Me apoltroné con interés a ver los debates presidenciales por televisión, pero termine entristecido. Se dieron muy duro. Dificulto que un candidato que ha atacado brutalmente a su adversario pueda honrar al país como presidente o presidenta. ¿Es necesario ver a los candidatos tratarse como rufianes? No.
No lo fue así en el pasado, a futuro se puede mejorar. Siempre es posible sacar del alma algo de caridad con el contrincante. ¿Quién se imagina a Frei Montalva pidiéndole un certificado médico a Julio Durán? No veo a Salvador Allende acusando a otro de drogadicto. ¿Paraísos fiscales? ¿Reconocimientos de lobby? Los insultos en público salpican a medio mundo.
El maltrato hace mal para adentro y para afuera, a uno mismo, al otro y a los televidentes. En el catch el golpe indigno es parte del juego. El Ciclón del Caribe, la Momia, el Mohicano… “Todo vale”. En el box, no. El puñetazo bajo el cinturón del boxeador desprestigia el deporte. Los insultos en la política son prescindibles.
El estilo, la magnanimidad, la prestancia, marcan una enorme diferencia. Tienen una utilidad práctica. El respeto del competidor ahorra malos ratos que en política pueden ser numerosos, pérdidas de tiempo, energía gastada en curar heridas que pudieron evitarse. Pero más que esto, el estilo engrandece e ilumina en rededor. Despeja las mentes. Facilita los acuerdos. Embellece.
Por cierto, la vulgaridad tiene sus ámbitos de legitimidad. Nadie que vaya al estadio puede escandalizarse de un hincha que le saca la madre al árbitro. Ríase. ¿Puede haber alguien tan odioso como para escandalizarse por un chiste picante contado en un asado? Pero la política no tiene por qué usar la vulgaridad como método.
Esto no quiere decir que las pifias, trampas, robos, aspiradas de cocaína de los políticos no hayan de saberse. El escrutinio público de los políticos es indispensable. La ciudadanía tiene que saber lo mejor posible por quién y por quién no puede votar. Los estándares de trasparencia deben ser altos. Pero esta labor la pueden cumplir los voceros. Un jefe de campaña debiera ser implacable con los traspiés y taras de las candidaturas opositoras.
La prensa tiene una labor clave, sea para ayudar a encontrar al mejor candidato, sea para desmaquillar al peor. Los periodistas no deben soltar la presa. Pero, ¿no tiene la televisión mejores formatos que el exigido por el rating? En el primer debate los periodistas no profundizaron en las dos grandes cuestiones que enfrentará el próximo gobierno: la economía (que ha de sustentar los derechos sociales y medioambientales) y la violencia (que amenaza desplomar la Araucanía y la del narcotráfico que asuela las poblaciones). Ni tocaron el tema.
El país no puede permitirse elegir a alguien que arriesgue la gobernabilidad. Esta misma será más fácil si en las relaciones humanas se cuida la compostura. También el estilo cuenta. La elegancia en política hace bien a una ciudadanía que suele ser todavía peor que sus representantes. Así las cosas, los niños, para preparar las tareas de educación cívica, podrían ver programas pasadas las diez de la noche.