La Eucaristía ha sido llamada el “sacrificio”. La referencia es obvia a la muerte de Jesús en la cruz. Lo que no es tan evidente es el significado correcto que ha de darse al “sacrificio” de Jesús como para que la Iglesia, al celebrar la Eucaristía, no festeje un asesinato. La crucifixión de Jesús, hechas las debidas precisiones, es el “sacrificio” del amor y la Eucaristía, por ende, constituye el sacramento del amor por excelencia. Esta ha de revivir el camino de Jesús a la cruz, como el de un hombre que reclama contra una injusticia y representa a todos quienes son estigmatizados como culpables siendo inocentes.
A continuación me centraré solo en un punto de este delicado tema: la actitud de Jesús ante su muerte inminente. Después de lo cual sacaré algunas conclusiones para entender mejor la Eucaristía.
La muerte de Jesús: ¿sacrificio o asesinato?
El sacrificio de Cristo, si no se entiende correctamente, puede terminar significando lo contrario[1]. Si no se entiende que el sacrificio de Cristo consiste en la entrega de amor de Jesús a la voluntad de Dios hasta las últimas consecuencias, puede terminar significando un acto ciego, indiferente a las razones históricas que lo han provocado; puede ser considerado un acto compensatorio para reparar el dolor con dolor; puede hacernos pensar que lo único cuenta es que el Hijo haya muerto en la cruz (lo cual resta sentido a la predicación que Jesús hizo del Reino); puede, en definitiva, inducir a pensar en un “pacto secreto” o una “connivencia” de orden providencial entre Caifás y el Padre de Jesús. Dado que Caifás recomendaba la muerte de uno, Jesús, para salvar a la nación (de la amenaza de los romanos), Dios habría agradecido este gesto como sacrificio de un ser humano inocente, su Hijo, para otorgar el perdón de los pecados. Pero, ¿necesitaba Dios de una víctima de la violencia para salvar? Si en algún sentido la Eucaristía celebrara el crimen de Caifás, estaría celebrando exactamente lo contrario. Pues Cristo en cruz desenmascara la crueldad de las autoridades contra los “chivos expiatorios”[2], los inocentes que las agrupaciones humanas (sociedades, familias, escuelas, etc.) neutralizan para conservar la paz. (El bulling es hoy el caso más nítido).
Mal que nos pese, en el Antiguo Testamento muchas veces la violencia tiene un valor sacro. Allí, el mismo Señor de Israel puede ser violento. Tomo el caso de un texto maravilloso, pero peligroso: el Siervo Sufriente de Isaías 53. Esta figura ha sido aplicada a Cristo para entender su sacrificio (cf., Hch 8, 32-35). El problema es que, como toda aplicación metafórica, en parte acierta y en parte no. A mi juicio, Isaías 53 es útil para referirse a la inocencia de Jesús. Él es el Hijo que cumple a la perfección la voluntad del Padre. Es el Siervo que acata la voluntad de Dios aunque le cueste la vida. El carga con los efectos mortales de los pecados de la humanidad, en vez de traspasar los males a terceros. El Siervo no se venga ni se desquita contra los que lo hieren cruelmente. Pero, a mi parecer, es obligatorio apartarse del otro aspecto de la metáfora: el texto nos dice que Dios hace pedazos al Siervo para el perdón de los pecados. Se afirma:
“Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y el Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco que él abrió la boca” (Is 53, 6-7).
“Mas plugo al Señor quebrantarle con dolencias. Si se da asimismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca al Señor se cumplirá por su mano” (Is 53, 10).
La imagen de Dios que surge de este texto es la de alguien que, para salvar, castiga. En este caso el Señor castiga a su Siervo que carga con la culpa de los demás. La aplicación de este tipo bíblico a Jesús se ha comprendido apresuradamente. ¿Encaró Jesús la muerte como un borrego humillado por Dios y por los hombres, sin quejarse ni abrir la boca como nos dice Isaías 53? Una lectura desatenta de la Escritura induce a reconocer en Jesús la pusilanimidad del Siervo; y, por otra pare, a pasar por alto las aristas de la real actitud de Jesús ante la cruz inminente.
Pues bien, en la historia del cristianismo este y otros textos del Antiguo y Nuevo Testamento han sido utilizados para sustentar teologías aberrantes sobre el sacrificio de Cristo. Las teorías expiatorias han marcado la teología cristiana especialmente durante el segundo milenio con penosas consecuencias. Roberto Daly, uno de los expertos en el tema, distingue cuatro pasos que se repiten en estas teorías: (1) el honor de Dios fue dañado por el pecado humano; (2) Dios demandó una víctima sangrienta inocente / culpable que pagara por el pecado humano; (3) Dios fue persuadido de cambiar el veredicto divino contra la humanidad cuando el hijo de Dios ofreció cargar con el castigo de la humanidad y; (4) la muerte del Hijo funcionó de este modo como un pago; la salvación fue comprada. Daly concluye: “detrás de esto hay un imagen de Dios que es fundamentalmente incompatible con lo central de la autorrevelación del Dios de la Biblia amoroso y compasivo”[3].
