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¿Qué está pasando?

Me pregunto de nuevo: ¿Qué está pasando?

Desde hace ya bastantes semanas los estudiantes se han sublevado contra la injusticia de la educación chilena. La población, en su gran mayoría, los apoya. El gobierno, por su parte, va cayendo en la cuenta de que sus demandas son razonables. No puede acogerlas todas, pero va ofreciendo soluciones. Los estudiantes estiman que estas no son suficientes, porque no van a la raíz del problema. El gobierno no entiende cuál es verdaderamente el problema. La “derecha”, en particular, no tiene la empatía para entender un problema típico de izquierdas. El gobierno debe resolver el problema, lo esperamos. Pero probablemente no llegue a entender nunca que lo que está operando aquí es un cambio de paradigma, un nuevo modo de comprender, es decir, de sentir y de entender lo que el país debe ser.

 ¿Qué hay en el fondo? No se trata de una molestia contra este gobierno en particular. La molestia se dirige contra los políticos de todos los sectores. El modelo en cuestión tiene 30 años (ley de 1981). Durante tres décadas este modelo se ha desarrollado en todas las direcciones de sus posibles abusos. Los estudiantes han perdido la paciencia en contra del abuso neoliberal en el plano que más afecta su presente y su futuro: la educación. La queja se centra en el “lucro”. ¿Qué se entiende por tal? Algunos estudiantes pueden distinguir entre “cobrar” y “lucrar”, distinción básica para avanzar en la solución del problema. En lo que sí todos concuerdan, es que nadie puede ganar dinero a costa de ellos. Esto es visto como una tremenda injusticia. No la van a dejar pasar.

 También se considera injusticia que no haya educación pública gratuita para los más pobres. ¿Cómo no puede haber universidades públicas que garanticen posibilidades gratuitas a quienes no pueden pagar? ¿Que les eviten endeudarse gravemente ellos y sus familias, comprometiendo su futuro?

Tercera injusticia: si en el ámbito universitario la posibilidad de gratuidad no existe, en el ámbito de las escuelas y colegios de básica y media la gratuidad tiene visos de catástrofe. Los niños pobres que no pagan en las instituciones municipales reciben una pésima educación. Tendrían mejor educación si no hubiera colegios subvencionados, en los cuales “se salvan” los niños cuyos papás puede pagar algo para que tengan mejor educación y mejores amistades.

En fin, en los tres casos el factor económico es decisivo. Por ende, el reclamo por un “derecho constitucional” a una educación igualitaria y de calidad será letra muerta sino no se termina con la educación como “negocio”.

¿Qué hay todavía más al fondo? Aquí ya entramos al terreno de las hipótesis: a) Estamos ante el ocaso del neo-liberalismo, es decir, el término de la desregulación de la educación que ha hecho de ella un “bien de consumo”, permitiendo gigantescas inversiones y pingües negocios. Los estudiantes y la sociedad han reaccionado furibundos contra la mercantilización de la vida: esto de poner precio a todo y vender cualquier cosa. Lo que ha llevado a estafar con los precios de los remedios, los créditos de consumo, los recursos naturales… La crítica al signo peso ($$$) aparece por todos lados. En este caso, se advierte también un hecho notablemente positivo: una re-politización de la juventud. Toda una generación que reacciona políticamente contra la clase política. Jóvenes que dejan atrás el individualismo y comienzan a pensar en términos de país. Y, poco a poco, van trenzando alianzas con quienes, en situaciones semejantes, han debido aguantar abusos parecidos bajos otros conceptos (Mapuches, trabajadores, etc.).

 La otra hipótesis: b) Estamos ante el mayor de los éxitos del mismo neoliberalismo: lo que estaría ocurriendo es un reclamo “individualista” y “materialista” de un sector de la población que ha logrado juntar fuerzas para darle una tajada a la torta sin importarle que otros más pobres salgan perdiendo e incluso arriesgando la viabilidad del desarrollo del país. Lo cual coopta la amargura social de quienes han visto a los demás ganar dinero y comprar a destajo, y hoy quieren resarcirse  de un país que tiene plata y un Estado rico. Ocasión propicia para el festín del lumpen, que si no logra robar algo puede al menos destruir un semáforo.

Mi opinión es que en este fenómeno social hay de ambas cosas. Creo que estamos ante un cambio de paradigma extraordinariamente positivo. Desgraciadamente los cambios grandes suelen acarrear desmanes. Pero, independientemente de lo que sea, sumo mi fuerza a la primera posibilidad. Apuesto a los jóvenes y a los viejos que reaccionan contra la sociedad mercantilista que nos consume.

Hoy estuve en un panel en el College de la UC y me hice esta pregunta: ¿qué está pasando?:

Esto es lo que pienso:

1.- Observo un movimiento de jóvenes,  estudiantes, que se ha levantado exigiendo justicia para la educación en Chile. Este movimiento ha captado la simpatía de una enorme cantidad de chilenos porque, según parece, tiene la razón. Los ciudadanos no entienden bien los detalles del problema ni saben cómo se podría solucionar. Pero han captado intuitivamente que la demanda por una educación de calidad y gratuita para la mayoría, es justa y debe conseguirse.

2.- Observo, además, que está teniendo lugar una cambio de paradigma en la comprensión de la educación, es decir, se está dando otro modo de pensar y de sentir lo que debe ser la educación en Chile, especialmente en cuanto a su responsabilidad y financiamiento. Estamos pasando del paradigma neo-liberal instalado hace 30 años (ley 1981), de acuerdo al cual la educación ha debido ser preferentemente «pagada», a la idea de que debe ser ojalá «gratuita»; de ser responsabilidad de las «familias» a ser responsabilidad del «país»; de ser «desregulada», entregada fundamentalmente las leyes del mercado, de la competencia feroz y del lucro, a ser «regulada» por el Estado.

3.- Veo, en suma, algo extraordinario: el surgimiento de una generación política de jóvenes. Sí, una re-politización de Chile, en el mejor sentido de la palabra, pues estos estudiantes están pensando y luchando por una causa colectiva, común, solidaria. Algo muy distinto al individualismo, al consumismo y a la mercantilización de la vida de las últimas décadas y que nos está comiendo con zapatos. La fricción se nota precisamente en el choque entre esta nueva y la antigua manera de ver la política. El gobierno está descolocado. No entiende el nuevo paradigma. Hace esfuerzos y ojalá logre llegar a un acuerdo en favor de una educación inclusiva e integradora. Pero no tiene ni la sensibilidad ni las categorías mentales que tienen los jóvenes, y según parece la oposición política, la concertación, tampoco entiende mucho,  aunque trata de sacar partido de las circunstancias.

En vez de estar inquietos y aterrados, habría que estar llenos de esperanza. Vamos ganando. Este país sí tiene futuro. Apuesto a Giorgio J, la Camila y al resto de los dirigentes. Apuesto también a mis colegas académicos de la UC (cf. declaracionuc@gmail.com).

