Hurtado, discípulo y misionero de Cristo pobre

La convocatoria a una V Conferencia General del CELAM a una gran misión del continente, tiene lugar cuando surgen algunas dudas sobre el futuro católico de Latinoamérica.

 Nuevas formas de religiosidad seducen a los cristianos. Se acentúa la diferencia y la incomunicación entre distintos modos de ser católico. Los pastores pierden autoridad entre los fieles. Y, desde un punto de vista social, nuevas formas de opresión ni siquiera son reconocidas como injustas porque se las atribuye a un sistema económico capitalista y planetario que –se dice- se reproduce independientemente del querer de las personas. En suma, la Iglesia Católica no logra evangelizar el mundo moderno y post-moderno.

Discípulos para una misión

La misión que se espera hacer a partir del 2007 obliga, por cierto, a preguntarse quién será el “sujeto” que la llevará a cabo: ¿quién será el “misionero”?

Afirma Mons. Errázuriz en la presentación del Documento: “Son tantos los desafíos al inicio del tercer milenio que marcan nuestra vida personal, familiar, pastoral, comunitaria y social, que queremos descender hasta llegar con profundidad al sujeto que les dará respuesta, después de encontrarse con el Señor”.

Los cambios que tienen hoy lugar son tan profundos que no debiéramos contentarnos con respuestas retóricas. ¿Qué está pasando en el corazón del católico que saldrá a anunciar  a Jesucristo? ¿Qué entiende por creer en Él? ¿Es cuestión de un sentimiento? ¿De una doctrina sexual, social, psicológica o  teológica? ¿De una militancia? ¿O de capacidad para imponerse políticamente a los demás o con presiones en el fuero interno? Si nadie se ocupa de estas preguntas, lo que se entienda por misionar irá a parar al mercado ya bastante competitivo del fundamentalismo.

Independientemente de la calidad del Documento de Participación, los obispos han arriesgado respuestas a algunas de estas preguntas. Y, además, nos ofrecen como ejemplo a nuestros propios santos latinoamericanos.

¿Quién será el misionero de Jesucristo en el futuro próximo de América Latina y el Caribe? Alguien que sea en primer lugar discípulo de Jesucristo, al modo como lo han sido hombres y mujeres de Dios, entre ellos,  el Padre Hurtado.

No corresponde aquí objetar la estampa que el Documento de Participación ofrece del Padre Hurtado. Todavía es tiempo para corregirla y, sobre todo, para presentar a los hermanos latinoamericanos al santo chileno como profeta de la justicia social. Alberto Hurtado representa lo mejor del catolicismo social latinoamericano. Este constituyó la aventura misionera más importante de los católicos del siglo XX. Fue el empeño más serio de la Iglesia Católica por responder a la voluntad de Dios como había que hacerlo, escrutándola en los “signos de los tiempos” y en diálogo con la modernidad.

Acerca de la evangelización del continente durante el siglo XX, otras figuras merecerían recordarse: Hélder Camara, Leônidas Proaño y Oscar Romero. Y de los nuestros, a Fernando Vives y sus discípulos Manuel Larraín y Clotario Blest. Y los más cercanos Raúl Silva Enríquez, Enrique Alvear y Fernando Aristía. Muchas mujeres y laicos debieran añadirse a esta lista.

Discípulo y misionero del Pobre

Para reconocer en Alberto Hurtado un discípulo y un misionero, es necesario recordar la centralidad que tuvo Cristo en su vida.

Aquí solo quisiera traer a la memoria aquel impacto social que Cristo produjo en la vida y el apostolado del Padre Hurtado. Lo que lo distinguió fue la experiencia de un “Cristo social”. Toda su originalidad espiritual podría resumirse en su “mística social”. Una unión con Dios cumplida en una experiencia de Cristo en el pobre y en una acción social de Cristo, realizada por Hurtado, en favor del pobre.

Esta mística típicamente cristiana, mística de la acción y mística del prójimo puede discernirse en base a dos expresiones del P. Hurtado de enorme densidad espiritual. Estas son: “el pobre es Cristo” y preguntarse ante cada pobre “qué haría Cristo en mi lugar”. Se lo puede decir también así: en virtud de Cristo el pobre es “sujeto” para nosotros y en virtud de Cristo nosotros somos “sujetos” para el pobre.

