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Cuentos y cuentos

Nuestra época dice no creer en cuentos. Dice, pero no hace. Resulta imposible prescindir de ellos. Cuento puede ser una ficción o una historia real convertida en leyenda. El concepto experimenta una extensión. También podría ser cuento el modo de explicar la propia vida, una utopía por qué no, la cultura con que salimos adelante… ¿En qué se parecen unos de otros? En su utilidad para desvirtuar interesadamente la realidad o para encantarla en el mejor de los sentidos.

Inocencia del cuento

Al común de los mortales parecerá que lo decisivo sea provenir de una familia de abolengo o al menos bien constituida. Pero no. También los monos proceden de la semana fecunda en que Dios hizo buenas todas las cosas. Más importante es que mapuches, celtas, egipcios, tirios y troyanos, todos sin excepción, accedieron a la humanidad por una palabra fantasiosa que les dijo tú no eres un puro embutido de carne y aliento, tú eres un navegante entre las estrellas, un campesino en el desierto y en la roca, ¡tú eres más!

La humanidad en cualquiera de sus versiones ha requerido un relato fundamental. Los mesopotámicos entraron a la existencia por el Enuma Elish. Los indios por el Baghavad-Gita. Los griegos decantaron el monoteísmo de sus mitos cosmogónicos. La historia de Adán y Eva es un cuento formidable en el que Dios encomienda a la humanidad la bondad de su creación. ¡Sí, un cuento! Tan ridículo resulta oponer a esta historia las conclusiones científicas que aseguran que el hombre viene del mono, como por el contrario, y porque la Biblia lo dice, echar a pelear a Dios con Darwin y los monos. La verdad de la realidad tiene muchas dimensiones, las que sólo son asequibles por vías múltiples y complementarias. Sabiduría antigua como Aristóteles. El acceso científico es uno. A la verdad última y concreta sólo llega la poesía, la buena literatura, la creencia religiosa. El amor, precisaría San Agustín.

El cuento, el buen cuento, es una iniciación en el amor. Los niños más que leche necesitan una historia amorosa que los envalentone a atravesar el sueño nocturno y, de mayores, la noche de los sueños. Amor es una palabra muy grande. Mejor que por su definición, el amor se expresa en una imagen y en el relato de sus gestos. Un cuento, y otro cuento, y otro más, harán de un huérfano un hijo. Un hijo y un hombre decente, un caballero andante con los pies en la tierra y el corazón en el cielo que como Sancho sabe que «la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben más que las de la melancolía». Porque antes del cuento la humanidad fue huérfana y en la actualidad persiste expuesta al nihilismo de la intemperie mientras nadie le descubra un comienzo ni le augure un final.

Recuerdo que aún antes de aprender a leer vi una representación magnífica de Jesús calmando la tempestad y luego multiplicando los panes. Ahora sé cómo capear los ciclones y sé también que, si quisiéramos, no habría hambre en el mundo. La parábola del hijo pródigo me da valor para amar mi pobre humanidad como la ama mi Padre. La del tesoro escondido me devuelve la ilusión de vivir. La del fariseo y el publicano me permite distinguir la prostitución de la fe de su expresión más auténtica. La metáfora del grano de trigo en tierra me enseña que el “reino” no llega sin la muerte del Cristo. La parusía, la segunda venida de Jesús en gloria cambiará el uso y desuso de unos por otros por un regaloneo recíproco y cósmico.

La humanidad atina en el blanco en la medida que cree en esos relatos fabulosos que imaginan lo que somos y señalan lo que seremos, más allá de la obviedad brutal de la existencia.

Sabiduría del cuento

Nuestra época, sin embargo, suele ser iconoclasta: desmonta sentido y cuento para quedarse con el puro sentido. Esta época se asemeja al párvulo que toma la pelota, detiene el juego y dice “mía”. El niño no entiende que fuera del juego en equipo la pelota no es pelota. Afortunadamente se abre paso en el pensamiento contemporáneo la idea de que, en vez de separar, lo que hay que hacer es articular el sentido en el cuento que mejor lo exprese,  habida cuenta que entre uno y otro hay un abismo, una crisis de fe, pero también una exigencia recíproca. En otras palabras, el fin o la razón de vivir se deja alcanzar en una “segunda ingenuidad” para la cual la primera, la “ingenuidad psicológica”, representa una etapa que debe ser superada pero también un depósito de imágenes y palabras sin las cuales no es posible acertar con su metáfora. Es esta tarea de adultos. Ahondemos en su desarrollo.