 

                                                          Vivimos un gran momento. Algo realmente nuevo puede surgir. Parece despertar una generación que cambiará el paradigma materialista e individualista del neo-liberalismo predominante en Chile desde hace 30 años, por un paradigma de vida social hondamente humano y solidario. Los jóvenes se han alzado no solo por conseguir algo para ellos. Luchan contra la desigualdad del modelo económico-social imperante, piensan en los otros y no solo en sus legítimos intereses personales y tienen una inquietud política en el más noble sentido de la expresión. Ellos quieren otro país del que han recibido y que, en buena medida, se les ha impuesto cultural y constitucionalmente.

Gran momento: las universidades tendrán que revisar su misión. Ya no bastará con universidades que formen profesionales si estos no tienen una visión de bien común. Especialmente las grandes universidades debieran replantear y reorientar su investigación y su docencia. ¿Cuál podrá ser el perfil de sus egresados? Ciertamente la universidad «negocio» que le ha chupado la sangre a los estudiantes no debe continuar. Universidades que para ganar alumnos gastan fortunas en publicidad que, por cierto, terminan pagándola los mismos estudiantes a 5, 10 ó más años plazo.

Estamos apunto, como país, de sacudirnos la mentalidad mercantilista que nos ha lleva a medirlo todo en plata. ¡Nada es gratis!, se nos dice. ¡Este es exactamente el problema! No se quiere reconocer que hay cosas que todavía son gratis, aunque en las escuelas de economía (incluso de las universidades católicas) hayan enseñado a ponerlo todo en cifras. Tal vez no estemos tan cerca de liberarnos de la cultura de los precios, las ofertas, las demandas y de los cálculos en moneda. Quizás el mordisco de Mamón, lo llamaría Jesús, ha sido muy profundo. El Dios-dinero parece invencible. Pero talvez aprenderemos a reconocerlo y a conjurarlo en ámbitos de nuestra vida en los cuales no se debiera comerciar.

 

MOMENTO DE CREACIÓN

Los chilenos vivimos un momento delicado. Las justas demandas por una educación de calidad e integradora de parte de los estudiantes universitarios y secundarios, han puesto, no solo al gobierno, sino al Estado y a Chile en una situación de entrampamiento. No son ellos los responsables de este cuello de botella. Por supuesto que aquí y allá han podido equivocarse en las maneras de pedir las cosas. Pero la clase política y el país, todos nosotros, tenemos una responsabilidad aun mayor. La situación es preocupante. Las tomas son la negación misma del diálogo. Peor aún fue el abuso de la fuerza del gobierno contra los estudiantes el 4 de agosto. La impresión de naufragio crece. Sería muy triste que prosperara porque, si algo hay que hacer, es no impacientarse y desesperar. Suele ser lo peor.

Pienso que hay tomar las cosas en la óptica totalmente contraria. Los tiempos de creación, como el actual, son inéditos. Toda construcción histórica de algo nuevo y mejor, pasa por momentos de duda, de incertidumbre, de conflicto y de riesgos que correr. Lo que ocurre a las personas también puede ocurrirle a las sociedades. A esta hora nuestro futuro como país, a propósito de este alzamiento por una educación justa, no está asegurado. La crisis siempre puede terminar en lisis. La salida no es automática. Pero habrá que concentrar todas las fuerzas para encontrarla. Chile hoy está llamado a la creatividad. Los chilenos debemos mantener la calma, recurrir a nuestra gente más sabia y experimentada, y a los espíritus más libres e ingeniosos. No podemos olvidar que tenemos una historia que nos indica una dirección. No vamos a cualquier parte. En 20 años hemos prosperado mucho. No podemos involucionar. Tenemos que recordar que somos un pueblo de poetas, que juegan con lo imposible.

En estas circunstancias me parece necesario recurrir a los materiales e instrumentos que más nos servirán para ejecutar la obra:

* En vez de sacarnos los ojos unos a otros atribuyéndonos las culpas, las que probablemente estén bien atribuidas, es el momento de cuidar a los representantes que harán de interlocutores autorizados para el diálogo. Tendríamos que evitar desautorizar a las autoridades gubernamentales y estudiantiles, y a cualquier otra persona o institución que colabore a llegar a un entendimiento.

* Bien podríamos disponernos a perder algo para ganar algo. Las diversas partes deben empatizar y entender la razonabilidad que hay en el argumento contrario, y desearle el máximo éxito dentro de lo posible. Ninguna parte puede perderlo todo. Todas las partes deben salir triunfantes, contentas de haber conseguido, no sin los adversarios, crear algo nuevo gracias al diálogo y la buena voluntad. Ojalá nos persuadamos que de ésta todos saldremos ganando, y nos dispongamos a lograrlo con los demás aunque sea arduo obtenerlo.

* Los medios de comunicación tienen una responsabilidad enorme en lo anterior. En vez de darle voz y prestarle micrófono a las fuerzas anárquicas y a la violencia, deben hacerlo con los espíritus más constructivos. Urge detectar autoridades y respaldarlas. Estas pueden surgir de los lugares menos pensados de la población. Esta, por lo mismo, merece estar mejor informada de lo que está ocurriendo. Necesita información más completa y más verdadera. Los medios de comunicación tienen que abrir un espacio amplio a la información y a la libre circulación de las opiniones, y superar con generosidad la estrechez de sus líneas editoriales.

* Hay que mirar todavía más al fondo del asunto: ha surgido una generación de jóvenes capaz de reaccionar contra la injusticia y de pensar en la suerte del país en su conjunto. Ellos están remando en contra de la sociedad de consumidores en la que nos hemos convertidos. Lo que despunta es una nueva sociedad de ciudadanos. ¿Despunta? ¿Podrá esta generación barrer con el neo-liberalismo que le ha puesto precio a todo? No sé si es exactamente esto lo que está en juego. Me gustaría que lo fuera.

Estamos en un momento de creación. Invoquemos a nuestros poetas. Confiemos que estamos haciendo algo importante.

Académicos PUC: por cambios en la Educación

En el fragor de la crisis universitaria a muchos, no sin razón, parecerá que la P. Universidad Católica de Chile no tiene títulos para participar en la discusión con legitimidad. A sus alumnos y académicos el asunto no los perjudica. La PUC está asegurada. Es más, nosotros mismos, los académicos de la PUC debemos reconocer que miramos la realidad a través de un velo. Nuestro habitat intelectual actual fraguó en la dictadura militar. En la PUC todavía hay miedo. ¿Por qué? Identifico dos factores: la apoliticidad que la distingue, y un catolicismo pomposo y muy controlador. Nos cuesta entender los problemas políticos. Tenemos una falla en la empatía.

 Esto, afortunadamente, no es toda la realidad de la PUC. En ella siempre se ha dado también una fuerte conciencia de pertenencia a una institución con sentido social, con vocación se servicio público y “católica” en el sentido ortodoxo del término. Católica, es decir, universal; capaz de ir más allá de sus intereses inmediatos; pluralista y abierta a todos los problemas que nos puedan aquejar como personas y como sociedad.

 El caso es que un grupo significativos de académicos de la PUC nos estamos reuniendo, impactados por la injusticia de la educación chilena. Han sido necesaria enormes manifestaciones, y desgraciadamente actos de fuerza y de violencia, para caer en la cuenta de lo tremendo que puede ser para una familia pobre lograr que un hijo entre a la universidad, pero que egresado de ella tenga que pagar una deuda que gravará su futuro por años. El grupo de académicos de la PUC nos hemos reunido en torno a una Declaración frente a la crisis de la educación (cf. El Mostrador).