Para Hurtado la acción ética-social no se da al margen de lo espiritual. Para él el compromiso ético-activo, que podemos llamar el «ser Cristo para el prójimo», y la dimensión contemplativa-pasiva, que advertimos al asegurar que “el pobre es Cristo”, son dos aspectos de una sola experiencia en la que lo ético, por una parte, depende de lo contemplativo y, por otra, lo manifiesta.

Para él, Cristo vive en el prójimo, especialmente en el pobre. Por esto urge a los miembros de la Fraternidad del Hogar de Cristo a hacer un voto de “obediencia al pobre”. Les pide: “sentir sus angustias como propias, no descansando mientras esté en nuestras manos ayudarlos. Desear el contacto con el pobre, sentir dolor de no ver a un pobre que representa para nosotros a Cristo»[1].

Para Hurtado, sin embargo, la acción nutre a la contemplación y esta, a su vez, fecunda la acción. Lo plantea como pregunta que exige una respuesta práctica: «¿qué haría Cristo en mi lugar»? En diversas ocasiones hace exhortaciones como la siguiente: «…supuesta la gracia santificante, que mi actuación externa sea la de Cristo, no la que tuvo, sino la que tendría si estuviese en mi lugar. Hacer yo lo que pienso ante El, iluminado por su Espíritu que haría Cristo en mi lugar. Ante cada problema, ante los grandes de la tierra, ante los problemas políticos de nuestro tiempo, ante los pobres, ante sus dolores y miserias, ante la defección de colaboradores, ante la escasez de operarios, ante la insuficiencia de nuestras obras. ¿Qué haría Cristo si estuviese en mi lugar?… Y lo que yo entiendo que Cristo haría, eso hacer yo en el momento presente»[2].

Probablemente el P. Hurtado habría compartido la convicción profunda de la Teología de la Liberación de acuerdo a la cual es preciso estar dispuestos a “ser evangelizados” por los pobres si es que se quiere “evangelizar a los pobres”. Bien podemos imaginar al P. Hurtado hoy diciéndonos que para “misionar a los pobres” es preciso primero ser “discípulos de los pobres”. Si Cristo está en el misionero y está en el misionado –experiencia extraordinaria que tantos hemos tenido cuando misionamos-, la relación entre ambos debe estar realmente abierta a cualquier posibilidad porque no puede sino ser gratuita y libre. Es que Cristo es el Pobre. Solo en él es posible un encuentro auténticamente humano. En él, el Pobre, Dios y el hombre se encuentran: el hombre en su precariedad milenaria y Dios en su eterna generosidad. Por esto, si en el pobre podemos encontrar a Cristo que nos enseña con su miseria, su deseo de justicia, su amor por la vida y su fe en Dios, el paternalismo y la caridad vulgar que convierte al pobre en “objeto” de ayuda sin reconocerle su condición de “sujeto” que nos puede afectar y convertir, saltan por los aires.

El P. Hurtado se atrevió a encontrar a Dios en el Pobre, el Cristo obrero y huérfano. Amó también a los “ricos”. El quiso, como todo sacerdote quiere, la reconciliación del mundo con Dios. Pero la procuró de la única manera que Cristo la consiguió, tomando el lugar de las víctimas del pecado personal y social.

Y frente a un mal social, Dios lo llamó a una acción social. Dios actuó en él para cambiar la sociedad que causaba la miseria. En esto consiste la santidad por la cual fue resistido por la burguesía, la santidad que la Iglesia ha reconocido en su caso. Por su afán de emancipar, por liberar a los pobres de las estructuras de injusticia social, el jesuita chileno fue santo y fue moderno. Fue un católico moderno y santo. Creyó, en primer lugar, que Dios ni causa ni desea la pobreza. Segundo, fue un convencido de que la organización de semejante sociedad, al ser producto de la libertad humana, podía también ser cambiada por la misma libertad. Esta comprensión moderna de la persona y de la sociedad, animó a Hurtado a luchar por un mundo mejor. Se contactó con el “sujeto” de su tiempo, el Pobre, y, a la vez, usó las ciencias sociales para entender la realidad de los pobres e imaginar las vías de la superación de la miseria. En este sentido podemos decir que hizo todo lo posible por articular fe y justicia, con el auxilio de las otras dos articulaciones fundamentales, la de la fe y la razón, y la de fe y la ciencia moderna.

Alberto Hurtado todavía nos lleva la delantera. Para ser misionero del Cristo de los pobres, fue discípulo del Cristo pobre no solo socorriéndolo con caridad, sino luchando por la justicia y con la ayuda de las herramientas científicas que su sociedad le ofrecía. Hurtado fue un misionero moderno para un mundo moderno.