Bien vale detenerse en extenso en textos evangélicos que nos hablan de una actitud muy distinta de Jesús ante su muerte inminente. Ellos cierran absolutamente las puertas a justificar/sacralizar la violencia que se ejerce en contra suyo. Por el contrario, su actitud desenmascara el intento de hacer pasar su crimen como una necesidad salvífica metafísica. Jesús no va al patíbulo como oveja al matadero. Lo humillan, pero el no interioriza la humillación a modo de virtud. No se autocompadece.
Dice Lucas:
“Entonces Jesús dijo a los principales sacerdotes, a los oficiales del templo y a los ancianos que habían venido contra Él: ¿Habéis salido con espadas y garrotes como contra un ladrón? Habiendo estado con vosotros cada día en el templo, no extendisteis las manos contra mí; mas ésta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas” (Lc, 22, 52).
“Cuando era de día, se juntaron los ancianos del pueblo, los principales sacerdotes y los escribas, y le trajeron al consejo, diciendo: ¿Eres tú el Cristo? Dínoslo. Y les dijo: Si os lo dijere, no creeréis; también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis. Pero desde ahora el Hijo del Hombre se sentará a la diestra del poder de Dios. Dijeron todos: ¿Luego eres tú el Hijo de Dios? Y él les dijo: Vosotros decís que lo soy” (Lc 22, 66).
“Entonces Pilato le preguntó, diciendo: ¿Eres tú el Rey de los judíos? Y respondiéndole él, dijo: Tú lo dices” (Lc 23, 3).
“Cuando le llevaban, tomaron a un cierto Simón de Cirene que venía del campo y le pusieron la cruz encima para que la llevara detrás de Jesús. Y le seguía gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él. Pero Jesús, volviéndose a ellas, dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí, vienen días en que dirán: ‘Dichosas las estériles, y los vientres que nunca concibieron, y los senos que nunca criaron’. Entonces comenzarán a decir a los montes: ‘caed sobre nosotros’; y a los collados: ‘cubridnos”. Porque si en el árbol verde hacen esto, ¿qué sucederá en el seco?” (Lc 23, 26).
“Y cuando llegaron al lugar llamado de la Calavera, le crucificaron allí, y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Y Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Y echaron suertes, repartiéndose entre sí sus vestidos” (Lc 23, 33).
Dice el Evangelio de Juan:
“Entonces Judas, tomando la cohorte romana, y a varios alguaciles de los principales sacerdotes y de los fariseos, fue allá con linternas, antorchas y armas. Jesús, pues, sabiendo todo lo que le iba a sobrevenir, salió y les dijo: ¿A quién buscáis? Ellos le respondieron: A Jesús el Nazareno. Él les dijo: Yo soy. Y Judas, el que le entregaba, estaba con ellos. Y cuando Él les dijo: Yo soy, retrocedieron y cayeron a tierra. Jesús entonces volvió a preguntarles: ¿A quién buscáis? Y ellos dijeron: A Jesús el Nazareno. Respondió Jesús: Os he dicho que yo soy; por tanto, si me buscáis a mí, dejad ir a éstos” (Jn 18, 3).
“Entonces el sumo sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de sus enseñanzas. Jesús le respondió: Yo he hablado al mundo abiertamente; siempre enseñé en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada he hablado en secreto. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído, qué les haya yo hablado; he aquí, ellos saben lo que yo he dicho. Cuando dijo esto, uno de los alguaciles que estaba cerca, dio una bofetada a Jesús, diciendo: ¿Así respondes al sumo sacerdote? Jesús le respondió: Si he hablado mal, da testimonio de lo que he hablado mal; pero si hablé bien, ¿por qué me pegas?” (Juan 18, 19).
“Entonces Pilato volvió a entrar al Pretorio, y llamó a Jesús y le dijo: ¿Eres tú el Rey de los judíos? Jesús respondió: ¿Esto lo dices por tu cuenta, o porque otros te lo han dicho de mí?” (Jn 18, 33).
“Pilato entonces le dijo: ¿Así que tú eres rey? Jesús respondió: Tú dices que soy rey. Para esto yo he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18, 37).
“Entonces Pilato, cuando oyó estas palabras, se atemorizó aún más. Entró de nuevo al Pretorio y dijo a Jesús: ¿De dónde eres tú? Pero Jesús no le dio respuesta. Pilato entonces le dijo: ¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para soltarte, y que tengo autoridad para crucificarte? Jesús respondió: Ninguna autoridad tendrías sobre mí si no te hubiera sido dada de arriba; por eso el que me entregó a ti tiene mayor pecado” Jn 19, 8).
