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Paciencia

medell_8244No estamos bien. No hay para dónde mirar: los políticos, los empresarios, los sacerdotes…  ¿Por cuánto tiempo seguiremos así? Ojalá que el malestar dure lo justo y necesario. No más. El disgusto por Chile, la indignación contra la institucionalidades que contienen y encausan la convivencia crece y, a la vez, ella misma las perfora. Así, por un tiempo indefinido, no se puede seguir. Ojalá, digo, la duración de este mal tiempo acabe y se levante nuevamente en el poniente el arcoíris que presagia la recuperación que necesitamos. Ojalá que dure, empero, porque a veces es bueno “estar mal”. Como las parras que requieren de un chicotazo de hielo en invierno para dar buena uva después , es bueno darnos un tiempo para “estar mal”. Necesitamos sufrir, morder el polvo, identificar la idiotez ajena y propia, hasta ir dando con las razones de la crisis que vivimos. Pero siempre es posible que la tuerca se ruede, quedarnos lloriqueando en contra de los demás, amargados, sin descubrir realmente cuáles son los problemas, sin reconocer sobre todo que somos nosotros mismos el gran problema, y hundirnos. Nos ha ocurrido.

¿Qué hacer? Se me ocurren algunas cosas:

– Tratar de ver exactamente qué pasa. Exagerar con la vista y moderar con la boca. Es decir, hacer un trabajo de indagación de las causas. Sirve una lupa, un telescopio, una cámara de fotos o video… Y, a la hora de poner nombre a las cosas y comunicarlas a los demás, ser precisos, cuidadosos, justos. Los problemas son para arreglarlos. Las palabras a tontas y a locas, sobre todo los insultos, no sirven absolutamente de nada.

– Hacer un mea culpa. Algo hay en aquella institución o persona que critico que yo también tengo. Normalmente el fresco dice “todos son corruptos”. Lo que suele ocurrir es que él y otros más son corruptos, y muchos otros no los son. Tan importante es criticar como criticarse y, en períodos de desolación como este en que vivimos, identificar claramente a los inocentes y, en especial, a aquellas personas e instituciones sanas. Normalmente las hay. La toxicidad ambiental impide a veces verlas. Ellas son rocas de qué agarrarse.

– Paciencia. Esta es uno de los nombres de la fe y uno de los rasgos de la esperanza. Paciencia proviene de “padecer”. En lo que nos toca, sería algo así como sufrir juntos los que nos pasa como país. Sin desesperar, precisamente. Sin perder la fe, pues ya saldremos del túnel. Todavía no vemos la salida. Hay que aguantar. “El que afloja pierde”, diría el roto chileno. Las posibilidades de reaccionar con rabia son muchas. Cuando Gary Medel era adolescente lo echaban partido por medio. Recuerdo una expulsión “maravillosa”. Después de morder a medio mundo, le pegó una patada a una silla y la reventó. Linda la escena, pero inconducente. Medel aprendió a dominarse, combatió contra él mismo, no desesperó de sus humores, obtuvo un doctorado en paciencia, y llegó a ser el que estaba llamado a ser.

Los casos Karadima

bosquedekaradimaEl caso Karadima, entre otros casos del género, puede ser analizado desde distintos ángulos. Ofrezco una mirada teológica. No puedo excluir que Fernando Karadima haya podido hacer el bien a mucha gente. Personas cercanas podrán decir que sí. Ningún fenómeno humano es cien por ciento puro o impuro. Pero, así como es posible detectar en Karadima, y en otros líderes religiosos, una perversión psicológica, también diagnosticamos un tara teológica. A mí parecer, él, Marcial Maciel, Paul Schaefer y otros líderes espirituales menores, son caso de corrupción del “mediador”. Quien se suponía que cumplía la función de acercar las personas a Dios y Dios a las personas, resulta ser un impostor.

El mediador es impostor cuando ocupa el lugar que solo corresponde a Dios. Se impone a las personas con una contundencia y magnetismo irresistible. Las atrapa en su persona. No las remite al Dios que trascendiendo al ser humano, puede cuidar de él sin necesidad de enderezarlo a la fuerza. La patología teológica del impostor, es paradójicamente una falta de fe que oculta una sed insaciable de poder. En cualquier persona la fe puede ir y venir. Pero hay expresiones religiosas que, pareciendo fe, no lo son. El impostor, en cuanto teológicamente enfermo, no es un creyente. Pide fe en él, cuando solo debe exigirla para Dios. Cuando es sacerdote, ofrece liberación del demonio, del pecado y de la culpa, pero no cumple. Pues, cuando el impostor se apodera de los demás, cuando se adueña de las personas olvidando que ellas solo pertenecen a Dios, genera confusión en la gente y la peor de las dependencias; no genera amor, sino miedo, miedo a amar y ser amado. La víctima termina culpándose de unos pecados que no son sus pecados, sino los del abusador. De esta manera el impostor puede dinamitar los límites dentro de los cuales una persona logra organizar éticamente su vida. Él, como ídolo, con sus pretensiones de omnisciencia (todo lo sabe) y de omnipotencia (todo lo puede), como un falso dios que extrae su fuerza de los cautivos que lo tratan como a un santo, ofrece una seguridad insegura a personas inermes, desamparadas, al precio de su libertad.

Fernando Karadima desprestigió mediaciones muy queridas por la Iglesia: devociones sencillas como medallas y rosarios, pero también el sacerdocio y el sacramento de la confesión. La gente reconoció en la religiosidad que él tan bien gestionaba, esos caminos que la Iglesia ofrece para alcanzar a Dios. Fue fácil confundirse. Por estas vías muchas personas tuvieron, no obstante todo, una auténtica experiencia espiritual, pero otros cayeron en la trampa. Es especialmente triste la corrupción del sacerdocio en que Karadima incurrió. Su empeño consistió en valorar el sacerdocio por sí mismo. El foco de la religiosidad que él representó tuvo que ver con la vocación sacerdotal, con tener o no “zapatitos” para caminar al seminario. Los que los tuvieron, fueron considerados superiores a los demás. Pero un sacerdocio que no media, que no facilita el encuentro amoroso y libre entre las personas y Dios, que por el contrario se erige como un fin en sí mismo, es nocivo.

Jesús de Nazaret, en razón de quien la Iglesia entiende el sacerdocio, sí fue un mediador. Lo es porque facilita el encuentro libre entre el Creador y sus criaturas. Es cosa de tomar la Biblia y hojear el Nuevo Testamento: Jesús, abierto a la realidad, afectado por el sufrimiento ajeno, es que sana al leproso, da vista al ciego, cura a la mujer hemorroísa, perdona a Zaqueo y exige a cada uno que crean que su Padre los ama. Cuando es necesario dar la última señal del misterio de su vida, para que a todos quede claro que ha venido a servir y no a ser servido, se agacha y lava los pies a sus discípulos. No sacrifica personas a Dios, para ubicarse él mismo en la cúspide de una pirámide religiosa. Él es quien se sacrifica por los demás.

Para la Iglesia Jesús sí es mediador: hombre entero y Dios por completo, pero como camino de uno a otro. Ya que la unión de Jesús con Dios fue plena, él pudo ser una persona íntegra y la más generosa de todas. Por otra parte, siendo un hombre libre y liberador, pudo revelar al Dios verdadero. El Dios de Jesús es pura libertad y, por ende, compromiso puro con el prójimo.

Sin embargo, si observamos la relación de Jesús con sus discípulos constatamos una relación riesgosa. Él produce en ellos una atracción tan fuerte que perfectamente, como otros gurús y líderes espirituales, pudo aprovecharse del vínculo para convertirlos en aduladores suyos y hacer con ellos cualquier cosa. No lo hizo. En cambio, influyó en los demás desencadenando en ellos su fe y su libertad. En vez de enredar a los demás consigo mismo, compartió con cualquiera lo más suyo: un Dios que llamó “Padre nuestro”. Jesús no se predicó a sí mismo. Predicó el reino: la prevalencia del servicio sacrificado por el prójimo en el nombre de Dios.

La ascendencia excesiva de una persona sobre otra siempre merece cuidado. Por cierto, no siempre es fácil reconocer a un impostor detrás de uno que nos es presentado como mediador religioso. Todos los sacerdotes, especialmente los más carismáticos, pueden dejar atrapadas personas en su propia persona. Pero también en otros oficios y en cualquier relación humana, cabe la posibilidad del uso y abuso de las máscaras, del rol o de la investiduras.

La teología universitaria

Coloquio (Rosas Casale Di GirolamoLa cuestión de fondo que enfrenta la teología hoy, y que repercute en las universidades católicas, es un cambio de paradigma de enormes proporciones. La teología, para seguir siendo católica, ha debido transformarse en una reflexión sobre un cristianismo que no cesa de desarrollarse. Pero, se dirá, ¿no ha debido ser siempre así? Sí, pero este es un descubrimiento teórico del siglo XX.

Hasta el siglo XX la teología procuró ser reflexión de la revelación de Dios ocurrida en Cristo, en Palestina y en el judaísmo que precedió a Jesús, reflexión que prosperó en un mundo cultural más o menos homogéneo, la cuenca del Mediterráneo y los países europeos. Esta teología, que quiso responder a este contexto histórico y cultural, no tuvo cómo ser consciente de sus límites. No era posible concebir una teología verdaderamente distinta de la que en ese entonces se hacía, aun cuando en la tradición eclesial sí tuvo lucidez para no confundir la teología con Dios mismo. El concilio IV de Letrán, por ejemplo, sostiene que “no puede afirmarse tanta semejanza entre el Creador y la criatura, sin que haya que afirmarse mayor desemejanza”. La teología siempre ha tenido conciencia que sus afirmaciones sobre Dios son precarias.

En el siglo XX la teología, a diferencia de épocas anteriores, fue reconociendo la historicidad del ser humano y la necesidad de responder a los desafíos pastorales de contextos culturales plurales. Hoy, cuando la Iglesia prospera con nuevas fuerzas en Asia, África y otros lugares no tradicionales, y decae en Europa y el Primer mundo, ella se ha visto forzada a integrar nuevos temas y a innovar en sus formas de razonar.

La teología ha debido realizar un cambio inmenso porque, además, su reflexión no ha podido centrarse solo en lo revelado en el pasado ni tampoco en contenidos meramente teóricos. Lo decisivo hoy es comprender, a la luz de una tradición milenaria, la vida misma de los contemporáneos. Desde el punto de vista de la vida de las personas, más importante es entender lo que Dios les dice en el presente, en la actualidad, que lo que ha podido decir a otros en el pasado. Esto ha llegado a ser decisivo para la Iglesia. Así lo entienden las teologías más consistentes tanto católicas como protestantes. Por de pronto, si los agentes pastorales (de obispos a catequistas, pasando por los sacerdotes) no tienen en cuenta los esfuerzos de la teología por llegar con el Evangelio a los contemporáneos, seguirán tratando inútilmente de enseñar lo que nadie quiere aprender: formulaciones doctrinales que pudieron servir en otras épocas, pero que en la actualidad, en los nuevos contextos, se han vuelto incomprensibles. Porque una cosa es el contenido de la fe (que no puede cambiar) y otra la forma de comunicarlo (que debe cambiar).

La teología actual ha descubierto que si no considera que Dios actúa y habla en el presente, está condenada al enclaustramiento académico. Al enciclopedismo. A la erudición intrascendente. Esta situación le impedirá el diálogo con las disciplinas científicas sin la cual la teología no puede cumplir su obligación de mediar fe y razón, fe y cultura, fe y justicia.

Este es el desafío y el drama de la teología universitaria. Si ella no se ejerce en un registro radicalmente histórico, si no reconoce que la verdad eterna solo se la alcanza cuando se la busca en la temporalidad y en un diálogo humano que no puede excluir a nadie, no habrá interdisciplinariedad alguna en las universidades católicas. La religiosidad de las personas en estas universidades complementa y puede animar el trabajo científico, pero jamás suplirlo. Cuando la religiosidad de los universitarios constituye el factor determinante de la catolicidad de la universidad, se generan patologías de varios tipos, comenzando por la vigilancia de los académicos.

