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EcoCristianismo: Los órganos de la comprensión

Para relacionarnos con el mundo, con los demás y para hacer contacto con nosotros mismos, necesitamos órganos. En cierto sentido, somos un solo órgano compuesto de varios sentidos y dispositivos sensoriales que nos capacitan para entender y relacionarnos. Somos varios órganos a la vez, que funcionan juntos o por separado. El problema es que, por diversas razones, su ejercicio a veces es nulo, incipiente o subdesarrollado. Por ejemplo, si se produce un incendio, algunas personas pueden percibirlo con la vista, el olfato o el oído; un sordo podrá verlo u olerlo; un ciego, olerlo a gran distancia; y alguien que tiene poco olfato se demorará en sentirlo.

En la modernidad se han desarrollado instrumentos que amplían la capacidad de nuestros órganos. El telescopio y el microscopio nos permiten ver más. De manera similar, otros artefactos técnicos -un escáner, un artefacto audiométrico o un perfil bioquímico- nos han convertido en seres superdotados en nuestra capacidad de conocer la realidad. Sin embargo, el conocimiento instrumental, especialmente matematizado, también ha servido para menoscabar el mundo que habitamos. Sería torpe desconocer que la modernidad nos ha brindado grandes beneficios en múltiples ámbitos de la vida: salubridad, justicia, condiciones de habitabilidad; la lista es extensa. Pero, en conjunto, y en gran medida debido a estos fabulosos avances, el planeta ya no aguanta más.

Más allá de la codicia que alimenta sistemas económicos obsesionados con producir cada vez más —devorando minas, bosques, personas, animales, aire y agua, en una lista igualmente extensa—, algo ha fallado en la manera en que hemos utilizado nuestros sentidos para orientar la vida personal y colectiva.

No se puede simplemente culpar a personajes nefastos o a los superricos que ostentan desvergonzadamente su poder y les da lo mismo el futuro ecológico. El problema comienza con nosotros mismos: no hemos usado bien el conjunto de capacidades sensoriales y emocionales de que disponemos para, según el mandato del Génesis, cuidar la creación. En cambio, tales capacidades nos han servido para inventar sistemas productivistas, socialistas o capitalistas, y crear unos estilos de vida que, en vez de civilizarnos, nos hacen retroceder.

Pongamos el tema en el ámbito de las relaciones de pareja. Además de los cinco sentidos corporales, contamos con órganos sexuales, con manos y brazos. ¿Algo más? Sí, hay también otras capacidades sensoriales que, aunque atrofiadas por falta de uso, todavía podrían ejercitarse. Pensemos en la intuición. También en la adivinación: la mujer o el hombre, de tanto practicarla, bien pudiera adivinar el estado emocional de la otra parte. Por ejemplo, si el marido camina apurado, puede significar que viene con buen humor; si se le oye arrastrar los pies, quizá esté deprimido. Esta mínima información es oro en una relación afectiva.

En nuestra cultura, nadie, ni en la casa ni en la escuela, nos ha enseñado a descifrar los códigos del corazón y del estómago. ¿Qué nos pasa en el corazón o en el estómago cuando un jefe o un subordinado se nos cruza por delante? Tampoco en las universidades nos enseñan cómo relacionarnos empáticamente con los demás. A lo más, alguien tendrá el coraje de decirnos “antipático”. Pero, ¿caemos en la cuenta de que la felicidad del ser humano se juega a este nivel, y no en si podemos comprar un Leica para mirar las aves, unos guantes para no quemarnos con el asador, unos audífonos, etc.? Lo mismo vale para la relación con nuestra hermana tierra. La pedagogía, a futuro, tendría que adiestrar a los niños en el arte de relacionarse corporalmente con las piedras y las estrellas, las raíces y los pájaros.

Hubo tiempos mejores. En la antigüedad griega se daba enorme importancia a la capacidad pensante del corazón. Dice Aristóteles:

“El principio del movimiento en los animales es el deseo y el intelecto; estos siempre se refieren a un fin. Pero el deseo y el intelecto no producen movimiento sin el corazón, que es el órgano donde reside el alma sensitiva y deliberativa.” (De Motu Animalium, 6, 700b10-15)

Atención: el corazón, en relación con el deseo y el intelecto, siente y decide.

En la cultura hebrea, el lev (לב, corazón) es órgano de las emociones, pero también del pensamiento, la voluntad y la decisión. El rey Salomón ora a Dios:

“Concede, pues, a tu siervo un corazón dócil para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal; pues, ¿quién podrá gobernar a este pueblo tuyo tan numeroso?” (1 Reyes 3,9).

En el Nuevo Testamento, escrito en griego, se dice que Jesús, al ver a la multitud hambrienta, “tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas sin pastor, y comenzó a enseñarles muchas cosas.” (Marcos 6,34). Marcos usa la palabra ἐσπλαγχνίσθη, que quiere decir compasión. Pero Jesús, como fue judío, habría usado la palabra rachamim (רחמים, entrañas). Como se ve, en los casos de Salomón y de Jesús, dos órganos, el corazón y las vísceras, sirven para sentir, pensar y tomar decisiones.

La tradición mística cristiana es rica en ejemplos de santos que se ejercitaron en conocer a Dios a través de su cuerpo. Ignacio de Loyola inventó un sistema “algorítmico”, lleno de códigos intelectuales y emocionales, para conocer la voluntad de Dios. Sus ejercicios espirituales son esto: una especie de máquina digital para distinguir la acción del Espíritu de otros movimientos emocionales que nos distraen y terminan por descaminarnos, en vista de tomar decisiones.