Estos textos nos hablan de algo muy distinto de lo que se nos dice en Is 53. Jesús no va a la muerte como quien acata la voluntad de un Dios que necesita un “sacrificio humano” para perdonar los pecados. No se dice que Dios lo sacrifique. Dan más bien la impresión de un Jesús sustentado globalmente por su Padre. Jesús habla, no va mudo. Se queja, argumenta, increpa, se muestra desafiante, casi altivo. Le pegan por insolente. Trata de igual a igual a cualquiera. No lo llevan como a un explotado, sino como a un “Señor”. Él es siervo porque cumple la voluntad de Dios, no porque soporte que abusen de su dignidad. No cede al poder despótico. Su virtud no está en aguantar las ofensas, sino en la valentía para enfrentar a las máximas autoridades religiosas y políticas, y a sus policías y soldados. Va a la muerte como alguien consciente de su inocencia, encarando a sus adversarios por la injusticia que están cometiendo contra él. ¿Se podría inferir de estos textos que Jesús creyó ser la mejor de las víctimas ofrecidas a una Divinidad que –como en el film de Mel Gibson- necesita sangre para vengar la sangre?
De hecho la solución de Caifás es política. El Sumo Sacerdote había dicho “es mejor que muera uno a que perezca toda la nación” (Jn 11,50; cf. 18,14). Que los cristianos hayan visto en esta misma muerte la salvación de Dios debe entenderse solamente en el sentido contrario. El evangelista Juan ironiza de Caifás. Este, para salvar a Israel, quiere matar a Jesús. Jesús, para que el reino de Dios llegue, reclama su inocencia. René Girard dirá que Caifás hace de Jesús el “chivo expiatorio”, a saber, el inocente clásico en contra de quien personas y multitudes descargan la violencia que amenaza destruir el cuerpo social. Esto no se habría sabido, dirá Girard, si en la cruz no se hubiera revelado una lógica nueva y que, desde entonces, fecunda el planeta a favor de las víctimas inocentes. Esta es, la lógica del amor que pone al descubierto que, lo que hace Caifás, arrastrando tras de sí a los demás, constituye el verdadero pecado. La resurrección de Jesús, experimentada como justicia por los testigos que pudieron sustraerse a la opinión sacrificialista predominante, constituye el juicio de Dios contra Satán, el “Acusador”. Pues el Espíritu del Resucitado, el “Paráclito” (= Abogado), da testimonio de Jesús en contra del Sanedrín, las veces que los discípulos recordaron el triunfo de Dios sobre la injusticia (cf., Hch 10, 34-43). Ellos comprobaron que la lógica revelada en la cruz era la misma de la del pastor que, por salvar a la oveja descarriada, es capaz de arriesgar a las noventa y nueve restantes (cf., Lc 15, 4-7).
De aquí que, si Dios es amor (cf., 1 Jn 4, 8), el cristianismo debe entender el sacrificio de Jesús, en primer lugar, como la entrega/asesinato de un inocente. Y, solo en cuanto esto no se olvida, debe también recordarse como entrega libre del mismo Jesús a la voluntad de salvación gratuita del Padre. Fuera de estos cauces, la versión litúrgica del sacrificio cristiano podría experimentar una “desconversión”[4]. En este caso, el mecanismo del “chivo expiatorio” (condena de inocentes para salvar a los culpables) adoptaría una articulación eucarística perversa (acción de gracias a Dios por el crimen de Jesús).
El sacrificio, ¿en mesa o en ara?
Normalmente la categoría de “sacrificio” refiere a un acto del hombre a favor de Dios. El sacrificio cristiano, en sentido estricto, se funda en el sacrificio de Dios a favor del hombre. En palabras de B. Sesboüé: “… hay que decir que el sacrificio de Jesús es ante todo y sobre todo un sacrificio que Dios hace al hombre, antes de y a fin de poder ser un sacrificio que el hombre hace a Dios”[5]. En consecuencia, la Eucaristía es acción de gracias por el amor gratuito de Dios manifestado en Cristo Jesús. Fuera de estos términos, la Eucaristía corre el riesgo aliar a Dios con Caifás, con Judas, con Pilatos y con los demás personajes de la tragedia de la cruz, como si juntos, y sin distinción alguna, se hubieran puesto de acuerdo para reconciliar a la humanidad mediante la entrega de Jesús. Y si, peor aun, y para cerrar el círculo, Jesús se hubiera auto-inmolado. Fuera de los términos mencionadas, la Eucaristía se convierte en su contrario.