Es más, la teología del siglo XX, porque tuvo que asumir a fondo la historicidad del ser humano, debió mirarse ella misma desde el futuro y confesar, en consecuencia, su índole provisional. Aquello que ella debe pensar tiene un pasado, un presente y un futuro. Es decir, que la verdad a la que aspira también está aún por realizarse. En consecuencia, la formulación de todas las conclusiones tradicionales han de ser siempre reconsideradas, enriquecidas y renovadas para transmitir el Evangelio del amor –que nunca cambiará- a las futuras generaciones.

La Iglesia necesita una teología universitaria. Pero no cualquiera. Es teología universitaria una que reconoce ante las otras disciplinas la historicidad de la ciencia y la suya propia. Es universitaria, bajo otro respecto, una teología que asume una orientación pastoral: una que tiene en cuenta los esfuerzos, fracasos y perplejidades de personas concretas que crecen y disminuyen, que se recuperan y avanzan hacia el Dios que las atrae por caminos que nadie puede saber por anticipado.

Comunión para los divorciados vueltos a casar (Cartas a El Mercurio)

papa-francisco-divorciados--644x362Día 21 de febrero de 2015

Sr. Director,

Mons. Jorge Medina objeta que, a propósito de la admisión a la comunión de personas divorciadas vueltas a casar, se tome un “criterio pastoralmente muy negativo, además de doctrinalmente inaceptable”. A saber, dar la impresión que es cosa buena o aceptable que comulguen “personas que viven en pecado grave”. También a mí me parece delicado que los católicos estemos discutiendo en público la doctrina de la Iglesia. ¿Cómo puede enseñarse lo que está siendo revisado?

Solo puedo entenderlo cuando, en materia de moral sexual y familiar, se diagnostica un foso entre lo que la Iglesia enseña y lo que la Iglesia practica. Este problema, en estos meses, se aborda en las iglesias locales en vista al Sínodo de octubre próximo. En relación al tema de la comunión, lo que también parece “pastoralmente muy negativo” es que se diga a “todas” las personas divorciadas vueltas a casar que viven “en pecado grave”. Me pongo en su lugar y sufro, me siento humillado. Su situación es objetivamente anómala. Verdad. Pero solo Dios conoce su historia. Y lo más probable es que Dios mismo esté alentando a los que fracasaron (con o sin culpa) a sacar adelante a sus nuevas familias, aprendiendo de los errores y mirando el futuro con alegría.

¿No habría que distinguir casos y casos? ¿No podrían levantarse condiciones serias y razonables? Esta es la propuesta de la Conferencia episcopal alemana (www.sinodofamilia2015.wordpress.com). Me parece que negar la comunión por parejo a los divorciados vueltos a casar constituye una negación de la “verdad” del Evangelio. Esta no se basa en un solo texto de los muchos textos de Jesús. La “verdad” cristiana se constituye a lo largo de una Tradición eclesial que, en dos mil años, abre posibilidades a la creatividad pastoral.

El mismo Papa Francisco ha sugerido una innovación pastoral. En una entrevista dijo:

“Y en el caso de los divorciados y vueltos a casar, nos planteamos: ¿qué hacemos con ellos, qué puerta se les puede abrir? Y fue una inquietud pastoral: ¿entonces le van a dar la comunión? No es una solución si les van a dar la comunión. Eso sólo no es la solución: la solución es la integración. No están excomulgados, es verdad. Pero no pueden ser padrinos de bautismo, no pueden leer la lectura en la misa, no pueden dar la comunión, no pueden enseñar catequesis, no pueden como siete cosas, tengo la lista ahí. ¡Pará! ¡Si yo cuento esto parecerían excomulgados de facto! Entonces, abrir las puertas un poco más. ¿Por qué no pueden ser padrinos? ‘No, fijate, qué testimonio le van a dar al ahijado’. Testimonio de un hombre y una mujer que le digan: ‘Mirá querido, yo me equivoqué, yo patiné en este punto, pero creo que el Señor me quiere, quiero seguir a Dios, el pecado no me venció a mí, sino que yo sigo adelante’” (Entrevista con Elizabeth Piqué, Diario La Nación, 7 diciembre de 2014)

Estas palabras espontáneas del Papa no pueden tener el mismo peso que las del Catecismo. Pero exigen remirar el Catecismo. Estas palabras del Papa pueden incluso estar equivocadas. En este momento lo único obligatorio para el Papa y para todos los católicos es auscultar lo que Dios está pidiendo hacer para integrar a los que Jesús jamás excluiría.

Jorge Costadoat S.J.

 

Día  19 de febrero de 2015

Señor Director:

El día que Jesús instituyó la Eucaristía recibió la comunión un hombre que ya lo había traicionado y otro que después lo negó tres veces y luego llegó a ser Papa. Casi todos los que estaban ahí, y comulgaron, después lo abandonaron cuando iba camino a la cruz. En ningún lugar de ese episodio se habla ni de casados, solteros, separados, convivientes.

¿A quién se acercó Jesús? Justamente a los que en ese tiempo se creía que estaban en pecado grave. Tanto se acercó a ellos que terminaron diciendo que era borracho, amigo de publicanos, de mujeres impuras, de leprosos, de soldados de Roma, de samaritanos, etcétera. Tanto se acercó que terminaron matándolo.

Me parece de una soberbia impresentable que un cardenal haga juicios públicos sobre quienes han fracasado en su matrimonio sacramental y tenido que rehacer sus proyectos familiares. Hacer un juicio denominando pecado grave situaciones tan duras y difíciles sin conocer las causas ni a las personas que han vivido este triste desenlace es excluyente, discriminatorio y abusivo. Hoy muchos de esos hombres y mujeres han conformado nuevas familias llenas de amor, con hijos y con un proyecto de familia y bien común quizás con mayor compromiso que su matrimonio anterior. ¿Puedo llamarlos pecadores públicos? No, en absoluto.

Es triste, doloroso e indignante ver que miembros de la jerarquía de la Iglesia discriminen con tanta liviandad este tipo de situaciones. Más aún, que se nieguen a presentar respuestas creativas y fórmulas inclusivas para la comunión. Si frente al llamado del Papa Francisco vamos a repetir de manera mecánica el Catecismo, nada se podrá avanzar. Si aceptamos el desafío de repensar el Evangelio frente a la realidad de tantas familias de hoy, bienvenido el diálogo y la comunión.

Iván Navarro E.
Teólogo

 

Día 19 de febrero de 2015

Señor Director:

La discusión acerca del acceso a la comunión de los divorciados vueltos a casar es un tema complejo que exige una gran acuciosidad en los argumentos que se den en un sentido o en otro. Por lo mismo, pienso que los puntos que intenté aclarar en mi respuesta al artículo del P. Jorge Costadoat no son “temas menores” que se puedan fácilmente soslayar.

Concuerdo con el P. Costadoat en que dos asuntos fundamentales en el debate son si la Iglesia “puede” cambiar su enseñanza y si “debe” hacerlo. Nuevamente, me parece que se trata de preguntas muy complejas que no admiten una respuesta simple, basada en argumentos afectivos o generalidades. Me limito solo a la primera de estas preguntas: ¿Puede la Iglesia cambiar su enseñanza en el asunto que estamos debatiendo? Responder a esta pregunta supone responder previamente a otras interrogantes: ¿Es vinculante para la Iglesia la palabra explícita de Jesucristo? ¿O el valor de esta palabra puede depender de las circunstancias de los tiempos? ¿Qué valor tienen la tradición y las declaraciones magisteriales del pasado (y de un pasado incluso muy reciente)? Y en el supuesto de que la doctrina se mantiene (en este caso la indisolubilidad del matrimonio), ¿hasta qué punto una práctica pastoral puede separarse de dicha doctrina? No pretendo entrar en un debate acerca de todas estas preguntas; tan solo señalo la complejidad de la problemática que está involucrada.

Sin duda, el Papa Francisco ha querido que estos temas se conversen, pero de ahí no se puede deducir sin más, como insinúa el P. Costadoat, una respuesta en un sentido. Una cosa es reflexionar acerca de qué se pueda cambiar, y otra cosa muy distinta es afirmar que se pueda cambiar. Del mismo modo, la preocupación por anunciar la misericordia a todos, en especial a los últimos, enseñada con tanta fuerza por el Papa y sus predecesores, nos debe interpelar a todos los miembros de la Iglesia. Quizás el asunto más importante en esta discusión sea justamente cómo compatibilizar la misericordia con la verdad, ya que pasar por alto uno de estos términos implica necesariamente falsear o negar el otro.

Con estas reflexiones doy por concluido este intercambio, esperando haber contribuido a plantear la complejidad del asunto discutido sobre bases serias.

Pbro. Francisco Walker Vicuña

 

18 de febrero de 2015

Señor Director:

El artículo del R.P. Jorge Costadoat, S.J. (“Comunión para divorciados vueltos a casar”, viernes 13 de febrero), aborda un tema complejo y doloroso. Nadie ignora los sufrimientos de las personas que están en esa situación ni tampoco los de tantas mujeres abandonadas por sus maridos, así como los de sus hijos.

La Iglesia puede modificar normas disciplinares, pero no tiene autoridad para cambiar lo que el mismo Señor Jesús ha establecido. Es extraño que en el texto del P. Costadoat no aparezca ninguna mención explícita del adulterio, situación claramente descrita por Jesús en Mt 19, 9; Mc 10, 11s; Lc 16, 18, y repetidamente mencionada por San Pablo en los varios catálogos de pecados incompatibles con la condición cristiana señalados en sus cartas.

¿Tiene presente el P. Costadoat la enseñanza del Concilio de Trento que define el arrepentimiento como “dolor del alma y detestación del pecado cometido, unido al propósito de no volver a cometerlo”? ¿Olvida el P. Costadoat la clara enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica en sus nn. 1648 al 1651, aprobado con alto compromiso de su autoridad apostólica, por el Papa San Juan Pablo II?

Es cierto que la mentalidad reinante, en que nada parece ser estable y definitivo, plantea interrogantes acerca de la validez de algunos matrimonios contraídos ante la Iglesia y ese tema debe estudiarse. Pero sería un criterio pastoralmente muy negativo, además de doctrinalmente inaceptable, el de dar a personas que viven en pecado grave la impresión de que su situación es buena, o por lo menos aceptable, y que por lo tanto pueden recibir con tranquilidad de conciencia el Cuerpo y la Sangre del Señor.

Recibir la Comunión en estado de pecado es un gravísimo pecado de sacrilegio, mencionado ya por San Pablo en 1 Cor 11, 27-29. En momentos de confusión es preciso adherir firmemente a la verdad, aunque ella comporte abrazar la cruz de Cristo. Caridad sí, siempre; pero nunca a expensas de la verdad.

Cardenal Jorge A. Medina Estévez

 

Día 16 de febrero de 2015 

Sr. Director,

El P. Francisco Walker objeta algunos puntos de mi carta sobre la admisión a la comunión de los divorciados vueltos a casar. Le pido que acepte una respuesta única y global porque, de lo contrario, podemos perdernos en temas menores, olvidando el asunto de fondo que está en juego en el debate del sínodo sobre la familia.

A propósito del tema en cuestión creo que se plantean fundamentalmente dos asuntos conexos: uno es si la Iglesia “puede” hacer innovaciones en su enseñanza; otro, si “debe” hacerlo. En mi carta creo dar suficientes argumentos en favor de lo primero. Bastaría incluso uno: el Papa Francisco considera que el tema se puede tocar. La Conferencia episcopal alemana, por su parte, ha propuesto condiciones bien pensadas y precisas para aceptar que personas divorciadas vueltas a casar lleguen a participar plenamente en la eucaristía.

En mi carta, sin embargo, no di suficientes razones por las cuales la Iglesia “debe” acoger la propuesta de los alemanes o alguna parecida. Lo hago ahora.

A nuestra generación –hablo en el más amplio de los términos- se nos han abierto los ojos y no toleramos más las exclusiones. Este progreso ético en humanidad hunde sus raíces en un cultura que debe muchísimo al Evangelio que Jesús anunció a las víctimas de una religiosidad marginadora. Muchas veces debió enfrentarse a los maestros de la ley para defender a los excluidos. A esta generación también pertenecemos una infinidad de sacerdotes que nos hemos visto puestos al límite de la razonabilidad en el desempeño de nuestro servicio. A muchos de nosotros que hemos abierto el corazón a la realidad de los separados, divorciados y vueltos a casar, su exclusión eucarística, a la luz de la “verdad” del Evangelio, nos resulta despiadada.

