Política cristiana

Hace exactamente 30 años un grupo de sacerdotes denominado “cristianos por el socialismo” estudiaba la compatibilidad del socialismo con el cristianismo. El asunto merece un análisis complejo que no cabe ni interesa hacerlo aquí. Pero notemos que el planteamiento de la fórmula, “cristianos por el socialismo”, se repite. Perfectamente otros podrían llamarse “cristianos por el neoliberalismo”. Para las últimas elecciones presidenciales Juan Pablo II o el Padre Hurtado han sido citados en favor de una candidatura o de otra.  ¿Ilegítimo? De internis non iudicat Ecclesia, la Iglesia no juzga las intenciones, tampoco a mí me gustaría hacerlo. Lo incorrecto, en cualquier caso, es invocar la fe cristiana para llevar las aguas al propio molino, en vez de trabajar para el molino de Cristo que favorece a todos, porque favorece primero a los postergados.

Para que la fórmula “cristianos por la política” (de centro, izquierda o derecha) pase el test de la honestidad, requeriría incorporar la exigencia contraria que si se proclama rezaría: “Políticos por el cristianismo”. El Evangelio es fin, la política es medio. El Evangelio fecunda la política, pero la política no agota el Evangelio. El riesgo consiste precisamente en identificar lisa y llanamente el reinado de Dios con un tipo de política o con un gobierno particular, como lo hacen las temibles teocracias o los tiranuelos más o menos iluminados. Esos años no supe que “los cristianos por el socialismo” exigieran a los socialistas ser “políticos por el cristianismo”. Difícilmente habrían podido exigirlo: la fe no se impera ni se negocia. Se intentaba una confluencia en el socialismo. Pero para que entonces o ahora la búsqueda de fundamento e inspiración de la política en el cristianismo sea veraz, la política tendrá que dejarse cuestionar radicalmente por el cristianismo y ponerse al servicio de sus más altos principios, lo que nunca podrá consistir en subyugar a nadie, ni tampoco en mejorar la posición de la Iglesia. Así se traicionaría esos mismos principios. Como se ve, no es tan fácil la cosa. “Mi reino no es de este mundo”, clamó Jesús y, sin embargo, además de poeta y de sacerdote de la compasión Jesús fue político por su deseo de una sociedad distinta. ¿Cómo?

El cristianismo es una teoría del poder. Una tradición antigua en Israel esperaba que el Cristo fuera un gobernante como el rey David. Para el judaísmo contemporáneo a Jesús la expectativa de un “reinado de Dios” poco tenía que ver con la salvación de las almas, pero mucho con la liberación de los romanos. Cuando Jesús apareció proclamando a los pobres la llegada del reino, las autoridades no se equivocaron tratándolo como a un subversivo. Más de algo tiene que ver el cristianismo con la política. Hoy la identificación de los seguidores de Jesús con el nombre de “cristianos” impide que sea discípulo de Cristo un a-político. No es posible ser discípulo en parte sí y en parte no. Pero, ¿puede darse un político cristiano? Es difícil, prácticamente imposible desde que la política, el Estado, suele recurrir a la violencia, al abuso de la fuerza, para llevar a efecto sus propósitos. El político cristiano debiera aspirar al mismo poder con el cual Jesús ha intentado cambiar la historia.

El asunto es que el cristianismo no es la teoría de un poder cualquiera. ¿En qué sentido fue Cristo un político? La aparición de Cristo se entiende como Evangelio, “buena noticia”, para el mundo de sufrimiento de despojados, ciegos, leprosos, viudas, huérfanos, cesantes, mendigos, locos, vagabundos, todos los cuales eran considerados por las autoridades israelitas despreciables y pecadores por incapaces de cumplir una Ley que se multiplicaba en una enormidad de preceptos de toda índole, imposibles siquiera de recordar. Jesús anunció que a ellos, los pobres, se les daría el poder, que el reino cercano sería suyo. Este reino no abolía la Ley pero, como constituía su clave interpretativa, subvertía por completo el orden establecido. El quicio del reino de Jesús no podía ser Mammon, el dios Dinero, sino la solidaridad; la comunidad estrecha del clan debía incluir a los extranjeros; a cambio de la vanagloria que da el uso de la fuerza, en el reino de los pobres el gobernante debía ser el servidor humilde de todos. En la cruz Jesús reveló que su poder era parecido al amor que triunfa sobre las libertades, un poder que gana con impotencia a los que se suele reducir con prepotencia. Su pueblo no creyó en la revolución de un Siervo Sufriente que vencería con su vulnerabilidad. Ante la catástrofe militar y política inminente de Israel a manos de Roma, acosado por los poderosos de su propio pueblo, Jesús, con su vida, apuró la llegada de su reino.

El poder del cristianismo es, a partir de la historia de Jesús, el poder de la fe en una posibilidad para nada obvia, casi absurda. Consiste en creer que el bien triunfará sobre el mal, creer que la verdad vencerá a la mentira, creer que la libertad humana puede inventar un mundo radicalmente alternativo donde los últimos son los primeros y los primeros los últimos. Los hechos muestran que no siempre se ha estado a la altura de estos principios, que a menudo el cristianismo ha sido usado ideológicamente como etiqueta justificadora de la violencia política. De muestra, el constantinismo de cualquiera de los imperios occidentales. Pero, en cuanto ha sido fiel a su vocación auténtica, en dos mil años el cristianismo ha inspirado la abolición de injusticias que parecían muy normales: la esclavitud, el colonialismo, la discriminación en contra de las mujeres,  etc.. Y, esto no obstante, ninguna buena causa ha podido agotar toda su energía liberadora. Si Jesús hablaba en parábolas, la utopía cristiana se dice en metáforas. Definitivamente la Biblia no es un recetario de soluciones humanas ni menos políticas. ¿No sería una tremenda irresponsabilidad entender las cosas literalmente y entregar así no más el poder a los ignorantes y a los desvalidos? Las soluciones fáciles no existen. Todavía hoy Jesús provoca la creatividad de los políticos para inventar un mundo reconciliado, pero reconciliado desde el reverso de la historia, mediante la misericordia y la justicia.

Se podrá objetar que el poder del que trata el cristianismo es un poder trascendente. Exactamente éste es el problema: mientras no se admita que el ser humano es fin y nunca un medio, mientras la política no extraiga su legitimidad del servicio a la humanidad entera, comenzando por los marginados, predominará la definición clásica de acuerdo a la cual el poder consiste en prevalecer sobre los demás a la fuerza. El poder ganado, mantenido y aumentado para ordenar la sociedad humana de acuerdo a los intereses de los poderosos es intrascendente, no porque la gestión política sea terrenal sino porque una política así entendida es incapaz de imaginar un mundo distinto. ¿Políticos cristianos? Como utopía sí, ojalá de muchos. Pero será imposible certificar quiénes verdaderamente atinan con la política cristiana, aunque como medios de prueba se aduzcan fotos con el Papa, etc., etc.

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