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¡Espíritu Santo, ven!

De vuelta en bus de Puerto Montt a Santiago, sentado y conversando con un mulsulmán, otra vez me di cuenta de la originalidad del cristianismo. El tipo era culto y fundamentalista. ¿Es posible algo así? Era médico en EE.UU. Hablaba bien. Me contó una parábola que me dejó con la boca abierta. Sentí por él una verdadera admiración. ¡Un oriental como Jesús! Pero estaba absorto en el cumplimiento al pie de la letra de las exigencias del Corán, además de otras prohibiciones de invención propia como la cafeína en las “negritas” y el bingo. No detallo otros pormenores del encuentro. Aunque sabrosos, darían para nunca acabar. Lo más interesante fue concluir que el Islam carece de lo que en el cristianismo es el Espíritu Santo; en la práctica, el Islam desconoce la libertad, el fruto más típico del Espíritu. A diferencia de Jesús, el primero de los hijos de Dios, Mahoma es el primero de los súbditos de Alá. Algo así como un Espíritu Santo que induzca amorosamente el cumplimiento de la voluntad divina en la libre conciencia de los fieles, tal como lo hizo en Jesús, en el Islam es simplemente impensable.

          Después me informé mejor. Islam significa “sumisión”. A diferencia de la revelación cristiana, de acuerdo a la cual Dios se autocomunica en todas sus obras, pero especialmente en la historia humana y más que nunca en el hombre Jesús, en sus hechos y sus palabras,  Alá “dictó” el Corán a Mahoma para que fuera observado tal cual. Es decir, para el Islam Alá no cuenta con la contribución humana para revelarse, ni con sus dichos ni con sus acciones, sólo se sirve de su profeta para señalar a sus fieles su ser trascendente y su voluntad de salvación. Tan “dictado” es el Libro Sagrado que no toca interpretarlo, ni puede ser leído correctamente sino en árabe. Lo que entendí es que en esta religión no hay más que una interpretación, lo que equivale a decir que ninguna. Y, por el contrario, concluyo que sólo una fe trinitaria –lo veremos- puede ser causa de libertad humana auténtica. No son todas las religiones lo mismo.

El riesgo del fundamentalismo

     Pero, ¿estamos libres los cristianos del fundamentalismo? No, nadie. Contra el fundamentalismo no hay más remedio que el Espíritu Santo, ¿pero cuántos gozan de su libertad? Suele suceder que se reduce el cristianismo a otra religión más, otro código más de verdades de fe, reglas morales y ritos sacramentales, como si fuese mejor exorcizar los peligros de la existencia que correr el riesgo de crear algo nuevo. Es decir, una religiosidad parecida a la que aplastó a Jesús y de la que Jesús logró, en principio, liberarnos. Otra religión más de las que pretenden eximir al ser humano de hacer su propia historia, legislándole por anticipado todos los pasos posibles, contestándole con antelación cualquier cosa antes de dejarlo en la duda, como si la fe consistiera en un catálogo de respuestas más que, en la incertidumbre e interrogantes que nos pone la vida, confiar radicalmente en Dios y en su Palabra.

          Este riesgo tiene su historia. El conflicto que llevó a Jesús a la muerte fue en primer lugar religioso. Quienes instigaron la eliminación de Jesús fueron los piadosos: los sacerdotes, fariseos y escribas que no aceptaron que Jesús predicase un Reino cimentado en el amor ilimitado de Dios por la humanidad. ¿Cómo tolerar que alguien relativizara la importancia de la Ley? El “ungido” con el Espíritu, Cristo, transgredió el Sábado en favor de hombres y mujeres concretos que, en situaciones concretas, requerían un gesto concreto del amor de Dios. Más grave aún, los expertos religiosos no soportaron que Jesús cuestionara la justicia de Dios con parábolas como las del “hijo pródigo” y los “trabajadores de la viña”. Que Jesús compartiera la mesa con los publicanos, los pobres y las prostitutas, llevando la bendición divina a ellos, los excluidos por la Ley, avivó la furia de los piadosos que lo acusaron de hacer el bien con la energía del Diablo y no del Espíritu.

 

          Tampoco los discípulos de Jesús fueron capaces de un seguimiento adulto de su maestro. Hasta el último momento esperaron que un mesías omnipotente, remplazándolos, restituyera la independencia política de Israel por la vía de la fuerza. Sólo después de su resurrección descubrieron que “para la libertad los había libertado Cristo”: que la historia había que hacerla con la fuerza y según la inspiración del Espíritu, en vez de endilgársela a Dios simplemente o huir de ella, refugiándose en una observancia pueril de preceptos y castigos.

