Libertad e igualdad cristianas

La fe cristiana empalma de lleno con la democracia en el plano de la libertad y de la igualdad. Pero el concepto que el cristianismo tiene de estas, impide las asimilaciones fáciles. El cristianismo puede por ello nutrir con sus nociones de libertad e igualdad el humus cultural en el que la democracia puede arraigar con fuerza.

Uno de los nombres de la salvación cristiana es el de libertad. «Para ser libres nos libertó Cristo» (Gál 5, 1), enseña San Pablo que ha comprendido que los cristianos extraen esta libertad de aquella igualdad con el Hijo que los constituye también a ellos en «hijos de Dios». En efecto, la Iglesia naciente no llamó a Jesús «Hijo de Dios» para probar en primer lugar su divinidad, sino para nombrar de la manera más exacta la nueva relación inaugurada entre Dios y los hombres. Fue la experiencia de filiación divina y de comunidad fraterna, experiencia de libertad e igualdad en Dios y ante Él, al modo de la experiencia que Jesús tuvo de Dios como Abbá, la que condujo a los primeros cristianos a llamarlo Hijo de Dios. Las posteriores declaraciones dogmáticas que aseguraron la identidad divina de Jesús en virtud de su filiación eterna, han debido tener como objeto principal salvaguardar la comunidad que nace de relaciones en libertad e igualdad en razón de un Dios reconocido como Padre de toda una familia humana.

La libertad e igualdad que los cristianos reclaman para sí y para las relaciones entre todos los hombres no son, en consecuencia, exigencias abstractas sino que tienen una historia, la de Jesús antes de la Pascua y la de Israel antes de Jesús. Esta historia las distingue cualitativamente de otros modos de concebirlas. Para ellos estas son el fruto, en última instancia, de una actuación histórica y salvífica de Dios en contra de males precisos que llaman esclavitud y humillación, pecado y muerte. Al margen de la conflictiva historia del judeo-cristianismo, la libertad e igualdad cristiana son ininteligibles.

El caso es que el fracaso de la Antigua Alianza por infidelidad del pueblo de Israel no impidió que Dios cumpliera su pacto. Los cristianos descubrirán en la Nueva Alianza sellada en su Hijo la posibilidad de una relación libre e igualitaria entre Dios y los hombres, y de estos entre sí, toda vez que el hombre Jesús, en obediencia libre a su Padre y uno en dignidad con El, para sanar la comunidad israelita y la comunidad en cuanto tal, asuma el pecado que la divide y la quiebra. Para que se cumpliera en él la profecía religiosa-política a David, fue necesario que Jesús entrara en conflicto con las interpretaciones de la ley mosaica que, en vez de vehicular la libertad y la igualdad de los israelitas, las negaban mediante un sistema de deberes y derechos que, en realidad, aseguraba privilegios y exclusiones.

A Jesús lo crucificaron porque, al minar este sistema, amenazaba la precaria subsistencia de Israel bajo los romanos. Pero, en contra de lo que pudo parecer, a los ojos de la fe la crucifixión no hizo fracasar su proyecto del reino de Dios, sino que constituyó la condición última y precisa de su advenimiento. La exaltación de Jesús resucitado a la derecha del poder de Dios bien puede considerarse, en primer lugar, un acto de la justicia de Dios para quien fuera ajusticiado injustamente y para todas las víctimas del abuso del poder político. En segundo lugar, a un nivel más profundo, ella representa el éxito de Dios sobre la muerte que acecha a toda obra humana y a todo intento por identificar burdamente el poder de Dios con el poder de los hombres o el reino de Dios con los reinos de este mundo. Por último, la resurrección inaugura una relación completamente nueva entre Dios y los hombres, a saber, la filiación divina que Cristo participa a sus discípulos -y por estos a toda la humanidad- mediante la efusión de su Espíritu de Hijo, gracia principal que crea una comunidad de libres e iguales ante su Padre y con Él.

En la Nueva Alianza el Hijo es mediador de un nuevo pueblo de Dios, germen de una sola comunidad humana, pues en él las diferencias que los hombres establecen para oprimirse unos a otros ya no tienen más razón de ser. El cristiano, como el Hijo, no vive más bajo la coacción del temor del incumplimiento de ninguna ley; nada lo arredra, tampoco el poder político; seculariza la ley: la inventa, la interpreta, se somete a ella; no debe humillarse ante los poderosos sino ante los pobres; en presencia de su Padre no cumple, juega; no imita, crea; consciente de un amor paternal y de un perdón incondicional, se atreve a llamar pecado al daño que causa a su prójimo; igual a Dios por origen y vocación, no es esclavo del pecado ni de la muerte, no necesita negociar con nadie una paz indigna; aunque su lucha por un mundo mejor le cueste la vida, mantiene una esperanza invencible. La de aquella comunidad fraterna y reconciliada, que lo recibe y lo perdona a pesar de su individualismo y ambición.

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