Religión para la paz

Es claro que las culturas y las religiones han entrado en relación, y a veces en choque. El proceso es antiguo, pero la multiplicación de los contactos y la aceleración con que estos ocurren, es nuevo. El mundo globalizado interrelaciona todo con todo. Cada persona, creyente o no, cristiano o no, puede incidir en los demás al igual que los otros pueden afectarla. Es hermoso. ¿Cómo no va a serlo la infinidad de síntesis personales posibles? El panorama religioso mundial es más abigarrado que nunca. Cualquier persona que tenga un mínimo de apertura mental podrá sorprenderse positivamente con el intercambio religioso y cultural que está ocurriendo.

El problema surge cuando las culturas y las religiones son principios de comprensión de un mundo que debemos compartir, pero que tendemos a acaparar. Las culturas y las religiones han podido ser dominantes y dominadas. Esto ha ocurrido y continúa ocurriendo. Hay personas y pueblos que dominan a otros imponiendo a los otros sus creencias y sus modos de organizar la vida. Estos otros, a su vez, han podido resistir, rechazando o asimilando las creencias y los modos de sus adversarios. Hoy, en un mundo crecientemente más globalizado, la interacción adquiere gran importancia. Lo que está en juego es la paz.

Nada fácil. En unos casos, las rigideces son comprensibles como medios de defensa o contención de lo propio, aun necesarias; y en otros, todo lo contrario. Pueden expresar intolerancia: cerrazón a reconocer el valor de las creencias y culturas ajenas. Las mezclas, los sincretismos, las relativizaciones de la propia tradición tienen ventajas y problemas. Hoy todos estamos sometidos a procesos profundos de crítica y de autocrítica de las tradiciones que nos  permiten autocomprendernos en el mundo. No faltan, tampoco, quienes pretenden “tener la verdad” con la cual quieren “organizarle” el mundo a los demás. La paz está comprometida. Esta depende de la justicia y esta, inevitablemente, depende a su vez de tradiciones culturales y religiosas distintas.

La Iglesia hace un aporte a la justicia, y a la paz. Lo hace, aunque no siempre ni necesariamente. El Concilio Vaticano II ha despejado a la Iglesia la posibilidad de entender que Dios actúa en todos los seres humanos a través de sus tradiciones culturales y religiosas, y a pesar de estas. Hoy los cristianos podemos pensar que el Misterio de Cristo no es lo mismo que el cristianismo. El Misterio de Cristo afecta positivamente a cada ser humano que viene a este mundo. El Cristo resucitado alcanza a cada persona, independientemente de su religión, en virtud del Espíritu Santo. El cristianismo, tal como históricamente se ha dado y se da, vive de Cristo, pero también es víctima del mal. El cristianismo a veces ha arrasado con otros pueblos, con su lenguaje, su religión, sus maneras de organizar sus vidas y economías. En estos casos, estos pueblos han representado muchísimo mejor que el cristianismo al Cristo crucificado. Ellos, y no los cristianos han verificado el Misterio de Cristo.

La Iglesia, cuando es sacramento del Cristo crucificado, hace un aporte infalible para compartir un mundo que ha sido creado para esto, para ser compartido. Los cristianos, en el contexto de interrelación religiosa y cultural en el que estamos pueden relativizar lo propio o adquirir muchas riquezas de las otras tradiciones, sin perder su identidad. Lo que no pueden dejar de ser es la “religión de los pobres”. Como “Iglesia de los pobres” los cristianos favorecen una integración religiosa y cultural planetaria. De paso, esta Iglesia por el mero hecho de representar a los crucificados crítica los fanatismos, las intolerancias y los proyectos culturales hegemónicos.

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