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En el nombre del Padre, en el nombre del Hijo, en el nombre de la "creatividad"

¿En qué se traduce el Credo concretamente en la vida de los cristianos? Intentaremos aquí despejar la posibilidad a que nuestra confesión de fe en la Trinidad se traduzca en practicar su creatividad.

Los principales teólogos contemporáneos han detectado una grave disociación entre lo que la Iglesia cree y lo que practica. El cristianismo, de hecho, parece absorber la dimensión plural de nuestro Dios, con perjuicio de la creatividad inaugurada por Jesús. La Trinidad representa a menudo una fórmula hermética, ininteligible y, por ende, inaplicable en la vida de la Iglesia y en la relación de la Iglesia con el mundo al que ella pertenece. En cambio, los cristianos parecemos practicar un tipo de monoteísmo que, organizado verticalmente, procura la unidad como uniformidad y condena la diversidad como desviación; que identifica al cristianismo con sus versiones pasadas, porque teme al Dios que puede sorprendernos en el presente y el futuro.

Por siglos esta incongruencia del cristianismo con su ser más profundo ha podido tener penosas consecuencias. De muestra, América Latina: el continente mayoritariamente cristiano es, al mismo tiempo, el más injusto. Es cierto que no se puede acusar directamente a la fe cristiana de la enorme desigualdad que reina entre nosotros. Esta puede deberse a otros factores. Pero muchos se preguntan cómo en Latinoamérica ricos y pobres comulgan el mismo cuerpo de Cristo, sin hacer de esta región, de acuerdo al modelo de la comunión igualitaria entre las personas divinas, la más justa de la tierra.

A futuro, la subsistencia del cristianismo contemporáneo está amenazada en este y el otro lado del Atlántico. La globalización galopante salta todas las fronteras, las naciones no son capaces de asegurar su identidad cultural y su independencia política; las iglesias no pueden controlar a unos fieles que, seducidos por una nueva y amplia oferta de religiosidad, configuran a modo suo el credo que más les convence. La desinstitucionalización de la fe católica es un dato difícilmente discutible. Europa declara vivir una época post-cristiana. También en Latinoamérica la fe está amenazada de desfigurarse gravemente. La sola preocupación por defender la identidad del catolicismo propia de lo sectores más conservadores, nada más agudiza su inviabilidad (por suele hacérselo “invivible”) y, a la larga, su insignificancia (por irrelevante).

El lenguaje analógico

Puede sonar blasfemo cambiarle nombre al Espíritu Santo, llamarlo “creatividad”. No lo es. No es nuestra intención ningún reemplazo o sustitución. La creatividad es una de las características de Dios, en ningún caso lo ofende. Al hablar del Padre, del Hijo y de la “creatividad” no se pretende nada más que destacar uno de los aspectos del Dios cristiano, a sabiendas que este aspecto no agota, como ningún otro, su misterio. La “creatividad” como característica del Espíritu no puede competir con él en la denominación de la tercera persona divina, porque ni en la revelación ni en la tradición de la Iglesia encontraría fundamento suficiente. Es la pérdida lamentable del carácter creativo del Espíritu ocurrida a lo largo de los siglos, lo que hace necesario un título forzado para este artículo.

Si todavía pareciera transgresivo este título, recordemos que los nombres de las divinas personas son análogos. A ninguno de ellos puede darse un valor absoluto, sin convertir a alguna de ellas en un ídolo. Dios no cabe en nuestras apelaciones. Lo que importa con cada una de las denominaciones divinas, es que a través de estas podamos experimentar el amor de Dios por sus criaturas, su voluntad de salvarlas y de llevarlas a la plenitud que ideó al crearlas. Si los nombres de Dios se apartan de este fin, cuando pretenden decir quién es Dios independientemente de su virtud liberadora, entonces sí se incurre en blasfemia. Los nombres divinos son análogos, en parte atinan con quién es Dios para nosotros y en parte no. El Nuevo Testamento otorga a Jesús decenas de nombres, títulos y denominaciones: Cristo, Salvador, Señor, Pastor, Hijo de David, Resurrección, Vida, Pan de Vida, Luz, Sumo Sacerdote, Alfa y Omega… Si, según parece, Jesús solo se llamó a sí mismo “hijo del hombre”, ¿por qué no decimos “en el nombre del Padre, del “hijo del hombre”, del Espíritu Santo?  Porque la Iglesia, a la escucha del Espíritu, tuvo la creatividad de llamarlo Hijo de Dios. Probablemente en toda la historia de las religiones no ha habido audacia mayor que confesar que Jesús no era un mero hombre, sino Dios con nosotros. Para defender la fe y establecer un diálogo con la cultura griega dominante, los padres de la Iglesia optaron, cito otro ejemplo, por una de las tantas apelaciones del evangelista Juan y llamaron a Jesús Logos.

