Reflexiones de un cristiano: la disyuntiva electoral

Si a estas alturas alguien tiene claro por quiénes votará en las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias, los criterios que aquí se ofrecen ya no le servirán. Si alguien, como el que suscribe, está algo perplejo y necesita clarificarse, estos criterios le pueden ser útiles al menos para mirar las alternativas con alguna altura y ponderar cuánto pesan los candidatos.

Los criterios ayudan a formarse un juicio. Se los formula en vista de una decisión particular. En los casos que tenemos delante, hay tres criterios que pueden orientar la elección de los candidatos: uno mira a la capacidad personal, otro al apoyo que la persona debiera tener y un último a las circunstancias en las que esta persona tendrá que probar su idoneidad.

La capacidad personal tiene dos aspectos: uno ético y otro técnico. Un buen político tiene prudencia, es decir, don de tomar decisiones después de examinadas los hechos, oídas las personas, atendidas las quejas de los pobres y recabada la información necesaria. Capacidad de optar, de mantener la opción, de revisarla y, si es el caso, de cambiarla. Todo ello implica una competencia técnica. Si debe gobernar un país no puede ser lego completo en economía o en leyes. Alguna ilustración mínima requerirá para las relaciones internacionales. Hoy, en la cultura audio-visual de los medios de comunicación, la retórica vuelve por sus fueros. La torpeza para comunicarse le crearía dificultades adicionales y le quitaría mucha energía en desmentidos y aclaraciones. La idoneidad técnica y ética deben confluir, por ejemplo, cuando se exige de un político trato humano, habilidad para trabajar en equipo, para negociar una alternativa o para “abuenar” a los desavenidos. Un buen candidato debiera representar a varios, al país entero, incluso en contra de su interés o sensibilidad particular. Necesitará coraje para defender las demandas de los impotentes ante los potentados.

Ayuda mucho ver la trayectoria. Un candidato sin historia es un albur. Tendría que estar muy desesperado un país para elegir personajes mesiánicos que, mutatis mutandis, equivalen a la expectativa de sacarse la lotería. Habría que preguntarse: ¿qué ha hecho?, ¿cómo lo ha hecho?, ¿quiénes son sus amigos?, ¿quiénes sus enemigos?, ¿cuál es su mundo de pertenencia?, ¿qué tiene que ganar?, ¿qué podría perder?, ¿qué capacidad ha tenido para actuar en conciencia, resistiendo la impopularidad de los cargos políticos y la tentación de guiar la propia conducta de acuerdo a los puntos del rating?, ¿ha trabajado para las cámaras de televisión o se mueve por convicciones altruistas y obligado por su sentido del servicio público? ¿cómo reaccionó ante las dificultades que se le presentaron de improviso? En los conflictos se evidencia lo mejor y lo peor. Es también la trayectoria la que permite calibrar la creatividad, la fantasía,  la calidad de las ideas y de los proyectos que si un político careciera del todo, mejor sería no votar por él.

Pero la capacidad personal no basta. Hay que mirar a los apoyos que un candidato tiene. Nadie puede ni debiera intentar gobernar solo. Estamos en democracia. Los elegidos para cargos políticos necesitan el respaldo de partidos y coaliciones. Estos tienen por misión encausar y procesar la representación de un pueblo. Los candidatos requieren de conglomerados políticos que, de un modo organizado, les faciliten el complejo trabajo gobernar un país. Bien se trate de un postulante al parlamento o de uno a la presidencia de la república, el apoyo de su pueblo, de las demás instituciones o agrupaciones nacionales y de su propio partido o coalición parecen clave. Gobernar en minoría es muy difícil. Apoyado en un partido débil o en crisis también.

Por último, hay que considerar las circunstancias concretas del país. Un mal candidato para unos tiempos puede ser bueno para otros tiempos. El escenario es Chile hoy. Chile de las fronteras para acá y de las fronteras para allá. Este país, no otro, a la luz de su historia y en el escenario de las fuerzas planetarias que la globalización ha puesto en movimiento. Hay paz, pero la paz se la cultiva y se la custodia. Se crece, pero la desigualdad resiste, avinagra las relaciones sociales y amenaza la estabilidad en el porvenir. ¿Tiene el país la institucionalidad política más adecuada para realizar, con agilidad y corporativamente, los cambios que se necesitan para aprovechar  las ventajas internacionales y para procesar sus problemas internos? En suma: ¿quiénes son los candidatos que, con tales condiciones personales, con tales apoyos políticos y en las actuales circunstancias, dan visos de ofrecer un mejor futuro para Chile.

Si el bien mayor no es posible tal vez lo sea el mal menor. De cualquier candidato es esperable al menos un sentido del bien común. Un bien mínimo, pero que beneficie a todos. Un “sentido” del bien común en el triple significado de la palabra: una “sensibilidad” acorde con los tiempos, una capacidad para entrar en contacto afectivamente con mujeres y varones, jóvenes y viejos, gente de izquierda y de derecha, con sus anhelos y frustraciones para interpretar a unos y otros; una “dirección”, una aptitud para dar una orientación determinada a las cuestiones políticas inspirada en valores humanos trascendentes, valores que mueven a triunfar en ese plano de la existencia que se alimenta con derrotas e incomprensiones mundanas; en fin, una “razón”, una fundamentación de su candidatura suficientemente argumentada.

Y, en el peor de los casos, que nunca hay que excluir, los representantes políticos de una nación deben tener un sentido de la gobernabilidad. Ese instinto, llamémoslo así, para encontrar las voluntades e inventar los modos de avanzar a tientas sin perder la esperanza y salvaguardando la unidad, que resulta indispensable en aquellas circunstancias críticas de la convivencia racional y pacífica de un país.

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