El catolicismo ante la individualización

Se agradece el informe del PNUD 2002 sobre los cambios de la religiosidad: es respetuoso de las pertenencias religiosas, valora su contribución a la cultura y, en lo que respecta a la Iglesia Católica, su diagnóstico debe considerarse importante para la inculturación del Evangelio. Esto, empero, con una cautela: la experiencia religiosa es irreductible a una definición de la cultura que se pone al servicio del “desarrollo humano”. La religiosidad debiera contribuir a la convivencia social, pero su valor excede cualquier funcionalidad empírica.

Del informe del PNUD podrían tratarse varios puntos: aquí nos detendremos en el de la individualización como amenaza y como oportunidad para la Iglesia Católica. Del modo como se encare este fenómeno dependerá que el catolicismo represente un obstáculo o una contribución a la elaboración del Nosotros colectivo que el informe persigue.

1.- Descripción del fenómeno

El informe del PNUD 2002 señala que los profundos cambios culturales se traducen en un fenómeno de individualización de los chilenos. Esta significa que “cada  persona debe definir por sí misma las elecciones, valores y relaciones que hacen su proyecto de vida. Es el resultado de la valoración social de la autonomía personal, de la pérdida de autoridad de las tradiciones y del aumento de alternativas en los modos de vida”[1]. En principio la individualización es vista como un bien y una oportunidad. “Constituye un gran aliciente para la expansión de la libertad, la tolerancia y los derechos cívicos”[2]. Pero si ella no es sostenida por la colectividad puede ser “fuente de agobio, soledad y frustración”[3], de lo que puede seguirse un debilitamiento de la entera sociedad.

A los comienzos del siglo XXI el proceso de individualización se ha profundizado, complicando la adquisición de la identidad personal: “Las identidades de clase, religiosas o políticas, aquellas que a mediados del siglo XX permitían a los individuos definir el contenido central de su proyecto vital, han pasado a ser elementos más bien secundarios. Y ningún otro referente parece ocupar hoy su lugar”[4].

La individualización es un proceso complejo que puede acabar bien si logra integrar las demandas de socialización con las de autenticidad personal, pero puede terminar mal si ella desemboca en una exacerbación de un Yo consistente en una afirmación de sí “carente de referentes colectivos fuertes y en oposición al entorno de sistemas y opiniones al que se atribuye el origen del Yo inauténtico”[5].

En este sentido, la individualización constituye un desafío al catolicismo. El PNUD postula la siguiente hipótesis: “la experiencia religiosa está cambiando bajo el impacto de los cambios culturales generales del país y,…en general, lo hace en la misma dirección en que avanzan los otros procesos: hacia la privatización de la construcción de sentido”[6].  La práctica religiosa católica tiende a desinstitucionalizarse. No nos parece, sin embargo, que la individualización conduzca de suyo a la desinstitucionalización. Preferimos ver en ella una oportunidad que se ofrece a las iglesias de acoger las demandas más auténticas de la subjetividad de unas personas que suelen extraviarse en su solitaria búsqueda del sentido de sus vidas.

Del mismo modo como la individualización afecta de diversa manera a los distintos sectores sociodemográficos, al hablar de catolicisimo, caracterizado por el reconocimiento de la sucesión apostólica y su expresión sacramental, hay que considerar varias y a veces muy diversas experiencias religiosas. La religiosidad popular, las generaciones católicas renovadas por el Concilio Vaticano II, la piedad tradicional de los barrios altos de Santiago, las comunidades de base inspiradas por Medellín y Puebla, los movimientos laicales y el creciente número de los “católicos a su manera”, son afectados por la individualización de modos distintos.

Del catolicismo, en consecuencia, y de la mutación general de la religiosidad de la que no puede escapar, no tenemos sino una idea general. En cada caso se requeriría un estudio especial. Con todo, no se puede desconocer que la individualización en curso afecta a Occidente en su conjunto y que la Iglesia Católica debe reconocer este fenómeno si quiere anunciar el Evangelio como una auténtica “buena noticia” para los hombres y mujeres de hoy. La “metamorfosis de lo sagrado” que afecta a la religiosidad occidental es tan grande -según Juan Martín Velasco- como la que tuvo lugar en el llamado “tiempo eje”, en torno al siglo VI a.C. y durante un milenio, en China, India, Persia, Grecia e Israel, y que se caracterizó por el paso de la conciencia religiosa cósmica a la reflexiva y de la conciencia colectiva a la de la identidad personal individual[7].