El apostolado social hoy

En vista de la misión que la Iglesia latinoamericana emprenderá en 2007 y a la luz de la enseñanza de Alberto Hurtado, tenemos la tarea de repensar el Apostolado Social, esta acción personal y colectiva que caracterizó al Catolicismo Social del siglo pasado.

Los tiempos han cambiado. Prevalece entre nosotros la idea de que es imposible sustraerse a una globalización económica que socava a las naciones y excluye a millones de seres humanos. Muy importantes pensadores nos dirían que el funcionamiento autónomo de diversos subsistemas impide hoy por hoy llamar injusticia al “costo social”, al migrar de los capitales, a las patentes intelectuales o al trato hacia los extracomunitarios indocumentados. Las ideas sociales del tiempo del P. Hurtado, parecerán a estos expertos obsoletas: la sociedad sigue cursos mecánicos,  “naturales”, no puede ser cambiada a voluntad; los modelos de desarrollo operan por autoreferencia, en consecuencia, lo único que cabe a las personas es adaptarse.

Este modo de ver las cosas, sin embargo, es teóricamente discutible y, en todo caso, juega a favor de los más poderosos, dejando a las inmensas mayorías expuestas a todo tipo de abusos. Pobres en nuestra actual sociedad, también son los empleados e incluso los gerentes que viven con enorme inseguridad la posibilidad de ser despedidos en cualquier momento y sin mayor explicación. Para los más pobres de los pobres -los que suman a su pobreza material, las enfermedades, la falta de contactos y la ignorancia-, un mundo con piloto automático les quita incluso la fuerza ética para tratar de cambiarlo. Ellos, y la Iglesia con ellos, no pueden sino apostar a lo contrario. Un profeta como Hurtado pondría entre paréntesis las ideologías que se alimentan de teorías semejantes y apostaría a la necesidad ética de dar rumbo a la historia, aun cuando esto sea posible solo a escala menor. ¿Cómo puede ser tolerable que el sistema se ocupe de los pobres para corregir su funcionamiento? ¿De qué ética empresarial se puede hablar cuando la justicia con los trabajadores de parte de los empresarios resulta, a la larga, un buen negocio? El único modo de probar que se puede ponerle el cascabel al gato, es poniéndoselo.

Pensemos, en otras palabras, que en esta historia son posibles los “sujetos”. El P. Hurtado promovió la condición de “sujetos” de los obreros y contribuyó a su organización sindical. Es cierto que ya no se puede esperar, como se esperó en los setenta, que los pobres por sí solos cambien las estructuras por otras más justas. Pero en algún grado los pobres sí pueden cambiar algo. Y asociados entre ellos y con otros, con  pastores dispuestos a enemistarse con los poderosos por su causa y con el auxilio de las ciencias modernas, al menos pueden defenderse o poner obstáculos a modelos de desarrollo impersonalizantes.

Hoy el P. Hurtado nos recordaría que cada ser humano es “persona”. Alguien que merece ser tratado como hijo de Dios, único, irrepetible y libre; y alguien que vive entre hermanos, que a ellos debe la existencia y a ellos también debe tratar fraternalmente, responsabilizándose comunitariamente de su suerte.

El Apostolado Social no ha cambiado en lo  fundamental: toda su fuerza estriba en que, para Dios, los pobres son “personas”. Nuestro mundo debiera ser un mundo de “personas” y no simplemente una red de funciones impersonales y, en consecuencia, irresponsables. El Cristo pobre de Alberto Hurtado nos enseña como ninguno el carácter de “persona” de cada ser humano. Porque el pobre más que nadie nos acerca a la persona humana de Cristo: humana pues Cristo comparte la condición de los que “hacen” la historia, pero también la de los que la “padecen”; humana, porque Él tiene una individualidad irrepetible y porque, al vivir en plena comunión con el Padre en el Espíritu, genera y restituye la comunidad entre los hombres. Así cambia nuestro corazón e impulsa a cambiar la sociedad en cuanto tal, con los instrumentos que los hombres han creado con la inteligencia que el Creador les dio y a partir de los pobres, los “sujetos” fundamentales del Apostolado Social.

Publicado en Mensaje nº 553 (2006) 24-27.


[1] S64 y 62.

[2] S41 y 05.

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