Si tuviera que educar a un hijo…

Nadie discutirá que entre tantas tareas, la de educar a un niño sea de las más importantes. Tal vez no soy yo la persona más indicada para dar lecciones sobre la materia, pero a quién no le gustaría tener un hijo y criarlo. Pienso en un varón. Con una niña sería diferente, probablemente no sabría qué hacer.

            Siendo aún un niño pequeño, me esforzaría porque no pase hambre, pero le dejaría también llorar un rato: si aprende a reclamar su alimento y su higiene, en el futuro luchará por sus derechos, será trabajador. A esta edad, además, adiestraría sus sentidos: movimientos, colores, olores, sonidos, gustos, cosquillas que lo preparen a la vida marital. ¿Cómo podrá mi niño tener sentimientos si no se le enseña a sentir?

Levantándolo al cielo y bajándolo al suelo, le trasmitiría confianza en el peligro. Esperaría sus primeros pasos, le haría reír con sus caídas: riéndose de sí mismo aprenderá a caminar derecho pero con soltura. Besuquéandolo, dejándole juguetear sobre mi frente, pero también corrigiéndolo me gustaría forjar en él un carácter decidido y flexible a la vez. Dejándome pasar unos «penales» y parándole otros, creo que llegará a ser alegre y abnegado.

            Le hablaría hasta que hable: «Fuiste al cerro…, viste al león…». Hasta que suelte el «No», y soplaría en su cara para que desconfíe de los felinos. Conversándole llegará a conversar. Con un cuento, tal vez con una mentira piadosa, le mostraría que «la vida es bella»… Le pediría que me enseñe las letras aprendidas en la escuela: maravillado él con las palabras que descubren el mundo, lo alertaría contra los textos que ocultan el mundo. Las tareas las haríamos juntos. Me gustaría que escribiera poesía. Que fuera un orador. Mejor, que fuera leal, capaz de amigos más que de aliados. Que rehuya el pelambre, la intriga. Que nunca adule a los poderosos. Que apretando la mano diga: «Palabra de hombre» y la cumpla. Quisiera que ame la democracia, aunque ninguno vote por él ni nadie comparta sus ideas.

            Creo que sufriría si este niño no llegara a amar apasionadamente. A su madre antes que a nadie: si de verdad ama a su madre no le levantará la mano a su mujer. Si más tarde ama a su mujer, que no le falte la imaginación para expresárselo. Si le toca perdonar que perdone, si tuviera que pedir perdón que lo haga. Me encantaría que mi hijo fuera un caballero. Gentil, culto, pero sobre todo atento al sufrimiento silencioso de cualquier ser humano. Me irritaría que fuera un mojigato que olvide que la trascendencia auténtica, la de Jesús, consiste en aproximarse al que nunca sabrá quién le estiró una mano en la desgracia. Evitaría canjear su cariño por golosinas, por una bicicleta, comprándole todo lo que se le antojara. Creo que dormiría inquieto, preguntándome qué hacer para que sea un hombre libre: ¿cómo comunicarle indiferencia a los aplausos?, ¿cómo trasmitirle asco a las coimas y desapego al dinero? ¿cómo pudiera él mismo triunfar sobre miedos y demonios para amar la vida ajena tanto como la propia?

            Si después de todo me equivoco al educarlo, si sofoco su originalidad, si por ponerle mucho empeño el joven se me pasma o si otros influjos lo malean, me contentaría con que supiera «dar las gracias». Si quiere ser ingeniero, que lo sea. Si no puede ser más que temporero, ¡temporero! Pero ningún oficio que escogiera me honraría, aunque llegue al Parlamento, si mi hijo no decidiera por sí y ante sí ser simplemente humano.

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