 Hablo por mí mismo, tras escuchar muchas y muy diversas opiniones. Veo que se necesitan cambios a tres niveles.

 Urge legislar. Se necesita una ley justa. Comparto la Declaración: “…la búsqueda de propuestas claras y abordables de definición de objetivos precisos para el mejoramiento de la convivencia social a través del mejoramiento de la educación, nos llevan a proponer derechamente el reemplazo de la normativa universitaria vigente desde la imposición de la  ley de 1981, que muchos consideramos espuria, en muchos sentidos abusiva y carente de legitimidad democrática”. En lo inmediato, necesitamos una ley que se haga cargo del incremento de los universitarios de los últimos 20 años y tenga cuenta de los sueldos misérrimos de las familias chilenas.

 A mediano plazo parece que necesitamos un cambio institucional mayor. El problema de Chile es político. Las inquietudes políticas no están pasando suficientemente por los políticos. Pero no por mala voluntad de estos. La institucionalidad no contiene la realidad. Necesitamos una Constitución que encauce las demandas reales de participación de una sociedad nueva bajo muchos respectos. ¿Cuánto aguantará la actual Constitución? Parece un cántaro agrietado.

 A largo plazo, o mejor, en perspectiva de gran angular, debemos discutir acerca de la persona y la sociedad que queremos formar. Existe en Chile un malestar clamoroso en contra de la mercantilización de la vida. A los mapuches les dividieron las tierras y las plantaciones de pinos les secaron las napas; a los enfermos, de noche, les subieron los precios de los remedios; a los consumidores les repactaron las deudas unilateralmente… ¡Alguna universidad, tiempo atrás, compró a otra la cartera de estudiantes!

¿Qué es lo que realmente queremos? ¿Qué país? Me hago esta pregunta como académico de la PUC. No tengo la respuesta, solo un puñado de ideas. Hago mías, por esto,  las palabras de la Declaración de mis colegas: “Mantener el silencio que hemos guardado por tantos años nos hace cómplices de una situación en la cual se entrega a las leyes del mercado lo que debe ser, en cambio, un territorio custodiado por los criterios de la excelencia, la solidaridad, el servicio y la voluntad de actuar enfrentando desafíos que son propios del Chile del siglo XXI”.

 

Ayer por la mañana el Rector de la PUC se reunió con un grupo numeroso de profesores preocupados por la agitación universitaria. Por mi parte, asistí a la reunión con la intención de oír y formarme una opinión en un tema que reconozco que me queda grande, pero que debo conocer. Temía que el Rector pudiera tomar la palabra para sofocar nuestra inquietud. Por el contrario, agradezco ahora su llaneza para escuchar las numerosas intervenciones de los colegas y su apertura para seguir pensando.

 Tengo ahora una primera opinión que quiero compartir con los que participamos en la reunión, y con otros que no asistieron pero que debieran interesarse. Me la he formado releyendo los apuntes que tomé. Lo hago con franqueza, pero no quiero herir a nadie.

 Nuestra universidad entra en el debate universitario con los “pantalones rotos”: carece de credibilidad. No la tiene porque los “otros” no le reconocen legitimidad; y porque “nosotros” adolecemos de un vicio epistemológico que todavía no hemos podido superar: estamos cegados ante un problema que deseamos arreglar, sin antes darnos cuenta que somos sus causantes.

 El síntoma de la ceguera epistemológica es, lo dijeron varios, el miedo. En la PUC aun hay miedo. Los factores de miedo, a mí entender, son dos: la apoliticidad y un tipo de catolicismo no-católico. Ambos, aliados o por separado, se hicieron fuertes en la PUC en los años de la dictadura militar y, no obstante el paso de los años, resisten y nos impiden hacer lo que nuestras mejores voluntades quieren hacer.

 ¿Cómo podemos pretender contribuir a una reforma justa de la educación, en vista a la edificación de un país compartido, si no reconocemos que el problema es político? ¿Que la educación tiene que ver con “todos” los asuntos sociales? Aparentemente el gremialismo despolitizó la PUC. El país estaba dividido a un grado insoportable. Pero, en realidad, el gremialismo  politizó la universidad anulando su pluralismo. La “apoliticidad” de la PUC hoy inspira miedo entre los académicos, desvía la investigación, inhibe la creatividad. ¿Cómo se sale de esto? Los jóvenes sortearon esta dificultad hace muchos años. Habrá que pedirles consejo a ellos. Hay que reconocer que se necesita abrir un espacio a un pluralismo político en la PUC y que es difícil hacerlo. Lo primero que hay que reconocer es que el miedo a una re-politización de la PUC, por sí mismo, genera miedo.

 El otro factor de miedo es la consolidación de un catolicismo-no-católico en la PUC, que tiene variadas fuentes, que se ha instalado a un alto nivel y que logra penetrar sinuosamente en las conciencias, en particular en las de los académicos de las ciencias humanas. El Rector, sin referirse a esto, apuntó en la dirección exacta: la posibilidad de confundir la catolicidad de una universidad (= búsqueda apasionada de la verdad, verdad que no se agota en la pluralidad de accesos que permite el Cristo poliédrico) y la piedad de las personas particulares. Fatal. Consecuencias: exclusión (de los que no están a la altura de la doctrina o vida cristiana) y simulación (de ortodoxia). Esta confusión, mezclada aún con la apolitidad mencionada, nos ha incapacitado para ver con honestidad los problemas del país y nos deslegitima ante las otras universidades y ante el país. La Iglesia es católica cuando es universal: abierta a todas las voces. La Iglesia Católica es el antónimo preciso de la secta, la agrupación que se cree poseedora de la verdad absoluta. Por lo mismo, un catolicismo-no-político es equivalente a una política-no-católica.

 ¿Seremos los integrantes de la PUC capaces de modificar el marco educacional de Chile fraguado en 1981? Por qué no. Eso sí, la universidad tendrá que reconocer que es un actor social que, como tal, solo puede participar en el debate político con sentido de autocrítica política. Tendrá que reconocer con dolor y vergüenza que ella fue la universidad por excelencia de la dictadura y en concreto de la implantación en Chile del neo-liberalismo que ha medido todo en dinero y ha convertido a los ciudadanos en consumidores.

 

Necesitamos hacer cambios. No podemos esperar que otros lo hagan por nosotros. Sea que tomemos la iniciativa sea que nos toque colaborar en ellos, los cambios deben ser “nuestros”. Pero la tradición de la Iglesia desconfía del monje que quiere reformar el convento y no quiere reformarse a sí mismo. Los cambios que haya que hacer deben comenzar con nuestra conversión.

 También el diálogo para ser sincero y la misericordia para ser realmente desinteresada, necesitan un cambio en nosotros mismos. El diálogo se desprestigia cuando las partes no están dispuestas a entender la posición contraria. La misericordia también puede arruinarse cuando hace de la caridad con el prójimo un medio publicitario.

 El diálogo y la misericordia, como otras virtudes, piden de nosotros hoy “recomenzar de Cristo” (Aparecida, 12). Hemos de descender muy al fondo de nosotros mismos hasta encontrar al Señor ante quien podemos reconocer sin temor que somos míseros y que nuestra Iglesia sea miserable (Benedicto XVI). Somos pecadores. Debemos convertirnos. La conciencia de pecado es una gracia que debemos pedir para sanar nuestras heridas, corregir nuestras actitudes, enderezar nuestras inclinaciones y reorientar la vida por donde el Señor quiera llevarla.