El Concilio de Trento estableció que la Eucaristía es sacrificio (DH 1743). Pero no hace las distinciones necesarias para no malinterpretar su significado. En nuestra época, por ejemplo, “sacrificio” es el entregarse amoroso de una madre por sus hijos; pero también los costos sociales pagados por multitudes a favor de la concentración de la riqueza.
La equivocidad de este término puede hacernos creer que Jesús es el “chivo expiatorio” cuyo sacrificio la Eucaristía rememora para que Dios perdone los pecados, como si fuera un animal que se descuartiza sobre un ara. La Eucaristía no está en línea de continuidad con los sacrificios aztecas u otros parecidos.
Para la Iglesia la Eucaristía ciertamente es sacrificio, aunque Jesús no use este término para expresar el sentido de su propia muerte. Si nos atenemos a las palabras y gestos que Jesús usó a este efecto, hemos de considerar la Eucaristía, sobre todo, como la Cena del Señor. Esta clave de lectura de la Pasión del evangelista Juan es menos equívoca para enseñarnos en qué consiste el amor de Dios. También Trento radica el sacrificio en la Cena. Es en la Última Cena que Jesús revela, a través del lavado de pies, el significado de la cruz inminente. Ella será amor, porque es Jesús que se entrega hasta el final en servicio a sus discípulos. Pero ella será también recuerdo de un crimen. Su celebración inhibirá a los cristianos de pretender salvar la sociedad mediante la violencia. El evangelista Juan aterriza cristológicamente el mandamiento principal de Israel. Se ama a Dios, amándose los discípulos entre ellos como (Jesús) los ha amado (cf., Jn 15, 12).
Por otra parte, en los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas de la Última Cena, Jesús asocia su entrega pascual al pan y al vino que él da a sus discípulos y que ellos han de partir y compartir en memoria suya. En este caso la cena ha de continuar la práctica de Jesús de comer con los excluidos (pobres, pecadores y fracasados) y de esta manera anticipar el banquete del Reino en el que triunfará definitivamente el amor de Dios. Nos parece que entonces se entenderán a cabalidad esas otras palabras proféticas de Jesús: “Id, pues, a aprended qué significa aquello de: Misericordia quiero y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9, 13). No es que los templos, los sacerdotes y el sacrificio eucarístico pierdan su importancia. Estos son los instrumentos sacramentales del amor secular de Dios manifestado puertas afuera de Jerusalén por Jesús y por aquellos que, como Jesús, aman a Dios toda vez que se aman y se perdonan como hermanos.
La Eucaristía, en consecuencia, tiene que ser memorial de la Cena y de las cenas que Jesús tuvo con aquellos que merecían misericordia, porque ellas recuerdan la causa ulterior del asesinato de Jesús: el advenimiento de la salvación gratuita para aquellos que creen que Dios es Padre. Las autoridades religiosas no pudieron tolerar que Jesús comiera con publicanos y pecadores, socavando su tinglado religioso de premios y castigos (cf. Lc 5,30).
La Eucaristía, en definitiva, debe recuperar la historia de Jesús. Debe ahondar en la figura histórica real del Cristo que anuncia el reino a los pobres y a los pecadores, y que por esto lo matan. Si olvida las vicisitudes históricas conflictivas de la salvación, la Eucaristía puede terminar significando su contrario. A saber, la acción parricida de un Dios capaz de sacrificar a su propio Hijo, inocente, para salvar a la humanidad pecadora. Este mito metafísico no suscitará jamás una glorificación auténtica de Dios, sino solo una fe y un amor interesados y llenos de miedo. La violencia no salva. La violencia se devora a sí misma. “Jesús es el único hombre que alcanza el fin asignado por Dios a la humanidad entera, el único hombre en esta tierra que no debe nada a la violencia y a sus obras”[6]. Sirvan las mismas palabras de Jesús para concluir la diferencia: “Si supierais qué significa: ‘Misericordia quiero y no sacrificios’, no condenaríais a los inocentes” (Mt 12, 7). La Euraristía, en resumen, ha de significar la misericordia de Dios con los pecadores y con los que son tenidos por tales, siendo inocentes.
[1] Bernard Sesboüé et al, Salvador del mundo. Historia y actualidad de Jesucristo. Cristología fundamental, Salamanca 1997, 115ss.
[2] Cf., René Girard, El chivo expiatorio, Barcelona 2002.
[3] Robert J. Daly Sacrifice unveiled, New York 2009, 179.
[4] Cf., Bernard Sesboüé et al, Salvador del mundo. 115ss.
[5] Bernard Sesboüé, Jesucristo el único mediador, Tomo II, Salamanca 1990, 233.
[6] René Girard, El misterio de nuestro mundo, Salamanca 1982, 245.