Si unimos la tradición aristotélica a la hebrea, y estas a las mejores expresiones de un cristianismo aterrizado, y todo lo anterior a la sabiduría cosmológica de los pueblos originarios, podemos decir que no estamos en cero.

Insisto en algo que dije más arriba: una catequesis que no pretenda suscitar experiencias corporales de Dios es inútil. Lo que en la actualidad se demanda a los cristianos y a cualquier ser humano es aprender que cada uno de nosotros es un órgano plurisensorial capaz de experimentar sensiblemente el amor de Dios y responder corporalmente a su llamado.

EcoCristianismo: La visión de Dios

Las siguientes tesis, llamémoslas “filosóficas”, sirven quizás para entender el aporte que el cristianismo puede hacer en las circunstancias socioambientales en las que vivimos:

• Mirar y ver: No son lo mismo. Dos personas pueden estar mirando exactamente lo mismo, pero una ve y la otra no. Se puede mirar sin ver. Se puede ver sin mirar. El caso clásico es Tiresias, el adivino ciego de la Grecia clásica.

• Ver y verse: No son lo mismo. La visión tiene que ver con la captación más profunda de algo que no soy yo, aunque, de algún modo, esto otro me pertenece. Verse, en cambio, implica reconocerse como una realidad que se pertenece a sí misma. “Me veo”. Solo yo “me veo”. Otros pueden mirarme, ver en mí algo que tal vez ni siquiera yo veo, pero solo yo puedo verme a mí mismo.

• Verse y vernos: No son lo mismo. Vernos es más que verse. Conocernos los seres humanos conjuntamente —y, en nosotros, a los demás vivientes— es una operación compleja que nadie consigue por sí solo. Al vernos, reconocemos que nos pertenecemos unos a otros y que, en nuestra interdependencia, también los demás vivientes forman parte de esta pertenencia recíproca.

• Vernos y vernos viendo: No son lo mismo. No basta sabernos inextricablemente unidos porque la concepción de la unidad es algo disputado. La unidad es una cosa; la uniformidad es otra. Al vernos viendo, podemos descubrir que alguien quiere apoderarse de algo que nos pertenece a todos. Los poderosos se arrogan la mirada y la visión, tienen, por ejemplo, los medios de comunicación; es decir, tienen las herramientas para imponer a los demás, como si fuera la verdad, su punto de vista. Dado, empero, que su modo de concebir es mentiroso, la armonía es imposible de conseguir: no hay paz, sino conflictos y guerra.

Hace pocos años, el papa Francisco publicó una encíclica en la que se habla de la visión de Jesús. Lo dicho anteriormente sobre el “ver” puede ser pasado por el arnero de la fe. De Lumen fidei 18 retenemos algunas ideas clave:

• Jesús no solo merece fe, sino que él hace creer correctamente. Él es el “experto en las cosas de Dios”. El cristiano “no solo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos”. La fe “es una participación en su modo de ver”.

• La segunda idea profundiza en la anterior y corrige la posibilidad de una espiritualización del cristianismo. El papa une la fe al amor: “La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta incesantemente hacia sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra”.

Las tesis formuladas anteriormente ayudan a analizar y sacar las consecuencias del acto de creer. Creer es una actividad racional; es algo que hace posible incidir en la realidad. Pero, para el cristianismo, la razón no logra “ver” esta realidad en toda su profundidad. A saber, que esta realidad es creación de Dios y de un Dios que la ama.

Dicho de otra manera, si ‘vernos viendo’ el mundo que compartimos abre una conversación o una disputa sobre cómo compartirlo y no adueñarse de él, el cristianismo aporta algo único: la posibilidad de asumir la visión de Dios, que no es una mirada codiciosa u opresora, sino una amorosa. Hacer propia la visión de Dios es amar el mundo como Él lo ama. Este es el quicio del EcoCristianismo que estamos necesitando.

EcoCristianismo: Evaluaciones en la postpandemia

Es necesario evaluar la crisis que la pandemia de la Covid-19 provocó tanto en el mundo entero como en cada uno de nosotros. Puede, pero no debe, decirse “ya pasó” y volver a lo mismo. Soy de la idea de que la vida consiste en aprender. Hacer esta evaluación, creo, servirá de vacuna para las crisis pandémicas por venir

Se plantean dos tipos de preguntas, unas atingentes a lo personal y otras a lo colectivo. Una primera indagación, en el plano subjetivo, tendría que revisar:

• ¿Cambió nuestra manera de relacionarnos con los demás? Es muy probable que, en aquellos días de confinamiento, hayan emergido rasgos de nuestro carácter que reaparecen en situaciones similares. Si es así, corresponde observar si en los momentos críticos hemos sido capaces de ir más allá de nosotros mismos o simplemente respondimos impulsiva y automáticamente a aquello que nos inquietó.

• ¿Hubo alteraciones en nuestros modos de trabajar? Pensemos en las situaciones de personas como enfermeros, doctoras, recolectores de basura, periodistas, gásfiteres, marineros, relojeros, profesores… Prácticamente a la gran mayoría de la gente la pandemia le alteró su labor. Entonces, será interesante distinguir “lo que pasó” de lo que “nos pasó”. Por ejemplo, una cosa es haberse desempeñado como diagramador y otra haber comenzado a cumplido este mismo oficio en la casa y no en la oficina.

• ¿Se nos abrió la mente a lo que estaba ocurriendo en el otro lado del planeta? ¿Nos sirvió constatar que la humanidad es una? Tal vez salimos del encierro un poco menos provincianos. Quizás incluso pudimos levantar la mirada y pensar qué irá a ser de las generaciones futuras si las condiciones planetarias empeoran.

