La mortalidad del cristianismo

Navidad otra vez. En esta, y tantas otras partes del mundo muchas personas vuelven a creer en el amor. Lo hacen, a menudo, después de un año duro o frustrante. En un año nos puede pasar de todo. A más de uno ha podido morderlo la desesperación.  Volver a cantar “noche de paz” lo puede consolar o irritar.

Ha habido muchas navidades. Habrá otras más. ¿Cuántas? Cualquiera sea el número, lo que importa es que la humanidad crea de nuevo en sí misma no obstante su vulnerabilidad. La Navidad tiene sentido cuando la vulnerabilidad de la humanidad,  su precariedad y su mortalidad, en vez de constituir meros límites, se convierten en los accesos precisos al misterio definitivo de los  seres humanos.

En Navidad, año a año, está en juego la mortalidad del cristianismo. El cristianismo puede morir porque su fundador nació mortal. Murió, porque podía morir. La mortalidad le era inherente a él como a nosotros, como al cristianismo, como a la Iglesia. ¿Podemos los cristianos imaginar un real acabo mundi? ¿Tenemos la valentía de asomarnos a la finitud de nuestra cultura y religiosidad? Digámoslo sin rodeos: ¿podrá alguna vez la Navidad ser algo más que un juego de niños y atrevernos a mirar la vida a fondo?

El cristianismo en la antigüedad desapareció del norte de África. Dejó de existir en tierras donde alcanzó su cúspide moral e intelectual. Hoy los cristianos huyen de lugares del Medio Oriente donde han estado por dos mil años. Pero no hay que ir muy lejos para asomarse a la posibilidad de la mortalidad del cristianismo y del catolicismo. La última encuesta Adimark / P. Universidad Católica de Chile arroja resultados inquietantes. En 6 años los católicos chilenos han disminuido de 70% a 63%.  Si esta tendencia, y su aceleración, se mantienen, en 6 años más los católicos seremos 56 %; en 18, 42%; 30, 28 %.  Y llegará el momento en que desapareceremos como ocurrió en Efeso, Calcedonia y Nicea. Las estadísticas hay que tomarlas con cuidado, cierto. Los evangélicos son cada día más. Con todo,  ¿quién podría, en este plano de la realidad, negar la mortalidad del cristianismo?

En otro plano, en el de la fe en el niño Jesús, el cristianismo es inmortal. Admito que esta es una opinión creyente.  Creo que Jesús es inmortal. Es más, opto por cambiar la realidad con la luz del acontecimiento de Cristo. Para ser exacto, creo en la inmortalidad que estuvo en juego en ese niño inerme y perecible porque lo que entonces estaba en cuestión, y en ello creo, era el “amor”. Creo que el amor es inmortal. Lo digo aun con otras palabras: podrá desaparecer la Iglesia Católica, podrán dejar de existir las otras iglesias cristianas, podrá llegar a 45º la temperatura media del planeta hasta que se extinga la raza y en algunos millones de años -se sabe – se apagará el sol y la tierra dejará de existir, pero la oscuridad no devorará un gesto de amor por pequeño que sea: un vaso de agua, una palabra de perdón… El cristianismo es inmortal en este sentido. Solo en este sentido. Como magnitud sociológica aparece y desaparece igual que las ideas y las culturas, igual que los ricos y quienes se creen inmortales. Como magnitud íntima del cosmos, como el Cristo en que radica, en cambio, es inmarcesible. Esto es lo que creo.

Algún día en estas tierras nadie sabrá que el 25 de diciembre se celebraba la Navidad. ¿En un millón de años más? ¿Antes? Tampoco, digámoslo con humor, que el Viejito Pascuero y el Amigo Secreto le disputaban la importancia al niño Jesús.  ¡Juegos de niños! ¡Qué importa ser niños! Importará, sí, que antes que termine el mundo haya al menos un adulto que sepa que en la noche de Navidad hubo seres humanos que tuvieron que definirse: ¿creyeron o no creyeron en la inocencia? ¿Creyeron que la paz proviene de la justicia y del perdón, y que la única religión verdadera es la del amor?

Pero, ¿es inmortal el amor? Tomar en serio esta pregunta merece máximo respeto.  La fe en Jesús, la fe en “el amor”, es fe y no se fuerza. ¿Quién podrá decirles a los padres de los niños asesinados estos días en EE.UU. o a los refugiados que huyen de la violencia en el Congo que crean que “Dios es amor”? ¿Hubo alguien que pudo consolar a las madres de los inocentes eliminados por Herodes en tiempos de Cristo?

La noche de Navidad tiene un alcance mayor. No es cosa solo de cristianos. Admirar a Jesús en el pesebre equivale a creer que el amor efectivamente revoluciona la realidad. Que vaya a triunfar en la vida eterna podría ser una forma de escape, suele serlo, cuando en el presente no se ama.

Lo que tenemos delante de los ojos es a un niño mortal, representante de la mortalidad de todos sin distinción.  Su mortalidad alude a la eternidad, pero no a cualquiera. Pues si el cristianismo reclama alguna inmortalidad, solo puede reclamarla para un Jesús que nació pobre y murió por los pobres; para el grito de los inocentes que en esta vida tal vez no lleguen a entender nunca que Dios los ama. Porque en Navidad  los cristianos no celebramos simplemente que la esperanza haya entrado en la historia, sino que esta es esperanza en un crucificado. Porque en Dios cree cualquiera. Cualquiera puede también no creer en Dios. Esto y aquello interesa poco. Lo único  decisivo es creer que los que se tienen por “inmortales” perecerán en Sudamérica como perecieron los cristianos en Asia Menor y que los inocentes, sus víctimas, no morirán jamás;  creer que esta tierra es para compartirla y gozarla con toda la humanidad.

Esta Navidad, ¿qué tipo de cristianismo nos traerá de regalo el niño Jesús?

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