De modo semejante, tampoco la denominación de “Padre” para Dios, típica de Jesús pero no exclusiva suya, podría agotar la realidad de la primera persona de la Trinidad. Es más, esta invocación puede ser tremendamente problemática para aquellos que han tenido una pésima o ninguna experiencia de un padre humano; para las mujeres, ella puede reproducir lingüísticamente el sometimiento a los varones. Es el límite señalado de toda analogía. Si nos ajustamos al contenido teológico que la tradición de la Iglesia ha otorgado al término, con igual justicia podríamos llamarlo “Madre”. Pero esto tampoco es fácil. Los problemas se replican. Una de las razones por las cuales no se lo hizo -lo menciona Benedicto XVI – fue para no sugerir un empalme entre el cristianismo y ciertas formas de panteísmo asociadas a la maternidad[1].

En el Evangelio de San Juan Jesús llama al Espíritu el Paráclito (el defensor o el abogado). Se trata del mismo Espíritu que en el Antiguo Testamento se identifica como el soplo, el aliento de Dios capaz de dar vida, inspirar a los profetas y guiar la historia de los hombres mediante el ejercicio de su libertad. Libertad, podríamos también llamarlo (2 Cor 3, 17) o Amor (Rom 5, 5). La Iglesia ha gustado reconocer en él el Don de Dios.

El lenguaje cambia. Los símbolos cambian. Si alguna vez la paloma fue símbolo de la paz, hoy en muchas de nuestras ciudades es sinónimo de plaga. La representación del Espíritu como una paloma no puede despistarnos más. Mejor sería recordar el viento fuerte que se lleva el aire contaminado, permitiéndonos respirar a todo pulmón. Si en lugar del Espíritu hablamos de “creatividad” es porque su propia inspiración, como sucede a los artistas, nos sugiere un seguimiento libre, chispeante y original de Jesús.

La creatividad del Espíritu Santo

La Sagrada Escritura atestigua que el mundo es creación de Dios (Gén 1,1–2,4).  La Iglesia afinó esta convicción: el mundo ha sido creado por el Padre, “por medio del Hijo y del Espíritu Santo” (Denzinger Hünermann, 171). A esta conclusión ella no habría llegado nunca si la Encarnación y el Misterio Pascual de Jesucristo no hubieran tenido lugar como obra del Padre a través de su Espíritu. La concepción virginal de María sólo puede entenderse como expresión de la suprema libertad de Dios para crear, de un modo imposible a nuestros esquemas mentales empiristas, su propia irrupción en nuestra historia. La Encarnación se atribuye al Espíritu, como acción libre, gratuita e innovadora de Dios. Pero también la resurrección de Jesús es obra libre, gratuita e innovadora del Padre que, inspirando el Espíritu en su Hijo muerto, cumple en él el propósito de vida plena que tuvo al crear a la humanidad y al mundo entero. Dios ha creado y recreado el mundo con soberana libertad. La humanidad no tiene ningún derecho a la vida que Dios comparte con ella gratuitamente.

El pecado del hombre, en el fondo, consiste en no reconocer su condición de criatura, en reclamar para sí la capacidad de darse a él mismo un orden cerrado, una legalidad autosuficiente y autojustificatoria, impermeable a la iniciativa soberana del Espíritu de Cristo que sopla a su antojo y que nadie sabe de dónde viene ni adónde va (cf. Jn 3, 8). Blindado en su ingratitud, el hombre levanta sociedades y religiosidades que, por no abrir las ventanas al Espíritu, terminan por asfixiarlo. Lleno de miedo a la creatividad que Dios le exige, una y otra vez repite su intención de asegurarse contra los demás, mistificando su poder, sus ritos, sus leyes o su estilo de vida.