• Tantas otras cosas merecen un minuto de atención: comidas, horarios, reuniones online, comunicaciones…

Además de esta encuesta de asuntos subjetivos, cabe interrogarse por la experiencia que hemos podido hacer como género humano:

• ¿Hubo algún aprendizaje de nuestra especie? Algunos imaginaron el fin del capitalismo. Nada. Volvió con más fuerza. Pero tal vez avizoramos una existencia global más solidaria.

Todavía más:

• ¿Quedó en el ADN del ser humano un gen nuevo que ayude a vivir mejor en un mundo que a futuro puede hacérsenos mucho más difícil de controlar? Si a nivel cromosómico no se dio mutación alguna, quizás hubo en algunos un crecimiento espiritual que les ayudará a superar catástrofes parecidas porvenir.

Observemos este punto: Cristo actúa a través del cosmos. Se hace presente en él y lo perfecciona por vías que podemos desconocer. En el ser humano lo hace mediante el uso de nuestra libertad. Para responder a las preguntas anteriores, conviene discernir la acción del Espíritu del resucitado. Una evaluación bajo este respecto, debe regirse por el misterio de Jesús de Nazaret, el profeta de Galilea, que anunció las bienaventuranzas. Dice Mateo: “Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo:

  • «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
  • Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.
  • Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
  • Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
  • Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
  • Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
  • Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
  • Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
  • Bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.» (Mateo 5, 1-12)”.

Estas exhortaciones de Jesús, que él mismo puso en práctica con acciones concretas en favor de la gente de su época, hacen las veces de criterios para responder a aquellas preguntas. En el más profundo de los niveles, la experiencia de lo que nos sucedió depende de que hayamos podido vivir la pandemia espiritualmente.

Todavía es tiempo de hacer el ejercicio espiritual de ver lo acontecido con los ojos de Cristo y reconocer lo que nos pudo, y lo que nos puede, hacer evolucionar en la dirección que el Creador ha querido dar al cosmos.

EcoCristianismo: “El día del Señor”

“Vi el mar, vi el mar, yo lo vi primero”, decía alguno de nosotros, los hermanos, cuando nos acercábamos en la Citroneta de la familia a la costa, traspasando una colina después de otra. Nuestro entusiasmo era máximo.

Mis recuerdos con el mar son innumerables y casi todos positivos. Metí los pies en la arena de la playa de Reñaca a los cuatro años. Sentí cómo el agua iba y venía, llena de espuma. En ese tiempo me impresionó sobremanera el oro marino. Habíamos ido de paseo por el día con mis primos. Otra vez, también por el día, mi madre nos llevó a conocer Cartagena. Arrendó una carpa. Todavía conservo una foto en la que aparezco montando un caballo de madera y mi hermana al anca.

Cada vez que voy a la playa, me baño “por decreto”: obligatoriamente. No puedo dejar pasar la maravillosa oportunidad de una inmersión en el agua, siendo que todo el año sueño con las vacaciones. El agua en Chile es fría. Cuando era más joven, me metía al mar incluso en invierno. Era un témpano. Lo hacía como una prueba de coraje ante mis amigos y amigas en El Quisco, otra playa, en vacaciones de invierno. El mejor baño que recuerdo fue en Choroní, Venezuela: arena amarilla, calor y unas olas respetables, pero no peligrosas de capear.

Leo los evangelios y veo otra realidad. Se nos dice que Jesús vivía en Cafarnaúm, un puerto en el mar de Galilea. Era carpintero, pero deambulaba entre pescadores. Los episodios que lo mencionan en el mar o en la playa no hablan de vacaciones. En ninguna parte se dice que alguno de sus discípulos se asoleara.

En los evangelios, el mar es lugar de trabajo, no de descanso. La Iglesia naciente tuvo como primer papa a un pescador: Pedro. También su hermano Andrés y varios discípulos participaban en una faena familiar, como sigue ocurriendo con este oficio hasta hoy. Las mujeres debieron hacerse su parte en pelar pescados, venderlos, criar a los niños y velar a más de un marido tragado por las olas durante una noche. Ellos y ellas sabían, como nuestros pescadores más pobres del siglo XXI, lo que es salir a pescar y no pescar nada.

Las vacaciones, entonces, probablemente no existían. Los más ricos habrán tenido un lugar donde guarecerse del calor de vez en cuando. El resto, la inmensa mayoría, cuidaba gallinas y ovejas, regaba la huerta una vez al día o tres veces a la semana o buscaba trabajo como jornalero.

Eso no significa que los galileos de la época no valoraran el descanso, todo lo contrario. Dios, para cuidar a su pueblo, les había mandado reservar los sábados para reposar. Este texto del Éxodo es muy hermoso:

“Acuérdate del día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás toda tu obra, pero el séptimo día es día de descanso para el Señor, tu Dios. No harás en él ningún trabajo […] porque en seis días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos, y descansó el séptimo día. Por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo santificó.” (Éxodo 20,8-11).

En la Biblia, el descanso es sagrado. Los israelitas en Egipto conocieron el peso del trabajo y celebraron la liberación de la esclavitud por obra de Dios. Aprendieron que la explotación de los trabajadores es un pecado. Enseña el libro de Deuteronomio:

“Guardarás el día del sábado para santificarlo […] Acuérdate de que fuiste esclavo en Egipto y que el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y brazo extendido; por eso el Señor tu Dios te manda guardar el sábado.” (Deuteronomio 5,12-15).