En la homilía que el Papa Francisco dirigió recién hace dos días a los nuevos cardenales encontramos fundamentos bíblicos del progreso doctrinal que la Iglesia puede y debe hacer para admitir a la comunión a los divorciados vueltos a casar:

“Para Jesús lo que cuenta, sobre todo, es alcanzar y salvar a los lejanos, curar las heridas de los enfermos, reintegrar a todos en la familia de Dios. Y eso escandaliza a algunos. Jesús no tiene miedo de este tipo de escándalo. Él no piensa en las personas obtusas que se escandalizan incluso de una curación, que se escandalizan de cualquier apertura, a cualquier paso que no entre en sus esquemas mentales o espirituales, a cualquier caricia o ternura que no corresponda a su forma de pensar y a su pureza ritualista. Él ha querido integrar a los marginados, salvar a los que están fuera del campamento (cf. Jn 10). Son dos lógicas de pensamiento y de fe: el miedo de perder a los salvados y el deseo de salvar a los perdidos. Hoy también nos encontramos en la encrucijada de estas dos lógicas: a veces, la de los doctores de la ley, o sea, alejarse del peligro apartándose de la persona contagiada, y la lógica de Dios que, con su misericordia, abraza y acoge reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en salvación y la exclusión en anuncio. Estas dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar”.

La Iglesia tiene la obligación delante de Dios de ofrecer a las personas que han fracasado en su matrimonio y en sus familias, una pertenencia de primera y no de segunda categoría. Mientras esto no ocurra, el cristianismo estará pendiente.

Jorge Costadoat

 

Día 15 de febrero de 2015

Señor Director:

No pretendo abordar todos los aspectos teológicos y pastorales implicados en la discusión acerca del acceso a la comunión de los divorciados vueltos a casar. Me parece, sí, necesario aclarar algunas de las afirmaciones vertidas por el P. Jorge Costadoat S.J., en vista de la seriedad del debate.

1. El P. Costadoat afirma que el Concilio Vaticano II, en el Decreto “Orientalium Ecclesiarum”, reconocería la legitimidad de una interpretación distinta de la de la Iglesia Católica. Esto es totalmente falso. Cuando el decreto conciliar dice confirmar la disciplina sacramental de las iglesias orientales, se refiere, al igual que todo el documento conciliar, a las iglesias orientales católicas, es decir, en plena comunión con el Romano Pontífice. No está aludiendo a la praxis de algunas iglesias ortodoxas.

2. El P. Costadoat insinúa que, tal como Jesús rompió con muchas actitudes que parecían lógicas en la Palestina de la época, su mensaje sobre el perdón y la misericordia debería llevar a una actitud distinta respecto de los divorciados vueltos a casar. Se debe recordar aquí que es justamente la enseñanza de Jesús acerca de la indisolubilidad del matrimonio la que trastoca las ideas y costumbres imperantes en su tiempo. Y, para escándalo de los mismos fariseos, es precisamente p Jesús quien afirma que el que se divorcia y contrae una nueva unión comete adulterio (Mc 10, 1-12).

3. Sin duda que la misión de la Iglesia es la de anunciar la misericordia divina. Pero la misericordia no puede oponerse a la verdad, y la acogida de la misericordia supone siempre el arrepentimiento del corazón. El Magisterio reciente de la Iglesia ha buscado caminos para anunciar la misericordia también a quienes viven en una situación irregular, siempre en el respeto de la verdad (cf. Familiaris Consortio 84 y Sacramentum Caritatis 29). Me da la impresión de que queda mucho por hacer para que estas enseñanzas sean debidamente asimiladas por todas las instancias de la vida de la Iglesia. Lo mismo que el acceso a la justicia de la Iglesia para verificar la eventual nulidad de muchos matrimonios.

Pbro. Francisco Walker Vicuña
Doctor en Derecho Canónico

 

Día 13 de Febrero de 2015

Sr. Director:

Terminado el Sínodo extraordinario sobre la familia, el Papa Francisco ha convocado a los católicos a continuar reflexionando sobre el tema en vista al Sínodo ordinario de octubre próximo.

Uno de los temas en discusión ha sido la exclusión de la comunión eucarística de los divorciados vueltos a casar. Para unos, la indisolubilidad del matrimonio exigida por Jesús (Mc 10, 9.11-12, Lc 16, 18) y sostenida a lo largo de dos mil años por la Iglesia lo impide. El Papa ha querido que se hable de este y otros temas con libertad y ánimo de escucha. El tema se puede tocar.

En la Iglesia Católica la tradición es muy importante. Esta es un acervo de experiencia espiritual y colectiva de humanidad que permite abrir el futuro sin improvisar, sino buscando responsablemente caminos nuevos más felices de crecimiento y de convivencia. A propósito del tema en cuestión, la tradición occidental (romana) es casi unánime en entender que la indisolubilidad del matrimonio no admite que, tras un fracaso de los esposos, puedan  estos volver a casarse y, en consecuencia, comulgar. Ahora  último, por ejemplo, al Cardenal  Scola le parece una contradicción afirmar la indisolubilidad y, a la vez, aceptar una excepción. ¿Cómo podría educarse a los novios en el valor del matrimonio para toda la vida si, de fracasar, es posible casarse de nuevo?

Sin embargo, la tradición, a este respecto, conoce algunas variantes. Ya en la misma tradición bíblica hay matices en la comprensión de la indisolubilidad (1 Cor 7, 10-15; Mt 5, 32, 19, 9). Estos matices dieron lugar a interpretaciones diversas en la historia de la Iglesia. Orígenes, por ejemplo, aceptó un segundo matrimonio como un mal menor. Recientemente, en 1981, Juan  Pablo II repropuso a los divorciados vueltos a casar la abstinencia sexual como condición para poder comulgar (Familiaris consortio 84, 5). Es muy importante, además, que la Iglesia Católica considere conforme a la fe la práctica de las iglesias orientales que aceptan o toleran una segunda y una tercera unión matrimonial (Concilio Vaticano II,  OE 18, 6). Es decir, ella reconoce la legitimidad de un modo de interpretar las palabras de Jesús distinto del suyo.

La Iglesia Católica puede desarrollar su doctrina. Mi opinión es que ahora nuevamente la Iglesia debiera reinterpretar su propia tradición a la luz de todas las palabras de Jesús, especialmente aquellas referentes al perdón de los pecadores y la misericordia con los que han fracasado. ¿Puede la Iglesia impedirse a sí misma ofrecer la reconciliación con Dios y con los demás? ¿Hay algo más propio de la Iglesia que ser ella misma sacramento de reconciliación?

Esta tradición exige a la Iglesia articular fe y razón (Concilio Vaticano I). Ella debe ofrecer caminos razonables para vivir el Evangelio. Ella debe hoy acoger con amor a los que han fracasado con o sin culpa. La razonabilidad evangélica no consiste solo en adaptarse a la época, sino sobre todo en ir en busca de la oveja perdida. Si en la Palestina de la época parecía lógico que los fariseos comieran entre ellos y despreciaran a los demás, Jesús por el contrario optó por los pobres: compartió la mesa con los pecadores y con los mal mirados. ¿Cómo se aplica la lógica evangélica a los fracasos matrimoniales irreversibles? Ciertamente no será sensato pedir a los divorciados vueltos a casar que retornen a sus primeras parejas y abandonen a las actuales. Esto causará más sufrimientos y tal vez mayores males.

La Conferencia episcopal alemana, después de años de estudio y discusión sobre el tema, ha planteado nuevas condiciones para que los divorciados vueltos a casar puedan comulgar. Cito las palabras del Cardenal Marx, presidente de  la Conferencia, en el Sínodo pasado: “Cuando un divorciado vuelto a casar se arrepiente de haber fallado en su primer matrimonio; cuando aclaradas las obligaciones del primer matrimonio es definitivamente imposible que regrese a él; cuando no puede abandonar sin mayores perjuicios los compromisos asumidos con el nuevo compromiso civil; cuando se esfuerza para vivir el segundo matrimonio según la fe y educa en ella a sus niños; cuando desea los sacramentos como fuente de vigor en su situación, ¿debemos y podemos negarle, después de un periodo de reorientación, el acceso a los sacramentos de la Penitencia y la Comunión?”.

El Papa tendrá que decidir. Lo hará en base a las  conclusiones del  Sínodo de octubre próximo. Este está  en  preparación hace más de un año. A los obispos corresponde hacer participar a sus fieles en este proceso y auscultar con ellos lo que el Espíritu quiere decir hoy a la Iglesia.

Jorge Costadoat

 

El humor de los cristianos

20111103-asisEn la tradición judeo-cristiana tenemos dos variantes paradigmáticas del humor. En la Biblia se cuenta que El Señor prometió a Abraham un hijo cuando él y su mujer andaban por los 100 años. Sara se río del Señor, no le creyó. El Señor se río de Sara, le dio a Isaac, que significa: “Dios ríe”.

El otro caso es Jesús en la pasión. Los soldados romanos para reírse de él lo coronaron de espinas. “¿No se decía rey?”. Los evangelistas consideraron este gesto una burla. Para los cristianos piensan que reírse de los demás es un pecado. En lo sucesivo han debido poner mucha atención en distinguir las variadas declinaciones del humorismo para alegrarle la vida a los demás y evitar hacer sufrir a alguien.

La teología cristiana apuesta a que en la eternidad reinará el humor. Pero, mientras se esté en camino al reino de los cielos las cosas pueden ser muy complejas. El humor, una de las manifestaciones más positivas de la convivencia humana, mal ejercido, puede ser deletéreo. Caben también las malas interpretaciones. Hay tiempos, hay personas, hay culturas, hay una infinidad de factores que hacen difícil saber si una broma, por ejemplo, sirve para apoderarse de la tierra o para compartirla. Una misma frase puede resucitar a uno y matar a otro. La posibilidad de no atinar con la palabra justa se ha vuelto cada vez más común. En la actualidad se están conjugando todos los mundos al mismo tiempo. Las posibilidades de no entendernos son máximas.

Reírse de uno mismo es sano. Reírse con los amigos es una enorme satisfacción. Reírse de los amigos es señal de gran libertad. Reírse de los menos conocidos requiere sumo cuidado. Es siempre un riesgo, y quien quiera hacerlo tendrá que asumir los costos. A veces las víctimas del poder o de un mundo que los aplasta no tienen otro modo de defensa que el humor. ¡Mal menor! La sociedad de los medios de comunicación y de las redes sociales ha dado espacio a expresiones humorísticas liberadoras de gente oprimida por el terror sacro, las moralinas y los falsos pastores, así como de los cebos del marketing y del complejo de no valer nada para nadie. Pero ha comenzado a levantarse una nube tóxica de incomunicación e incomprensión preocupante ¿Cómo tratarnos? ¿Cómo criticarnos sin dejar de cuidarnos y para cuidarnos?

Muchos cristianos, el Papa incluido, han solidarizado con los musulmanes que han podido sentirse humillados con las viñetas de Charlie Ebdo. Se trata de una actitud espontánea en quienes sufren cuando recuerdan a su mesías coronado de espinas. ¿Intolerancia religiosa en una sociedad secularizada y laica? Mejor sería hablar de sentido común o de inteligencia emocional. La emoción no basta, cierto. Pero si convivencia social no radica en una veneración del prójimo y en un respecto de su vida, de su cultura y de su religión no hay futuro.

¿Digo con esto que se justifica el crimen de los profesionales del diario francés? Jamás. Este constituye un irrespeto a la vida infinitamente mayor que el de una viñeta, y queda en manos del Estado derecho castigarlo. Pero al Estado de derecho no se le puede pedir más. La paz depende en primer lugar de quererla.

De la vida eterna se puede hablar con muchas metáforas. Ofrezco una: los cristianos esperan el día en que todos los pueblos de la tierra se conviertan en hijos de Isaac. En la eternidad judíos, cristianos, musulmanes, agnósticos y ateos, todo los seres humanos que tengan o no tengan un credo comerán juntos y se reirán unos de otros sin herirse, porque habrán aprendido a relacionarse como Sara hace con el Señor y como el Señor hace con Sara.