2.- La individualización como amenaza y como oportunidad

a)      Como amenaza

Este despliegue de la autonomía individual de los fieles en la medida que desemboca en una desinstitucionalización de la experiencia católica de Dios, representa un menoscabo de la autoridad de la jerarquía eclesiástica. A los pastores de la Iglesia Católica no puede darles lo mismo que los católicos tomen de la tradición religiosa y de sus enseñanzas lo que les sirve y dejen de lado lo que no. No extrañará que algunos católicos, sacerdotes o laicos, vean en la individualización un “pecado” de individualismo. En su caso, la inclinación natural será condenar el fenómeno y la cultura que lo propicia. Pero tampoco extrañará que muchos fieles vean en esta y otras condenaciones parecidas, la mera defensa de un poder que se resiste a ser compartido con los que reclaman una experiencia más libre y más personal de Dios. El informe del PNUD detecta la emergencia de una mirada crítica de los fieles sobre las iglesias.

Aun en el caso que la demanda de una experiencia subjetiva de Dios tenga mucho de individualismo, aun cuando la jerarquía eclesiástica no condene el fenómeno, el catolicismo no es inmune a la fuga persistente de adeptos, al descontento de algunos católicos con el modo de ejercer la autoridad de ciertos pastores, a la prescindencia de las normas de la moral sexual y familiar de hombres y mujeres, a la obtención de la identidad personal en el mercado y mediante el consumo, y a la pérdida del sentido trascendente de la Iglesia especialmente entre los jóvenes.

En un mundo vapuleado por cambios rápidos y profundos que crean mucha inseguridad, es probable que la Iglesia Católica conserve (no sin oscilaciones) un alto nivel de confianza entre otras instituciones. Pero no cualquier modo de asegurarse en la vorágine sirve. La religiosidad puede facilitar fugas hacia el pasado y el futuro, u ofrecer un refugio presentista. Es decir, falsas seguridades. Si el “libre examen” luterano ha pasado a ser un ingrediente cultural que muchos católicos hoy no tienen ante sí, sino dentro de sí, la Iglesia Católica ofrecerá verdadera seguridad a las búsquedas personales de Dios en la medida que integre positivamente este dato en su esfuerzo evangelizador. Al efecto ella debiera discernir en la metamorfosis “liberal” de la religiosidad contemporánea la acción del Creador, para corregirla y encauzarla en la dirección que el mismo Creador quiere darle. Por el contrario, el catolicismo como principio de identificación meramente contracultural no parece tener futuro. Podría tenerlo, pero como by pass del dogma de la Encarnación, si obliga a los sujetos a cargar con una escisión irreconciliable entre fe y cultura.

b)      Como oportunidad

La individualización o subjetivación es una amenaza, pero también una oportunidad para el cristianismo y para el catolicismo en particular. Aún más, al discernir en este fenómeno aquella libertad personal que por un título particular el cristianismo ha introducido en la historia de la cultura universal, la individualización representa una apelación “cristiana” a las iglesias cristianas. Al menos en este sentido la modernidad golpea las puertas de las iglesias como quien llama a su propia casa. Por el contrario, la importancia de la libertad para el cristianismo es tan grande que una condena indistinta de la individualización que hoy la enarbola significaría para las iglesias una especie de suicidio. Precisamente porque se trata de un proceso que merece discernirse en su valor, dado que no asegura que los individuos consigan su realización por sí solos y menos mediante la exacerbación de un Yo contestatario de la tradición común, se ofrece a las iglesias una posibilidad extraordinaria de mediar con sus tradiciones y comunitariamente una experiencia religiosa que de otro modo podría seguir cualquier curso privado posible.

Por cierto, lo que hoy se entiende por libertad no coincide exactamente con la libertad cristiana. La matriz de la libertad los cristianos la heredan de la fe en el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. El mismo Dios que ha liberado a Israel de Egipto es quien ha creado libremente el mundo y ha dotado al hombre y a la mujer de libertad creadora. Un Dios trascendente y liberador, es el Dios que establece una Alianza de co-pertenencia con su pueblo, de acuerdo a la cual Israel, su elegido, debe responder de sus actos ante Dios mediante la observancia de unos mandamientos que actualizan su bondad.

