Benedicto XVI replantea la enseñanza social de la Iglesia en la clave del desarrollo, tal como lo hizo Pablo VI con Populorum Progressio (1967). La perspectiva de la Encíclica es teológica: lo que realmente importa es el desarrollo integral que Dios quiere y que Dios gesta en cada persona y en toda la humanidad. No se trata, por tanto, de cualquier desarrollo. El papa radica el auténtico desarrollo en la caridad y en la verdad.
La expresión “caridad en la verdad” tiene algo de hermética. Se la describe en los primeros números del texto, por cierto densos. En ellos, sin embargo, se encuentra lo fundamental: el auténtico desarrollo depende de una caridad de alcance social y universal, una caridad que opera a través de la justicia y de la búsqueda del bien común, en suma, una caridad de verdad. Pues cabe la posibilidad de dejar entregado el progreso a las fuerzas desatadas de la economía (indiferentes a la ética); y, por otra parte, de practicar una caridad emotiva y de corto alcance (una falsa caridad). El Papa habla fuerte: “sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad, tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como los actuales” (5).
La globalización y la “crisis” caracterizan el contexto en el que se promulga la Encíclica. La “crisis” retardó su publicación. Fue necesario evaluar su profundidad. Es muy probable que la conciencia de la vulnerabilidad del sistema financiero y, a resultas, de la economía internacional, haya incidido en el juicio que se tiene de la globalización. Benedicto XVI ve en ambas una oportunidad, un aprendizaje que realizar. La “crisis” es imputable a sujetos responsables. La globalización, positiva en muchos sentidos, multiplica la injusticia y acarrea miseria y, por otra parte, puede y debe ser gobernada racionalmente.
En esta materia Caritas in veritate comparte la convicción profunda de la Doctrina Social de la Iglesia sobre la posibilidad de la libertad humana de enderezar la historia. Si en el caso de las encíclicas anteriores esta idea fue compartida con los contemporáneos, hoy prima en el ambiente (y también en la sociología) la presunción contraria. Esta es, que son tantos los factores que configuran la realidad, tantos los subsistemas (económicos, políticos, ecológicos, sanitarios, culturales, etc.) los que mueven la historia (casi independientemente de las autoridades centralizadoras) y tan cierta la crisis ecológica mundial, que sería utópico pensar que la comunidad internacional pueda efectivamente encauzar al mundo actual. Benedicto XVI avanza en la dirección contraria. Lo mueve la esperanza de que Dios conduce a la humanidad a un desarrollo que, en última instancia, no podría ser tarea humana si no fuera un don suyo gratuito.
La atención se centra en la economía: “La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios (36).
Benedicto XVI engasta la economía en la antropología teológica. El verdadero progreso no se alcanzará sin el mercado (del cual reconoce sus virtudes), pero tampoco si la lógica del intercambio no radica en la lógica del amor gratuito y de la responsabilidad humana social. “El gran desafío que tenemos (…) es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social, como la transparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria” (36).
Benedicto XVI revaloriza la política y al Estado. Urge, sobre todo, cambios políticos a nivel internacional: “Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la responsabilidad de proteger (…) y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres”. La exigencia de una caridad auténtica le lleva lejos: “Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial…” (67).
Benedicto XVI tiene en mente la fraternidad humana. En tiempos de globalización esta fraternidad o familia humana requiere una sensibilidad mayor con los pueblos más pobres. Pero, a corto y largo plazo ella constituye, además del fin de la humanidad, la condición exacta de un bien común internacional.