Evangelización de la cultura

El Evangelio del Mateo concluye con un envío de Cristo resucitado a sus discípulos a bautizar a todos los pueblos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, para que conozcan la buena noticia del reino de Dios (cf., Mt 28, 18-20). Desde entonces la evangelización constituye un imperativo para todo bautizado. Esta es nada menos que su misión. Los cristianos deben anunciar a Jesucristo como salvador del mundo en el nombre del Dios que lo creó.

El núcleo del mensaje no es otro que el proyecto de Jesús. El Hijo de Dios hecho hombre proclamó el advenimiento del Reino de Dios y, luego de su muerte y resurrección, la Iglesia anunció a Cristo mismo como triunfo de lo que Jesús trato de comunicar y por lo cual vivió. El Reino, la proclama de Jesús, consistía en el predominio de la misericordia de Dios sobre los pobres y los pecadores. Había que creer que Dios ama a unos y a otros, porque es Padre de todos como lo es de Jesús. La sentencia “felices los pobres” resume el Evangelio: Dios ama a los que padecen la miseria y injusticia, y a quienes se arrepienten de haber humillado a los demás y confían en el perdón de Dios; estos son, dicho de otro modo, los “pobres de espíritu”. Los “pobres” y los “pobres de espíritu” habrían de creer que Dios puede lo imposible: amar desinteresadamente a los que no merecen ser amados. Los sufrientes (hambrientos, enfermos, encarcelados, endemoniados, explotados, abandonados y tantos otros), que no salen adelante solos; y los pecadores, cuyas obras debieran avergonzarlos.

El Evangelio lo resume Jesús también de otra manera cuando invita a llamar a Dios “Padre”. Hasta la época no era normal invocar a Dios de esta manera. Constituía un exceso de confianza dirigirse a Él como Abbá, papito. Este que fue el centro de la vida espiritual de Jesús, habría de transformarse en el primer motivo de la oración de sus discípulos. El Maestro les enseñó el Padre Nuestro, revelándoles la originalidad mayor del Dios de Israel. Si Él es Padre de todos sin excepción, los cristianos se distinguirían en el mundo por su fraternidad y por sus esfuerzos por hermanar a la humanidad mediante el perdón recíproco y la acogida incondicional del prójimo.

Evangelización e inculturación

El año 1975 el Papa Pablo VI constató un divorcio entre el Evangelio y la cultura. Por casi dos mil años en Occidente se había logrado formar una cultura cristiana. Independientemente de los innumerables “peros” que merece esta afirmación, el cristianismo prosperó en la cuenca del Mediterráneo, tierra adentro y en las colonias europeas en el resto del planeta. El mensaje de la Iglesia por siglos no solo había penetrado en el corazón de las personas sino que, a través de estas, había podido generar valores, símbolos, modos de vida inspirados por Cristo. El Reino de Jesús se hizo cultura, aunque lo fuera en una medida que nos es imposible de discernir del todo. Y no podía ser de otro modo. Como ha recordado recientemente Benedicto XVI, el Hijo al encarnarse se hizo de algún modo “historia y cultura” (Conferencia de Aparecida, 2007). Nunca el Evangelio se dio fuera de una cultura. Pasó del ámbito judío al helénico, y a otros. Pablo VI declaró en Evangelii Nuntiandi que la síntesis cultural de su época acusaba una ruptura dramática. Desde el ’75 a esta parte la crisis se ha agudizado. Sin embargo, al anuncio de Jesús se le han abierto otras posibilidades.

Del mismo modo como el cristianismo experimentó tempranamente una asimilación griega, hoy puede ocurrir algo parecido en las muchas culturas de la tierra. La crisis declarada por Pablo VI no es mortal. La síntesis occidental se ha roto en varios países (aquí hay que distinguir ciertamente, la situación del cristianismo europeo, del norteamericano y del latinoamericano); la cultura moderna se ha desarrollado en conflicto con la tradición cristiana. Pero entre Evangelio y Modernidad hay puntos de encuentro, y entre Evangelio y otras culturas también. No debiera extrañarnos. Es Dios mismo que actúa en la historia humana, estimulando un encuentro racional entre sus criaturas.

Esto mismo, la posibilidad de entendimiento y convivencia de la humanidad en tiempos de globalización hace más necesaria que nunca la evangelización de las culturas. Pero requiere, además, una inculturación del Evangelio. En el primer caso son los cristianos los que cumplen su misión de anunciar a Jesucristo y, como los primeros discípulos, invitar a los pueblos a bautizarse. En el segundo caso, han de ser los otros pueblos y las gentes más diversas las que han de apropiar el mensaje del Reino en sus propias categorías culturales. Tal como en la antigüedad la evangelización del helenismo supuso una helenización del Evangelio, hoy se hace necesario que la proclamación de la paternidad de Dios sea comprendida en China, India, Mozambique y otras tierras, en las categorías culturales e idiomas de estos pueblos.

