En el nombre del Padre, en el nombre del Hijo, en el nombre de la "creatividad"

¿En qué se traduce el Credo concretamente en la vida de los cristianos? Intentaremos aquí despejar la posibilidad a que nuestra confesión de fe en la Trinidad se traduzca en practicar su creatividad.

Los principales teólogos contemporáneos han detectado una grave disociación entre lo que la Iglesia cree y lo que practica. El cristianismo, de hecho, parece absorber la dimensión plural de nuestro Dios, con perjuicio de la creatividad inaugurada por Jesús. La Trinidad representa a menudo una fórmula hermética, ininteligible y, por ende, inaplicable en la vida de la Iglesia y en la relación de la Iglesia con el mundo al que ella pertenece. En cambio, los cristianos parecemos practicar un tipo de monoteísmo que, organizado verticalmente, procura la unidad como uniformidad y condena la diversidad como desviación; que identifica al cristianismo con sus versiones pasadas, porque teme al Dios que puede sorprendernos en el presente y el futuro.

Por siglos esta incongruencia del cristianismo con su ser más profundo ha podido tener penosas consecuencias. De muestra, América Latina: el continente mayoritariamente cristiano es, al mismo tiempo, el más injusto. Es cierto que no se puede acusar directamente a la fe cristiana de la enorme desigualdad que reina entre nosotros. Esta puede deberse a otros factores. Pero muchos se preguntan cómo en Latinoamérica ricos y pobres comulgan el mismo cuerpo de Cristo, sin hacer de esta región, de acuerdo al modelo de la comunión igualitaria entre las personas divinas, la más justa de la tierra.

A futuro, la subsistencia del cristianismo contemporáneo está amenazada en este y el otro lado del Atlántico. La globalización galopante salta todas las fronteras, las naciones no son capaces de asegurar su identidad cultural y su independencia política; las iglesias no pueden controlar a unos fieles que, seducidos por una nueva y amplia oferta de religiosidad, configuran a modo suo el credo que más les convence. La desinstitucionalización de la fe católica es un dato difícilmente discutible. Europa declara vivir una época post-cristiana. También en Latinoamérica la fe está amenazada de desfigurarse gravemente. La sola preocupación por defender la identidad del catolicismo propia de lo sectores más conservadores, nada más agudiza su inviabilidad (por suele hacérselo “invivible”) y, a la larga, su insignificancia (por irrelevante).

El lenguaje analógico

Puede sonar blasfemo cambiarle nombre al Espíritu Santo, llamarlo “creatividad”. No lo es. No es nuestra intención ningún reemplazo o sustitución. La creatividad es una de las características de Dios, en ningún caso lo ofende. Al hablar del Padre, del Hijo y de la “creatividad” no se pretende nada más que destacar uno de los aspectos del Dios cristiano, a sabiendas que este aspecto no agota, como ningún otro, su misterio. La “creatividad” como característica del Espíritu no puede competir con él en la denominación de la tercera persona divina, porque ni en la revelación ni en la tradición de la Iglesia encontraría fundamento suficiente. Es la pérdida lamentable del carácter creativo del Espíritu ocurrida a lo largo de los siglos, lo que hace necesario un título forzado para este artículo.

Si todavía pareciera transgresivo este título, recordemos que los nombres de las divinas personas son análogos. A ninguno de ellos puede darse un valor absoluto, sin convertir a alguna de ellas en un ídolo. Dios no cabe en nuestras apelaciones. Lo que importa con cada una de las denominaciones divinas, es que a través de estas podamos experimentar el amor de Dios por sus criaturas, su voluntad de salvarlas y de llevarlas a la plenitud que ideó al crearlas. Si los nombres de Dios se apartan de este fin, cuando pretenden decir quién es Dios independientemente de su virtud liberadora, entonces sí se incurre en blasfemia. Los nombres divinos son análogos, en parte atinan con quién es Dios para nosotros y en parte no. El Nuevo Testamento otorga a Jesús decenas de nombres, títulos y denominaciones: Cristo, Salvador, Señor, Pastor, Hijo de David, Resurrección, Vida, Pan de Vida, Luz, Sumo Sacerdote, Alfa y Omega… Si, según parece, Jesús solo se llamó a sí mismo “hijo del hombre”, ¿por qué no decimos “en el nombre del Padre, del “hijo del hombre”, del Espíritu Santo?  Porque la Iglesia, a la escucha del Espíritu, tuvo la creatividad de llamarlo Hijo de Dios. Probablemente en toda la historia de las religiones no ha habido audacia mayor que confesar que Jesús no era un mero hombre, sino Dios con nosotros. Para defender la fe y establecer un diálogo con la cultura griega dominante, los padres de la Iglesia optaron, cito otro ejemplo, por una de las tantas apelaciones del evangelista Juan y llamaron a Jesús Logos.