 En las circunstancias actuales, hemos de reconocer, por ejemplo, que hemos mirado a la Iglesia desde fuera. La hemos criticado con facilidad. La hemos visto solo como una institución que necesita ajustes estructurales. No hemos recordado con ternura que ella es la Esposa de Cristo. No la hemos defendido como lo haríamos con nuestra madre.

 El individualismo ambiental nos atrapa. Nos hace pensar que es cosa de elegir la Iglesia, siendo que ella nos eligió a nosotros primero. ¿No fue por el bautismo que recibimos la libertad de los hijos de Dios? ¿Podemos decir tan sueltamente a la Iglesia “no intervengas en mi vida”? Hemos de reconocer que muchas veces supeditamos nuestra pertenencia a la eternidad a nuestra conveniencia inmediata. Regateamos con ella. Nos aprovechamos de ella, como quien explota una mina, la abandona cuando se agota el mineral y parte a buscar otros piques.

 La conversión que necesitamos nos exigirá  mucha contemplación. Será el Espíritu del Cristo resucitado quien nos cambie. Un trabajo de conversión requiere inquirir muy atentamente qué quiere Dios de nosotros. Tendremos que leer correctamente los textos. Los textos de la Sagrada Escritura en primer lugar. Cristo, el hombre del Espíritu, representa para nosotros el criterio máximo de cómo se vive en sintonía con Dios.

 Pero hay otros dos textos que también tendrán que ser leídos e interpretados. Uno es el texto de la historia personal: a cada uno el Señor le ha dicho algo único, que a nadie más le ha dicho. Todos somos originales ante el Padre. Cada cual debe descubrir en su propia historia el camino que Dios va haciendo, identificar el pecado propio, sufrir la imposibilidad que es uno para sí mismo y abrirse a la nueva vida que nos será dada.  San Pablo lo expresó muy bien al decir “por mí” el Señor murió en la cruz. Por otra parte, de la experiencia de haber sido resucitados en Cristo dependerá la construcción de un país y un mundo de hermanos, y de una Iglesia capaz de contribuir a esta causa.

 El otro texto es la historia colectiva. Son los acontecimientos de nuestra época, en los cuales hemos de auscultar los “signos de los tiempos”. Estos solo se descubren a la mirada contemplativa, a las mentes vigilantes, a las personas empáticas y conectadas con la vibración espiritual de su generación. El Espíritu que habilita a ver más adentro, es el mismo Espíritu que va gestando cambios colectivos significativos que representan un progreso en humanidad y que la Iglesia va reconociendo como el Evangelio a la medida de la época.

 A través de un ir y venir triangular entre estos tres textos, nuestra conversión podrá ser honda y responder a la pregunta por la Iglesia que el país necesita. Por medio de este trabajo contemplativo, podremos incorporar en nuestra conversión la posibilidad de que se desmorone lo que no da para más y, sin llorar, nos pleguemos a la acción del Espíritu que reforma y reconstruye la Iglesia a través de trabajadores espirituales.

 Las señales de una conversión a la altura de los cambios históricos serán la humildad y la creatividad. Ella consistirá en sumarse a la acción del Creador. No podrá ser nunca una obra voluntarística y menos un título que engrandezca el ego. Un quehacer que se aparte de la empresa recreadora de Dios, solo retardará la Iglesia que andamos buscando.

Cambio santidad por humanidad. Los esfuerzos por alcanzar la santidad de personas muy bien intencionadas, pero que las veo cada día más estereotipadas, ha comenzado a darme alergia. ¿Son tan buenas como quieren parecer? Ellas saben que no lo son. Esto me consuela. Se arrepienten de sus pecados como muchos no lo hacemos. Bien. Este es su aporte. Pero la vida cristiana consiste en algo más profundo. Cambio santos por personas profundamente humanas.  Prefiero decididamente personas «humanas» en los dos sentidos del término: humanas porque se consideran pecadores y humanas por ser misericordiosas con los pecadores. Por aquí creo que va lo de Jesús. No porque haya sido él un pecador. No lo fue. Su máxima humanidad excluyó una posible inhumanidad. Su humanidad, por el contrario, consistió en su misericordia. Esto es lo que no veo claramente en las personas obsesionadas con la «santidad». Estas, por el contrario, suelen apartarse y terminar incluso considerándose superiores a los que juzgan rezagados en el camino de la perfección, si no perdidos. Me hiere su hipocresía. La hipocresía, adivino, es la plataforma de despegue de la separación de lo sagrado y lo profano, separación que da la espalda al misterio de la Encarnación.

El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros…

 

En la Iglesia también se da una relación entre «pertenencia» y «representación». El bautismo nos da pertenencia. La pertenencia es una necesidad humana básica. Necesitamos pertenecer. El parto nos da una pertenencia al género humano. El bautismo hace que esta pertenencia a la humanidad quede «atornillada» en nuestra pertenencia a la eternidad. No somos simplemente hijos de tal o cual papá o mamá, nativos de este pueblo o aquel, pertenecemos a la creación, Dios nos creó, a él pertenecemos, somos hijos e hijas de Dios, y hermanos y responsables de unos y otros. Pertenecer a la Iglesia es un modo más profundo de pertenecer a la humanidad. Así debiera ser. Los cristianos, en virtud del bautismo,  por formar el Cuerpo de Cristo, tendríamos que vivir nuestra espiritualidad como una suerte de empatía cósmica, consistente en un co-pertenecer nosotros a las estrellas y las estrellas a nosotros. ¿En qué otra cosa pudiera consistir vivir el amor de Dios que amar el mundo como «cosa propia», como una madre a la que le debemos todo, y que nos pertenece como ninguna…?

Esto tan hermoso se complica cuando se trata de organizarlo para que resulte. No es fácil pertenecer a los demás y que los demás nos pertenezcan, si los cristianos, nosotros al menos, no nos ponemos de acuerdo en cómo hacerlo. La Iglesia nos recibe, nos da un nombre y un pan para el camino, y también ella depende de que nosotros hagamos lo mismo con los demás, porque nosotros somos la Iglesia. Pero hay más: alguien tiene que representar este quehacer tan importante. Los cristianos necesitamos pertenecer a la Iglesia y que la Iglesia nos pertenezca, y necesitamos también que alguien nos represente, que dé la cara y saque la voz por esta manera nuestra de vivir la humanidad. Este es el sentido, dicho en cierto modo, de las autoridades eclesiales. Ellas nos representan en esta necesidad humana profunda de ser, pero también de llegar a ser hermanos y hermanas de cada persona nacida de una mujer. ¡Cosa para nada fácil!, como claramente se ve hoy, cuando los cristianos caemos en la cuenta de que nuestra condición de creyentes se aleja y aleja de la cultura contemporánea. ¿Cómo pueden nuestros obispos representarnos ante quienes no son cristianos y no nos entienden, pero además ante el contemporáneo que es cada uno de nosotros mismos, si cada vez nos cuesta más comprender el Evangelio en el único lenguaje comprensible, el de nuestra cultura, cultura en cambio progresivo y acelerado?

