La Iglesia en cambio

El Papa Juan XXIII abrió las ventanas del Vaticano para que entrara aire fresco. ¿Qué tuvo en mente al hacerlo? Una visión y una intuición. Vio que el mundo moderno cambiaba en todas las direcciones. Intuyó que la Iglesia debía cambiar. Los 2500 obispos que fueron congregados al Concilio Vaticano II vieron e intuyeron lo mismo. Se necesitaban cambios. Y la Iglesia, desde hace 50 años, cambió.

Sin embargo, la Iglesia no dejó de ser lo que siempre ha sido. El concilio Vaticano II no cambió nada esencial. Simplemente, puso lo esencial en juego en la época que le tocó. Se expuso al modo de sentir y de pensar de sus contemporáneos y, así, quiso comunicarles a Jesucristo en términos comprensibles. Los cambios llegaron en catarata. En la misa primó la participación de los fieles. La promoción del conocimiento de la Palabra de Dios permitió un conocimiento directo de las fuentes del cristianismo. Los católicos establecieron relaciones de diálogo con la cultura y procuraron ser factores de unidad de la humanidad. El reconocimiento del valor de la libertad religiosa despejó el camino al reconocimiento del valor de las otras creencias.

¿Cómo lo hizo? Ciertamente, Juan XXIII no imaginó nunca lo que resultaría de su decisión. A poco andar, los documentos preparados por la curia romana fueron desechados por la asamblea de los obispos. Hubo un instante en el cual la Iglesia no supo por dónde seguir. Pero la fe fue más fuerte. El Papa abrió un amplio espacio a la libertad, a la argumentación, a la discusión, a las nuevas teologías y a la imperiosa necesidad de rezar en búsqueda de lo que el Espíritu quería cambiar. Los obispos creyeron en ellos mismos. Descubrieron, unos con otros, que podían pensar lo que hasta entonces no había sido pensado. Las respuestas del pasado no servían para las preguntas del presente. Pablo VI tuvo la sabiduría de conducir a los congregados a aprobar los documentos con un amplísimo consenso. El nuevo Papa creyó en el debate y esperó a que se produjera el entendimiento entre las distintas posiciones. Todos juntos tuvieron la valentía y la tenacidad que la creatividad les requería. Sabían que estaba en juego el futuro del cristianismo. Apostaron a Dios. No habría vuelta atrás.

¿Qué puede decirse de la aceptación del Concilio a 50 años de su apertura? Su acogida por parte de los católicos ha sido prácticamente unánime. Los cambios han sido impresionantes. Desde 1965, año en que concluyó el Vaticano II, la misma Iglesia católica ha sido apropiada en versiones plurales. Desde entonces la Santa Sede ha tenido dificultades para contener el surgimiento de cristianismos asiáticos, africanos, primermundistas, y movimientos y teologías liberacionistas de varios tipos. Los latinoamericanos sacamos adelante una Iglesia que optó decididamente por los pobres, por los perseguidos, los torturados, los desaparecidos… El Concilio abrió las ventanas a un catolicismo plural y, por tanto, difícil de reunir. No debe extrañar que las interpretaciones del Vaticano II se hayan multiplicado.

En los próximos tres años, un tema importante de la discusión eclesial será el de las interpretaciones del Concilio. ¿Fidelidad a la letra y a la tradición? ¿Fidelidad al espíritu y a los nuevos tiempos? ¿Fidelidad al Cristo que actúa en todos y en todas las épocas? El conflicto de las interpretaciones es legítimo. No debiera asustar. Tiene un origen trascendente. En cuanto a lo esencial, la única ruptura es la lefebvrista. Monseñor Lefebvre rompió con la Iglesia porque no entendió que, si los tiempos cambiaban, la Iglesia debía también cambiar. El lefebvrismo prefirió ser fiel a una noción estrecha y equivocada de Tradición, antes que a la Iglesia que con el concilio Vaticano II no quiso repetirse.

No obstante, el repliegue eclesial hacia el pasado no ha carecido de fuerza. Se ha hablado incluso de un «invierno eclesial». Hay señales de involución litúrgica preocupantes. El concilio impulsó búsquedas y experimentaciones. La audacia y los intentos frustrados generaron miedo e inseguridad. No debiera sorprender que muchos se asustaran. Volver a lo conocido es siempre comprensible. Por otra parte, si hace 50 años atrás los cambios culturales eran inauditos, estos han entrado en un proceso de aceleración exponencial. La humanidad entera experimenta un cambio de paradigmas gigantesco. La globalización extrema los contactos, o los contagios. Todas las tradiciones y las instituciones son relativizadas. Entran en crisis o en decadencia, sobreviven o mueren.

La Iglesia católica en particular se halla en una situación compleja. Benedicto XVI ha hablado abiertamente de crisis. En el caso de esta iglesia, el desprestigio de la autoridad compromete la credibilidad de su misión. Los casos de abusos sexuales del clero han minado la confianza de los fieles en la persona de los sacerdotes y en la validez de su enseñanza; han agravado la sospecha de la cultura en la articulación institucional del cristianismo. Todo esto ha sido posible en una sociedad que opera en un registro completamente nuevo. A saber, el de las comunicaciones abiertas, a veces controladas y otras incontroladas, el mundo de las innumerables redes interpersonales y el de los medios de comunicación social, el del espacio público en el que la imagen predomina sobre el concepto y la transparencia sobre la censura. ¿Cómo es posible en este contexto hablar sin dificultades en nombre de “la verdad”? El nuevo foro público –fuera del cual lo que existe no existe- no da tregua. En él, conviven sin problema el error y la verdad, el odio y el amor, la difamación y el legítimo derecho a expresarse en libertad. En este contexto, la Iglesia suele salir derrotada.  Pero si los católicos, en cuanto católicos, no se expresan, restándose a la argumentación pública de sus convicciones, el Evangelio no será anunciado. Si, por el contrario, corren el riesgo de hacerlo, habrá inevitables malas interpretaciones. El anuncio, sin embargo, podrá seguir adelante.

Cabe preguntarse: ¿Abrir de nuevo las ventanas o cerrarlas para siempre?  El Concilio Vaticano II ha sido ampliamente acogido por la Iglesia, e incluso ha sido celebrado por las otras iglesias, por las otras religiones y también por muchos no creyentes. Aun así, no ha producido hasta ahora todos los cambios que son necesarios. Ha puesto las bases para que estos ocurran. Esto es lo importante. Pero los cambios no se darán automáticamente. No es necesario abrir las ventanas de nuevo. Están abiertas. Tratar de cerrarlas, eso sí sería fatal. Se avanza con los contemporáneos o se los culpa de los cambios. Se los condena en nombre de la verdad o se corre el riesgo de encontrar el Evangelio con ellos, unos “con” otros y unos “en” otros. El Evangelio es patrimonio de la humanidad. Nadie puede comprenderlo y vivir de él, eximiéndose de la época y del intercambio cultural con los coetáneos. 

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