La Declaración de la Conferencia Episcopal debe considerársela un paso adelante importante. Comencé a leerla con pocas expectativas. Me equivoqué.
La Declaración merece una lectura de buena fe. La institución eclesiástica chilena ha sido desautorizada por el Papa Francisco. Hoy nadie le cree. Por esto, si los obispos responden a las quejas muy serias que se les hacen, el comunicado del viernes merece juzgárselo con la misma seriedad.
A mi parecer la Declaración tiene los siguientes méritos. En ella se reconoce el mal cometido por “personal consagrado” (me hubiera gustado que hablara de nosotros los sacerdotes y obispos); pide perdón a las víctimas (lo cual es muy importante cuando el perdón se dirige a personas que han sido tratadas como culpables siendo inocentes); ofrece a ellas una reparación institucional (sin excluir el aspecto económico); compromete la creación de normas e instituciones para prevenir abusos de diversa índole y para encausar los que a futuro puedan cometerse. Me resulta especialmente significativo que, por estas vías, pueda rehabilitarse el honor de personas humilladas por representantes de Dios.
Al leerla, uno tiene la impresión de que la Declaración va al grano. La ciudadanía y los católicos estamos cansados de un lenguaje episcopal alambicado, melifluo, solo útil para salir del paso. En este documento no hay “chivas”.
¿Cuánto queda a la institucionalidad eclesiástica para recuperar la confianza perdida? Por de pronto, tendría que cumplir los compromisos a los que se ha obligado. Pero, además, debiera terminar con modos de relación, de organización y de mando abusivos.