Para una cultura de la argumentación

Lo confieso: ¡me gusta la democracia! Entiendo que esta constituye la mejor forma de gobierno, porque supone y genera un modo de convivencia que depende del diálogo, de la discusión de las ideas y de la participación pluralista de los ciudadanos en el debate público.

Los conflictos son un hecho: en la familia hay diferencias entre los cónyuges; en la empresa, entre los dueños y los empleados; en el país, entre las distintas agrupaciones políticas y al interior de las mismas. También en las iglesias abundan las tensiones. Desconocer la realidad de una diversidad de intereses y puntos de vista en estas instituciones, es fatal para los más débiles. Reconocerla, por el contrario, es el primer paso para tejer una convivencia armónica. Y, el paso segundo, entrar en el debate con argumentos que puedan ser comprendidos por la parte contraria, la que podrá aceptarlos o rebatirlos. Es muy difícil que prospere una democracia donde no ha podido gestarse una cultura de la argumentación.

Para esta sea posible, las familias, las iglesias, las escuelas y los medios de comunicación tienen la responsabilidad de educar para la conversación, la discusión y la fundamentación racional del pensamiento propio. La regla de oro de esta educación consiste en pasar de los argumentos “de” autoridad a los argumentos “con” autoridad. A los niños pequeños hay que mandarles las cosas con argumentos “de” autoridad, como si pudieran entender aunque no entiendan: “¡no atravieses la calle!”. Pero en la medida que el niño pida razones habrá que enseñarle que “los autos lo pueden atropellar”…, y así sucesivamente, hasta autorizarlo a cruzar incluso sin permiso.

Al nivel de la convivencia política adulta, los argumentos “de” autoridad no sirven, irritan, huelen a amenaza. ¿Qué impresión dejaría en el Parlamento un diputado que se negara aprobar una ley que despenalizara la venta de cocaína, argumentando que el consumo de cocaína es pecado y Dios aborrece el pecado? Para que el debate público se alimente de las convicciones éticas de los credos religiosos o filosóficos, estos deben convertir esas convicciones a una argumentación “con” autoridad ante los que no comparten la misma creencia. Deben demostrar su racionalidad en un lenguaje que, en vez de “vencer” a los adversarios, pueda “con-vencerlos”.

En las dictaduras se llama “autoridad” al que tiene más poder que razón. En democracia, al que tiene más razón que poder. Pero la razón no la tiene nadie exclusivamente, sino todos en la medida que, argumentando, buscan aquella verdad que les permite vivir en justicia y paz.

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