Tenemos la impresión de que nuestros representantes no representan esta pertenencia nuestra a la humanidad que somos hoy. Vivimos tironeados. ¿Quién nos representa? No lo hacen los políticos… O lo hacen mal. Otro tanto ocurre con los representantes que la Iglesia tiene para decirnos «así se es hombre», «así se es verdaderamente mujer». Porque esto y aquello debe adaptarse a cada época para que sea realmente evangélico, ¡y no cambia nada! Nuestra crisis, bajo este respecto, es crisis de «representación».

Pero hay más. También cada uno de nosotros bautizados, que pertenecemos radicalmente al género humano, somos representantes de la Iglesia. Los obispos y el Papa tienen una autoridad especial en esta materia, pero ellos y los demás participantes del Cuerpo de Cristo somos responsables en algún grado de asegurar a las demás criaturas el cuidado que Dios quiere darles. A nosotros cristianos nos toca pertenecer a la humanidad, nutrirnos de ella, aprender de ella, dejarnos querer por ella, y hacer esto mismo especialmente por aquellos que no tienen a nadie a quien puedan decir «te pertenezco», «gracias por amarme»…  Porque no podremos hacernos cargo del mundo, como Cristo lo hace, si no dejamos que la humanidad nos preceda en el amor, como el don mismo de Dios que ella es para nosotros. Así, dependiendo nosotros del mundo, el mundo podrá depender de nosotros. Lo cuidaremos, como lo hacen los hijos con sus padres ancianos, por puro agradecimiento y desinterés.

Así tal vez, representando nosotros a esta humanidad tan necesitada de co-pertenencia podremos los cristianos abrir un camino a los representantes oficiales de nuestra Iglesia, a veces más preocupados de defenderla o de evitar su colapso, que de anunciar esta Buena Noticia a los huérfanos, a las viudas, a quienes deambulan entre las estrellas buscando un pan aunque sea duro y una tumba que puedan llamar suya.

He llegado a la convicción que las «penitencias» no son buenas. Me refiero a un modo de ofrecer un auto-castigo a Dios que no tiene nada que ver con el Padre de Jesús que nos amó y liberó gratuitamente de toda violencia. Dios no necesita intercambiar la violencia que generan nuestros pecados con la violencia que supuestamente merecerían nuestros pecados, y que hipotéticamente es necesario que sean descargados en Cristo para redimirnos. El esquema violencia contra violencia no es cristiano. El esquema castigo contra castigo no es cristiano. Dios salva amorosamente en Jesús. Es verdad que él es víctima, en última instancia, de la agresión de nuestros pecados. Pero ver su muerte como un castigo grato al Padre equivale, en realidad, a corromper el concepto de la salvación cristiana. Quizás otras religiones puede recurrir a sacrificios humanos para calmar a una divinidad implacable. Para nosotros cristianos Dios no es implacable ni aplacable, sino puro amor que llora nuestra miseria, pero que también toma en cuenta nuestra miseria para liberarnos de ella.

¿Penitencias…? La vida no es una penitenciería. ¿Golpearse el pecho? ¿Autolastimarse? ¿Autoflagelarse? ¿Llegar a tener una relación con Dios sado-masoquista? ¡De locos! Es no entender nada de la bondad inaudita del Padre de Jesús. ¿Penitencias para el perdón de los pecados, tras la confesión? Entendidas así, jamás! El perdón es perdón. Si algo quedara después del sacramento de la confesión no es una «pena penal», sino hacer lo posible por reconciliarnos con quien herimos, reparar lo que aún tiene arreglo o la oración por quienes no tuvimos otra manera de amarlos que encomendárselos a Quien mejor puede cuidarlos.

Confiamos que esta crisis no nos tragará, porque nuestra esperanza radica en Cristo: el vino, viene y vendrá. Jesús nos prometió volver. Volverá. Sabemos que un día el amor triunfará. A todos les quedará claro que la historia tiene sentido, solo un sentido: el amor. Este amor, creemos, es la plenitud que deseamos y el cepillo que raspará lo que nos deshumaniza. Cristo, el hijo y el hermano, terminará de formar la familia que tanto ha querido. En el banquete del reino habrá sillas para cada uno. Lloraremos las pérdidas, nos reiremos de nosotros mismos, conversaremos sin preocuparnos del reloj.

Tendremos además que recordar que Cristo ya vino. Olvidarlo, equivale a menospreciar la tradición que nos orienta. No comenzamos de cero. Sabemos que la promesa de su venida se cumplirá porque también en otra época Dios prometió y cumplió. Israel esperó un mesías. La Iglesia lo reconoció en Jesucristo. En dos mil años de cristianismo la Iglesia ha recibido y dado un nombre en el bautismo de generaciones y generaciones de hombres y mujeres que han debido confiar en sus padres, madres, abuelos y abuelas, pues necesitaban sabiduría y testimonios para seguir caminando. De la recuperación de nuestra tradición depende el reconocimiento de nuestra identidad y vocación. Por esto encaramos el futuro con agradecimiento. Nuestra Iglesia cumple dos milenios de humanidad. La historia podrá sucumbir pero nadie nos quitará el encanto que la Iglesia ha dado a nuestra vida. Encanto, hondura y sentido. En ella hemos experimentado a fondo que no hay pecado que Dios no pueda perdonar, porque ella, consciente de su propia infidelidad y alegre de la reconciliación, nos ha esperado de vuelta tantas veces y, como el padre del hijo pródigo, no se cansará de hacerlo de nuevo. La medida de nuestra esperanza es también nuestra propia Iglesia, su amor antiguo y probado, su tolerancia con nuestra intolerancia.

Porque esto también ya es una realidad. La paz, la justicia, la misericordia y la reconciliación de Cristo las experimentamos ahora en nuestra Iglesia. El Señor está con nosotros cuando dos o más nos reunimos en su nombre, en nuestras familias y capillas. Cristo vino y vendrá, pero también viene, está cerca y entra a nuestra casa cada vez que le abrimos la puerta. Cristo resucitado está hoy presente en lo más interior de la creación, luchando contra la desesperanza y la injusticia, acompañándonos en el camino de la vida como lo hizo con los discípulos de Emaús, explicándonos las Escrituras y compartiendo con nosotros el pan. Cristo viene, ahora está viniendo. No estamos desamparados. Su presencia íntima nos hace intuir que ganaremos. No hay obstáculo insalvable. Mañana o pasado mañana saldremos adelante. Sabemos que sanaremos, que encontraremos un buen trabajo, porque la muerte tiene los días contados. El Espíritu de Cristo resucitado nos fortalece e impide que desfallezcamos.

Hoy, con todo derecho podemos preguntarnos: ¿no es acaso la hermandad practicada entre los hombres, sean cristianos, judíos, budistas o musulmanes, el camino para comprender qué significa que Dios es el Padre de Jesús? ¿No tendríamos los cristianos que “creer con otros” para creer verdaderamente en Dios? El solo cristianismo parece que no basta para creer correctamente. El cristianismo apunta más allá del mismo cristianismo. Aquí está su grandeza, en su humildad. Es la fe cristiana la que nos lleva a pensar que las distintas maneras de practicar y de entender la humanidad, en vez de restarse unas a otras, cooperan en la revelación del único Dios verdadero.

