstractas sino que tienen una historia, la de Jesús antes de la Pascua y la de Israel antes de Jesús. Esta historia las distingue cualitativamente de otros modos de concebirlas. Para ellos estas son el fruto, en última instancia, de una actuación histórica y salvífica de Dios en contra de males precisos que llaman esclavitud y humillación, pecado y muerte. Al margen de la conflictiva historia del judeo-cristianismo, la libertad e igualdad cristiana son ininteligibles.

El caso es que el fracaso de la Antigua Alianza por infidelidad del pueblo de Israel no impidió que Dios cumpliera su pacto. Los cristianos descubrirán en la Nueva Alianza sellada en su Hijo la posibilidad de una relación libre e igualitaria entre Dios y los hombres, y de estos entre sí, toda vez que el hombre Jesús, en obediencia libre a su Padre y uno en dignidad con El, para sanar la comunidad israelita y la comunidad en cuanto tal, asuma el pecado que la divide y la quiebra. Para que se cumpliera en él la profecía religiosa-política a David, fue necesario que Jesús entrara en conflicto con las interpretaciones de la ley mosaica que, en vez de vehicular la libertad y la igualdad de los israelitas, las negaban mediante un sistema de deberes y derechos que, en realidad, aseguraba privilegios y exclusiones.

A Jesús lo crucificaron porque, al minar este sistema, amenazaba la precaria subsistencia de Israel bajo los romanos. Pero, en contra de lo que pudo parecer, a los ojos de la fe la crucifixión no hizo fracasar su proyecto del reino de Dios, sino que constituyó la condición última y precisa de su advenimiento. La exaltación de Jesús resucitado a la derecha del poder de Dios bien puede considerarse, en primer lugar, un acto de la justicia de Dios para quien fuera ajusticiado injustamente y para todas las víctimas del abuso del poder político. En segundo lugar, a un nivel más profundo, ella representa el éxito de Dios sobre la muerte que acecha a toda obra humana y a todo intento por identificar burdamente el poder de Dios con el poder de los hombres o el reino de Dios con los reinos de este mundo. Por último, la resurrección inaugura una relación completamente nueva entre Dios y los hombres, a saber, la filiación divina que Cristo participa a sus discípulos -y por estos a toda la humanidad- mediante la efusión de su Espíritu de Hijo, gracia principal que crea una comunidad de libres e iguales ante su Padre y con Él.

En la Nueva Alianza el Hijo es mediador de un nuevo pueblo de Dios, germen de una sola comunidad humana, pues en él las diferencias que los hombres establecen para oprimirse unos a otros ya no tienen más razón de ser. El cristiano, como el Hijo, no vive más bajo la coacción del temor del incumplimiento de ninguna ley; nada lo arredra, tampoco el poder político; seculariza la ley: la inventa, la interpreta, se somete a ella; no debe humillarse ante los poderosos sino ante los pobres; en presencia de su Padre no cumple, juega; no imita, crea; consciente de un amor paternal y de un perdón incondicional, se atreve a llamar pecado al daño que causa a su prójimo; igual a Dios por origen y vocación, no es esclavo del pecado ni de la muerte, no necesita negociar con nadie una paz indigna; aunque su lucha por un mundo mejor le cueste la vida, mantiene una esperanza invencible. La de aquella comunidad fraterna y reconciliada, que lo recibe y lo perdona a pesar de su individualismo y ambición.