Jesús, el hombre libre, nos ha mostrado el camino de salida. ¡Él hizo el camino! Dejándose orientar por el Espíritu, Jesús inventó la vía de regreso al Padre, la vía del reino de su voluntad, anterior y superior a la Ley y al Templo. Jesús nunca dejó de ser judío, no abolió la Ley ni el Templo, pero interpretó “espiritualmente” su valor. Los valoró en relación a la necesidad absoluta de confiar en el amor de Dios por los pobres (los miserables, los pecadores, las mujeres, los extranjeros, los endemoniados, los enfermos y todos los “últimos”), a saber, los excluidos por la religiosidad manipulada por los expertos de la Ley (fariseos) y los sacerdotes (saduceos), liberando así a Dios del cautiverio a que había sido sometido y recuperando el modo ulterior de obedecer su voluntad. Para Jesús cumple la Ley el que ama (cf. Mt 22, 37-40). Al que sacrificó su vida en la calle, como un laico cualquiera y puertas afuera del Templo, la Iglesia lo proclamó “sumo sacerdote” (Hb 2, 17). La originalidad que tuvo para entenderse con Dios, la prioridad absoluta que Jesús concedió a la liberación de sus contemporáneos de las cadenas que los oprimían, se la sugirió el Espíritu.

Jesús inventó la historia. Antes y después de él ha podido pensarse que el destino de la humanidad está cosmológicamente cerrado. La expresión herética del orden fatal sagrado y cerrado se asienta en la concepción de un Cristo que habría seguido como un robot, con piloto automático y no espiritualmente la voluntad de su Padre. Un Jesús “más divino que humano”, un hombre omnisciente (que lo sabía todo) y omnipotente (que lo podía todo) no puede ser nuestro Salvador, sino la reencarnación de otro opresor más de los tantos que ha tenido la humanidad. ¿Cómo sería posible, en este caso, imitar a Jesús como modelo de humanidad sino sometiendo a los demás en virtud de la pretensión de una verdad y un poder pretendidamente absolutos? Si Jesús se supo el Salvador, si Jesús entendió que el Salvador debía hacerse humilde e impotente para elevar a los hombres a una relación de auténtico amor con Dios, lo conoció gracias al Espíritu Santo.

La creatividad de los cristianos arraiga en la creatividad de la Trinidad. Al proclamar la Iglesia en el concilio de Nicea (año 325) que Jesús no es “creado sino engendrado”; al establecer en el concilio de Constantinopla (año 381) que también el Espíritu es divino, los cristianos saben que su creatividad proviene del Hijo que se orienta en el Espíritu a su Padre; y que la creatividad, en consecuencia, tiene por criterio decisivo al Dios crucificado que, al crear relaciones de igualdad y comunión entre sus criaturas, juzga los extravíos de la misma libertad: los existencialismos a ultranza, los liberalismos individualistas, los progresismos que ideologizan los sacrificios, las sociedades piramidales y las resistencias meramente anárquicas contra cualquier autoridad o tradición.

¿Habría podido resumirse la fe de los cristianos en la fórmula “En el nombre del Creador, del Creativo y de la Creatividad”? La teología ha explorado muy poco esta posibilidad, pero ello no desautoriza a que se haga en el futuro. El título de “Creador” se halla en el Credo. Que el Hijo y el Espíritu colaboren diversamente en la creación/salvación constituye un dato seguro del dogma cristiano. La historia de las realizaciones y de la liberación de la humanidad de los últimos siglos, la misma imaginación emotiva y desbordante de la religiosidad popular, en la medida que ellas han sido inspiradas verdaderamente por el Espíritu Santo, representan el punto de inserción exacto de la renovación del cristianismo. Si los cristianos no inventan un mundo mejor lo harán aquellos que, tal vez sin conocer quién fue  Jesús o rechazando incluso a la Iglesia, sean capaces de un amor creativo.

Las otras tradiciones religiosas o la búsqueda de autonomía del hombre moderno tienen mucho que aportar. Los cristianos somos llamados a reconocer en ello la acción del mismo Espíritu Santo que impulsa a todos por igual y en igualdad de dignidad, a una comunión que anticipa el Reino que el Crucificado se esforzó por instaurar para que su Dios fuera Padre de muchos hermanos y hermanas.