Iglesia chilena en sínodo

ConferenciaLa Conferencia episcopal de Chile invita a todos los católicos a participar en el proceso de preparación del Sínodo de obispos sobre la familia a realizarse en octubre de este año. En octubre de 2014 tuvo lugar en Roma un Sínodo preparatorio dedicado ya a este mismo tema. La Iglesia Católica en todas partes se encuentra en un proceso de discernimiento acerca de variados temas referentes a la familia, la sexualidad y la participación de los católicos en su iglesia.

Lo propio de la Iglesia es el amor. El amor en todos sus aspectos. Puesto que los vínculos amorosos y la vida familiar constituyen el ámbito en el que el amor es lo más real para la vida de la personas, un lenguaje y una enseñanza sobre cómo se ama en estos planos son decisivos. La fe se transmite o no se trasmite cuando los cristianos aman o no aman de acuerdo a las recomendaciones de su Iglesia. El caso es que a lo largo del proceso de recopilación de información, de opinión y de debate en el cual la Iglesia se encuentra, se ha detectado un verdadero foso entre lo que ella enseña y lo que ella practica. No porque lo que los católicos practiquen sea “pecado”, sino porque son tales los cambios culturales que se están experimentando que la enseñanza tradicional necesita ser replanteada en términos que las nuevas generaciones puedan comprenderla. Si la Iglesia en dos mil años no hubiera hecho algo parecido otras veces, habría desaparecido o habría quedado reducida a una o varias sectas incapaces de atinar con la época que le tocó vivir.

Este proceso de auténtico discernimiento espiritual comenzado por el Papa Francisco y continuado por el colegio episcopal ha alcanzado un interés solo comparable al que se dio con ocasión del Concilio Vaticano II. En esa ocasión todo se centró en “poner al día” la forma de comunicar la doctrina (aggiornamento). Muchos piensan que el tema en cuestión fue uno de los que el Concilio dejó pendiente. El Papa, según se ha visto, tiene claro que hay que revisar algunos puntos de la enseñanza o de presentarla, y no teme que se discuta abiertamente. Hace muchos años que no se veía pensar, argumentar y rebatir tan apasionadamente a obispos y cardenales, y todo esto a través de los medios de comunicación. Aun dignatarios que piensan distinto, han apreciado la posibilidad de debatir.

Los obispos chilenos invitan a continuar o incorporarse a esta etapa del Sínodo. Corresponde hacerlo con las mismas actitudes que Francisco pidió en la reunión de octubre pasado: hablar sin miedo, con libertad y con ánimo de verdadera escucha. Los obispos piden participación. Lo que está en juego no es solo lo que importa a este sector del Cono Sur. El resto de la Iglesia necesita saber cómo se vive el Evangelio en esta parte del mundo y cómo se lo aterriza a propósito de la sexualidad y la familia.

Los obispos tienen que enviar un informe. En su momento tendrán que elegir a un representante a la reunión de octubre próximo. Es básico que la iglesia chilena en su conjunto converse, se forme una opinión y se disponga con el mejor espíritu a los cambios que pueden venir. Nadie puede anticipar resultados, pero ningún buen resultado se logrará si no se participa en el proceso de su producción.

En estos momentos la Conferencia hace llegar a las parroquias, congregaciones religiosas , movimientos y otras instituciones católicas conocedoras del tema, los resultados del último Sínodo y un cuestionario de preguntas para trabajarlos. Las contribuciones se esperan hasta el 25 de marzo. La Conferencia debe enviarlos a Roma antes del 15 de abril de 2015. Hay poco tiempo. Pero se ha divido el trabajo. Nada impide que algunas diócesis deseen responder a todas las preguntas. Y nada impide que la iglesia chilena continúe reflexionando acerca del tema el resto del año.

Las palabras del obispo de Melipilla y secretario general de la CECh, mons. Cristián Contreras Villarroel, alientan a una participación entusiasta y seria. El interés es “poder preparar un documento representativo, que sea fruto de un proceso ampliamente participativo. Los obispos queremos que nuestras comunidades reflexionen y contribuyan al trabajo del Sínodo con sus aportes, para que, tal como ocurrió como el Sínodo extraordinario, podamos ver reflejada nuestra reflexión en el Documento de Trabajo que convoca a la Asamblea Sinodal”.

Mi amigo ateo

AteismoLe pedí a un amigo ateo que nos tomáramos un café. Me interesaba preguntarle por la “moral sexual atea”. Le extrañó mi planteamiento. Pudo sonarle impertinente. Le expliqué en qué estamos los católicos. Le hablé del Sínodo convocado por el Papa sobre la familia y sexualidad. Ya que todo ser humano tiene algo que saber sobre su vivencia de la sexualidad, le hice ver que él, en principio, tenía una experiencia sobre la materia que podía ser importante que los cristianos conociéramos. Él nunca había oído hablar de la “ley natural” –concepto que, según compruebo, se ha vuelto muy problemático -, pero para ambos resulta clave “hacer el bien y evitar el mal” (Santo Tomás), lo cual puede significar cosas muy diferentes en distintos contextos históricos y culturales. Él, por su parte, entendió que para mí era importante saber lo que pensaba.

Partimos por lo que para mi amigo era lo principal. “La clave” –me dijo sin querer generalizar, pues no era su intención hablar por todos los ateos- “es ser responsable”. Pero eso se aplica a todas las relaciones humanas, le objeté. Trató de ser más preciso: “Me refiero a que en el plano de la sexualidad la responsabilidad con los demás, en cuanto obligación moral, es decisiva. El amor debe ser siempre lo principal. Amar desinteresadamente, de un modo estable y queriendo que tal amor crezca y dure para siempre, aun cuando la ‘sensación’ del amor pase o se atenúe por períodos”. Le hice ver que los cristianos suscribimos este modo de pensar con todas sus letras. Añadí que creo Dios no actúa en los ateos menos que en los cristianos. Le gustó que se lo dijera. Siempre se había sentido despreciado por los católicos por no tener fe.
Donde descubrí que surgían las diferencias fue en el “área chica”, como se dice. Cuando tratamos algunos temas en particular, ya no fue tan fácil que entendiera el planteamiento moral sexual de la Iglesia. Me di cuenta que mi amigo tenía un concepto más dinámico y elástico de la sexualidad, como si para él la biografía de las personas fuera tremendamente importante. Es decir, que, según mi amigo, en este campo las cosas no son “blanco o negro” sino que deben existir normas, orientaciones, recomendaciones y consejos, todo un conjunto de ayudas que las personas tendrían que asimilar para vivir responsablemente sus relaciones de amor con los demás, en el entendido que tales ayudas deberían variar con los cambios de épocas. Le dije que esto a algunos católicos les sonaba a “relativismo”, a “acomodación” a la masa. Me retrucó que no veía otra manera de ser responsable con los demás que ajustándose a las circunstancias, como si estas determinaran el modo de relacionarse y de encargarse de las personas de un modo duradero.
Avanzamos en la conversación hacia temas como la familia, las relaciones prematrimoniales, la homosexualidad, el aborto, el sexo entre viejos, etc. En algunas cosas estuvimos de acuerdo y en otras no. Creo haber aprendido de mi amigo. Y sospecho que también él de mí.
En todo caso, me ha dejado pensativo su planteamiento general sobre moral sexual. No veo, en principio, que la moral católica tenga que ser ahistórica y descontextualizada. La responsabilidad con el prójimo, me parece, tendría que exigir progresos doctrinales en algunos temas.

Secuencia de cartas en El Mercurio

Jesus super starLa siguiente columna dio motivo a las cartas que siguen más abajo.

¿Progreso doctrinal en la moral sexual católica?

(El Mercurio, 6 de julio, 04)
El Papa Francisco ha convocado para 2015 un sínodo sobre la familia. Este abordará temas como la sexualidad, el matrimonio, los hijos, el control de la natalidad, los separados, los divorciados vueltos a casar y la participación en los sacramentos. El nivel de preocupación de los católicos sobre estas materias es muy alto. Por lo mismo, la frustración o la satisfacción con los resultados del sínodo pueden ser grandes.

Las respuestas a las 39 preguntas que el mismo Papa dirigió a fines de 2013 a todo el Pueblo de Dios son coincidentes: existe una enorme distancia entre lo que la jerarquía enseña en materia de moral sexual y lo que los católicos piensan y practican. Esta distancia, con el pasar de los años, no solo ha sido causa de grandes sufrimientos, sino que se acrecienta. De acuerdo a los informes de las iglesias de Alemania, Bélgica, Francia, Japón y Suiza -las únicas respuestas hechas públicas-, el abismo detectado afecta principalmente a la enseñanza oficial contraria a los métodos artificiales de control de natalidad, a la comunión de los divorciados vueltos a casar y a la posibilidad de una vida sexual fuera del matrimonio (relaciones prematrimoniales, convivencias hetero y homosexual) (www.sinodofamilia2015.wordpress.com). El Instrumentum Laboris -documento base del sínodo preparatorio que tendrá lugar en octubre próximo, el cual recoge los informes de los episcopados de todo el mundo- concluye prácticamente lo mismo, con la diferencia de que da mejor cuenta de la inmensa complejidad del tema y refleja un mayor celo doctrinal.

¿Qué es posible esperar? La cantidad de asuntos relativos a la familia son innumerables. Los tres recién mencionados son, desde el punto de vista doctrinal, los más complejos. Por lo mismo, en estas circunstancias cabe esperar un progreso doctrinal. La Iglesia no tendría dos mil años de existencia si no hubiera anunciado el Evangelio haciendo ajustes en su enseñanza acordes a los desafíos históricos y culturales que fue enfrentando. Una cosa es el Evangelio (que no cambia) y otra la doctrina (que, para ser verdaderamente “Buena noticia”, tiene que desarrollarse). El Concilio Vaticano II constituye el ejemplo más impresionante de creatividad doctrinal, la cual también se dio en el plano del matrimonio y la familia humana.

La audacia de Francisco tiene pocos precedentes. Como pastor supremo de la Iglesia, ha consultado directamente a los católicos qué entienden por familia y sexualidad; cómo ven que la fe y la doctrina sirven para vivir cristianamente; cuáles son las enseñanzas que les ayudan y cuáles no. El Papa ha puesto en operación el sensus fidelium . A saber, la verdad de la fe de la Iglesia -propia de todos los bautizados- que él y el colegio episcopal tienen la obligación de interpretar y comunicar. Si la Iglesia enseña una cosa y la misma Iglesia practica otra diferente, algo hay que revisar. Es que el Pueblo de Dios vive inmoralmente o ignorante de la doctrina sexual de la Iglesia, o la doctrina que sirvió para una época ya no sirve tal cual para esta otra.

Que el Papa haya corrido el riesgo de escuchar en los bautizados lo que el Espíritu quiere decir a la Iglesia hoy es osado, aunque parezca obvio que los pastores siempre debieran actuar así. Pero lo que está en juego no es el prestigio de este Papa y del actual colegio episcopal, sino la transmisión de la fe. ¿Cómo interpelará el cristianismo a la siguiente generación? El sínodo en curso tiene por delante la noble tarea -como pide el primer Concilio Vaticano- de articular una vez más fe y razón. El pueblo cristiano espera una proclamación del Evangelio en los cánones de razonabilidad de nuestro tiempo.

Jorge Costadoat, S.J.

 

El Mercurio 7 de julio
Señor Director:
En febrero de 2013, en coloquio abierto con el clero romano en San Juan de Letrán, Benedicto XVI hizo importantes recuerdos de su experiencia conciliar, magno evento cuyo cincuentenario conmemoraba ese Año de la Fe. “Estaba el Concilio de los Padres -el verdadero Concilio-, pero estaba también el Concilio de los medios de comunicación”, advirtió, espacio en el que se imponía el espíritu de la ruptura y discontinuidad versus el de la reforma en continuidad, propio del verdadero Concilio, según tan bien él mismo caracterizó. Situación, valga recordar, completamente distinta de la vivida al otro lado de la Cortina de Hierro, donde la prensa oficial desconocía y silenciaba todo sobre el Concilio, siendo este comunicado al pueblo católico por los propios Padres conciliares, como en Polonia, por ejemplo, con el resultado de esa Iglesia unida y vigorosa de Wyszynski y Wojtyla que todo el mundo admiró.

“Sabemos en qué medida este Concilio de los medios de comunicación… era lo dominante -continuó Benedicto XVI- lo más eficiente, y ha provocado tantas calamidades, tantos problemas; realmente tantas miserias: seminarios cerrados, conventos cerrados, liturgia banalizada… y el verdadero Concilio ha tenido dificultad para concretizarse, para realizarse; el Concilio virtual era más fuerte que el Concilio real”.