          A lo largo de 2.000 años, sin embargo, muchos cristianos hemos recaído en los mismos  males, con la esperanza de que Dios recompense nuestro servilismo. Se olvida que vivir de acuerdo a la voluntad de Dios, a su Palabra, es mucho más amplio y más exigente que hacerlo de acuerdo a su Ley. Pareciera que la revelación de un Dios trino no hubiera agregado nada a la historia religiosa de la humanidad. Sucede que muchos se persignan en el nombre de la Trinidad, pero no sospechan el alcance práctico de la fe trinitaria. Por cierto,  es difícil entender cómo Dios pueda ser uno y trino a la vez. Se reza a Dios igual que a Cristo, a la Virgen y a los Santos, etc., y se le piden favores lo mismo a El que a una animita o a una reliquia. Dios que es grande y bueno se las arregla para entendernos. Pero para aclararnos el camino y la manera, es que decidió la Encarnación.

El camino cristiano

          Si nos fijáramos en la historia de Jesús y en Jesús tratáramos de articular nuestra relación con Dios, todo sería más fácil. ¡El es el camino! Captaríamos, por ejemplo, que en el Nuevo Testamento al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo corresponden funciones muy distintas, aunque concurrentes a una misma misión, la misión de Jesucristo. ¿Cuál es el lugar de los cristianos en su relación con Dios? El de Cristo, el Hijo predilecto del Padre. El cristiano es otro “cristo” y otro “hijo”. El Espíritu Santo nos hace participar de la filiación divina de Jesús para que también nosotros imitemos la bondad del Cristo crucificado. Gracias al Espíritu de Jesús resucitado, los cristianos proceden del Padre y, seguros de su amor paternal, vuelven al Padre por el camino de la cruz.

          ¿Y la Ley qué? ¿Fue abrogada? Para nada. Lo que fue la Ley para el judaísmo, es Cristo para los cristianos. Cristo es el cumplimiento de la Ley. Las proposiciones de fe, las normas éticas y los ritos sacramentales del cristianismo son de algún modo Cristo, pero no agotan su personalidad. Son medios de Cristo en la medida, y sólo en la medida, que facilitan el encuentro con un Dios que nos quiere porque nos quiere y no porque a través de ellos pudiéramos canjear su cariño. Esta es la Ley de Cristo: Dios es para el hombre y el hombre para Dios. La libertad que el Espíritu de Jesús resucitado suscita en nuestros corazones y conciencias, libertad que es la gracia más típica del cristianismo, explica que los cristianos no deberían vivir en el terror a equivocarse, sino en la confianza para atreverse a cosas todavía mayores que las prescritas por la Iglesia.

          La Iglesia es un anticipo del Reino de la libertad. Las verdades de fe pueden decirse de mil manera, con tal de que expresen que Dios es bueno y nunca malo. Las normas morales lo mismo: la madre de cinco hijos, depresiva, esposa de un marido incontinente, alcohólico y cesante, delibera bien si en conciencia decide no tener más hijos y, en consecuencia, elige de los medios a la mano el menos malo. En virtud de la libertad cristiana se ha visto a sacerdotes encabezando tomas de terrenos cuando ningún otro se ha sacrificado por eliminar los bolsones de miseria. En fin, la creatividad infinita de Dios debería inspirar tantas liturgias distintas cuantos sean los bienes recibidos y la participación verdadera de sus hijos lo requiera.

         ¿Pero está libre la Iglesia de las sectas?  Siendo la secta la modalidad comunitaria del fundamentalismo, hay que reconocer que conductas sectarias y sectas cristianas las ha habido siempre en la historia de la Iglesia, y el peligro acosa a cualquiera de sus comunidades. Rabindranath Tagore nos ilumina: “Todas las sectas dicen -y lo dicen con orgullo- que la verdad, abandonando a todos los demás, se ha refugiado en ellas”. En la secta la interpretación de la verdad es una transgresión y los no elegidos están equivocados. El sectario concluye: “El error no tiene derechos”. En el peor de los casos, todo se reduce a la opinión de un gurú, ¡a sus caprichos!, y a su veneración. La secta, aunque no lo confiese, pretende el poder. En ella se juzga a los demás para dominar a los demás, porque el que tiene la verdad, se dice, tiene la obligación de hacerla prevalecer. Sin embargo, nada hay más contrario a la libertad cristiana y a la catolicidad de la Iglesia que el sectarismo.

          De dos maneras la Iglesia ha sabido precaverse del sectarismo. Primero, reconociendo y no escandalizándose de la fragilidad de su propia humanidad. La santidad de la Iglesia consiste en su permanente conversión. “Santa prostituta”, la llamaron con cariño los Padres de los primeros siglos. Pero, además, aprendiendo a discernir la verdad en las otras religiones y culturas, en cualquier ser humano por perdido que se encuentre. Nadie está tan perdido, cree esta Madre, para no tener siquiera una pizca de razón. Por esto, la Iglesia ha debido esforzarse no sólo en anunciar que Jesucristo es la verdad, sino también en reconocer que esta verdad, el Espíritu la gesta incluso, y abundantemente, más allá de sus muros. No todas las religiones dan lo mismo. En ninguna parte como en el cristianismo la libertad es tan valorada. Pero también las otras religiones, toda la humanidad está en camino de la libertad y tiene derecho a ella. También los musulmanes, aunque se priven de las “negritas” y el bingo, saben algo que podríamos aprender de ellos.

 

Publicado en Jorge Costadoat Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001, 192pp.