Numerosos estudios detectan un cambio en la religiosidad. La que algún experto ha llamado “metamorfosis de lo sagrado”, sería de magnitud equivalente a la mutación religiosa que ocurrió en torno al siglo VI a. C., en India, China, Persia, Grecia e Israel, consistente en el paso de una conciencia religiosa cósmica y colectiva a una más reflexiva y personal.
La transformación actual de la religiosidad es parte de un fenómeno cultural que el informe chileno del PNUD 2002 denomina “individualización”. Esta impulsaría a los individuos a decidir por sí mismos en qué creer y a elegir libremente sus prácticas religiosas. La sociedad actual ofrece una pluralidad de posibilidades (literatura espiritual y de autoayuda, conocimiento de otras cosmovisiones, adhesión a creencias esotéricas, etc.), con la cual los sujetos elaboran su propia síntesis religiosa. Llevada al extremo, la individualización desemboca en una privatización de la religiosidad, en una actitud crítica ante las tradiciones y las autoridades eclesiásticas, pudiendo también concluir en la indiferencia o la deserción.
¿Cómo juzgar esta transformación? Hay que reconocer el valor que tiene el despliegue de la libertad personal. La gente quiere ser protagonista. No por un puro capricho, los fieles desean que se respete su conciencia. En lo hondo de esta demanda de autonomía suele haber mucha angustia e impotencia, la impresión de desamparo en una sociedad implacable y la urgencia de respuestas nuevas a problemas nuevos.
Pero no está claro que las personas puedan inventar individualmente lo que la humanidad sólo ha encontrado en común. Las iglesias son necesarias para que los individuos encaucen, corrijan y confirmen su fe. Sin su conducción, el ejercicio de la libertad religiosa suele acabar en los más raros o penosos extravíos.
Por esto mismo, cabe preguntarse si la individualización religiosa en curso no tiene que ver con que las personas no están encontrando en sus iglesias las ayudas intelectuales, emocionales, prácticas y místicas que necesitan para experimentar a Dios y ordenar su vida de acuerdo a Su voluntad.
Opino que, ante una desorientación cultural creciente, se ofrece a las iglesias una oportunidad única de acoger a tantas personas que buscan el valor trascendente de sus vidas. Pero no cualquier acogida sirve. Todo lo que se haga por darles espacio como protagonistas dotados de inteligencia y libertad, que puedan participar creativamente en la solución de sus dilemas morales, en el culto y en la organización de sus comunidades eclesiales, debiera contribuir en la dirección correcta.