Los desafíos actuales a la creatividad

Nunca como hoy los cristianos experimentamos el desafío de creer en la Trinidad o, lo que es lo mismo, el llamado a ser creativos. En la antigüedad la Iglesia luchó por un mundo mejor en medio de la poderosa cultura greco-romana. Hoy nos encontramos en una situación similar, pero con una dificultad específica: hay que gestar un mundo mejor en medio de una cultura en que el cristianismo, a riesgo de quedar fijado en las particularidades históricas de su expresión o de ser disuelto en el individualismo de los fieles, se vuelve inviable o insignificante. Sólo con una audaz apertura al Espíritu, que venza el miedo a los cambios, se conseguirán las innovaciones que acreditarán la extraordinaria vigencia histórica de su tradición.

El reclamo de protagonismo y la avidez por respuestas nuevas a las nuevas aspiraciones religiosas de los fieles cristianos, no deben ser vistas como una amenaza contra la Iglesia, sino precisamente como una moción del Espíritu destinada a su renovación. Estas demandas nada tienen de caprichosas. La igual condición de hermanos que comparten los laicos y los pastores, y la abundante inspiración espiritual que todos los fieles reciben en su bautismo, constituye un argumento teológico en su favor, tradicional y revolucionario a la vez.

La trinitarización de la existencia cristiana bien puede incidir en la vida ordinaria de todos los días, insuflándole pasión y esperanza. Puede también estimular la comprensión entre la gente, el respeto a los adversarios y la solidaridad con los pequeños. Mucho se beneficia la Iglesia cuando en ella, en virtud de la fe en la Trinidad, prospera un protagonismo plural y una comunión entre personas, sociedades e iglesias distintas. La misión de la Iglesia es ser sacramento de la Trinidad; una comunidad que cree en el Dios que no cesa de crear el mundo al revés que Jesús comenzó.


[1] Benedicto XVI Jesús de Nazaret, Planeta, Santiago de Chile 2007, 174.

El movimiento del Amor trino

Entramos a una iglesia y nos persignamos en nombre de la Trinidad. Salimos de una iglesia y hacemos lo mismo. Con un gesto tan sencillo y hermoso saludamos a nuestro Señor, nos dejamos purificar por Él y nos iluminamos en su presencia. El cristiano más sencillo lo hace y acierta con lo fundamental.

Pero si nos piden una explicación acerca de la Santísima Trinidad y qué tiene que ver su carácter trino con nuestra vida, no sabremos decir mucho. Dios o la Trinidad nos parecerá prácticamente lo mismo. La teología erró por siglos una explicación que tuviera que ver con la vida corriente de los cristianos. En vez de aclararnos las cosas, nos confundió.

Se recurrió a metáforas que arrojaran alguna luz sobre este Misterio de los misterios. Se dijo que la Trinidad se parecía al foco, a la luz y al reflejo. San Agustín habló de la mente, el conocimiento y la voluntad, tres realidades en una misma alma humana estrechamente vinculadas unas a otras. Hace poco se oyó decir a un sacerdote que un huevo se compone de cáscara, clara y yema. Esta comparación es útil para entender que en Dios no hay contradicción, pues en Él lo uno se dice bajo un respecto y lo triple bajo otro respecto. Pero la vida pide más. Se sufre mucho. Las personas necesitan que Dios realmente tenga que ver con su existencia.

Para esto la teología tuvo que dar un paso atrás. Nos recordó que los cristianos llegamos a saber que Dios es trino a partir de la historia de Jesús, a través de la irrupción de un reino que incluiría a todos sin excepción y del Espíritu de amor que lo unía con su Padre y todas las criaturas. En el acontecimiento de la vida, muerte y resurrección de Cristo aparecieron en la creación las huellas de un Dios comunitario y, al mismo tiempo, se reveló la vocación del mundo a la comunión. Los primeros cristianos descubrieron que llamando a Jesús “Hijo” el mundo habría de acercarse a Dios porque Dios se había acercado paternalmente al mundo.

Ofrezco otra representación, una que saca partido de la principal metáfora para hablar de Dios de Sagrada Escritura: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8). En el Nuevo Testamento esta convicción contrarresta la tentación de eludir la carga del prójimo con la ilusión de amar a Dios directamente. Me permito comparar al Padre, en quien se concentra la definición de Dios, con la misma expresión “Dios es amor”; equivalgo al Hijo con el decir  “Dios me ama”; y al Espíritu Santo con la idea de que “Dios nos hace amarnos unos a otros”.