De modo semejante, tampoco la denominación de “Padre” para Dios, típica de Jesús pero no exclusiva suya, podría agotar la realidad de la primera persona de la Trinidad. Es más, esta invocación puede ser tremendamente problemática para aquellos que han tenido una pésima o ninguna experiencia de un padre humano; para las mujeres, ella puede reproducir lingüísticamente el sometimiento a los varones. Es el límite señalado de toda analogía. Si nos ajustamos al contenido teológico que la tradición de la Iglesia ha otorgado al término, con igual justicia podríamos llamarlo “Madre”. Pero esto tampoco es fácil. Los problemas se replican. Una de las razones por las cuales no se lo hizo -lo menciona Benedicto XVI – fue para no sugerir un empalme entre el cristianismo y ciertas formas de panteísmo asociadas a la maternidad[1].

En el Evangelio de San Juan Jesús llama al Espíritu el Paráclito (el defensor o el abogado). Se trata del mismo Espíritu que en el Antiguo Testamento se identifica como el soplo, el aliento de Dios capaz de dar vida, inspirar a los profetas y guiar la historia de los hombres mediante el ejercicio de su libertad. Libertad, podríamos también llamarlo (2 Cor 3, 17) o Amor (Rom 5, 5). La Iglesia ha gustado reconocer en él el Don de Dios.

El lenguaje cambia. Los símbolos cambian. Si alguna vez la paloma fue símbolo de la paz, hoy en muchas de nuestras ciudades es sinónimo de plaga. La representación del Espíritu como una paloma no puede despistarnos más. Mejor sería recordar el viento fuerte que se lleva el aire contaminado, permitiéndonos respirar a todo pulmón. Si en lugar del Espíritu hablamos de «creatividad» es porque su propia inspiración, como sucede a los artistas, nos sugiere un seguimiento libre, chispeante y original de Jesús.

La creatividad del Espíritu Santo

La Sagrada Escritura atestigua que el mundo es creación de Dios (Gén 1,1–2,4).  La Iglesia afinó esta convicción: el mundo ha sido creado por el Padre, “por medio del Hijo y del Espíritu Santo” (Denzinger Hünermann, 171). A esta conclusión ella no habría llegado nunca si la Encarnación y el Misterio Pascual de Jesucristo no hubieran tenido lugar como obra del Padre a través de su Espíritu. La concepción virginal de María sólo puede entenderse como expresión de la suprema libertad de Dios para crear, de un modo imposible a nuestros esquemas mentales empiristas, su propia irrupción en nuestra historia. La Encarnación se atribuye al Espíritu, como acción libre, gratuita e innovadora de Dios. Pero también la resurrección de Jesús es obra libre, gratuita e innovadora del Padre que, inspirando el Espíritu en su Hijo muerto, cumple en él el propósito de vida plena que tuvo al crear a la humanidad y al mundo entero. Dios ha creado y recreado el mundo con soberana libertad. La humanidad no tiene ningún derecho a la vida que Dios comparte con ella gratuitamente.

El pecado del hombre, en el fondo, consiste en no reconocer su condición de criatura, en reclamar para sí la capacidad de darse a él mismo un orden cerrado, una legalidad autosuficiente y autojustificatoria, impermeable a la iniciativa soberana del Espíritu de Cristo que sopla a su antojo y que nadie sabe de dónde viene ni adónde va (cf. Jn 3, 8). Blindado en su ingratitud, el hombre levanta sociedades y religiosidades que, por no abrir las ventanas al Espíritu, terminan por asfixiarlo. Lleno de miedo a la creatividad que Dios le exige, una y otra vez repite su intención de asegurarse contra los demás, mistificando su poder, sus ritos, sus leyes o su estilo de vida.

Jesús, el hombre libre, nos ha mostrado el camino de salida. ¡Él hizo el camino! Dejándose orientar por el Espíritu, Jesús inventó la vía de regreso al Padre, la vía del reino de su voluntad, anterior y superior a la Ley y al Templo. Jesús nunca dejó de ser judío, no abolió la Ley ni el Templo, pero interpretó “espiritualmente” su valor. Los valoró en relación a la necesidad absoluta de confiar en el amor de Dios por los pobres (los miserables, los pecadores, las mujeres, los extranjeros, los endemoniados, los enfermos y todos los “últimos”), a saber, los excluidos por la religiosidad manipulada por los expertos de la Ley (fariseos) y los sacerdotes (saduceos), liberando así a Dios del cautiverio a que había sido sometido y recuperando el modo ulterior de obedecer su voluntad. Para Jesús cumple la Ley el que ama (cf. Mt 22, 37-40). Al que sacrificó su vida en la calle, como un laico cualquiera y puertas afuera del Templo, la Iglesia lo proclamó “sumo sacerdote” (Hb 2, 17). La originalidad que tuvo para entenderse con Dios, la prioridad absoluta que Jesús concedió a la liberación de sus contemporáneos de las cadenas que los oprimían, se la sugirió el Espíritu.