Necesitamos reflexionar sobre lo ocurrido. En esta sucesión de escándalos, no podemos cerrar los ojos hasta que todo vuelva a la calma. Tenemos que atacar los efectos en sus causas. ¿Por qué personas investidas del sacerdocio han abusado de menores? ¿Por qué sus autoridades jerárquicas han resuelto tan malamente estas situaciones? Necesitamos reflexionar, meditar y estudiar sobre lo que ha pasado para que nunca más una víctima sea desoída.

Pero esto no basta. Las aguas de la Iglesia están agitadas desde hace tiempo por otros motivos. No podemos quedarnos pegados en el tema de los escándalos sexuales. Una reflexión a fondo sobre todos los temas difíciles exige un diálogo muy amplio. La Iglesia quiere ser significativa para Chile. Todos los chilenos, por tanto, tienen algo que decir de la Iglesia. El diálogo debe darse “entre nosotros” y “con los otros”. El diálogo, para que sea franco y sincero, debe darse no solo entre sacerdotes, no solo entre sacerdotes y religiosas, o entre sacerdotes, religiosas y laicos; ha de ser un diálogo entre compatriotas creyentes y no creyentes, con un origen y un desafío común: la patria compartida es anticipo de la patria eterna que los cristianos esperamos.

Nuestra generación ha topado en cierto sentido con lo imposible. Tenemos que reconocer que como Iglesia enfrentamos dificultades superiores a nuestra fuerzas. Pero todo es posible para Dios, nos recuerda la Virgen. Es hermoso que como Iglesia, y no solo individualmente, nos veamos llamados a tener una experiencia de Cristo en común. Pero no se entra en el Misterio Pascual sin la ayuda del Espíritu. Ninguno de nosotros querrá tan fácilmente acompañar al Señor en Getsemaní, compartir su confusión y no poder salir de ella hasta sudar sangre.

Miramos el horizonte con seriedad. Nosotros mismos hemos de entender que perder el camino, es parte del camino. El dolor nos dolerá. No podremos controlar el proceso de conversión, se nos escapará de las manos, nos enredaremos, experimentaremos los desgarros propios de quienes están aferrados a seguridades que no quieren abandonar. La conversión es siempre fatigosa. Las reformas de las instituciones no lo son menos. Esto que viviremos personalmente, será además un recorrido eclesial. Ha ocurrido otras veces en otras crisis de la Iglesia. Es triste recordar los daños que en otras épocas nos hicimos entre cristianos. Hay heridas que todavía supuran. Para nuestra generación, por tanto, será muy importante preguntarnos como discernir, tomar decisiones aunque sean dolorosas y conservar la comunión. Pues no podremos avanzar con pacifismos. Jesús no lo hizo. Solo resucitado ha podido apagar la fogata que encendió con su radicalidad.

El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, se involucró con los pecadores, comió y tomó con ellos hasta comprender su vergüenza.

Jesús educador

JESÚS EDUCADOR

1.- Jesús no es un educador como nuestros educadores

• Y, en consecuencia, nuestros educadores no pueden pretender serlo como lo fue.

(1) Jesús elige a sus discípulos…// los profesores no eligen a los alumnos.

(2) Jesús forma un grupo… / a los profesores les asignan un curso

(3) Jesús establece una relación personal, íntima y permanente con sus discípulos // a los profesores no les corresponde hacer, salvo en algunos casos; pero, de hecho, con dificultad deben aprenderse los nombres de sus alumnos.

(4) Jesús no enseñó nuestras disciplinas (matemáticas, castellano, biologías…), sino asuntos mucho más vitales // a los profesores no se les pide normalmente que entren en asunto vitales y, por el contrario, tienen que tratar materias áridas de asimilar.

(5) Jesús no enseña a niños sino a adultos // no podemos tomar sus palabras tal cuales y aplicarlas a nuestro auditorio.

(6) Jesús llama a una conversión del corazón // de los profesores no se pueden esperar este tipo de llamados. Sería muy raro que los hicieran con olvido de la disciplina que deben enseñar.

(7) Jesús, además de maestro, es profeta e Hijo de Dios // algún profeta puede darse entre los profesores, pero sería muy raro que alguien pretendiera que lo traten como Hijo de Dios.

2.- Sin embargo, hay puntos de contacto entre Jesús y los profesores

(1) Jesús predica el reino de Dios

• Los profesores puede aludir a una realidad que hace trascendente el aprendizaje de la disciplina que imparte.
• El profesor debe formar personas más que “especialistas”. Hurtado: “Hay una profesión vacante: ser hombres”.

(2) Jesús se preocupa de darse a entender a los que tienen dificultad para comprenderle. Por eso enseña en parábolas
• Los profesores deben hacer un esfuerzo por comunicarse.
• Deben también hacer una “opción por los pobres”

(3) A Jesús le mueve la pasión por el Padre y por el reino de Dios
• A los profesores les ha de mover la pasión por entregar lo mejor de ellos mismos
• Pueden desear apasionadamente que sus alumnos comprendan y, sobre todo, lleguen a ser personas de bien.

(4) Jesús ama personalmente a cada uno de sus discípulos.
• Es fundamental que los profesores quieran a sus alumnos. Un alumno que siente que su profesor no lo quiere, tendrá dificultad para aprender la disciplina que este le enseña. Por el contrario, muchas de las vocaciones intelectuales son desarrolladas por profesores que supieron preocuparse por sus alumnos de un modo especial.
• Se podría preguntar a los alumnos por qué les gusta o no tal o cual materia. No sería raro que les gustaran las matemáticas si el/la profesora lo estimula.

(5) Jesús es creativo. Enseña con parábolas y ejemplos novedosos.
• Los profesores deben inventar sus propias técnicas de enseñanza y aprendizaje.

(6) Jesús establece una relación de autoridad y cercanía con sus discípulos. Esto genera libertad en las personas.
• Los profesores pueden formar personas “libres”: capaces de probar e equivocarse, de no dejarse llevar por aplausos ni por temores, personas que no dependen infantilmente de otros.
• Personas responsables

(7) Jesús educa para el discernimiento. Enseña a elegir.
• Los profesores deben transmitir una cultura y, al mismo tiempo, estimular en sus alumnos la capacidad de pensar por sí mismos y de tomar decisiones.

(8) Jesús enseña para la “cruz”, enseña a obedecer a Dios aunque cueste la vida.
• Los profesores deben educar para los “límites”
• Deben educar para “elegir”, para “elegirse” y para “ser elegidos”.
• Se podría decir que deben educar para sacrificarse por una motivación.

(9) Jesús despierta en sus discípulos el contacto consigo mismo (con la propia verdad, con las propias emociones).
• Los profesores pueden enseñar a sus alumnos a conocer sus capacidades, a descubrirlas y a desarrollarlas.
Deben enseñarles que son personas distintas de las demás (que no son rebaño). Que son personas únicas e irrepetibles; que de cada persona se espera algo original.
(10)Jesús responde a los anhelos más profundos de sus discípulos.
* Los profesores deben saber que sus alumnos tienen puestos los ojos en ellos. Sus alumnos esperan de ellos algo que no encuentran en otra parte: conocimiento, reconocimiento, cariño, etc.