El descanso en Israel no solo era un mandato divino. Era también un derecho social garantizado por Dios; un derecho que abarcaba no solo a los trabajadores, sino incluso a los animales:

“El séptimo día es día de descanso para el Señor, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno, ni ninguno de tus animales, ni el extranjero que habita en tus ciudades, para que descansen tu siervo y tu sierva como tú.” (Deuteronomio 5,14).

¿Adónde voy con estos comentarios? Si es posible, como parte de nuestra existencia ecológica, tendríamos que buscar una justa relación entre trabajo y descanso.

Las relaciones cibernéticas planetarias de hoy favorecen el trabajo, pero pueden perjudicar el descanso, empezando por las horas de sueño. El trabajo en casa se multiplicó después de la pandemia, lo que llevó al extremo a muchas personas que debían laborar de sol a sol. Quienes forman parte de redes laborales internacionales sufren con reuniones incluso los días feriados. Y no falta quien es despertado en mitad de la noche por una llamada laboral desde la India, Australia o Novosibirsk.

Son los costos de la época. No se puede culpar simplemente a la secularización de haber perdido los domingos. Pero si estos fueran “el día del Señor”, otro gallo cantaría.

EcoCristianismo: Compromiso cristiano con nuestro planeta

Los evangelios son relatos de la pasión con una introducción extensa, dice un biblista cuyo nombre no recuerdo. A Jesús lo eliminaron. Lo mataron exactamente por lo que trató de hacer. Las razones que se adujeron para asesinarlo se encuentran en los mismos evangelios; son de distinta naturaleza y no coinciden entre sí. Todo sumado, sin embargo, a Jesús le costó la vida haber anunciado con palabras y con acciones el advenimiento del Reino de Dios.

Entender la crucifixión de Jesús exige tener en cuenta las tensiones políticas y geopolíticas de su tiempo. Se dice que Jesús nació cuando César Augusto era el emperador romano y que en Palestina gobernaba Herodes el Grande como representante del imperio. Palestina era un territorio bajo dominio romano, con funcionarios encargados de recaudar impuestos y mantener la paz en el Mediterráneo. Jesús agitó las aguas. Él fue un judío marginal proveniente de Galilea, una zona pobre de donde salían los zelotas, los guerrilleros, que hablaba de Dios sin tener ninguna investidura especial para hacerlo. A poco andar, su conflicto con los fariseos, los principales intérpretes de la Ley de Moisés, y con los sacerdotes pertenecientes a la aristocracia de Jerusalén, a cargo del Templo, se agudizó. La temperatura poco a poco subió. Surgió la pregunta acerca de si él podía ser el mesías. El Sanedrín, que reunía a los judíos, y Pilatos, que resguardaba la calma en esa región, convinieron en deshacerse de un personaje que ni a unos ni a otros les convenía.

¿Cómo es posible hoy continuar la misión de Jesús del anuncio y la práctica del Reino de Dios, que constituye la razón de ser de la Iglesia? Es preciso localizar esta misión en la cancha del partido que se está jugando. ¿Cuál?

Desde hace más de un siglo, el mundo se ha regido por un paradigma económico y político compartido por el socialismo y el capitalismo. Este es, en breve, el de producir y distribuir. Este principio de organización civilizatoria de las relaciones nacionales e internacionales, sin embargo, ha conducido a la catástrofe medioambiental de la que somos testigos: de tanto producir no queda qué repartir.

¿Qué viene ahora? Es muy probable que continuaremos pensando que lo que necesitamos es crecer más para repartir más. Pero el planeta, así, no puede continuar. La vida de las especies vivas se regenera incesantemente, pero en la medida en que se conservan las condiciones materiales que lo hacen posible. Es penoso constatar que el desarrollo de energías renovables, aunque prometedor, requiere enormes cantidades de agua y minerales. El panorama es malo.

Sí hay, empero, una esperanza. La hay si, primero, se tiene clara la película: el modo de compartir la tierra debe cambiar por completo. Como objetivo principal, debemos crear relaciones entre los seres vivos que garanticen las condiciones mínimas para la habitabilidad del planeta, según Bruno Latour y Nikolaj Schultz (Manifiesto ecológico político, Buenos Aires, 2023).

Los cristianos, ¿en qué están? Hemos de suponer que, en las escuelas de economía y negocios de las universidades católicas alumnos y profesores, al menos, estudian los documentos del papa Francisco: Laudato si’, Laudate Deum y Querida Amazonía. ¿Se han dado cuenta los profesores de filosofía y teología de que, en lugar de glosar a grandes autores y citarse entre ellos, deberían reflexionar sobre las condiciones para una nueva civilización? Me gustaría saber que a algunos investigadores su empeño por salvar la Casa Común les haya costado la carrera. El papa Francisco en Laudato si’ hace un llamado a diálogos disciplinares a todos los niveles.

Jesús fue mártir de la “civilización del amor” (Pablo VI, 1970). Los cristianos también podrían serlo. Es precisa una conversión al nivel del “metro cuadrado”. La mayoría puede ocuparse del agua y la energía que consume, pero los esfuerzos individuales deben conectarse con acciones globales. Entre lo pequeño y lo grande debe darse una colaboración. A la hora de votar, ¿quiénes serán los candidatos de los que contribuyen en lo chico? No a todos puede pedírseles el activismo ni el martirio, pero nadie debiera, al menos, reírse de quienes, crean o no en Dios, apuestan sus vidas por habitar el planeta de otra manera.

EcoCristianismo: “El Espíritu de Dios me ha creado”

La Biblia hebrea comienza así: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra estaba informe y vacía, la oscuridad cubría la faz del abismo, y el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas” (Génesis 1,1-2).