Dios es amor

Llevando la mano derecha a la frente, invocamos el nombre del Señor.

La confesión de Dios como Padre implica en el cristianismo todo lo demás. De él viene el Hijo y el Espíritu, y de ambos viene el mundo y por ellos el mundo vuelve al Padre. Él representa el origen del amor y el comienzo de un mundo creado por amor.

Pero antes que una explicación, esta es una confesión de fe. En la historia de las religiones y de los credos de la humanidad no es obvio que la divinidad sea amor y si en algunos casos se la llama “padre”, puede tratarse de un ser que se divide dando origen a seres semejantes o de un ente aterrador por su poder de dar vida y de quitarla. No siempre Dios ha sido imaginado como amor. Cualquiera que lea las tragedias griegas descubrirá en ellas que “lo divino” es una población de seres favorables y desfavorables, muchos de ellos ambiguos o temperamentales. ¿Es posible creer en tales divinidades? Creer que existan, sí. La superstición tiene mucho de esto. Hagamos memoria de las veces que atribuimos un poder mágico a tocar madera, al número 13 y para qué decir al dinero, el ídolo per se. Pero, ¿podríamos creer en este tipo de poderes como confiamos en alguien que nos quiere? El diamante más hermoso del mundo no se compara con la fidelidad de un amigo o de un gran amor.

Creer que Dios es Padre, en el cristianismo, equivale a creer que “Dios es amor”, que es solo amor y que su amor triunfará sobre el mal. El mysterium iniquitatis, la maldad y el sufrimiento del mundo constituyen la objeción mayor en contra de la bondad de Dios. Solo Dios, por tanto, puede probar que es Dios. Esta es la promesa cristiana. Para los creyentes Jesús prueba que Dios triunfa sobre el mal. Cuando ellos confiesan que Dios es Padre, aseguran que pueden confiar en Él como Jesús lo hizo, y fue, por ello, liberado de la muerte. Los creyentes juran que el Señor rescatará a sus hijos de las aguas de la muerte, como sacó a Israel de Egipto y liberó a Jesús del sheol. Despiertan y se acuestan convencidos de que el Creador los precaverá del naufragio del día a día y de la tentación de sobrevivir atropellando a los demás.

Dios “me ama”

Bajando la mano hasta la boca del estómago, decimos: “y del Hijo…”, porque Dios “me ama” como amó a Jesús.

Creer que Dios es amor resume la experiencia espiritual de Jesús. En su vida, en su corazón, Jesús debió reconocer el camino que Israel hizo en la presencia amorosa aunque esquiva de su Padre. Él no creyó en cualquier Dios. Tuvo fe en uno que supo que lo amaba incondicionalmente, aunque en la cruz sintió su ausencia desgarradora. Pudo gritarle: “por qué me has abandonado”, pues sabía que el suyo merecía ser llamado Padre. No lo hubiera hecho de no haber oído de Él, con ocasión de su bautizo: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17). El amor de Dios le hizo creer que era su Padre.

Nunca en la historia se dio que alguien supiera tan hondamente que Dios lo amara. “Soy su Hijo”, creyó Jesús, y pudo vencer el miedo, la tentación y encarar las fuerzas demoníacas que terminaron por matarlo. La experiencia del “Dios me ama” de Jesús desencadenó en él la más auténtica libertad, la energía para comprometerse sin reserva con los demás, la capacidad de devolver a sus enemigos bien por mal. Nadie ha sido más libre que él, porque no hay libertad mayor que la de perdonar. Jesús no lo hubiera hecho sin saber que su Padre lo amaba a un grado que le hacía innecesario desquitarse. En lugar de vengarse, fue creativo. Amó. Porque la alternativa a quedar ofuscado contra los demás, es mirar hacia adelante, inventar la salida y, mientras no se lo logra, no desesperar, aguantar en el amor.