Alberto Hurtado:
Hurtado concibe el estudio como una actividad espiritual. La teología constituye una etapa clave de la formación del sacerdote. Y el secreto de esta consiste en un conocimiento personal de Dios que se traduzca en un conocimiento de la propia persona del estudiante. Con suma inspiración afirma: «la formación debe llevar a cada uno a descubrir en sí aquel núcleo creador característico suyo, y a ponerlo en contacto con la chispa eterna» (75). Por el contrario, sigue, «el que no ha descubierto su principio creador podrá adquirir cultura, podrá asimilar ciencia, pero no podrá modelarse él mismo orgánica y armónicamente» (76).

¿Qué esperamos para los nuevos universitarios?

Nos alegramos por los jóvenes que entrarán por primera vez a la universidad. Celebramos su esfuerzo. El país entero, los padres y el estado, haremos un sacrificio para que ellos estudien. ¿Saben los jóvenes a lo que van?

La idea principal de una auténtica universidad es la búsqueda de la verdad. Sucede, sin embargo, que nuestras universidades, tal como hacen los centros politécnicos, se limitan a adiestrar personas en el dominio de una profesión determinada. Esta reducción no debiera despistar del objetivo. Sería muy deseable que nuestros jóvenes encontraran en la educación superior un lugar que les abra la mente y el corazón a la verdad en todas sus dimensiones. La verdad sobre el hombre y el mundo, no dogmas científicos ni recetas técnicas para manipular la realidad. Cuánto quisiéramos ver a los futuros profesionales pensar, dudar y alcanzar conclusiones propias, en un espacio intelectual en que las distintas ciencias se critiquen y fecunden unas a otras, y donde la sabiduría acumulada de la humanidad las oriente a todas juntas a la vez que se nutra de ellas. Facultades así en Chile debe haber pocas. Universidades, no conozco ninguna.

La universidad no se puede contentar con preparar especialistas, porque la verdad que necesitamos y que constituye su objetivo preciso, es la verdad que hará más justa a la sociedad. No se trata de formar expertos en una materia e ignorantes en todo lo demás. Menos aún se trata de educar privilegiados. Privilegiados ya tenemos. Lo que nos falta son profesionales con vocación social. Personas que quieran servir en vez de ser servidos. Si la tarea inmediata de toda universidad auténtica es la búsqueda de la verdad, la tarea ulterior es la búsqueda de la justicia. Que nuestros nuevos universitarios no olviden nunca que miles de otros jóvenes tendrán que arreglárselas de otra manera porque la sociedad no les dio la preparación ni los medios que necesitaban. Es legítimo que quienes pronto ingresarán a las universidades quieran el día de mañana ganarse la vida con la especialidad que eligieron. Pero sería lamentable que cayeran en el juego del individualismo ambiental y que no repararan en las enormes diferencias generadas por el capitalismo materialista. Ojalá estos jóvenes encuentren una universidad que forme personas deseosas de inventar una sociedad más humana y solidaria.

La universidad no es para todos, lo sabemos. Pero debiera servir a todos, cosa que solemos ignorar. En nuestro medio la universidad rara vez es lo que debiera ser. Pero tendrá que seguir intentándolo. Felicitaciones a los jóvenes que han alcanzado su propósito, pero no a cualquiera de ellos. Celebramos sólo a aquellos que, libres del egoísmo de moda, se interesen por buscar la relación entre la verdad y la justicia.

Si tuviera que educar a un hijo…

Nadie discutirá que entre tantas tareas, la de educar a un niño sea de las más importantes. Tal vez no soy yo la persona más indicada para dar lecciones sobre la materia, pero a quién no le gustaría tener un hijo y criarlo. Pienso en un varón. Con una niña sería diferente, probablemente no sabría qué hacer.

            Siendo aún un niño pequeño, me esforzaría porque no pase hambre, pero le dejaría también llorar un rato: si aprende a reclamar su alimento y su higiene, en el futuro luchará por sus derechos, será trabajador. A esta edad, además, adiestraría sus sentidos: movimientos, colores, olores, sonidos, gustos, cosquillas que lo preparen a la vida marital. ¿Cómo podrá mi niño tener sentimientos si no se le enseña a sentir?

Levantándolo al cielo y bajándolo al suelo, le trasmitiría confianza en el peligro. Esperaría sus primeros pasos, le haría reír con sus caídas: riéndose de sí mismo aprenderá a caminar derecho pero con soltura. Besuquéandolo, dejándole juguetear sobre mi frente, pero también corrigiéndolo me gustaría forjar en él un carácter decidido y flexible a la vez. Dejándome pasar unos «penales» y parándole otros, creo que llegará a ser alegre y abnegado.

            Le hablaría hasta que hable: «Fuiste al cerro…, viste al león…». Hasta que suelte el «No», y soplaría en su cara para que desconfíe de los felinos. Conversándole llegará a conversar. Con un cuento, tal vez con una mentira piadosa, le mostraría que «la vida es bella»… Le pediría que me enseñe las letras aprendidas en la escuela: maravillado él con las palabras que descubren el mundo, lo alertaría contra los textos que ocultan el mundo. Las tareas las haríamos juntos. Me gustaría que escribiera poesía. Que fuera un orador. Mejor, que fuera leal, capaz de amigos más que de aliados. Que rehuya el pelambre, la intriga. Que nunca adule a los poderosos. Que apretando la mano diga: «Palabra de hombre» y la cumpla. Quisiera que ame la democracia, aunque ninguno vote por él ni nadie comparta sus ideas.

            Creo que sufriría si este niño no llegara a amar apasionadamente. A su madre antes que a nadie: si de verdad ama a su madre no le levantará la mano a su mujer. Si más tarde ama a su mujer, que no le falte la imaginación para expresárselo. Si le toca perdonar que perdone, si tuviera que pedir perdón que lo haga. Me encantaría que mi hijo fuera un caballero. Gentil, culto, pero sobre todo atento al sufrimiento silencioso de cualquier ser humano. Me irritaría que fuera un mojigato que olvide que la trascendencia auténtica, la de Jesús, consiste en aproximarse al que nunca sabrá quién le estiró una mano en la desgracia. Evitaría canjear su cariño por golosinas, por una bicicleta, comprándole todo lo que se le antojara. Creo que dormiría inquieto, preguntándome qué hacer para que sea un hombre libre: ¿cómo comunicarle indiferencia a los aplausos?, ¿cómo trasmitirle asco a las coimas y desapego al dinero? ¿cómo pudiera él mismo triunfar sobre miedos y demonios para amar la vida ajena tanto como la propia?

            Si después de todo me equivoco al educarlo, si sofoco su originalidad, si por ponerle mucho empeño el joven se me pasma o si otros influjos lo malean, me contentaría con que supiera «dar las gracias». Si quiere ser ingeniero, que lo sea. Si no puede ser más que temporero, ¡temporero! Pero ningún oficio que escogiera me honraría, aunque llegue al Parlamento, si mi hijo no decidiera por sí y ante sí ser simplemente humano.

