Enrique Barros en su texto “Los sentidos del pluralismo y la pretensión de catolicidad. La Iglesia Católica en un Chile pluralista” (www.centromanuellarrain.cl), sostiene que los católicos no “compiten” con otras fuerzas morales de la sociedad. Barros entiende que lo distintivo del espíritu evangélico es una disposición hacia el prójimo y hacia Dios, una apertura al absoluto como diría Rahner. A este planteamiento se le objeta lo siguiente: ¿es esta apertura lo único que debiera distinguir la pretensión ética-política de los cristianos? Si la historia del cristianismo es la de un Dios que no solo se hace hombre, sino que concretamente se hace “pobre”, Jesús de Nazaret, ¿no aporta la fe cristiana contenidos específicos? ¿Acaso los cristianos no luchan por hacer prevalecer estos contenidos?
La perspectiva ilustrada ayuda a la fe cristiana a sacar partido del valor universal de Cristo, en contra del peligro de absolutizar lo particular de Jesús de Nazaret. Al intentárselo, empero, suele desvalorizarse lo histórico, corporal y concreto de la revelación divina. Así, la apertura radical del hombre al Misterio de Dios en que consistiría lo propio del cristianismo, parece poco para caracterizar su originalidad. En realidad, esta apertura se basa en última instancia en la concepción de Dios como amor (1 Jn 4, 8), un amor incondicional de Dios por el hombre, un amor que, por una parte, obliga a tomar en serio la historia y, por otra, a no quitarle nada a nadie. La fe en el Dios trino es fundamento último de un sano pluralismo, porque hacia dentro Dios es en sí mismo uno y distinto y hacia fuera de sí mismo, en virtud de la encarnación, obliga a ser identificado en todo prójimo, en particular en el pobre, el radicalmente otro (Mt 25, 31ss). Es aquí donde la formalidad y la materialidad de la revelación cristiana se encuentran.
La competencia de los cristianos por una sociedad y un mundo mejor pareciera deber ubicarse en este plano, y no en el de la ética y menos en el de las luchas político-jurídicas. Cuando se identifica la fe cristiana con una causa ética, legal o política determinada, ¿no se abusa de ella? ¿No opera así la ideología? Las reducciones de la fe a discursos jurídicos, estrechos, rígidos, absolutos, inmutables o lejanos a la vida de las personas concretas no solo son percibidos como inútiles, sino también como funcionales a un movimiento o a una institucionalidad que tiende a reproducir incesantemente posiciones de privilegio y de dominio sobre los demás.
Más aún, cuando la Iglesia institucional realiza esta reducción compite y pierde. Pierde contra otros muchas veces, pero sobre pierde la oportunidad de aportar lo más propio suyo. Entonces se hace patente una contradicción muy triste. Desde la orilla contraria se reclama a la Iglesia pluralismo, siendo que su fe es eminentemente pluralista pues, en lo más profundo, proviene de un amor que crea la unidad en la diversidad. ¿No debiera ser todo al revés? Nadie como el cristianismo tiene la cura de la ideología. A saber, que los cristianos puedan tener opiniones diversas sobre su existencia mundana y, en virtud de la misma fe, deban tolerar que otros también las tengan.
Pero el problema es más complejo. Otros no cristianos podrían perfectamente llegar a las mismas conclusiones éticas que los cristianos, aunque con una distinta motivación. En los primeros tiempos del cristianismo los cristianos asumieron las costumbres de la época y las vivieron en su óptica particular. El problema es que la misma fe cristiana mueve a concluir, por ejemplo, no solo que hay una diferencia entre abortar o no abortar, sino que no da lo mismo que otros lo hagan. Y, entonces, ¿cómo lo impide? ¿Cómo la Iglesia convence del valor de la vida de los inocentes y sale al paso de legislaciones abortistas?
De la práctica de Jesús de Nazaret se extrae un principio de respuesta. Jesús responde a situaciones concretas. Lo mueve el amor a las personas que encuentra en el camino. Su discurso es fragmentario. Su proclamación del reino no es un mega-relato. Él revela que el amor de Dios desencadena comportamientos éticos puntuales. De aquí que el cristianismo opere éticamente a través del testimonio que inspira, contagia, arrastra y cambia la sociedad por su influjo interior, por un “más” que gana a los demás con la fuerza de las obras del amor. De este testimonio nos habla el mismo texto de Enrique Barros cuando afirma que los católicos pueden, “sin dejarse dominar en sus convicciones”, “intervenir internamente como agentes de cambio de las costumbres y de los valores, respetando la estructura pluralista de la sociedad”.
Y, sin embargo, todavía queda un asunto pendiente. Si no fuera excusable la intervención directa de la Iglesia institucional en cuestiones políticas, sí sería comprensible. Parece ser inevitable que la institucionalización de la Iglesia acarree un cierre en la universalidad de su enseñanza. Es como si la misma dinámica histórica de una fe encarnatoria, empujara a las instituciones cristianas a especificar oficialmente las modalidades de la vida en sociedad, a competir por ellas en el mismo plano contra otros agentes sociales y a convertir su mensaje en otra cosa. Es así que, el intento de conjugar la infinitud del amor de Dios con la finitud de nuestros modos de encargarnos unos de otros, suele acabar en un empeño por dominar unos a otros. Este límite proviene de la condición histórica y finita de la humanidad. En consecuencia queda replanteada la pregunta: ¿cómo hace la Iglesia institucional para que su testimonio del amor permanezca en el tiempo y no apague la llama de la libertad de los hijos e hijas de Dios?