Por desgracia y no sin fundamentos, muchos advierten ya algo parecido con relación al próximo Sínodo sobre la Familia -institución básica cuya concepción cristiana es hoy auténtico epicentro de virulencia mediática- y no les falta razón. Como cuando tuvo lugar “el Concilio de los medios de comunicación”, una legión de expertos afinan su puntería en el sentido de la ruptura y la discontinuidad. La carta de Jorge Costadoat S.J. publicada en este espacio es solo un ejemplo más. Así, consultar al pueblo cristiano, obispos o laicos, sobre determinada situación eclesial -estado de una diócesis, de una orden o de un movimiento religioso en crisis, de la propia institución familiar en determinada región , etcétera- equivale para él, torciendo la hermenéutica, a traducir lo constatado en signo de lo que el Espíritu indica como camino a seguir (y no por ejemplo a superar y resolver).
El Instrumentum laboris elaborado por el Sínodo para los que tomarán parte en él, en lugar de ofrecer la clave de lectura para el acontecimiento, parece que en cambio debería leerse en la clave hermenéutica de Costadoat, apenas con la salvedad, dice, “que refleja un mayor celo doctrinal…”.
Conviene estar atento, a fin de que estas especies de dialécticas moralístico-relativistas y otras fórmulas de banalización ideológica de lo que es muy serio, no vuelvan ahora también a afligir conciencias y a confundir espíritus.
Jaime Antúnez Aldunate
El Mercurio, 9 de julio de 2014

Sr. Director

Jaime Antúnez Aldunate descalifica que yo me refiera a través de “El Mercurio” al proceso de auscultación que la Iglesia Católica ha abierto en vista a la celebración del Sínodo de 2015 sobre el tema de la familia. Le molesta que haya habido y pueda haber un “concilio de los medios de comunicación”.
Por mi parte, pienso precisamente lo contrario. Creo que la Iglesia jerárquica no puede usar los medios de comunicación para enseñar y no para aprender. Ya que el Papa Francisco ha dirigido al Pueblo de Dios 39 preguntas sobre la familia, la sexualidad, la contracepción, el divorcio y la participación en los sacramentos, todo en vista a superar la crisis en la transmisión de la fe, me atrevo a sugerir la realización de un concilio local sobre estos temas. El Papa no ha querido que estos asuntos se traten entre cuatro paredes. ¿No sería posible un gran debate sobre la sexualidad a través de los medios de comunicación social? ¿No pudiéramos los católicos aprender de los que no lo son, aun de los no creyentes?
Un tal concilio -reunión, congreso, simposio u otra fórmula presidida por los obispos- podría tener su base en distintas organizaciones católicas. A modo de ejemplo, ¿no sería posible que en las parroquias se converse entre los padres acerca de los medios para evitar que sus hijas queden embarazadas en fiestas en las que pasa de todo?; ¿no sería conveniente que en los movimientos laicales se discuta acerca de la participación en la eucaristía de los divorciados vueltos a casar?, ¿pudieran las universidades católicas organizar foros en los cuales personas homosexuales compartan con las demás cómo viven su fe?
Los medios de comunicación -y tal vez el mismo “El Mercurio”- pudieran ayudar a la Iglesia a socializar estos debates. Bien podrían dar voz a los jóvenes, a los hijos de padres separados y a los cónyuges maltratados o abandonados.
Los periodistas y los medios de comunicación ayudaron muchísimo al Concilio Vaticano II. A su modo, hicieron participar a los católicos en discusiones que terminaron por alimentar los debates de sus aulas. Los medios hoy pueden ofrecer espacios de libertad de argumentación sin la cual el cristianismo no tiene futuro alguno.

Jorge Costadoat, S.J.

 

El Mercurio
9 de julio de 2014

Sr. Director:
El padre Jorge Costadoat, bajo el título “¿Progreso doctrinal en la moral sexual católica?”, ha sostenido el domingo en esta página, en relación con el Sínodo sobre la familia convocado por el Papa para 2015, que hay un abismo de distancia entre lo que la jerarquía enseña y lo que los católicos piensan y practican sobre: I) anticoncepción artificial; II) la comunión de los divorciados vueltos a casar, y III) la vida sexual fuera del matrimonio: relaciones prematrimoniales y convivencias hetero y homosexual. Añade el padre Costadoat que la Iglesia no habría sobrevivido dos mil años sin hacer ajustes a su doctrina ante los desafíos históricos y culturales, y que el Papa y el episcopado tienen la obligación de interpretar el sentir de los fieles, cabiendo esperar ahora un “progreso doctrinal”.
Estas opiniones del padre Costadoat merecen las siguientes observaciones:

a) Desde el Derecho Natural: que evidentemente la naturaleza no hubiera hecho la unión sexual y el amor conyugal si el ser humano no tuviera que reproducirse; y que, por tanto, la sexualidad tiene por fin primario la procreación, y por fin secundario, que no puede ir contra aquel, el amor y unión conyugales, y que tanto la reproducción como ese amor suponen el matrimonio estable y exclusivo; es decir, monogámico e indisoluble. En este supuesto, no pueden ser moralmente admisibles la anticoncepción artificial, ni el divorcio, ni las relaciones prematrimoniales, ni la convivencia, ni mucho menos la unión homosexual.
Por eso Platón, sin haber alcanzado luz evangélica, nos propone en Las Leyes como conforme con la naturaleza, una que exija la continencia hasta el matrimonio, que ha de ser de macho con hembra; la indisolubilidad de este; que no se siembre en surcos donde la semilla no ha de germinar; que no se dé muerte deliberadamente al género humano, y que el hombre se abstenga de unirse a otro hombre (Leyes, 839 a-b; 840 c).

El Derecho Natural es inmutable y obligatorio para todos, de modo que ningún “progreso doctrinal” puede esperarse en estas materias.

b) Desde el Evangelio: que el matrimonio es entre hombre y mujer, y que es indisoluble, de modo que quien repudia a su cónyuge y contrae nueva unión, comete adulterio: grave falta (Mateo 19, 3-9); que por no reconocer los infieles a Dios, cuyo esplendor invisible es manifiesto en las creaturas, Él los entregó a pasiones infames, “pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos con los otros” (San Pablo, Romanos, 1,26-27); y que no puede la santa eucaristía recibirse en estado de pecado grave (San Pablo, I Corintios, 11,27).

c) Desde el ejemplo decente de Cristo: que el Señor, cuando muchos discípulos se escandalizaron, y lo dejaron porque Él les dijo que habían de comer el propio Cuerpo y beber la propia Sangre de Él, no retrocedió, no atemperó su enseñanza, ni la cambió, para que no se fueran los doce; antes les preguntó si querían irse ellos también, y entonces Pedro le dio aquella histórica respuesta: “Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios” (Juan 6, 60 y ss).

d) Desde el Catecismo oficial de la Iglesia: que antes de la segunda venida de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final…: “‘el misterio de iniquidad’ bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad” (N.° 675).

José Joaquín Ugarte Godoy
Profesor de Filosofía del Derecho UC

 

El Mercurio: 10 de julio de 2014

Sr. Director:

El criterio fundamental que inspira a la Iglesia en su moral sexual es hacer más fecundo el amor mutuo, el cuidado y protección de los hijos y el bien y responsabilidad social que surge de esto.

Algunos puntos que complementan lo expresado por Jorge Costadoat, S.J., son que un criterio de validación del magisterio eclesial es la recepción que tiene una norma por parte del Pueblo de Dios. Una enseñanza magisterial no recepcionada y no vivida por muchos hace cuestionable su pertinencia. Así también que la cultura y la historia de la humanidad son “lugares teológicos” que van unidos integralmente al Evangelio, el magisterio, la tradición, los concilios entre otros. Es decir, lugares donde Dios también se manifiesta.
De igual modo, dentro de la doctrina moral, el reconocimiento del “criterio de la gradualidad”. Es decir, que a la hora de discernir cómo vivir el amor, la vida de pareja, el cuidado de los hijos y la búsqueda del bien social, cada uno se tiene que preguntar adulta y honestamente “hasta cuánto y hasta dónde” me es posible vivir lo que la Iglesia me exige. Las realidades personales son tan diversas que no a todos les es posible llegar al ideal. Lo que no exime del esfuerzo por alcanzarlo; hasta dónde se pueda y sin sentirme menos o discriminado.
El criterio fundamental para modificar la doctrina magisterial no está solo en que la mayoría vive distante de lo que se exige, sino si podemos reconocer juntos, como Iglesia, que aquellos que usan métodos de control de natalidad o están divorciados y no pueden comulgar o tienen relaciones sexuales fuera del matrimonio hacen igualmente fecundo su amor, se preocupan y cuidan a sus hijos y viven un proyecto en pos del bien común. Lo que no es nivelar hacia abajo, sino reconocer humilde y sencillamente que hay muchos que viviendo con enorme generosidad su amor, no quieren seguir sintiéndose hijos de Dios de segunda categoría, excluidos, sino que con toda verdad, reconocen qué es lo que Dios les invita a vivir según su propia historia y realidad.

Iván Navarro E.
Teólogo
El Mercurio: 10 de julio de 2014

Sr. Director

Fiel a su propia tradición de pensamiento, enraizada en el idealismo ilustrado, el padre Costadoat, S.J. no solo pone en entredicho lo observado por Benedicto XVI desde el interior del Concilio -acerca de los estragos que entonces produjeron los abusos mediáticos y que el propio Pontífice emérito relató al clero romano (carta “Sínodo de la Familia”, martes 8 de julio)- sino que ahora va más allá.
Se trataría, en buenas cuentas, según Costadoat, de promover hoy unas asambleas constituyentes y legislativas -que incluyesen, ¿por qué no?, a clérigos y obispos civilmente juramentados con la voz de la mayoría del pueblo, cristiano y no cristiano, allí congregado- las cuales se diesen a la pronta y urgente tarea, no de aprender y asumir, sino de derogar, el actual e inmenso magisterio sobre la familia desarrollado por San Juan Pablo II en veintiséis años de pontificado.
En unión de espíritu con el querido Papa Francisco, mientras rezamos por el “Sínodo de la Familia” por el convocado, quisiera alimentar interiormente y sembrar exteriormente paz y confianza en la que este Pontífice invoca siempre, citando a su padre San Ignacio, como “la Iglesia católica y jerárquica”.
Me reconforta profundamente, en tal sentido, que el propio Papa Francisco haya nombrado a quien proclamó el 27 de abril pasado, cuando lo canonizó, como “el Papa de la familia”, San Juan Pablo II, patrono del próximo sínodo. Asimismo, que haya establecido el propio día en que clausurará la primera etapa del “Sínodo de la Familia”, como fecha para la beatificación del Papa Pablo VI, Pontífice cuya crucifixión decretaron en julio 1968, a raíz de su encíclica “Humanae vitae”, asambleas clérigo-mediáticas similares a las que hoy Costadoat pregona.