Jesús enseñó a los suyos la oración del “Padre nuestro” para que también ellos supieran que “Dios me ama”. Esta fue su misión: compartir su fe. También los cristianos habrían de dirigirse a Dios como el Hijo hacía con su abbá o “papá”: en libertad, sin miedo a su castigo, confiada y creativamente. Los discípulos fueron iniciados en la experiencia filial de Jesús y llegaron a decir que el Hijo, el enviado del Padre, moría “por mí”. La resurrección acuñó en los discípulos la convicción de que esta muerte, aparentemente inútil, era la condición real de una experiencia nueva de Dios, la cual se abría a todas las criaturas comenzando por los pequeños y los arrepentidos. Esta fue a lo largo de la historia del cristianismo la experiencia de muchos de los santos. San Pablo tiene conciencia de que el Hijo murió “por mí” (Gál 2, 20). San Ignacio también conoció el “por mí” (EE 116). Mientras más cristiana sea una espiritualidad más debiera suscitar esta intuición. No es fácil llegar a tal hondura. Los cristianos solemos creer que Dios nos ama en general. Podemos incluso amar a otros con un amor singular o exclusivo, pero difícilmente oír de Él: “tú eres mi hijo amado, yo creo en ti”. Nos falta fe.

Dios nos queda grande. O nos queda chico. Depende el ángulo desde el cual lo consideremos. Nos queda chico, porque lo medimos con nuestro metro y no podemos imaginar que pueda perdonar el mal que le hacemos a los demás. “¡No puede quererme tanto!”, pensamos. Proyectamos en Él nuestra idea estrecha de justicia y lo concebimos mezquino. Lo vemos como el Dios del “pasando y pasando”. También sucede que Dios nos queda grande: no logramos abarcar su grandeza, se nos escapa completamente, no podemos imaginar que quepa en su amor la tragedia de personas y pueblos crucificados. Su misterio es más grande que lo que nosotros podemos entender por amor. Nos ama, pero dudamos que lo haga con “nombre y apellido”. La vida es cruel. No siempre es bella. Tratamos de amar como Jesús nos enseñó, pero nos cuesta mucho comprender que me ame “a mí” si tan frecuentemente experimentamos que se olvida “de mí”. No faltan los niños que lamentan la malquerencia de sus padres biológicos y claman “por qué a mí”.

Y, sin embargo, Dios es Padre de Jesús y nuestro Padre. No como un progenitor carnal ni siquiera el mejor de todos. Él es el Amor original y el Origen del amor. Talvez no hayamos llegado a la hondura místicos, pero este es el camino. Esta es nuestra fe. La mística cristiana conduce a sabernos hijos e hijas de Dios, únicos y, a la vez, tan dignos como cualquiera. El cristiano, en consecuencia, se para ante los demás con dignidad. Trata a los señores del mundo de “tú a tú”. No tiene por qué reverenciarlos. Nadie es superior a un hijo o una hija de Dios. Ninguno debiera intimidar a un bautizado en la muerte de Cristo, porque él sabe que su vida tiene un valor eterno.

Dios nos hace amarnos

La señal de la cruz va de hombro a hombro. Cruzando el pecho con la mano de izquierda a derecha, podemos decir: “Dios nos hace amarnos los unos a los otros”.

La experiencia del amor de Dios “por mí” es la experiencia del hijo. La del “amarnos unos a otros”, es la del hermano. Al rezar la oración de Jesús reconocemos que tenemos un Padre que nos hermana. Aquí está el corazón de la enseñanza del Hijo: “ámense unos a otros como yo los he amado” (Jn 13, 34). Jesús nos ha amado en virtud del amor que él ha experimentado de un Dios que es Padre suyo, pero también Padre nuestro. Él es Hijo y Hermano; nosotros, hijos e hijas, somos hermanos y hermanas. El reino de los cielos consiste en un tipo de fraternidad que empieza en la tierra: las comunidades que el Cristo resucitado reunió para que celebraran la eucaristía y compartieran sus bienes. La misión de la Iglesia es incluir más y más personas en la hermandad universal del Hijo.

La invocación del Espíritu Santo, en este sentido, impide que la experiencia de amor de Dios “por mí” conduzca al individualismo, al egoísmo y a toda suerte de superioridad sobre los demás. Por ser hijos vamos por la vida con la frente en alto. Nadie puede humillarnos. Pero tampoco nosotros debiéramos humillar a los otros. El Espíritu nos recuerda que compartir la condición filial de Jesús no constituye ningún título especial. Los cristianos no tenemos privilegios ni derechos sobre el resto. Nuestro mayor deber consiste en declarar la igual dignidad de la familia humana.