Con la adolescencia comienza la crítica. La búsqueda de la identidad propia, independiente de la de los padres, exige una ruptura con sus historias y tradiciones. A punta de desgarrones y querellas, el adolescente descubre que el cuento proviene del sujeto que lo cuenta, y el sujeto no le convence. Le parece que lo engaña. ¿El “viejo pascuero”?, ¿la “cigüeña”?, ¿la mitomanía de una Iglesia garante del orden que lo asfixia…? Reemplazando los inventos de los mayores por los dogmas juveniles de moda, el adolescente adquiere al menos una personalidad contestataria.

La adultez lleva la crítica hasta el final. La crítica del adulto no es parcial, sino completa. Después de ver la muerte como una meta ineludible, el adulto se sabe a sí mismo responsable y culpable de todos los cuentos. Hasta no ver la muerte cara a cara, el cuestionamiento de los progenitores, la Iglesia y la sociedad ha podido ser en parte justo y en parte interesado. Desde entonces el cuestionamiento recae en uno sí mismo. En adelante, solos en el mundo y sin que nadie nos diga “vas bien”, los adultos hemos de obedecer el sentido genuino, la dirección más auténtica de la historia que Dios ha tejido con los palillos de nuestra propia libertad, relatando con fantasía a los hijos cómo se avanza por la vida con nobleza.

Pero cargar con la propia muerte es sólo una cara de la adultez. La otra es amar la vida de nuevo y todavía con más fuerza. Hoy más que en otros tiempos se necesita mucho coraje para engendrar un niño, pero sobre todo mucha imaginación. Para iniciarlo en la humanidad habrá que inventarle un juego, una canción y explicarle la vida en parábolas y no a secas. Será necesario ponerle un sobrenombre cariñoso y personalísimo. Pedía Jesús al viejo Nicodemo “nacer de nuevo”, algo así como girar un cheque contra la creatividad inagotable de Dios. Le pedía ingenuidad espiritual. Difícil  para un fariseo acostumbrado a codificar la imaginación divina en una religiosidad de prohibiciones y purificaciones. Pero no imposible para un Dios capaz de resucitar a su hijo, asesinado por viejos escépticos de la novedad de Jesús y envidiosos de su juventud y fantasía.

La modernidad tiene algo del adolescente y otro poco del adulto. No sin fundamento, critica la historia y la religión. Pero ella misma ha creado mitos seculares que, prometiendo bienes fantásticos, sacrifica a la mayoría de la humanidad a su penosa consecusión. ¿No es ésta hoy la más grande causa de tristeza y de ateísmo? ¿Cuál es el verdadero “cuento del tío”: el “reino de los cielos” o las utopías de la sociedad sin clases y la sociedad de consumo? Nunca antes hemos dispuesto de tanta inteligencia teórica y técnica para superar todo tipo de miserias y, sin embargo, jamás hemos sufrido tanto ni hemos andado más perdidos. La globalización que echa redes sobre el orbe terráqueo funciona con el cuento del capitalismo. Para salvarnos del capitalismo urge dar a la globalización un relato original y originante que en vez de obligarnos a competir unos en contra de otros, nos reúna y nos comparta. Un cuento común o la recíproca fecundación de los cuentos más diversos.

La grandeza de la modernidad, sin embargo, está en la crítica de sí misma. La modernidad más madura arremete contra los propios ídolos e ideologías. ¿Habrá de decapitar también a Dios? Depende qué se entienda por Dios. La modernidad ha ayudado a la fe a descubrir los abusos cometidos en nombre de Dios. ¡Tantos! Pero cada vez que la razón moderna ha atacado a Dios sin distinción, su éxito ha sido bastante turbio. Con Dios o sin Dios, el hombre actual tendrá que revisar honestamente las motivaciones que subyacen al propio cuento, cuento creyente o secular, porque de otro modo será imposible evitar una vez más la charlatanería del que, además de embaucar a su prójimo, se engaña incesantemente sí mismo. La historia contemporánea sugiere una conclusión: tan difícil es que la modernidad cree algo de veras humano sin Dios, como que la fe inspire algo de veras divino sin hacer suya la modernidad.

El adulto moderno se pregunta: ¿creo o no creo? Hermoso juego de palabras: ¿creer o crear? ¿Es posible crear sin creer? No parece posible inventar un mundo mejor sin la fantasía de los que creen triunfar sobre la muerte y el pesimismo. Pero cabe sí una alternativa o, si se quiere, dos puntos de partida: creer para crear o crear para creer. Se comience por allí o por acá, sólo con un cuento se podrá llegar a la otra orilla.

Pub: “Cuentos y cuentos”, La Epoca, Temas, p. 11, 12 de julio, 1998