El Espíritu de Dios fue anterior a la creación y participó en su origen. Es este el mismo Espíritu que guio a Jesús durante su vida, que el Resucitado dejó a su Iglesia, el Espíritu que da vida a todas las criaturas y el que las está llevando a su realización en Cristo para toda la eternidad.

Mediante su Espíritu, el ser humano cobra vida. Antes era barro sin forma alguna. Gente como Job llegó a reconocer: “El espíritu de Dios me ha creado, y el soplo del Todopoderoso me da vida.” (Job 33,4).

El redactor de uno de los salmos, cuyo nombre desconocemos, ora: “Si envías tu espíritu, son creados, y renuevas la faz de la tierra.” Habla de la acción del Espíritu como dador de vida y renovador de la creación (Salmo 104,30).

Debe llamar la atención, en fin, que en el primer capítulo de la Biblia hebrea y en el último capítulo del Nuevo Testamento cristiano se nos hable del Espíritu:

“El Espíritu y la Esposa dicen: ‘Ven’. Y el que oiga, diga: ‘Ven’. Y el que tenga sed, que venga; y el que quiera, que tome gratuitamente del agua de la vida.” (Apocalipsis 22,17).

Este capítulo comienza con este relato del visionario autor del Apocalipsis:

“Después me mostró un río de agua de vida, claro como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza de la ciudad, a ambos lados del río, estaba el árbol de la vida, que da doce cosechas, dando su fruto cada mes; y las hojas del árbol son para la sanación de las naciones.” (Apocalipsis 22,1-2).

Dice, por último, el autor del libro: “Ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22,20).

Texto de la Biblia como estos han animados grandes místicos como san Ignacio de Loyola. En Ejercicios Espirituales, uno de los fundadores de la Compañía de Jesús pide a los ejercitantes en la Contemplación para alcanzar amor:

“Mirar cómo Dios habita en las criaturas: en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sensando, en los hombres dando entender.” (Ejercicios Espirituales, n. 235).

San Francisco es reconocido como el místico de la creación por excelencia. En el Cántico de las criaturas ora:

“Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, especialmente el señor hermano Sol, por quien nos das el día y nos iluminas; y él es bello y radiante con gran esplendor, de ti, Altísimo, lleva significación.”

San Francisco tiene una visión sacramental del mundo. La luna, el viento, el agua y el fuego son hermanos y hermanas que le hacen sensible la presencia de Dios.

En otro de sus escritos sostiene: “Todas las criaturas que hay bajo el cielo, según su naturaleza, sirven, conocen y obedecen a su Creador mejor que tú” (RnB 5,1).

Santa Teresa de Jesús, inspiradora de una enorme familia de espiritualidad teresiana, en el Libro de las Moradas, dice:

“De esta agua viene todo el bien que nos viene en la tierra: sin ella no daríamos fruto, sino espinas y abrojos. No hay en la tierra agua que la supla, porque esta agua viene del cielo.” (Séptimas Moradas, capítulo 1).

Y en Camino de Perfección (Cap. 28,3):

“Si consideraseis qué es el cielo, qué es la tierra, qué es el infierno, qué es la vida eterna, qué es ver a Dios, qué cosa es perderle y qué ha hecho por vos el que lo sabe hacer, no sería menester más oración.” (Cap. 28,3).

Bien puede decirse que las tradiciones teresiana, franciscana e ignaciana —y otras que no menciono para no abultar— son deudoras de experiencias de Dios en las que se amarró la espiritualidad a la tierra.

Las anteriores referencias son útiles para recordar que cualquier tendencia espiritual a desligarse de la creación no es cristiana. Marción, como hemos dicho antes, promovió un cristianismo que acentuó la importancia de la resurrección de Jesús en perjuicio de la participación de Cristo en la creación del mundo (Col 1,15-17). La espiritualización del cristianismo es una desviación nociva. Las experiencias de Dios que la Iglesia ha reconocido como auténticas —nos diría el papa jesuita “franciscano”— son las que implican a los discípulos de Cristo en el cuidado y recuperación de la creación.

No conozco la espiritualidad judía de los últimos dos mil años. No sé si se ha dado en ella una espiritualización como sí ha ocurrido algunas veces en la tradición cristiana. La Biblia hebrea, empero, radica la experiencia de Dios en la Tierra. Este arraigo puede servir de cura a los cristianos demasiado espirituales.

Insisto en un punto: la espiritualización es nociva. Hace daño a las personas que la practican porque las deshumaniza. Los seres humanos somos carnales, terrenos. Hemos de ser aterrizados. Si abominamos nuestros cuerpos, y en definitiva no nos hacemos cargo del resto de la creación, traicionamos al Creador que insuflo su Espíritu para moldear el barro que somos.

EcoCristianismo: Somos agua que ama

Somos cerebro que piensa. ¿Sí? Sí.

Somos riñones que piensan. ¿Sí? Sí.

Somos cerebro que no podría pensar sin riñones.

Somos agua en un 60%.

Agua roja, sangre, que circula a la mayor velocidad posible por las venas.

El agua de bautismo hermana a los seres humanos. Al ser bautizados, los cristianos llegan a ser agua que ama.

Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán:

“Entonces Jesús fue desde Galilea al Jordán, donde estaba Juan, para ser bautizado por él. Pero Juan trataba de impedírselo, diciendo: «Soy yo quien necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?». Jesús le respondió: «Déjalo ahora, porque conviene que cumplamos así toda justicia». Entonces Juan se lo permitió.

Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua, y en ese momento se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y venir sobre él. Y se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».” (Mateo 3,13-17)

El episodio tiene máxima importancia en el Nuevo Testamento. Los otros tres evangelistas también lo presentan como un hecho decisivo en la vida de Jesús.