Jaime Antúnez Aldunate
Director Revista Humanitas
P. Universidad Católica de Chile

 

El Mercurio: 12 de julio de 2014

Sr. Director:
Don José Joaquín Ugarte discrepa de mi columna del domingo a propósito de la consulta abierta por el Papa Francisco para saber qué piensan y qué practican los católicos a propósito de la familia (y temas afines). Probablemente tampoco esté de acuerdo con el Papa por exponer la doctrina de la Iglesia al juicio del sensus fidelium (la ortodoxia en los creyentes).
En la Iglesia existe una enorme preocupación. Los católicos no están de acuerdo con su enseñanza. Pero a don José Joaquín parece interesarle más la norma que la realidad de las personas, justamente al revés de Jesús. Lo que de veras importa es un anuncio del Evangelio que pueda efectivamente orientar la práctica sexual de las personas. Asimismo, al Papa y a los obispos de las conferencias que hicieron públicas sus respuestas, también les interesa la realidad de las personas y se han abierto al hablar del Espíritu Santo a través de la práctica creyente o sincera de las personas.
Puesto que don José Joaquín insiste en el valor del Derecho natural, me restrinjo, a modo de ejemplo de la magnitud del problema, a la Humanae Vitae, conocida por su rechazo de la contracepción artificial, ya que esta encíclica se basa en la ley natural.
¿Qué responden aquellas conferencias episcopales tras haber recabo las respuestas de los fieles de sus iglesias?
Según los obispos de Bélgica: “Los encuestados subrayan que las posiciones de la Humanae Vitae (1968) sobre la paternidad responsable han hecho alejarse a muchas personas de edad de la Iglesia mientras que muchos jóvenes no tienen ningún conocimiento de estas posiciones”.
Los obispos de Japón señalan que “los católicos hoy son indiferentes respecto de la enseñanza de la Iglesia (sobre Humanae vitae) o no la conocen”.
Los obispos de Francia sostienen que: “Una gran mayoría de las repuestas subraya que la encíclica Humane Vitae, ha tenido como consecuencia que muchas parejas rompan con las enseñanzas de la Iglesia. La insistencia de la Iglesia sobre este punto parece incomprensible para estas personas”.
Para los obispos de Alemana: “la distinción entre los métodos de anticonceptivos ‘naturales’ y métodos ‘artificiales’ y la prohibición de utilizar estos últimos, es rechazada por la mayoría de los católicos y prácticamente ignorada. Para la mayor parte de los católicos, la ‘paternidad responsable’ comprende también la elección del método apropiado, seleccionado de acuerdo a criterios de seguridad, practicabilidad y tolerancia física”.
La conclusión de los obispos de Suiza es verdaderamente inquietante: “Las respuestas a la pregunta sobre los métodos artificiales o naturales de contracepción revelan la distancia, dramática y conocida desde hace largo tiempo, entre la doctrina y los participantes en la consulta. La prohibición de los métodos artificiales de contracepción está muy lejos de la práctica y de las ideas de la gran mayoría de los católicos”.
Esta situación es grave. No porque la inmensa mayoría de los católicos sea inmoral. No lo es. Es grave por la desautorización del Magisterio. Más grave aún, por no poder la Iglesia orientar realmente la vida humana en un ámbito tan importante como el de la familia y la sexualidad. Los católicos esperamos mucho del trabajo teológico de los obispos del Sínodo en curso.
Jorge Costadoat S.J.

13 de julio de 2014

Señor Director:

Comparto los argumentos que da Jorge Costadoat para mostrar cómo en temas de moral sexual, y específicamente en relación con el uso de anticonceptivos, los católicos se han alejado del Magisterio de la Iglesia. A los ejemplos que él cita, agregaría que también en Chile un porcentaje cada vez mayor de la población, incluyendo por cierto a la población católica, hace uso de los avances de la ciencia para tener el número de hijos que responsablemente pueden acoger. A diferencia de lo que opina José Joaquín Ugarte, esto no significa que sea algo inmoral usar métodos “artificiales” en oposición a los “naturales”, que serían los moralmente permisibles según Ugarte.

Los derechos sexuales y reproductivos reconocen el derecho de todas las personas a “decidir libre y responsablemente el número y el espaciamiento de los hijos que se desea tener, y a disponer de la información y los medios para hacerlo”. Para ejercer este derecho, las personas deben tener adecuada educación sobre regulación de la fertilidad y acceso a métodos anticonceptivos según sus preferencias.

El que algunas personas opten por métodos “naturales” o “artificiales” para regular su fecundidad es parte de su vida privada y a nadie se le debiese negar usar los beneficios de los avances científicos.

La resolución 2003/28 de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas señala que “la salud sexual y la salud reproductiva son elementos esenciales del derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de la salud física y mental”, por lo que el acceso a los métodos anticonceptivos seguros y confiables, según su preferencia, son fundamentales para poder cumplir con este derecho, y el cómo ejercer este derecho no debiese estar subordinado a las creencias particulares de terceros.

Dra. Sofía Salas Ibarra
Profesora titular
Facultad de Medicina UDP

 

El Mercurio: 14 de julio de 2014
Sr. Director

Pareciera que Jorge Costadoat quisiera reeditar la oleada contestataria de fines de los sesenta que suscitó la encíclica Humanae Vitae. Pero han pasado 46 años y hemos comprobado cómo ese documento magisterial, breve, profundo, de gran densidad antropológica-teológica y ética ha sido del todo profético.
Se anticipó a gran parte de los males que hoy padecemos respecto de nociones como la dignidad y belleza del amor, la sexualidad, la mujer, la educación de la juventud, y advirtió de diversas patologías. ¿Acaso ha leído este presbítero la luminosa teología del cuerpo de Juan Pablo II o los sólidos argumentos filosóficos de Rhonheimer en “Ética de la procreación”? Quizás sea mucho pedirle a quien solo está atento al nivel de popularidad y aceptación que tiene entre los “católicos”.
No creo que las Bienaventuranzas, verdadero núcleo de la doctrina de Jesucristo, alguna vez hayan sido populares y menos practicadas. Ello es posible solo con la ayuda de la gracia, pero sería ilógico exigir general aceptación por parte de los hombres.

Jorge Peña Vial

 

15 de julio de 2014

Sr. Director

Ante la persistente crítica que algunos clérigos jesuitas, como el señor Costadoat, le hacen a la Iglesia Católica, como historiador me pregunto: ¿Por qué no siguen el ejemplo, establecido siglos atrás por otros clérigos tan críticos como ellos, y tienen el coraje de fundar una nueva iglesia, para acomodarla a sus gustos y a los de la sociedad actual?

Así podría la gran mayoría, que aún cree que N.S. Jesucristo es el fundador y cabeza de la Iglesia, seguir creyendo en Él sin dudas, y respetando su palabra, sin adaptarla a los derivados de la moda o de lo que ahora se denomina lo “políticamente correcto”.

Creo que podría ser una solución satisfactoria para los escépticos y aquellos que piensan que la Verdad podría derivar de algunos fieles y sus apetencias.

Julio Retamal Favereau

 

 

16 de julio de 2014

Sr. Director:

Julio Retamal Favereau me excomulga. Me hace compartir solidariamente la realidad de las personas divorciadas vuelta a casar que se sienten excomulgadas por su Iglesia. Jaime Antúnez me tilda de idealista ilustrado. No soy idealista. Me interesa ver la realidad. José Joaquín Ugarte me recuerda el Derecho natural. Pero la ley natural sirve poco para ver la realidad. Jorge Peña apuesta por la Humanae vitae a costa de la realidad de la culpa de una infinidad de católicos. A ninguno parece llamarle la atención que cinco conferencias episcopales declaren que hay un problema con la recepción de la doctrina de esta encíclica por parte de la inmensa mayoría de los católicos que realizan una planificación familiar con métodos artificiales, y no naturales, de control de natalidad.

Trataré de explicarme con más claridad. El Papa Francisco ha consultado directamente a todos católicos sobre la realidad de sus familias, acerca de cómo entienden la sexualidad y cómo les ayuda o no les ayuda la doctrina de la Iglesia. La tarea dada por Francisco no es defender la doctrina, sino formarse un juicio acerca de lo que realmente está ocurriendo con las personas. El deber del Papa y del del colegio episcopal es anunciar a las personas la Buena Noticia del amor de Dios de un modo inteligible. Las personas son fines, las doctrinas son medios; la Buena nueva no cambia, la doctrina a veces debe renovarse. Jesús enseñó que “el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado”, a quienes las prescripciones de la época les resultaban vivibles.

Insisto: El problema detectado por los obispos es grave. Ellos que han oído a sus iglesias sostienen que una cosa es la enseñanza del Magisterio y otra distinta lo que el Pueblo de Dios practica. El siguiente es el diagnóstico del Instrumentum laboris elaborado por el comité que prepara un primer sínodo (octubre de 2014) tras haber recabado las respuestas de los informes de todas las iglesias del mundo, incluida la chilena: “Existe una distancia preocupante entre la familia en las formas como se la conoce hoy y la enseñanza de la Iglesia al respecto. La familia se encuentra objetivamente en un momento muy difícil, con realidades, historias y sufrimientos complejos, que requieren una mirada compasiva y comprensiva. Esta mirada es lo que permite a la Iglesia acompañar a las familias como son en la realidad y a partir de aquí anunciar el Evangelio de la familia según su necesidades específicas (31).

El Papa ha preguntado por la realidad de lo que ocurre con la familia. Se le agradece que se haya abierto un espacio de opinión sobre moral sexual y familiar. Es una oportunidad para que los cristianos y cualquier que tenga algo que decir aún lo expresen. Si el Evangelio no es para todos, no es para nadie.

Jorge Costadoat S.J.

 

17 de agosto de 2014

Señor Director:

Como simple miembro de la Iglesia Católica, aprovechando la tribuna que ofrece “El Mercurio”, quiero hacer pública mi petición a los obispos chilenos, pastores de la Iglesia, que respecto de la controversia sobre la moral sexual católica, ejerzan su rol de legítimos maestros, aclarando a los católicos cuál de las dos es la postura ortodoxa de la Iglesia: si la del presbítero Jorge Costadoat S. J., quien nos enseña que la doctrina debe ajustarse a la praxis habitual y mayoritaria de los fieles, o la de sus contradictores, quienes afirman que los fieles han de hacer un esfuerzo por vivir de acuerdo a las enseñanzas de la Iglesia, aunque estas no sean fáciles de comprender ni menos de poner en práctica.

Pienso que en un tema como este, que afecta directamente la conciencia y vida moral de los católicos chilenos, la omisión de los obispos sería desorientadora.

Juan Esteban Ureta C.
Médico

 

18 de julio de 2014

Señor Director:

El señor Juan Esteban Ureta C. hace un resumen del debate sobre la moral sexual católica publicada en “El Mercurio” y, como miembro de la Iglesia, pide a los obispos una aclaración.

Durante toda su historia, la Iglesia ha procurado cumplir el mandato de Cristo de hacer a todos los seres humanos discípulos suyos, “enseñándoles a observar todo lo que yo les he mandado” (Mt 28,20). La Iglesia lo ha hecho teniendo en cuenta la situación de las personas a las cuales anuncia el Evangelio y usando los métodos pedagógicos más eficaces para lograr su objetivo. Lo que no puede hacer la Iglesia es cambiar lo mandado por Jesús, porque eso no pertenece a ella; le ha sido encomendado para que lo anuncie sin adulterarlo, menos que nunca para congraciarse con las personas o procurar popularidad: “Si tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo” (Gal 1,10). La mejor demostración de que la Iglesia enseña la verdad que le ha sido encomendada es que lo hace aun al costo de ser impopular, pues nadie desea ser impopular gratuitamente. La Iglesia lo hace por fidelidad a Cristo. Él fue tan “impopular” que murió crucificado.

La Iglesia debe seguir el ejemplo de su Señor. Jesús anunció al mundo un mensaje, en el cual él manda cosas que eran difíciles de aceptar, no solo para un alto porcentaje de los hombres y mujeres de su tiempo, sino para la totalidad. A los judíos se les había mandado dar acta de repudio cuando se divorciaban de su mujer; Jesús manda esto otro: “No separe el hombre lo que Dios ha unido… el que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio” (Mt 19,9-12). Este mandato era contrario a todo lo vivido por el mundo hasta entonces y fue recibido con escepticismo por los mismos apóstoles: “Si tal es la condición del hombre con la mujer, no conviene casarse”. Pero Jesús no lo modificó ni aceptó la reacción de los apóstoles. Más bien lo reafirma vigorosamente llamando “eunuco” (castrado) al que no se casa, excepto si lo hace por el Reino de los cielos.

Respecto del tema de los anticonceptivos, no tenemos un mandato directo de Jesús, porque en su tiempo no existía la mentalidad antinatalista de nuestro tiempo. En su tiempo se consideraba la natalidad como un don de Dios y la fecundidad, como una bendición. Hay, sin embargo, un episodio en el A.T. que revela que a Dios desagrada la anticoncepción artificial; es decir, la separación de los dos fines del acto sexual, a saber, el unitivo y el procreativo. En Israel era considerado un acto de piedad fraterna que un hombre tomara a la viuda de su hermano que había muerto sin hijos para suscitar descendencia al difunto. Onán, hijo de Judá, por la razón que fuera, no quiso dar descendencia a su hermano mayor, Er, de su viuda, Tamar. Pero no dejó de unirse sexualmente con ella: “Onán sabía que aquella descendencia no sería suya, y así, si bien tuvo relaciones con su cuñada, derramaba a tierra, evitando el dar descendencia a su hermano. Pareció mal al Señor lo que hacía y lo hizo morir también a él” (Gen 38,9-10). Esa acción, a saber, tener relaciones sexuales y hacerlas infecundas, por los medios que se conocían en esa época, es lo que desagradó a Dios. Siendo que Dios no cambia, esa acción sigue desagradándolo cuando los seres humanos la hacen en toda época, también hoy.