Hermoso, pero difícil. La vida es difícil. Desde hace mucho rato la raza humana se disputa el pan peor que cualquier animal. No es nuevo que la inseguridad o la ambición impulsen a algunos a acaparar sin medida. El dinero trastorna. El tiempo se ha convertido en la más cara de las monedas. Los padres trabajan horas extras, descuidan a sus hijos y cambian los minutos que pudieran dedicar a escucharlos por una bicicleta. Incluso en cosas de religión cunde el egoísmo. A veces podremos experimentar el gozo de darle la paz al prójimo en la misa. Pero probablemente no querremos que nos importune más de la cuenta. Mientras tanto rezaremos para que el Señor nos asegure las tantas cosas que tenemos que agradecerle. Nos decimos “Dios me ama”, pero nos vamos quedando solos…

No basta decir “Dios me ama”. Hay modos incorrectos de entender las cosas. La conciencia de este amor debe ser corregida por la obligación del amarnos y perdonarnos. La convicción del “Dios me ama”, bien encaminada, conduce al “Dios me perdona” y al “Dios me reconcilia” con los hermanos. La experiencia del “por mí” implica el perdón. Supone,  además, algo irritante: Dios ama a nuestros enemigos. Nada puede descolocarnos más a los que siempre tenemos la razón, a nosotros los ofendidos, víctimas inocentes, que el Señor ame a los que nos han hecho sufrir. Nos parecerá injusto, poco serio. ¡Nos hicieron daño! Nos molesta que no se los castigue, que no se compense la pena que nos causaron. Pero, para la fe cristiana, las cosas son así. Dios perdona a nuestros ofensores. Los ama. Él puede lo imposible: ser misericordioso y justo a la vez. Hará justicia, pero a su modo y no al nuestro. Rehabilitó a Jesús, pero no le ahorró la muerte.

El Espíritu actúa donde quiere, en la Iglesia y fuera de la Iglesia. El Espíritu integra la sociedad, empareja las desigualdades odiosas. Pero, al mismo tiempo, destaca la originalidad de cada persona, valora su independencia, la de cualquier comunidad, la de todas las naciones. El amor con que Dios nos hace amarnos, impide considerar que los cristianos seamos mejores que los musulmanes, los gitanos… El Espíritu es el Espíritu. Circula como el viento. Dios Espíritu Santo prefiere a los despreciados y llora por la conversión de los arrogantes.

Diversidad y comunión

En toda sociedad humana hay un doble movimiento a la unidad y a la diversidad. En cada nación, en la Iglesia, en cualquier institución o comunidad de personas Dios mismo genera unidad en la diversidad y promueve las diferencias aunque la unidad peligre, porque para el bien común es importante el aporte de unos y otros. El Espíritu va de lado a lado, del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, de la unidad en el nombre del Padre a la diversidad en el nombre del Hijo. Los cristianos invocamos el nombre del Espíritu Santo para que prevalezca en el mundo la unión, pero no cualquier unión: la comunión, sí; la uniformidad, no. Somos Cristo y Cristo es uno. Uno con nosotros y nosotros comiendo, llorando y riendo unos con otros.

El Espíritu se las arregla para suscitar la unión amorosa entre quienes son iguales por ser hermanos y distintos por ser hijos. Él promueve nuestra originalidad como una riqueza que debe ser compartida. Pues en la alegría y en la pena, compartiéndonos, comulgamos con el Cristo que apostó por la bondad de Dios y ganó en Pentecostés. Ese día se iluminó la mente a los hombres venidos de todas las partes de la tierra, hablaron en las distintas lenguas y se entendieron.

Dios acredita su bondad a través de la Iglesia y la fraternidad universal, esta y aquella obras del Espíritu Santo. La hermandad conjura al mysterium iniquitatis, revela que “el amor es más fuerte” (Juan Pablo II). Los creyentes comprueban la inocencia de Dios ante el mal del mundo. Triunfando sobre el miedo al fracaso y la soledad, unidos, ellos dan testimonio de un Dios que merece fe, el Padre de Jesús y el Creador del universo.

Hay gente que pasa delante de una iglesia y se persigna. Cuando lo hace redime el mundo, porque este simple gesto de Amor trino amarra el cielo con la tierra.