Lo recuerda san Pablo:

“Cuando Juan estaba para concluir su misión, decía: ‘Yo no soy el que ustedes piensan; pero después de mí viene uno a quien no soy digno de desatar las sandalias de sus pies’.” (Hechos 13,25)

Por muchos años, Juan Bautista fue el gran personaje de la época. El historiador judío Flavio Josefo le dedica más espacio a Juan que a Jesús. Solo con el tiempo Jesús se hizo más conocido. Por eso los evangelistas debían hacer una conexión entre ambos profetas. Ellos eran el resultado de una larga tradición profética en Israel. Había aparecido el Bautista en la Palestina de la época y llamó la atención porque por muchos años escaseaban los profetas.

Pero entre uno y otro se dio una diferencia importante. El Bautista conectaba a Jesús con aquella tradición. Es más, como dicen los evangelios, le dio una relevancia aún mayor que la de sí mismo. Juan se disminuye ante Jesús: “No soy digno de desatar la correa de sus sandalias”. “Él los bautizará con el Espíritu Santo”.

Es decir, Jesús no apareció de la nada, sino respaldado por una historia en la cual Dios había hablado. El evangelista Juan llega a decir que Jesús es la Palabra de Dios (Juan 1,1). No solo habla por Dios como lo hacían los antiguos profetas, sino que él era la encarnación viva de lo que Dios quería decir a los israelitas de entonces y a las generaciones humanas siguientes.

Sin embargo, la Iglesia naciente descubrió la diferencia profunda entre estos primos. El discurso de Juan decía algo más o menos así: Dios perdió la paciencia y viene a castigar; es necesario convertirse de los pecados y hacerse bautizar para evitar el castigo (Mateo 3, 7-10). El discurso de Jesús también exige conversión. Sin embargo, él surge sobre todo anunciando una buena noticia. Proclama el Reino de Dios como perdón de los pecados, pero sobre todo como liberación de miserias humanas como enfermedades y exclusiones sociales. Evangelio llamará san Marcos a la novedad de Jesús. Los otros evangelistas imitarán a Marcos para llamar así a sus libros.

Si hubiera que concentrar todo el Nuevo Testamento en una palabra, esta es que Jesús se revela como el Hijo. Se dice que al salir del agua se abrió el cielo, descendió el Espíritu Santo y se oyó la voz del Padre de Jesús que decía: «Este es mi Hijo amado, escúchenlo».

Desde entonces, el agua en la que son bautizados los cristianos les hace participar en la identidad de Cristo. También ellos, gracias al agua, se convierten en hijos e hijas de Dios, reciben el Espíritu Santo y la confirmación de parte del Padre de ser amados por él al igual que ama a su Hijo. El agua bautismal los convierte, a la vez, en hermanos y hermanas. Cuando los cristianos se llaman a sí mismos hermanos —como lo hacen los pentecostales en Chile— aciertan con lo principal del cristianismo.

Llevando las cosas más lejos, en virtud de esta misma agua del bautismo, el cristianismo tiene una fuerza revolucionaria: el agua iguala a los seres humanos. Entre ellos han de darse relaciones fraternales. Un cristiano no tiene por qué humillarse ante los poderosos: es hijo. Y tampoco puede oprimir a los más humildes: es hermano. Esto, como en el caso de Jesús, obliga, en un mundo de malos tratos y diferencias injustas, a emparejar la cancha. Esta misión de hermanar a la humanidad tendría que acarrearles problemas, como ocurrió con Jesús, y costarles tal vez la vida.

Somos agua. Agua capaz de amar. Capaz de convertirse en sangre. Somos sangre cada vez que, como pedía Jesús, nos amamos unos a otros como él mismo nos amó. El amor verdadero exige sacrificios. El cristianismo es amor. Agua que ama.

EcoCristianismo: “La lluvia caerá, luego vendrá el sereno”

Recuerdo una canción:

“Bajo un monte lleno de miedo y ambiciones,
siempre debe haber ese algo que no muere.
Si al mirar la vida lo hacemos con optimismo,
veremos que en ella hay tantos amores.”

Luego repite once veces:

“El mundo está cambiando y cambiará más.
El cielo se está nublando hasta ponerse a llorar,
y la lluvia caerá… luego vendrá el sereno.”

Algunas versiones hablan de “miedo y ambiciones”; otras, de “dinero”.

Sus autores son Los Iracundos. (¿Por qué se llamarán así?).

Es una canción esperanzadora. Tiene algo de crístico: el Verbo divino, al encarnarse, asume los dolores de la humanidad y, al resucitar, alivia y llena de alegría a quienes han sufrido.

Recuerdo a mi padre. La lluvia había sido tremenda. No dijo nada más: “Es oro.”

Recuerdo los trece años de sequía en mi país. El daño fue incalculable. Se secaron incluso muchos espinos, árboles con una asombrosa capacidad de sobrevivir con mínima agua. Pero los dos últimos años han sido buenos. En 2024, en Santiago, llovió más de lo normal. La alegría del campo fue indescriptible. Los espinos volvieron a florecer de amarillo. Los peumos renacerán de sus semillas.

En la Biblia hebrea, la lluvia es ambivalente. Dios mismo anuncia:

“Yo daré a vuestra tierra la lluvia a su tiempo, la temprana y la tardía, para que recojas tu grano, tu vino y tu aceite.” (Dt 11,14).

“Él da la lluvia sobre la faz de la tierra y envía las aguas sobre los campos.” (Job 5,10).

“Riegas los surcos de la tierra, allanas sus terrones; la ablandas con lluvias y bendices sus renuevos.” (Sal 65,10).