Esta libertad, inseparable de la misericordia de Dios, los cristianos confiesan que ha hecho irrupción en la historia en Jesucristo, la autocomunicación libre más plena de Dios mismo y condición de posibilidad última de la respuesta libre del hombre al Dios que lo ama. La salvación cristiana recibe muchos nombres.  Uno de ellos es el de “libertad” y de “liberación”. “Para la libertad nos libertó Cristo”, sostiene San Pablo (Gal 5, 1ss). Cristo comunica su libertad. “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor 3, 17). La libertad cristiana tiene una estructura cristológica, a saber, pascual y trinitaria. Como hijos en el Hijo, los cristianos vienen del Padre y vuelven al Padre, por el camino del amor crucificado abierto por Cristo, el hombre verdadero, pero no sin su libertad y creatividad que el Espíritu Santo del resucitado infunde en sus corazones para conducirlos a la verdad completa (cf. Jn 16, 13).

En virtud de su fe los cristianos saben que Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2, 4), que Cristo ha revelado que la verdad de Dios es amor (cf. 1 Jn 4, 8) y que el Espíritu impulsa interiormente a los seres humanos sin exclusión a practicar esta verdad mediante el diálogo y la cooperación. Nada debiera ser más contrario al cristianismo que la pretensión de poseer exclusivamente la verdad, porque los testigos auténticos de la verdad la buscan en libertad en una historia que se hace con otros hombres y la historia no ha terminado. Dios aún no es “todo en todos” (1 Cor 15, 28).

En lo inmediato, el reclamo de libertad de la individualización de la experiencia religiosa es una oportunidad para que la Iglesia de Cristo, testigo de la verdad a lo largo de los siglos, acoja “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren…” (GS 1). Al deseo de protagonismo de los hombres y mujeres de hoy es inherente el desamparo, la enfermedad, la soledad, el fracaso laboral y matrimonial, la ruptura de familias y de naciones, la vergüenza de la marginación, como también el anhelo de un mundo más justo y fraterno. Las enormes transformaciones culturales atizadas por el desarrollo tecnológico y la globalización, estimulan en las personas búsquedas de respuestas nuevas a problemas nuevos. La mentalidad y la sensibilidad han cambiado. La oportunidad de que se trata exige de las iglesias una apertura a los sujetos concretos de este cambio de época, para lo cual será necesario hacerlos participar activa y creativamente en el discernimiento de la liturgia, la moral y el gobierno de sus iglesias que mejor represente la nueva humanidad que el Espíritu de Cristo está gestando en ellos.

Dicho en forma sintética: las iglesias se encuentran ante la oportunidad paradójica de reconocer que sus fieles son “personas”. Si la libertad en la cultura occidental tiene una poderosa raigambre judeo-cristiana, Occidente debe a la tradición cristiana el concepto de “persona” como uno de sus mejores aportes. En virtud de su origen cristológico y trinitario, es “persona” humana un sujeto distinto que, en libertad y verdad, se estructura “a partir de otros” y “para los otros”. Del espacio que los fieles católicos tengan en su Iglesia como “personas” dependerá, nos parece, la  inculturación del Evangelio de la libertad y el futuro de la misma Iglesia.

3.- El catolicismo como obstáculo y como contribución

 

a)      Como obstáculo

 

El informe del PNUD analiza “los cambios de las identidades y pertenencias religiosas” en la perspectiva del aporte que la religiosidad institucionalizada puede hacer a la elaboración del Nosotros colectivo nacional. De la privatización de la religiosidad, de la atomización de la sociedad en general, no se espera nada bueno. “Las formas asociales de la individualización pueden verse reforzadas por una tendencia privatista de la religión, y hacer aún más difícil la construcción de imaginarios colectivos”[8]. Por el contrario, de la mediación religiosa comunitaria de la subjetividad personal con todas sus expectativas y contradicciones ideológicas y emocionales, depende el aporte que la Iglesia puede hacer al país en su conjunto.

