EcoCristianismo: Effatá

En las ciudades de mi país aumenta la costumbre de los automovilistas de tocar la bocina innecesariamente. Que la toquen alguna vez, se entiende. En el campo también puede ser necesario. Si un conductor ve delante suyo a cierta distancia a un jinete un día domingo ladeado sobre el caballo, un pequeño bocinazo puede servir para despertarlo. Si unos perros cruzan de lado a lado la calzada y se prevé que podría atropellárselos se comprende que, además de bajar la velocidad, se les avise que viene un auto. Pero en mi ciudad los conductores han comenzado a usar la bocina para cualquier cosa. Da la impresión de que les sirve para descargar agresividad o simplemente para agredir. Mal, mal. La contaminación acústica enferma.

Effatá dijo Jesús a un sordomudo y le destapó los oídos (Marcos 7,31-37). Hizo barrito con su saliva, untó con sus dedos los labios del pobre hombre y lo sacó de la tartamudez. Nada dice el evangelio de Marcos acerca de la alegría que, seguramente, causó Jesús en el sordomudo. Escuchar, oír es maravilloso. La sordera en cambio aísla, deja fuera, impide entender el mundo y a las personas que nos rodean. Ese hombre, cuyo nombre también nos es desconocido, nunca había podido imaginar el castañatear de los chercanes. Tampoco imaginar el relinchar de los caballos e imitarlo, ladrar como los perros, aullar.

La empatía de Jesús es notable. Tuvo una conexión interior con las necesidades humanas increíble. Parecía oír los quejidos silenciosos de la gente. ¿Cómo pudo proclamar la palabra de Dios sin intuir primero la realidad de las personas? Las palabras religiosas son pertinentes o impertinentes. Jesús había desarrollado la capacidad de percibir a los más necesitados incluso en medio del bullicio.

Es de esperar que la cultura urbana cambie. Los decibeles deben disminuir.  Gustar el silencio es bueno, amarlo es mejor. Si el vecino duerme, podemos bajar el sonido del televisor. Cuidar su sueño es una manera óptima de quererlo. En el otro extremo de las posibilidades, el ruido puede matar. Hay bombas de ruido, son preferibles a las bombas de verdad, pero han sido diseñadas para aterrar. Me pregunto cómo irán a terminar sus vidas esos trabajadores municipales que clavan el taladro en el cemento, unos con audífonos y otros no. Perderán la audición, ¡seguro!

Effatá murió. Effatá pasaron a llamarle los amigos. Lo que nadie imaginó es que resucitaría en el siglo XXI. El problema es que se reencarnó en un motorista que prefiere la bulla al silencio. Se entusiasmó con este modo de vida y fue incorporado a un club de motoristas. Él sabía lo que era no oír nada. Poder hacerlo gracias al milagro lo trastornó. Se le ve de casco en los semáforos esperando la verde. Hace ronronear la moto con los guantes y apenas dan la luz aserrucha. Le saca cincuenta metros a los demás entre semáforo a semáforo.

¿Qué se puede hacer? Poco. Es como si al ex sordo hacer ruido le diera la sensación de valer la pena para los demás. “Oigo, luego existo. Existo, por tanto, óiganme”. Pero los demás piensan distinto. Effatá recuperó el oído, pero de empatía sabe poco.

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