Educación en cifras o para la solidaridad

Se ha hecho costumbre medir en cifras la calidad de escuelas, liceos y colegios. El SIMCE, la PSU… Las revistas publican los resultados y destacan a los mejores. Pero, ¿qué decir de las escuelitas públicas que ocupan los últimos lugares?

¡Cuidado con las cifras! Ningún mecanismo puede ser más engañoso que medir la calidad de la educación en números. ¿Hay algún instrumento que pueda contarnos con cuánta alegría un niño de la peor escuela del país juntó la P con la A para decir «papá»? ¿Hay alguna estadística que pueda registrar que en esa escuela la profesora gastó parte de su sueldo para comprarle lápices a sus alumnos? Si se trata de educar, es mucho más importante el amor en enseñar y en aprender que sacarse un «siete» o prestigiar al establecimiento por el promedio en la PSU. Por encima de todo, la educación debiera formar personas capaces de aprender de la vida,  gente creíble que cumpla su palabra, hombres y mujeres que piensen en los demás antes que en sí mismos.

Son preocupantes, por el contrario, las profundas distorsiones que la medición de la educación en números puede acarrear. ¿A qué costos los establecimientos escolares de más altos puntajes alcanzan estos resultados? Probablemente en estos casos el conjunto de factores favorables termina minimizando estos costos. Pero si de estos colegios saliera gente que sólo piensa sacar ventaja de sus contactos y acumular privilegios, sujetos indiferentes a la suerte de las escuelas públicas, ¿qué tipo de educación han recibido?

La obsesión por las cifras lleva a los profesores a inflar las notas. A los apoderados, a cambiar afecto por rendimientos. A los alumnos, a copiar en las pruebas. Y a los establecimientos, a deshacerse de los «niños problema». Los números llaman a los números… ¿No es ésta acaso una de las principales causas de la corrupción que estos días comienza a tantearnos?

No se trata de mistificar la mediocridad de la enseñanza. Pero si nos acostumbramos a medir los objetivos de la educación en cifras, los resultados serán individuos esclavos del qué dirán, del precio de lo que la propaganda manda consumir… Sujetos que valen por su renta, que cesantes pareciera que no valen nada.

¡Personas libres es lo que se necesita! Libres de los cálculos, capaces de amar y de perder. Celebremos, por esto, la mejoría de puntajes, pero especialmente de aquella escuela donde los niños aprenden porque juegan y juegan en equipo para inventar un país solidario.

Para una cultura de la argumentación

Lo confieso: ¡me gusta la democracia! Entiendo que esta constituye la mejor forma de gobierno, porque supone y genera un modo de convivencia que depende del diálogo, de la discusión de las ideas y de la participación pluralista de los ciudadanos en el debate público.

Los conflictos son un hecho: en la familia hay diferencias entre los cónyuges; en la empresa, entre los dueños y los empleados; en el país, entre las distintas agrupaciones políticas y al interior de las mismas. También en las iglesias abundan las tensiones. Desconocer la realidad de una diversidad de intereses y puntos de vista en estas instituciones, es fatal para los más débiles. Reconocerla, por el contrario, es el primer paso para tejer una convivencia armónica. Y, el paso segundo, entrar en el debate con argumentos que puedan ser comprendidos por la parte contraria, la que podrá aceptarlos o rebatirlos. Es muy difícil que prospere una democracia donde no ha podido gestarse una cultura de la argumentación.

Para esta sea posible, las familias, las iglesias, las escuelas y los medios de comunicación tienen la responsabilidad de educar para la conversación, la discusión y la fundamentación racional del pensamiento propio. La regla de oro de esta educación consiste en pasar de los argumentos “de” autoridad a los argumentos “con” autoridad. A los niños pequeños hay que mandarles las cosas con argumentos “de” autoridad, como si pudieran entender aunque no entiendan: “¡no atravieses la calle!”. Pero en la medida que el niño pida razones habrá que enseñarle que “los autos lo pueden atropellar”…, y así sucesivamente, hasta autorizarlo a cruzar incluso sin permiso.

Al nivel de la convivencia política adulta, los argumentos “de” autoridad no sirven, irritan, huelen a amenaza. ¿Qué impresión dejaría en el Parlamento un diputado que se negara aprobar una ley que despenalizara la venta de cocaína, argumentando que el consumo de cocaína es pecado y Dios aborrece el pecado? Para que el debate público se alimente de las convicciones éticas de los credos religiosos o filosóficos, estos deben convertir esas convicciones a una argumentación “con” autoridad ante los que no comparten la misma creencia. Deben demostrar su racionalidad en un lenguaje que, en vez de “vencer” a los adversarios, pueda “con-vencerlos”.

En las dictaduras se llama “autoridad” al que tiene más poder que razón. En democracia, al que tiene más razón que poder. Pero la razón no la tiene nadie exclusivamente, sino todos en la medida que, argumentando, buscan aquella verdad que les permite vivir en justicia y paz.

11 de septiebre: recordar para educar

Son ya muchas las personas que nada tuvieron que ver con el 11 de septiembre, con los acontecimientos ocurridos antes y después. ¿Qué sentido puede tener que los testigos de esos hechos cuenten a los jóvenes lo sucedido? Primero, prevenir su repetición. Segundo, destrabar las vías para una convivencia aún mejor de la que hemos tenido. Para que esto y aquello ocurra, los mayores tendrán que recordar qué pasó. Pero no cualquier recuerdo sirve.

El ser humano aprende de sus errores. Aprende cuando registra en la memoria que un error es un error. Si olvida lo sucedido en su relación con los demás o si insiste en que sólo él tuvo razón, repetirá la equivocación él o la generación sucesiva que no fue educada de acuerdo a un aprendizaje que no se hizo. Unos aprenden, otros no.

¿Qué tendríamos hoy que recordar? Entre tantas cosas, que hace treinta años el término de una democracia que organizaba racionalmente la convivencia y la solución de los conflictos sociales, abrió el camino a una tremenda involución humana. Tendríamos que aprender, sobre todo, que el enemigo era nuestro hermano y que no hay mayor mal que suprimir los errores ajenos eliminando a nuestros adversarios. Aprender esto no es fácil. Como un «disco rayado», solemos quedarnos pegados en el propio punto de vista. Recuerda correctamente, en cambio, quien al dejarse tocar por el sufrimiento de su enemigo acaba reconociendo la cuota de verdad que este, por equivocado que pareciera, tenía.

Sería lamentable que los jóvenes pretendieran prescindir de esta historia. Peor sería que los mayores se subieran al carro del futuro, olvidando lo que les fastidia recordar. El porvenir de un país depende de la memoria histórica de sus ciudadanos. Esta no sólo nos precave de repetir lo que «nunca más» debe suceder, sino que estimula nuestra imaginación para inventar una sociedad aún más humana.

¿Cómo educar a las nuevas generaciones? No podemos engañarnos. Un país  verdaderamente próspero no se conseguirá sólo con producción de riqueza ni con su mera distribución. La fórmula «crecimiento con equidad» será una fórmula huera, si Chile no progresa en conciencia de su pasado y de su vocación fraternal. Se educará para una sociedad más democrática, en la medida que tengamos conciencia del país que hemos sido. Se necesitará, ante todo, cultivar la capacidad de conversar con los que piensan diferente. Y, lo más importante, educar el sentimiento de compasión hacia el prójimo.