Jesús inventó la historia. Antes y después de él ha podido pensarse que el destino de la humanidad está cosmológicamente cerrado. La expresión herética del orden fatal sagrado y cerrado se asienta en la concepción de un Cristo que habría seguido como un robot, con piloto automático y no espiritualmente la voluntad de su Padre. Un Jesús “más divino que humano”, un hombre omnisciente (que lo sabía todo) y omnipotente (que lo podía todo) no puede ser nuestro Salvador, sino la reencarnación de otro opresor más de los tantos que ha tenido la humanidad. ¿Cómo sería posible, en este caso, imitar a Jesús como modelo de humanidad sino sometiendo a los demás en virtud de la pretensión de una verdad y un poder pretendidamente absolutos? Si Jesús se supo el Salvador, si Jesús entendió que el Salvador debía hacerse humilde e impotente para elevar a los hombres a una relación de auténtico amor con Dios, lo conoció gracias al Espíritu Santo.

La creatividad de los cristianos arraiga en la creatividad de la Trinidad. Al proclamar la Iglesia en el concilio de Nicea (año 325) que Jesús no es “creado sino engendrado”; al establecer en el concilio de Constantinopla (año 381) que también el Espíritu es divino, los cristianos saben que su creatividad proviene del Hijo que se orienta en el Espíritu a su Padre; y que la creatividad, en consecuencia, tiene por criterio decisivo al Dios crucificado que, al crear relaciones de igualdad y comunión entre sus criaturas, juzga los extravíos de la misma libertad: los existencialismos a ultranza, los liberalismos individualistas, los progresismos que ideologizan los sacrificios, las sociedades piramidales y las resistencias meramente anárquicas contra cualquier autoridad o tradición.

¿Habría podido resumirse la fe de los cristianos en la fórmula “En el nombre del Creador, del Creativo y de la Creatividad”? La teología ha explorado muy poco esta posibilidad, pero ello no desautoriza a que se haga en el futuro. El título de “Creador” se halla en el Credo. Que el Hijo y el Espíritu colaboren diversamente en la creación/salvación constituye un dato seguro del dogma cristiano. La historia de las realizaciones y de la liberación de la humanidad de los últimos siglos, la misma imaginación emotiva y desbordante de la religiosidad popular, en la medida que ellas han sido inspiradas verdaderamente por el Espíritu Santo, representan el punto de inserción exacto de la renovación del cristianismo. Si los cristianos no inventan un mundo mejor lo harán aquellos que, tal vez sin conocer quién fue  Jesús o rechazando incluso a la Iglesia, sean capaces de un amor creativo.

Las otras tradiciones religiosas o la búsqueda de autonomía del hombre moderno tienen mucho que aportar. Los cristianos somos llamados a reconocer en ello la acción del mismo Espíritu Santo que impulsa a todos por igual y en igualdad de dignidad, a una comunión que anticipa el Reino que el Crucificado se esforzó por instaurar para que su Dios fuera Padre de muchos hermanos y hermanas.

Los desafíos actuales a la creatividad

Nunca como hoy los cristianos experimentamos el desafío de creer en la Trinidad o, lo que es lo mismo, el llamado a ser creativos. En la antigüedad la Iglesia luchó por un mundo mejor en medio de la poderosa cultura greco-romana. Hoy nos encontramos en una situación similar, pero con una dificultad específica: hay que gestar un mundo mejor en medio de una cultura en que el cristianismo, a riesgo de quedar fijado en las particularidades históricas de su expresión o de ser disuelto en el individualismo de los fieles, se vuelve inviable o insignificante. Sólo con una audaz apertura al Espíritu, que venza el miedo a los cambios, se conseguirán las innovaciones que acreditarán la extraordinaria vigencia histórica de su tradición.

El reclamo de protagonismo y la avidez por respuestas nuevas a las nuevas aspiraciones religiosas de los fieles cristianos, no deben ser vistas como una amenaza contra la Iglesia, sino precisamente como una moción del Espíritu destinada a su renovación. Estas demandas nada tienen de caprichosas. La igual condición de hermanos que comparten los laicos y los pastores, y la abundante inspiración espiritual que todos los fieles reciben en su bautismo, constituye un argumento teológico en su favor, tradicional y revolucionario a la vez.

La trinitarización de la existencia cristiana bien puede incidir en la vida ordinaria de todos los días, insuflándole pasión y esperanza. Puede también estimular la comprensión entre la gente, el respeto a los adversarios y la solidaridad con los pequeños. Mucho se beneficia la Iglesia cuando en ella, en virtud de la fe en la Trinidad, prospera un protagonismo plural y una comunión entre personas, sociedades e iglesias distintas. La misión de la Iglesia es ser sacramento de la Trinidad; una comunidad que cree en el Dios que no cesa de crear el mundo al revés que Jesús comenzó.


[1] Benedicto XVI Jesús de Nazaret, Planeta, Santiago de Chile 2007, 174.

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