La Iglesia en el mundo

La mayoría de los católicos estaremos de acuerdo con que el tema «la Iglesia en el mundo» tiene que ver directamente con el servicio de la Iglesia a «la salvación del mundo». Pero para los mismos católicos, miembros del mundo y de la Iglesia, llegado el momento de las concreciones, este planteamiento se ha vuelto muy problemático. Para despejar el camino a la misión de la Iglesia, es preciso revisar los presupuestos de su relación con el mundo.

En primer lugar, me parece que cuando hablamos de «salvación» debiéramos referirnos a una realidad trascendente, inmanipulable, que acabará de cumplirse al fin de los tiempos. Pero, que aún siendo trascendente, sabemos que la salvación se ha hecho tangible en nuestra historia a partir de la resurrección de Jesús. ¿Cómo? ¿Dónde? Por la Palabra, los sacramentos y la caridad, la Iglesia hace manifiesta la salvación. Su misión es propagarla en el mundo. Enseñarla. Pero la salvación alcanza a la Iglesia porque en principio ha alcanzado ya a la humanidad en su conjunto. Por la humanidad se hizo hombre el Hijo de Dios: gracias a su humanidad la Iglesia se sabe unida a Dios; en la humanidad fue Jesús crucificado: clavada a la historia del sufrimiento humano la Iglesia espera la liberación de Dios; habiendo resucitado, revelándose como homo verus, Cristo constituye el modelo de la humanización: la Iglesia llega a ser «experta en humanidad» en la medida que, como Cristo, en vez de condenar al mundo procura liberarlo de su inhumanidad.

En tanto esta salvación se expresa en la verdad que los hombres en sociedad necesitan, buscan, descubren e imaginan para vivir en paz, no corresponde que la Iglesia pretenda enseñar al mundo sin que deba ella al mismo tiempo disponerse a aprender de él. Aunque esta verdad se resuma en Jesucristo y nadie conserve mejor su significado que la Iglesia, Jesucristo no es un recetario de soluciones múltiples a los problemas de la vida en sociedad, pues para discernir y crear tales soluciones el mismo Cristo nos ha dado el Espíritu Santo. El Espíritu obliga a Iglesia y mundo a aquel diálogo propiciado por el Vaticano II sin el cual la «verdad» de uno normalmente aparece como un «poder» contra el otro. Definitivamente la verdad cristiana terrena tiene un carácter histórico, provisional y trinitario: un Dios trino la realizará paso a paso, pero sólo en aquellos que caminen en obediencia suya hasta el final de la historia.

La razón por la cual la Iglesia puede enseñar al mundo y aprender de él es que ambos comparten una misma humanidad. Se engañan los que piensan que la Iglesia puede zafarse de la ley de la Encarnación. Si el mismo Hijo de Dios se sometió a las reglas de la historicidad y finitud humana, si tuvo que rezar para llegar a la voluntad de su Padre (Lc 22, 39-46), la Iglesia no puede pararse ante el mundo como si ella existiera aparte de él. Si ella es mundana y no divina, y si la mejor forma que ha tenido Dios para revelarse ha sido a través de un hombre auténtico y el más auténtico de los hombres, la Iglesia sirve a la salvación del mundo, en vez de estorbarla, en la medida que experimenta en su propia humanidad una salvación que, al igual que el resto del mundo, también ella necesita.

La Iglesia se rige por la ley de la Encarnación sólo de un modo parecido a Cristo. La Iglesia no es Dios. Pero, además, la verdad que necesitamos, verdad que la Iglesia debiera actualizar en el mundo y con él, a menudo no aparece en la historia porque los que la representan, jerarquía y laicos, también comparten con el mundo el pecado que distorsiona esa verdad y los engaña. La santidad no es un don y una vocación exclusivos de la Iglesia. Nadie, por tanto, puede invocar esta santidad como moneda corriente para enseñarle al mundo su camino, sin hacer con el mundo el camino, probando, equivocándose y comenzando otra vez por la gracia que Dios comunica a los seres humanos sin excepción. Como consecuencia de esto y de lo anterior, la humildad debiera constituir la primera de las actitudes de la Iglesia en su pretensión de evangelizar el mundo. Dando testimonio humilde de la fidelidad de Dios con su Iglesia no obstante sus numerosos yerros, podrá ella ganar la confianza de los que han de creer que Dios es digno confianza.

Pub: «La Iglesia en el mundo», Servicio, 250 (mayo 2002) 20-21.

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