
Para relacionarnos con el mundo, con los demás y para hacer contacto con nosotros mismos, necesitamos órganos. En cierto sentido, somos un solo órgano compuesto de varios sentidos y dispositivos sensoriales que nos capacitan para entender y relacionarnos. Somos varios órganos a la vez, que funcionan juntos o por separado. El problema es que, por diversas razones, su ejercicio a veces es nulo, incipiente o subdesarrollado. Por ejemplo, si se produce un incendio, algunas personas pueden percibirlo con la vista, el olfato o el oído; un sordo podrá verlo u olerlo; un ciego, olerlo a gran distancia; y alguien que tiene poco olfato se demorará en sentirlo.
En la modernidad se han desarrollado instrumentos que amplían la capacidad de nuestros órganos. El telescopio y el microscopio nos permiten ver más. De manera similar, otros artefactos técnicos -un escáner, un artefacto audiométrico o un perfil bioquímico- nos han convertido en seres superdotados en nuestra capacidad de conocer la realidad. Sin embargo, el conocimiento instrumental, especialmente matematizado, también ha servido para menoscabar el mundo que habitamos. Sería torpe desconocer que la modernidad nos ha brindado grandes beneficios en múltiples ámbitos de la vida: salubridad, justicia, condiciones de habitabilidad; la lista es extensa. Pero, en conjunto, y en gran medida debido a estos fabulosos avances, el planeta ya no aguanta más.
Más allá de la codicia que alimenta sistemas económicos obsesionados con producir cada vez más —devorando minas, bosques, personas, animales, aire y agua, en una lista igualmente extensa—, algo ha fallado en la manera en que hemos utilizado nuestros sentidos para orientar la vida personal y colectiva.
No se puede simplemente culpar a personajes nefastos o a los superricos que ostentan desvergonzadamente su poder y les da lo mismo el futuro ecológico. El problema comienza con nosotros mismos: no hemos usado bien el conjunto de capacidades sensoriales y emocionales de que disponemos para, según el mandato del Génesis, cuidar la creación. En cambio, tales capacidades nos han servido para inventar sistemas productivistas, socialistas o capitalistas, y crear unos estilos de vida que, en vez de civilizarnos, nos hacen retroceder.
Pongamos el tema en el ámbito de las relaciones de pareja. Además de los cinco sentidos corporales, contamos con órganos sexuales, con manos y brazos. ¿Algo más? Sí, hay también otras capacidades sensoriales que, aunque atrofiadas por falta de uso, todavía podrían ejercitarse. Pensemos en la intuición. También en la adivinación: la mujer o el hombre, de tanto practicarla, bien pudiera adivinar el estado emocional de la otra parte. Por ejemplo, si el marido camina apurado, puede significar que viene con buen humor; si se le oye arrastrar los pies, quizá esté deprimido. Esta mínima información es oro en una relación afectiva.
En nuestra cultura, nadie, ni en la casa ni en la escuela, nos ha enseñado a descifrar los códigos del corazón y del estómago. ¿Qué nos pasa en el corazón o en el estómago cuando un jefe o un subordinado se nos cruza por delante? Tampoco en las universidades nos enseñan cómo relacionarnos empáticamente con los demás. A lo más, alguien tendrá el coraje de decirnos “antipático”. Pero, ¿caemos en la cuenta de que la felicidad del ser humano se juega a este nivel, y no en si podemos comprar un Leica para mirar las aves, unos guantes para no quemarnos con el asador, unos audífonos, etc.? Lo mismo vale para la relación con nuestra hermana tierra. La pedagogía, a futuro, tendría que adiestrar a los niños en el arte de relacionarse corporalmente con las piedras y las estrellas, las raíces y los pájaros.
Hubo tiempos mejores. En la antigüedad griega se daba enorme importancia a la capacidad pensante del corazón. Dice Aristóteles:
“El principio del movimiento en los animales es el deseo y el intelecto; estos siempre se refieren a un fin. Pero el deseo y el intelecto no producen movimiento sin el corazón, que es el órgano donde reside el alma sensitiva y deliberativa.” (De Motu Animalium, 6, 700b10-15)
Atención: el corazón, en relación con el deseo y el intelecto, siente y decide.
En la cultura hebrea, el lev (לב, corazón) es órgano de las emociones, pero también del pensamiento, la voluntad y la decisión. El rey Salomón ora a Dios:
“Concede, pues, a tu siervo un corazón dócil para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal; pues, ¿quién podrá gobernar a este pueblo tuyo tan numeroso?” (1 Reyes 3,9).
En el Nuevo Testamento, escrito en griego, se dice que Jesús, al ver a la multitud hambrienta, “tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas sin pastor, y comenzó a enseñarles muchas cosas.” (Marcos 6,34). Marcos usa la palabra ἐσπλαγχνίσθη, que quiere decir compasión. Pero Jesús, como fue judío, habría usado la palabra rachamim (רחמים, entrañas). Como se ve, en los casos de Salomón y de Jesús, dos órganos, el corazón y las vísceras, sirven para sentir, pensar y tomar decisiones.
La tradición mística cristiana es rica en ejemplos de santos que se ejercitaron en conocer a Dios a través de su cuerpo. Ignacio de Loyola inventó un sistema “algorítmico”, lleno de códigos intelectuales y emocionales, para conocer la voluntad de Dios. Sus ejercicios espirituales son esto: una especie de máquina digital para distinguir la acción del Espíritu de otros movimientos emocionales que nos distraen y terminan por descaminarnos, en vista de tomar decisiones.
Si unimos la tradición aristotélica a la hebrea, y estas a las mejores expresiones de un cristianismo aterrizado, y todo lo anterior a la sabiduría cosmológica de los pueblos originarios, podemos decir que no estamos en cero.
Insisto en algo que dije más arriba: una catequesis que no pretenda suscitar experiencias corporales de Dios es inútil. Lo que en la actualidad se demanda a los cristianos y a cualquier ser humano es aprender que cada uno de nosotros es un órgano plurisensorial capaz de experimentar sensiblemente el amor de Dios y responder corporalmente a su llamado.