¿En qué están las universidades católicas?

¿Son las universidades católicas una contribución a una sociedad justa? Debieran serlo. ¿Pero lo son realmente? Difícil saberlo. ¿Es posible saberlo? Sí, a condición de revisar si el “perfil de egreso” de sus estudiantes hace posible su contribución a la justicia. Habría que examinar ciertamente caso a caso. Lo que no se debería decir es que, por ser “católicas”, estas universidades son elitistas, forman meros profesionales, promueven la intolerancia religiosa en la sociedad, responden a la demanda de ideología del capitalismo… Cuando todo esto ocurre, estas universidades defraudan su misión. La inclusión, la integración, la justicia y la fraternidad social son algunas de las exigencias políticas del cristianismo y, por ende, fines irrenunciables de la educación católica.

 El tema puede abordarse desde muchos ángulos. Desde la óptica curricular, hay mucho que hacer. En varios casos, por cierto, no se parte de cero. Hay universidades cuyos currículos contemplan medios de contacto social. Pero, en general, se acusan muchas carencias. Aristóteles nos recordaría que hay dos tipos de conocimientos, el genérico, propio de las ciencias, y el singular, del que no puede haber ciencia. El mismo Aristóteles nos enseña que, en cualquier caso, “el conocimiento comienza por los sentidos” El conocimiento científico, en mi opinión, debiera ser amalgama de ambos saberes. Tratándose de las universidades católicas, el mayor desafío se sitúa en este plano. El plano epistemológico. La formación cristiana de los universitarios debiera intentar algo muy difícil de conseguir. A saber, una síntesis “personal” –que ha de comenzar ya durante la formación de los estudiantes- entre ciencia para una sociedad más justa y experiencia de una sociedad penosamente injusta. El problema que aqueja a las universidades latinoamericanas en general, y no solo a las católicas,  es que no han generado –tal vez porque no han tenido bastante autonomía intelectual respecto de las universidades americanas que ponen los estándares- los  mecanismos que capaciten a sus estudiantes para exponerse a la realidad del prójimo personal, social y políticamente considerado; ese “otro” que puede criticar sus modos de ver el mundo y enseñarles a criticar el estatuto científico de la enseñanza que reciben. Pues, la ciencia universitaria, desarrollada dando las espaldas al conocimiento del prójimo singular y de sociedades singulares, es ciencia de “los grandes del mundo” (diría Jesús), la herramienta más útil para apoderarse de él.

 La catolicidad de la formación de las universidades católicas en su dimensión social  se juega a nivel epistemológico: estas han de formar personas intelectualmente capaces de incrementar la ciencia, pero no cualquier ciencia. Solo aquella ciencia que efectivamente sirve para edificar sociedades compartidas. La ciencia que ha de interesar a estas universidades debiera alcanzar conocimientos de excelencia en un diálogo con la comunidad científica internacional, pero echadas a la vez las raíces en la realidad de los más necesitados. Esta ciencia se desarrolla –esta es la clave- en la fragua de la “mística”. Aunque suene raro, ¡mística! Esta es, la experiencia de reconocimiento de Cristo mediada por un “contacto” con las víctimas: la experiencia decisiva de “tocar” a los crucificados y de “dejarse tocar” por los crucificados, contacto que para el cristianismo tiene un valor absoluto (Mt 25, 31-46). Las universidades católicas tendrían que capacitar a sus estudiantes para fundir los conocimientos del aula con los conocimientos de la vida humana real; y, en particular, el conocimiento que una persona puede macerar en el ir y venir del aula a los hospitales, a los campamentos, a las cárceles…. Así los estudiantes abrirán los ojos a un mundo mucho más amplio del que les vio nacer. Así aprenderán a cuestionar los conocimientos recibidos y, sobre todo, a cuestionarse a ellos mismos. Esta es la crítica universitaria decisiva, y no las notas con que se califica los aprendizajes.

 De aquí que, si se trata de examinar si las universidades católicas están cumpliendo con su misión, es preciso revisar si el currículo considera que los estudiantes tengan experiencias de encuentro directo con personas pobres (pobres, digo, en términos generales, ya que hay muchas maneras de serlo). En estas experiencias los universitarios no debieran ir a “dar” si no están dispuestos a “recibir”. El “otro”, cualquier ser humano, tiene algo que decir sobre sí mismo y también sobre la sociedad en que vive. Los universitarios tendrían que experimentar la impotencia de los pobres. Pero también aprender de ellos como se lucha por la vida. Aun más, tendrían que ingresar al quinto cielo de la mística auténtica –porque existe también la falsa mística-: la experiencia de comprender la inocencia de unos seres humanos que, como Cristo, se nos hace creer son culpables. Esta es la mayor perversidad del clasismo: convencernos de que los pobres merecen su miseria. Si los egresados de las universidades católicas llegan a darse cuenta que la maldad también configura la cultura, tendrían que desear rectificarla en la raíz. ¿Hay algún currículo universitario capaz de ofrecer a los estudiantes experiencias que les hagan juntar amor y rabia como para desarrollar una pasión por la justicia para cambiar las cosas? Las universidades católicas que no ayuden a sus estudiantes a soñar un mundo mejor compartido, dense por fracasadas como católicas. Tampoco son universidades.

 Pero el asunto toca también, aun antes, a la carrera académica. ¿Qué académicos, qué intelectuales se están formando? ¿Quién financia la investigación? ¿Qué investigación premian las facultades? Nada puede ser más desequilibrante que la investigación pagada por las grandes corporaciones, bancos y empresas. Las mismas donaciones de los particulares, queriéndolo directamente o no, pueden servir para cambiar el statu quo o para consolidarlo. Por de pronto, las universidades católicas tendrían que someter a examen los criterios con los cuales se evalúa el progreso académico. En estos criterios se evidencia hacia dónde se orienta realmente la ciencia que los investigadores cultivan o plagian. Porque es plagio transmitir conocimientos que no son verificados como justicia para el mundo sufriente. Mucha de la investigación, ¡la locura por publicar en revistas ISI!, parece haber perdido completamente el norte. Bien podrían las facultades estimular la investigación destinada a generar la cultura del bien común. No basta con que las universidades católicas admitan alumnos de sectores populares, lo cual ya es un gran mérito. Si ellas no atacan el fuego en la base, solo podrán desclasarlos y uncirlos de nuevo a la carreta del clasismo. Es necesario ir al fondo del asunto. Las universidades católicas deben revisar qué entienden por ciencia, para quiénes realmente la hacen y, talvez, rediseñar por completo el perfil de acceso a profesor titular.

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