¿Y qué piensa Jesucristo? Podemos deducir que para Jesús la finalidad procreativa es la que justifica la relación sexual de los esposos en esta tierra. En efecto, la finalidad unitiva y de ayuda mutua se puede obtener también por otros medios. Cuando le preguntan de quién será la mujer que sucesivamente tuvo como esposo a siete hermanos y todos murieron sin descendencia, Jesús responde: “Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles…” (Lc 20,34-36). En la resurrección -estamos hablando de resurrección de la carne- no existirá la unión sexual: “Ni ellos tomarán mujer ni ellas marido”. Y la razón es que “no pueden ya morir”. Queda en evidencia que en la mente de Jesús lo que explica la relación sexual en esta tierra -“los hijos de este mundo toman mujer o marido”- es que los seres humanos mueren y es necesario, por tanto, que se reproduzcan. Quitada esta necesidad, no es necesaria la relación sexual. Por tanto, para Jesús la relación conyugal tiene como fin la reproducción. Por eso, privarla artificialmente de ese fin es contrario al plan de Dios.

Esto es lo que la Iglesia siempre ha enseñado a observar en fidelidad a Cristo. Lo ha expresado el Papa Pablo VI en tiempos recientes en la encíclica ” Humanae vitae “: “Hay que excluir, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer; queda, además, excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación” (HV 14, 25 julio 1968). Esta enseñanza ha sido más recientemente reafirmada por el Catecismo de la Iglesia Católica (N.o 2.370), que califica como “intrínsecamente mala” toda acción anticonceptiva artificial.

Teniendo la mayor consideración por la situación de los esposos hoy, la Iglesia no puede privarlos del regalo de la verdad que ella ha recibido de Cristo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí” (Jn 15,6).

+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles

 

 Defensa de la moral sexual católica

20 de julio de 2014

¿Debe la Iglesia Católica morigerar sus enseñanzas en materia de moral sexual luego de constatar que ellas, como se acaba de informar, no interpretan a la mayoría de quienes se dicen católicos?

El Papa Francisco encargó averiguar qué relación había entre la enseñanza doctrinal de la Iglesia y las convicciones de quienes se dicen católicos. El resultado fue sorprendente. La Conferencia Alemana informó que “las afirmaciones de la Iglesia sobre las relaciones sexuales prematrimoniales, la homosexualidad, los divorciados vueltos a casar, y el control de la natalidad, son temas que encuentran poquísimos consensos o son rechazados abiertamente”. La Iglesia Suiza, por su parte, hizo saber que “la prohibición de los métodos artificiales de contracepción está muy lejos de la práctica y de las ideas de la gran mayoría de los católicos”. Otros informes, de Francia o Japón, algunos de los que se han hecho públicos, son similares. La situación tampoco es muy distinta en Chile. La Encuesta Nacional de Iglesia (realizada por la Universidad Católica en 2001) mostró que apenas un 20% de los católicos se oponía al uso de anticonceptivos (la práctica que condenó Humanae Vitae ).

Así, entonces, allá y acá habría una abierta discordancia entre lo que los católicos declaran y lo que la Iglesia enseña.

¿Deberá entonces la Iglesia cambiar su punto de vista para así reducir la brecha entre lo que enseña y lo que la gente cree o hace?

Por supuesto que no.

Una de las cosas que impresionaron a Bertrand Russell cuando leyó la Biblia que su abuela le regaló fue una frase que ella había subrayado: “No seguirás a una multitud para hacer el mal” (Éxodo, 23:2). A partir de allí, confesó Russell, “nunca sentí temor de pertenecer a las pequeñas minorías”. Russell nunca creyó las cosas que las religiones enseñaban; pero siempre pensó que esa frase ocultaba una profunda verdad: las cosas son buenas o malas, correctas o incorrectas al margen del número de personas que crea en ellas. Este principio epistemológico que contiene la Biblia es irrefutablemente cierto. La verdad de un enunciado no depende del número de personas que lo profieran o lo aplaudan. Luego, si la Iglesia Católica -como ha enseñado ya por siglos- piensa que el matrimonio es indisoluble porque Dios se hizo presente en él; que el comportamiento homosexual es un error grave; que el uso de métodos artificiales para el control de la natalidad, un crimen; y si piensa todo eso de veras, a pie juntillas, tal como lo ha proclamado una y otra vez, entonces debe seguirlo proclamando aunque eso equivalga -como acaban de informar las Conferencias Episcopales de Alemania, Francia o Japón- a ser “una voz que clama en el desierto” (Juan 1:23).

Alguien dirá que la tarea de la Iglesia es proclamar la buena noticia (que la muerte fue derrotada y nuestros pecados perdonados por el sacrificio del Hijo de Dios) y que entonces eso es lo que importa y no lo otro. Pero, ¿de qué valdría predicar esa buena nueva a costa de sacrificar las enseñanzas que la acompañan? ¿Qué buena noticia puede haber a costa de sacrificar la naturaleza, la verdad de la condición humana? Es verdad que la evangelización de América requirió una cierta flexibilidad hacia el sincretismo cuyo resultado es la religiosidad popular, pero esa concesión a las costumbres se hizo para esparcir la verdad no para sacrificarla.

Por supuesto alguien argüirá que la verdad se descubre poco a poco conforme avanzan la historia y las costumbres; pero ese argumento es falaz. Si se le sostiene, la Iglesia sería relativista. Y entonces, ¿quién sería el responsable de haber condenado a los homosexuales, excomulgado a los divorciados, anunciado las penas del infierno a los que emplearon métodos anticonceptivos? ¿Acaso las brumas de la historia y las costumbres, las telarañas del tiempo? Y si eso es así, ¿por qué los creyentes habrían de confiar en lo que se les dirá mañana, si pasado mañana podría revelarse como un error?

No, no hay caso.

Es inevitable que la Iglesia Católica siga el consejo de Shakespeare: morir con las botas puestas. Hacerse irrelevante, pero con la doctrina en los labios. Así no desilusionaría a los no creyentes que combaten su dogmatismo creyéndola un adversario y podrá decir como Macbeth: “Moriremos, al menos, vestidos de armadura”.

 Carlos Peña

 

22 de julio de 2014

Una peculiar coincidencia

En las últimas semanas se ha argumentado en “El Mercurio” acerca de la obligatoriedad de un estricto código moral católico, promulgado por encíclicas y sustentado en extractos de textos bíblicos. Pero se ha visto que ese código no es compartido por la mayoría de los católicos a lo ancho del mundo, y encuestas muestran que la situación no es muy diferente en Chile. Sin embargo, no se trata de una mera cuestión estadística acerca de lo que piensan los católicos de a pie.

La discusión expresa algunas profundas diferencias al interior de la Iglesia. La primera se refiere a los grados en que cuestiones morales cotidianas deben ser resueltas por la jerarquía, mediante una interpretación doctrinal de autoridad; o bien, depositando mayor confianza en la capacidad de discernimiento moral común y personal de los católicos. ¿No se puede confiar más en la buena fe de los cristianos, asumiendo que a la luz de su convicción religiosa procuran discernir lo correcto y bueno (o lo menos malo, atendidas las circunstancias)?

La segunda diferencia no es procedimental, sino de fondo. Se refiere a la orientación de la doctrina moral del cristianismo. Más que un catálogo perfeccionista de mandatos y de prohibiciones, como piensan algunos, se puede pensar que las directivas de la moral cristiana deben definirse a la luz de las virtudes de la compasión, del amor y de la misericordia, que son más consistentes con la enseñanza práctica de Jesús y con su extremo acto de generosidad.

Carlos Peña en su columna del domingo afirma que esta segunda posición es una utopía o un falaz sinsentido. En otras palabras, coincidiendo con una de las posiciones del debate, afirma que la existencia de un código moral, que no solo es inmutable en sus principios, sino también en sus reglas, es consustancial a la moral católica. Tener un contrapunto nítido es, probablemente, lo que también conviene a un agnóstico militante, que no está dispuesto a aceptar que la concreción de los principios morales del cristianismo no sea una foto que quedó para siempre.

El dilema planteado es falso: no se trata de morir con las botas puestas, vestidos de la armadura de un código prescriptivo exhaustivo, ni de esperar que el último cierre la puerta. Al interior de la Iglesia, este no es un debate concluido. Lo relevante es que sigue siendo válido que la humilde aceptación de nuestras limitaciones, propia en mi opinión de la más genuina experiencia religiosa, hace que muchos católicos miren con distancia escéptica una moral en extremo heterónoma y prescriptiva, que desatiende los dilemas y la experiencia moral de muchos creyentes en nuestro tiempo.

Enrique Barros

 

 

23 de julio de 2014
Señor Director:

Temo que Enrique Barros elude una obvia conclusión en su nota de ayer. Si, como él sostiene, la doctrina católica está fundada en la virtud, y no en un código heterónomo y prescriptivo, entonces la Jerarquía ha incurrido en graves y reiterados errores al condenar la conducta homosexual, no admitir a los divorciados y prohibir del todo el uso de la píldora.

Carlos Peña

23 de julio de 2014
Señor Director:

Hace algunos meses, Gerhard Müller, editor de la Opera Omnia de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, nombrado por él prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe -cargo ratificado por el Papa Francisco, que lo hizo cardenal-, escribió que acaece a muchos cristianos, influidos por la mentalidad actual contraria a la indisolubilidad del matrimonio y a la apertura a la vida, que sus matrimonios están más expuestos a la invalidez que en el pasado. Dicho esto -y con referencia al tema de la comunión de los divorciados vueltos a casar-, agregó que “siendo todo el orden sacramental (la eucaristía, primordialmente) obra de la misericordia divina, no puede ser revocado invocando el mismo principio que lo sostiene”.

A la dialéctica racionalista de la modernidad, que ve a Dios como un “Deus ex machina” -y a la ley, la norma o el mandato como una externalidad necesariamente sobrepuesta a la libertad-, le resulta muy difícil entender que ese Padre “lento a la ira y rico en misericordia” (Ps. 86 y 103) es también santidad y justicia, sin contradecir con ello la piedad.

El propio magisterio moderno de la Iglesia sobre la familia, caminando desde la normatividad necesariamente embrionaria de los tiempos de Pío XI y Pío XII hasta la inmensa doctrina -más allá de lo rigurosamente moral, rica en antropología teológica y hasta en literatura y arte- que nos legara el pontificado de San Juan Pablo II, es un luminoso ejemplo de lo anterior. No obstante, de ella también puede decirse, con G.K.Chesterton, que “el arte, como la moral, consiste en dibujar un límite en alguna parte”.

Por lo dicho, no concuerdo con Carlos Peña, ni tampoco con mi amigo Enrique Barros.

Jaime Antúnez Aldunate

 

 

24 de julio

Señor Director:

He seguido, desde fuera, el interesante debate sobre moral sexual católica, y cómo no pocos participantes mencionan la “verdad” (y me imagino que se refieren a la verdad católica en asuntos de moral sexual), me pregunto si el cristianismo no es antes la religión del amor que de la verdad y, por lo mismo, me pregunto también si una Iglesia cristiana como la Católica no debería definirse antes por la caridad que por el dogma.

Sin perjuicio de lo anterior, ¿es que una iglesia juega su mejor y más propio partido en el terreno moral (que es distinto del religioso) y, más aun, en el de la moral sexual (el ámbito posiblemente menos relevante y más inestable de toda moral?)

Supuesto que no se compartiera mi apreciación de que el cristianismo es antes religión del amor que de la verdad, ¿depende la moral sexual católica propiamente de un dogma o de las cambiantes instrucciones que las autoridades de esa iglesia van dando a los fieles según el transcurso de los tiempos? Y si, como se afirma a menudo, la Iglesia no es la jerarquía, sino la totalidad de los fieles católicos, ¿no tiene acaso ninguna importancia lo que estos últimos piensan, sienten y practican en materia de moral sexual, o son ellos meros súbditos de una jerarquía que adopta acuerdos en nombre de la sana doctrina (que es siempre la propia, nunca la de los demás)?