Una mala mediación eclesial de la experiencia religiosa, además de bloquear el despliegue de la individualidad de los fieles, puede constituir derechamente un estorbo a la convivencia nacional. Evidentemente que no se trata de un “todo o nada”. No existe la institución perfecta. En el extremo de las posibilidades, la Iglesia y la sociedad no pueden sino mirar a las sectas con desconfianza. La pretensión de posesión de una verdad que se impone absolutamente a la libertad de las personas, representa un peligro pequeño o grande para la entera sociedad, dependiendo del poder de la agrupación y de su voluntad política. Entre este extremo a veces posible y la imposible perfección de la institucionalidad eclesial, el PNUD detecta una molestia con la Iglesia Católica por “el ejercicio de las influencias tradicionales en los círculos de poder”[9] que los católicos no podemos pasar por alto.

b)      Como contribución

Desembocamos aquí en un punto clave. Legítimamente el informe del PNUD reclama por más democracia. El deseo de protagonismo que unos mismos sujetos tienen por el doble título de ser cristianos y de ser ciudadanos en una sociedad abierta, exige hoy que la Iglesia Católica reconozca que la democracia constituye un valor cultural por sí misma, y no un mero medio entre otros medios de organización política. La importancia de este reconocimiento tiene valor precisamente en el evento que nos convoca: necesitamos una democracia que permita a todos, también a las minorías religiosas o filosóficas, entrar en el debate de los mínimos culturales y jurídicos que garantizan la convivencia en justicia y paz. Sólo la democracia salvaguarda el pluralismo. El tema es complejo, pero más vale apostar a la posibilidad de un entendimiento entre los que pertenecemos a diversas tradiciones religiosas y humanistas, que entregar la configuración ética de la democracia al libre juego de fuerzas en el mercado de las creencias.

Nuevamente vemos en esto una oportunidad para la Iglesia Católica. También la democracia debe sus mejores valores, al menos remotamente, al cristianismo. La libertad, la igualdad y la fraternidad son valores centrales del Evangelio. La opción preferencial de Dios por los pobres proclamada  por los obispos latinoamericanos engarza con la sensibilidad social de la democracia contemporánea. El concepto cristiano de “persona”, mencionado más arriba, puede dotar a la democracia de un principio de respeto trascendente por el ser humano individual y de articulación de la convivencia a través del diálogo y la búsqueda de la comunión.

Los índices de adhesión a la democracia en Chile son preocupantes. Los distintos credos no debieran desentenderse de este dato. La Iglesia Católica puede hacer un aporte decisivo a la cultura democrática, si no a la democracia directamente. Lo hará si ella misma llega a ser más democrática[10]. No es cuestión de importar acríticamente un modelo político. La Iglesia no carece de fuentes propias para inventar los mecanismos de acogida de la individualización que de hecho ocurre en los fieles católicos y dar a ellos mayor participación en lo que atañe a su experiencia religiosa y en la organización de su propia Iglesia.

Al término del Vaticano II el Papa Pablo VI, navegando entre los que acusaban una inclinación antropocéntrica del Concilio y los que no veían en la fe cristiana más que una alienación, afirmaba: “que no se llame nunca inútil una religión como la católica, la cual, en su forma más consciente y eficaz, como es la conciliar, se declara toda en favor y en servicio del hombre” (diciembre de 1965). Al tenor de estas palabras, creo que los católicos debiéramos colaborar hasta instalar la democracia en la idea del Nosotros colectivo, como condición de posibilidad de una sociedad en la que podamos vivir en justicia y paz creyentes y no creyentes, judíos y cristianos.

Jorge Costadoat S.J.

Esta ponencia fue presentada en el VII Encuentro de diálogo interreligioso organizado por la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, el 20 de noviembre de 2003. En esta ocasión el título de la convocación fue “La identidad y experiencia religiosa en el Chile de hoy”.


[1] PNUD 2002, p. 189.

[2] Ibidem, p. 189.

[3] Ibidem, p. 189.

[4] Ibidem, p. 190.

[5] Ibidem, p. 202.

[6] Ibidem, p. 239.

[7] Cf. Juan Martín Velasco “Metamorfosis de lo sagrado” y futuro del cristianismo, Sal Terrae, Santander, 1998 p. 10ss.

[8] Ibidem, p. 241.

[9] Ibidem, p. 240.

[10] Cf. Gastón Pietri El catolicismo desafiado por la democracia, Sal Terrae, Santander, 1999, p. 203.

Comments are closed.