La inculturación del Evangelio complementa la evangelización de la cultura. Los cristianos como personas, pero también con cultura cristiana deben dar testimonio de la hermandad universal ante otros hombres. No pueden no hacerlo. Esta es su misión. Sin embargo, el Evangelio no debiera imponerse a la fuerza. Al mensaje de Jesús es inherente una acogida libre y en el lenguaje del que se convierte a su novedad. El concepto de inculturación es reciente en la pastoral de la Iglesia. Proviene de las misión cristiana en Asia como un correctivo decisivo a la expansión colonialista occidental. India, China, Africa entera son muy concientes de la función ideológica de la religión de Occidente. No están aceptando misioneros blancos. Si el Evangelio alguna acogida pudiera tener en estos continentes, la tendrá en su cultura. Aloysius Pieris, teólogo cenegalés, piensa que para que haya fe en Cristo en Asia debiera haber una iglesia asiática. ¿Podría haber una liturgia coreana, vietnamita, indonesiana…?

Una Iglesia latinoamericana

En América Latina se nos ha planteado este mismo desafío. En la Conferencia General del Episcopado tenida en Medellín (1968) la intención era aplicar los resultados del Concilio Vaticano II a la Iglesia de este continente. Pero resultó algo ligeramente distinto. La creación del CELAM liderada por hombres como Manuel Larraín y Helder Camera, ya presagiaba el surgimiento de una iglesia local latinoamericana. Los obispos en Medellín observaron con los ojos de la fe la realidad de sus países y descubrieron que el anuncio de Cristo debía hacerse cargo de la miseria y de la injusticia institucionalizada que aquí se padecía. Propugnaron así un cristianismo que volvía a anunciar “felices los pobres”.

La Conferencia de Puebla (1979) hizo suya la encíclica Evangelii Nuntiandi. Impulsó una evangelización que, ante el peligro del secularismo, tuvo muy en cuenta la cultura latinoamericana, rehabilitó el valor cristiano de la religiosidad popular y, en línea con Medellín, formuló la “opción preferencial por los pobres”. Desde entonces la Iglesia universal ha reconocido a la latinoamericana este mérito. El concepto alcanzó una difusión universal a través del magisterio de Juan Pablo II. Entre Medellín y Puebla surgieron en América Latina una multitud de comunidades eclesiales de base en las que se comenzó a leer la Biblia, relacionando la Palabra de Dios con la vida concreta de las personas. Despuntó la “Iglesia de los pobres”. Y, en relación con ella, la Teología de la liberación, hay que reconocerlo, la primera teología propiamente latinoamericana.

La Iglesia, sin embargo, no avanza en línea recta. Madura los cambios poco a poco. El Concilio significó una verdadera revolución teológica y eclesial. En cuatrocientos años, desde Trento, no hubo un concilio de la importancia del Vaticano II. Las aguas se agitaron. Se despertaron esperanzas desmesuradas. Unos quisieron ir muy rápido, otros prefirieron volver atrás. La confrontación ideológica de la Guerra fría complicó la recepción de las nuevas ideas, y el progresismo liberacionista popular fue frenado en seco. La Conferencia de Santo Domingo (1992) fue prácticamente intervenida por la Santa Sede. Los obispos reunidos difícilmente aprobaron un documento final. Este, no obstante las dificultades, tuvo la virtud de confirmar la opción fundamental de Puebla y de desarrollar el concepto de inculturación como no lo habían hechos las conferencias anteriores. Santo Domingo abrió la puerta a un cristianismo sensible a las diferentes etnias del continente. La teología latinoamericana de los últimos años ha hecho suyo este nuevo campo.

En Aparecida las aguas se han calmado. El ambiente en que se desarrolló la conferencia fue, en general, de gran cordialidad. El documento final ha dejado contentos a progresistas y conservadores. Incluso teólogos de la liberación pudieron hacer llegar sus planteamientos y fueron oídos. Aparecida tuvo ante sus ojos un escenario nuevo: los enormes cambios en la sociedad y las personas causados por la globalización. La V conferencia se abocó a discernir este fenómeno cultural, distinguiendo aspectos positivos y negativos. Los obispos constataron un serio debilitamiento del catolicismo latinoamericano. Y, estrechamente vinculado a la erosión de esta tradición, detectaron la dificultad para transmitir la fe cristiana de una generación a otra, en tiempos de individualización cultural y de libre elección de las creencias.

Aparecida ha sido una conferencia de comunión en la Iglesia latinoamericana. Ella pudo ahondar aún más la opción por los pobres. Siguiendo las palabras de Benedicto XVI ha proclamado la índole cristológica de esta opción eclesial. Ya no es posible ser cristianos sin optar por aquellos a quienes Jesús proclamó “felices”.

Esta última conferencia episcopal, cuarenta años después de Medellín, constituye un hito en el surgimiento de una Iglesia culturalmente distinta. Todavía está por verse cuánto más los sujetos latinoamericanos, indígenas, mujeres, jóvenes, intelectuales, etc., acogerán el Evangelio que la Iglesia les predica en su propio lenguaje y su condición particular.

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