La actual cabeza de la Iglesia Católica hizo hace poco una declaración que si hubiera sido formulada por un sacerdote común y corriente, habría desatado las iras del sector conservador. La idea era esta: si cada individuo cumpliera no con “la” moral, sino con lo que él cree que es bueno, el mundo mejoraría notablemente.

Con una idea como esa, al sacerdote lo habrían acusado de relativista.

Agustín Squella

 

25 de julio de 2014

Sr. Director

A veces pareciera que los buenos aires del Papa Francisco no hubiesen llegado del todo a nuestra Iglesia Católica en Chile. De hecho, lo demuestra la polémica suscitada en torno a la moral sexual.

Agradezco a mi estimado amigo Agustín Squella que ayude a “un sacerdote común y corriente” a entrar en lo que quisiera fuese un diálogo. A ello no ayuda habitualmente el carácter imperioso de cualquier argumento de autoridad que, con frecuencia, tiende a transformar la moral en dogma de fe.

Pienso que el cristianismo es una religión que procura hacer la verdad en la caridad (cf. Ef. 4, 15), es decir: hay siempre una verdad que construir (en el orden de la acción). Ella nos requiere a todos -no solo a los creyentes- como seres pensantes, críticos y de buena voluntad.

Jesús se define a sí mismo diciendo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Camino que hay que recorrer para llegar a la verdad más plena que no es un concepto, sino una persona. Para ello, hay que buscar: buscar el rostro de Jesús donde Él ha querido manifestarse y no quedarse en imágenes que tienden a permanecer como reducto de quienes han racionalizado la fe hasta sacarla de la historia.

Una fe que, en el presente, no se cuestiona, es una fe ideologizada, ha dicho el Papa Francisco. Mucho más una moral que prescinde del progreso de la ciencia y de los desafíos de la realidad histórica y cultural.

Percival Cowley V., ss.cc.

Match point de la Iglesia chilena

Los actores de los últimos cuarenta años, personas o instituciones, deben mirar hacia el pasado si quieren participar con honestidad en futuro del país. La Iglesia Católica, habiendo sido protagonista de estas décadas, debe volver sobre los acontecimientos en que se vio involucrada estos años porque su misión le exige continuar contribuyendo a la construcción de Chile.

 Esto, sin embargo, no es fácil. La Iglesia durante el gobierno militar puso a los chilenos una vara muy alta de humanidad. Tan alta, que a ella misma le costaría sobrepasarla de nuevo. Debe reconocerse que a nadie se le puede exigir algo parecido a encarar al gobierno más cruel de la historia de Chile, amparar a sus víctimas y luchar por sus derechos fundamentales. Si algo se debe a la Iglesia en estos últimos cuarenta años, es haber ayudado a hacer a Chile un país más humano. No más católico, sí más humano.

El contexto ha cambiado. Se podrían decir tantas cosas. Me centro en una clave. Aquí y en otras partes del mundo, la Iglesia experimenta una grave crisis en su capacidad para trasmitir la fe. La cristiandad se acabó. La cultura predominante no es cristiana. En nuestro medio, la crisis del paradigma neoliberal en el plano educacional extrema las dificultades de traspasar a las siguientes generaciones la fe.  Se ha vuelto muy difícil que la Iglesia incida en la cultura como lo hizo esa generación de obispos y personas, católicas y no católicas que, con el Cardenal a la cabeza, instalaron en el disco duro de la chilenidad la parábola del “buen samaritano” (Lucas 10).

¿Qué está ocurriendo con la educación católica? Este es el punto decisivo. El match point. ¿Qué enseñará la Iglesia sobre la persona humana? ¿Qué tipo de educación católica transmitirá la fe en la Encarnación de Dios en Jesús en una cultura que, en unos aspectos, involuciona en humanidad y, en otros aspectos, le lleva a la Iglesia la delantera? Enseñar que Jesús “es Dios” y olvidar que Dios “es Jesús”, que Cristo es la medida de la salvación del hombre y que esta, en términos contemporáneos, se mide en humanización, da motivos para pensar que el cristianismo es irrelevante. Un cristianismo que pone lo esencial en el más allá no merece autoridad en el más acá.

El Cristo que la educación católica ha de transmitir, por otra parte, tampoco es cualquiera. Es el que fue (hace dos mil años) y el que es (los últimos cuarenta años). El que siguieron los pobres de Galilea y el que fue crucificado bajo Augusto Pinochet. Es el Cristo que hoy está elevando la humanidad a su cota más alta, sea a través de una nueva evangelización sea a través de la lucha secular de cualquier ser humano por un mundo compartido. Es hoy que la educación católica tiene que hacer una memoria passionis. ¿Se enseñará a los niños quién fue Raúl Silva Henríquez? ¿Se contará que fue pionero de la reforma agraria y años después fundador de la Vicaría de la Solidaridad? ¿Qué dirán los textos de historia sobre la Vicaría? Lo primero que habría que hacer es llevar a los secundarios a visitar el Museo de la Memoria.

Hoy, además, cuando la emergencia de una clase de jóvenes se levanta contra la injusticia educacional estructural del país, los colegios y universidades católicas debieran revisar los perfiles de egreso de sus alumnos. No pueden desentenderse de lo que está ocurriendo. La Iglesia tiene numerosos colegios y escuelas que educan a los más pobres. La mayoría de estos acogen niños de las clases medias-bajas. La Iglesia tiene universidades que hacen un verdadero esfuerzo por formar generaciones con sentido de bien común. Las mejores no se ubican en “la cota mil”. Están en San Joaquín o en la Alameda. Pero hace cuarenta años hubo intentos de educación católica mucho más integradora. Los curas del Saint George quebraron la viga maestra de la educación de la elite: formar a los mejores para que algún día edifiquen un país mejor.

El contexto ha cambiado. Hoy no se puede dar educación buena para ricos y educación mala para pobres. La Iglesia Católica, ante el desafío de formación de la elite, se encuentra en una disyuntiva: seleccionar a los mejores para hacer una país mejor o integrar a niños de diversos orígenes (sociales, culturales y religiosos) para conseguir una sociedad integrada. La selección excluye necesariamente. El país del 2011 ha tomado conciencia de que seleccionar es excluir. La integración, en cambio, puede ser conflictiva. Pero si no se la intenta en el aula y tempranamente, la segregación actual incuba violencia social y quién sabe si otros “golpes”.

La evangelización se encuentra en un punto crítico. Ya no se trata de hacer de Chile un país católico (el mismo Padre Hurtado habría cambiado su manera de pensar). Una educación cristiana renovada podría incluir una visita el Museo de la Memoria. Y, acto seguido, hacer ver a los estudiantes la película Machuca.

La cruz del problema de la educación católica es defender la posibilidad de levantar escuelas y colegios con proyectos educativos propios, sin que la calidad de estos colegios, por razón de competencia, perjudique la educación de los más pobres o de quienes no han de ser los seleccionados en tales instituciones. Selección es exclusión. Al Estado le corresponde impedir que esto ocurre. No impedir el pluralismo de proyectos educativos. Sería una barbaridad. Pero no puede financiar, por via indirecta, la exclusión. Debe, por el contrario, elevar, en cuanto pueda, el financiamiento de una educación de calidad para todos por parejo. E incluso, hacer una discriminación positiva en favor de los excluidos. La Iglesia no debiera querer más que esto mismo. Sería paradojal que fuera el Estado, y no ella, la que hiciera la “opción por los pobres”.

Los últimos cuarenta años son una reserva extraordinaria de sentido para la Iglesia Católica chilena. Volver la mirada hacia atrás, hacer memoria de la pasión de las víctimas del pasado, volver a sentir su dolor, sentir hoy la demanda estudiantil y las quejas contra la sociedad mercantilista, y seleccionar a los excluidos, le da sentido a la misión de la Iglesia: orientación y razón de ser para el futuro. Los católicos se juegan el partido. Match point.

 

Más Iglesia y menos Papa

¿Por qué América latina celebra el nombramiento de Francisco? Porque es natural ser algo niños. El chovinismo es infantil. Estamos felices de que haya “ganado” uno de los nuestros. Pero hay una razón más importante. Con Francisco está en juego que se nos considere adultos, y no más niños. Los latinoamericanos estamos cansados de ser tratados como menores de edad. Con quinientos años de historia creemos que podemos hacer las cosas a nuestra manera. Llegó la hora. Justo cuando nuestra adolescencia amenazaba una ruptura fatal con la paternidad europea.

Hasta hace poco, y aún en buena medida, hemos padecido a la Santa Sede como una monarquía absoluta. Los últimos papas cuadraron la Iglesia con la doctrina. Los nombramientos episcopales, en su gran mayoría, recayeron en personas inobjetables desde un punto de vista doctrinal pero muy poco audaces, sin todo el arrojo evangélico necesario. Las presiones y el control de la curia romana han hecho que no pocos parezcan obispos asustadizos. Cuántos de ellos llegaron a las oficinas romanas acoquinados, pidiendo permiso y perdón, como si no fueran pastores en propiedad de sus diócesis. Hubieron de ser ortodoxos doctrinalmente, porque les pareció peligrosa la ortopraxis: discernir qué hacer ante los signos de los tiempos de América latina y crear, imaginar alternativas y correr el riesgo de implementarlas.

El vértigo a la libertad que el Vaticano II generó, ha sido probablemente la causa del encogimiento de nuestras iglesias. Recién cuando empezábamos a forjar una Iglesia auténticamente latinoamericana, con nuestra teología propia, comunidades y liturgias adecuadas a nuestra realidad cultural, nos cortaron las alas. Castigaron a nuestros teólogos. Encerraron a los seminaristas en claustros que los protegían de sus contemporáneos, cuando no de su propia humanidad. Todo debió ajustarse milimétricamente a una sola visión, a la única manera de pensar posible, la de la Curia, que explotó el nombre del Papa a tal grado que terminó por corromper el prestigio de la Santa Sede. En pos de la unidad, todos debimos ser iguales. Se nos obligó a cerrar filas frente a un mundo adverso y en contra del pluralismo; debimos, así, neutralizar nuestra propia diversidad.  Nos habíamos ilusionado con el Concilio, pues respondía a nuestro anhelo de Iglesia católica más profundo. A fuerza de miedo, empero, se nos hizo retroceder a antes del Vaticano II. Los pontífices no parecían deberle nada a nadie. Por el contrario, los demás debían considerarse deudores de su beneplácito.

Francisco, en cambio, asume pidiendo la bendición del pueblo de Dios. No se cita a sí mismo. Cita a las conferencias episcopales de todas las regiones eclesiásticas del planeta. La diferencia es radical. Como “obispo de Roma”, restringiéndose a su diócesis hará posible que los demás obispos del mundo puedan respirar y hacerse cargo de las suyas sin temor a equivocarse. Él, el Papa, habla sin papeles. Puede equivocarse. Las improvisaciones y gestos espontáneos son ocasión de errores, quién no lo sabe. Pero así da el ejemplo contrario. Un Papa falible libera a los cristianos, a la jerarquía y al clero de la necesidad de ser infalibles y de la maldición de aparentarla. Francisco, no teme ponerse una nariz de payaso para identificarse con quienes transmiten el Evangelio jugando, alegrando la vida a niños y personas devorados por la tristeza. Un papa que juega, con una pelota roja en la cara, sí es infalible. Atina con la libertad cristiana, cuando el criterio último de su actuación es el amor. La infalibilidad evangélica estriba en el amor. Busca la manera de liberar a los demás para que también estos puedan hacerse responsables de sus vidas y de la de los demás con inventiva, con más discernimiento que con anatemas.

A Francisco le falta una sola cosa: desaparecer. Hasta el momento ha hecho las cosas bien, porque a causa de su audacia probablemente ha cometido más de un error. Sus errores autorizan a ensayar y a equivocarse. ¿Tendrá su sucesor que parecérsele? Ojalá que sea él mismo y no un imitador de Francisco. Lo decisivo será que Francisco mengüe en importancia para que prosperen las iglesias de todo el mundo. Que lo haga ahora, que deje  instalada la tendencia. Para que su sucesor no se angustie con “salvar” la Iglesia en vez de inventar, no sin todas las iglesias, un mundo nuevo, mejor, más hermoso, más libre.