“Como bajan del cielo la lluvia y la nieve, y no vuelven allá sin haber empapado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca.” (Is 55,10-11).

En el Nuevo Testamento, también la lluvia es signo de la bondad de Dios:

“Dios no ha dejado de dar testimonio de sí mismo, haciendo el bien, dándoos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y de alegría vuestros corazones.” (Hch 14,17).

Pero en la Biblia, la lluvia puede ser devastadora. El Diluvio universal es el caso más emblemático:

“El año seiscientos de la vida de Noé, en el mes segundo, el día diecisiete del mes, ese día se rompieron todas las fuentes del gran abismo y las compuertas del cielo fueron abiertas. Y estuvo la lluvia sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches.” (Gn 7,11-12).

(Hay quienes aún buscan el Arca de Noé. Algunos dicen que ya la encontraron. No saben que este es un relato mítico, similar a los cuentos de niños, con un profundo significado metafórico).

Jesús también usa la lluvia en sus parábolas:

“Pero el que oye estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena. Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron con ímpetu contra aquella casa, y cayó, y fue grande su ruina.” (Mt 7,26-27).

Amo la lluvia. La prefiero a la sequía. Pero cuando llueve demasiado y los pobres padecen las consecuencias, me queda un sabor mamargo. En Pakistán, en 2022, las inundaciones cubrieron un tercio del país, mataron a unas mil personas, desplazaron a 3,1 millones y destruyeron aproximadamente 3.000 kilómetros de carreteras. Los estragos de las anegaciones en São Paulo en 2023 y 2024 fueron incalculables. Llegó a llover 682 mm en 24 horas.

En las sequías y en los aguaceros, ¿qué hacer? Ayudarnos.

Y alguna vez cantar: “La lluvia caerá, luego vendrá el sereno”.

EcoCristianismo: “Las piedras gritarán”

A mi madre le gustaban las piedras. Recuerdo que alguna vez nos llevó a un potrero a buscar ágatas. Una hermana y yo salimos pedreros. Mi hermana colecciona piedras grandes. También yo lo hago con piedras más pequeñas; incluso las pinto, las regalo o las dejo por allí.

Suelo recorrer una playa que, de tanto en tanto, tira piedras y, al año siguiente, se las lleva. Cuando se llena de piedras, es una oportunidad única para recoger las más hermosas. Pero toma algunos minutos revelárseme las mejores. Al principio, ninguna me llama la atención. A los veinte minutos aproximadamente, las piedras comienzan a distinguirse según su forma, su porte, su textura y su color. Algunas son preciosas. Las voy seleccionando. Llevo una bolsa. Boto algunas y conservo otras. Es una pena tener que deshacerme de unas que, de poder cargarlas, me llevaría. Es igual que en la vida, cuando a uno se le presentan alternativas buenas, pero tiene que elegir: prefiere una y sacrifica otra.

Es como si, a los veinte minutos, las piedras comenzaran a hablar. Digo “como si” porque no me hablan. Pero me activan intelectual y afectivamente. Me ocurre algo parecido cuando me asomo a una exposición de pintura. Llegado a cierto punto, los cuadros, al igual que las piedras, me enardecen, gatillan mi creatividad. Empiezo a imaginar cosas, a pensar, a hablar conmigo mismo.

A mí las piedras no me hablan, pero las Escrituras testimonian que a veces lo hacen. Tanto en la Biblia hebrea como en el Nuevo Testamento de los cristianos se afirma que las piedras gritan. Se conoce el caso del profeta Habacuc, que encara al rey y a los gobernantes de Babilonia:

«¡Ay del que amontona ganancias injustas para su casa,
para poner en alto su nido y librarse del poder del mal!
Has maquinado la vergüenza de tu casa,
has acabado con muchos pueblos,
has pecado contra ti mismo.
La piedra clamará desde el muro,
y la viga le responderá desde la madera.» (Habacuc 2,9-11).

“La piedra clamará desde el muro”. Dios no tolera la injusticia. Estas palabras han sido válidas por dos mil quinientos años. También han sido válidas por siglos. Escóndanse los que hoy acumulan riquezas injustas.

En tiempos de Jesús, los fariseos le pedían que hiciera callar a sus discípulos al entrar como Mesías en Jerusalén. Jesús les responde duramente: «Si ellos callan, gritarán las piedras» (Lucas 19,40). Quienes entonces eran autoridades religiosas no querían reconocer en Jesús el advenimiento del Reino de Dios, tiempo en el cual los que entonces tenían “hambre y sed de justicia habrían de ser saciados” (Mt 5,8). Los textos judeocristianos salen en defensa de los pobres que genera la injusticia.

Últimamente, el Papa pide ardientemente oír el clamor de nuestra época:

“Hoy no podemos dejar de reconocer que una verdadera aproximación ecológica se convierte siempre en una aproximación social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres.” (Laudato si’, 49)

Francisco tiene razón. En nuestro planeta, 300.000.000 de personas se acuestan con hambre. Pero no se puede hacer justicia a los pobres si, al mismo tiempo, no se hace justicia a la Tierra: si estos millones de personas llegaran a comer y consumir como se hace en los países del primer mundo, en pocos años ellos y todos nos veríamos ramoneando malezas, disputándoselas a las ovejas y las cabritas.

EcoCristianismo: Importancia espiritual de la noche

Opino: la primera clase de religión debería ser de noche. La experiencia de la noche prepararía a los niños para encontrar a Dios y confiar en él.

El miedo a la noche es atávico. Es uno de los temores más fundamentales del ser humano. Recuerdo que, de niño, me encontré de sopetón con la noche y una miríada de estrellas. Debía tener unos seis años. Habíamos terminado de jugar un partido de fútbol y tuve que volver a buscar la pelota que se nos había quedado entre las moras. Jugábamos en pleno campo hasta que el sol se ponía. Cuando ya no podíamos ver la pelota, alguien decía: “calabaza, calabaza, cada uno pa’ su casa”. Cuando todos se hubieron ido, volví a la cancha, tomé la pelota y me quedé contemplando las estrellas, pero no por mucho tiempo, porque me entró en el cuerpo una especie de terror sacro, la sensación de una grandeza atemorizante, de una distancia inabarcable; no fue un miedo paralizante, pero sí lo suficientemente fuerte para hacerme volver a la casa corriendo.

Creo que este tipo de miedos es común en los animales, que se guarecen en la noche por temor a ser cazados por los depredadores. Hay animales que cazan de noche. Me imagino que, aun antes de ser Homo sapiens, cuando éramos monos o especies parecidas, temíamos encontrarnos en el descampado de noche. Tal vez comenzamos a ser sapiens precisamente cuando experimentamos un miedo parecido al mío en la niñez. Desde entonces, los humanos hemos tratado de conjurar el peligro con magia y ritos sacrificiales, no sé, hasta desarrollar grandes religiones y, entre ellas, el cristianismo, cuyo núcleo consiste en creer que Dios es amor y que quien a Él se acoge, nada le puede pasar ni de día ni de noche.

Sabemos, sin embargo, que, aun en el caso de personas que tienen fe en Dios, en algún momento de su vida dudan de Él o sienten que las ha abandonado. Un caso clásico de esta experiencia es la de Dante, que describe al inicio de La Divina Comedia:
“A mitad del camino de la vida,
me encontré en una selva oscura,
porque la recta vía era perdida.” (Infierno, Canto I, 1-3).

Tal vez el más grande autor de la lengua italiana habla de lo que la psicología llama la crisis de la mitad de la vida. Las personas entre los cuarenta y cincuenta años suelen pasar por una crisis profunda. Se desorientan. Se oscurece el sentido de su vida. En algunos casos, el sufrimiento es muy grande. Como dice Dante: “la recta vía era perdida”. Hay quienes han sido tragadas por el mar; otras han salido gateando por la arena, tragando agua salada.

La experiencia de una desorientación radical es incluso típica de los místicos. Verdaderos modelos de personas espirituales, en algún momento de sus vidas no han visto a Dios por ninguna parte. Mientras más hondo ha podido ser su amor a Dios, más sufrido puede ser no sentirlo de ninguna manera.

Este es el caso de San Juan de la Cruz. En su obra Noche oscura del alma, cuenta:
“¡Oh noche, qué desvelo!
qué dudas y qué penas me cercaban,
sin luz y sin consuelo,
mis ojos no hallaban
el rumbo que mis ansias deseaban.”
(Noche oscura del alma, estrofa 3)
Pero, tras pasar la prueba de la oscuridad, el carmelita alcanza un gozo supino:
“Oh noche que guiaste,
oh noche amable más que la alborada,
oh noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada.”
(Noche oscura del alma, estrofa 5)

Juan de la Cruz, uno de los grandes místicos del cristianismo, nos deja como enseñanza que en la noche se fragua una experiencia auténtica de Dios. Es decir, una que ratifica que Dios es amor.

Yendo todavía más lejos, el mismo Jesús, cuando experimentó la prueba más grande de su vida—esta fue la de seguir o no su camino ante la inminencia de su asesinato—, tuvo que pedir a su Padre que lo confirmara en su misión y le diera fuerzas para cumplirla hasta las últimas consecuencias. Los evangelistas relatan el episodio del Huerto de Getsemaní. Jesús solía orar de noche. En Getsemaní, de noche, se hizo acompañar por sus discípulos en el huerto de los olivos. Cuenta San Mateo:

“Entonces Jesús fue con ellos a un lugar llamado Getsemaní y dijo a sus discípulos: «Sentaos aquí, mientras voy allá a orar». Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: «Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo». Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra y suplicaba así: «Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú». Luego volvió donde los discípulos y los encontró dormidos. Y dijo a Pedro: «¿Así que no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para que no caigáis en tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es débil».” (Mateo 26, 36-46)

En una noche, en la noche de su vida, es Jesús quien dice a sus compañeros: “Mi alma está triste hasta la muerte”, y, orando, acepta hacer la voluntad de su Padre hasta el final.

Vuelvo al tema de las clases de religión: la educación religiosa de los niños hoy suele ser muy intelectual. Son textos. Oraciones que memorizar. Pero las creencias tendrían que arraigas en experiencias como ser la de la noche. Si Dios es amor, esto ha llegado a saberlo el Homo sapiens desde hace 150.000 años, no de un golpe, sino poco a poco, pasando de generación en generación, una y otra vez por situaciones de miedo o de terror. Es muy difícil llegar a creer que Dios sea bueno si no se lo ha vivido como bueno, superando crisis grandes o pequeñas; sin alguna vez quedarse a medio camino creyendo que, en realidad, Dios no nos quiere tanto como suele leerse en los libros de catequesis. El Dios de san Juan de la Cruz se lo puede conocer en píldoras de baja dosis o en vacunas de oscuridad.

Propongo: el primer ejercicio espiritual que una madre o un padre pueda hacer con sus hijos es pedirles que se acuesten de espaldas sobre el suelo y contemplen la noche, que vean las estrellas y se estremezcan. Conversar con ellos. Ayudarles a superar lo que les asusta.