El sacrificio de Jesús

Cualquier persona que haya sufrido sabe que el sufrimiento no tiene justificación. Sin embargo, los cristianos recuerdan y celebran un hecho doloroso, la cruz de Jesús. ¿Por qué? ¿A quién pudiera agradar el sufrimiento de Jesús? ¿A Dios? ¿Qué Dios? ¿No se presta la cruz para legitimar dolores y sacrificios humanos muy abominables?

Es delicado hablar del valor del sacrificio. No por nada esta palabra se ha desprestigiado. Pensemos en el sacrificio de generaciones de esclavos que hicieron posible civilizaciones grandiosas, Grecia, Roma… Para nuestra mentalidad moderna, el más aberrante de los sacrificios ha podido ser la inmolación ritual de seres humanos para calmar la ira de Dios y granjearse sus beneficios. Pero el mundo moderno ha sido más cruento que cualquier religión arcaica. Recordemos el holocausto de los judíos durante la Segunda Guerra, los crímenes de Stalin o la explotación capitalista. ¡Cuánto sacrificio forzoso e injusto!

También el cristianismo ha desprestigiado la palabra sacrificio. Todos los sufrimientos que los cristianos en dos mil años han infligido a otros en nombre de Cristo –¡qué bueno que un Papa pida perdón por ellos!, ocultan el significado de la cruz de Jesús. En esta larga historia, hay que notar un hecho especialmente grave. Durante el segundo milenio y hasta hoy día, se introdujo en la Iglesia una tergiversación muy grave del sentido del sacrificio de Cristo: Dios, como un ser ofendido y justiciero, habría exigido la muerte de su Hijo como pena por el castigo que la humanidad merecía por su pecado. En otras palabras, que Dios habría salvado a la humanidad a cambio de que un hombre le fuera sacrificado. No sería raro que esta imagen macabra de Dios haya servido para justificar lo injustificable: el sufrimiento humano.

El sentido del sacrificio de Cristo, sin embargo, es exactamente el contrario. En coherencia con su historia de entrega a los demás, el hombre que sacrifica libremente su vida en la cruz es Dios mismo que, cuando ama, ama con todo y no en parte, que no da algo sino a sí mismo y por entero. El sacrificio del hombre Jesús en vez de compensar a Dios, constituye la entrega de Dios para compensar, sanar y realizar a la humanidad, la más querida de sus criaturas. Toda la vida de Jesús no es otra cosa que consuelo de Dios para el hombre o la mujer que sufre, perdón por sus errores, curación de sus enfermedades, solidaridad con las víctimas inocentes, en una palabra, amor extremo.  El castigo que Jesús sufre en el Gólgota no le viene de Dios, sino de los hombres. Ese castigo es la consecuencia última de la maldad humana, no divina. Dios no castiga. Dios no necesita que nadie sea castigado o sacrificado para salvar. Dios es omnipotente: ama gratis. Es la humanidad la que ha necesitado que Dios se sacrifique por ella, que llore en su lugar y en su lugar cargue el peso que la agobia. Todo sin esperar nada a cambio.

A Dios sólo le agrada el amor, el de Jesús y el nuestro cuando consiste en amarnos unos a otros como Jesús nos ha amado. Dios nos regala a Jesús, pero no es sádico. Jesús nos da su vida, pero no es masoquista. Dios goza con nuestra liberación del mal y del dolor. Goza toda vez que prolongamos el sacrificio de Jesús, sacrificándose los padres para que los hijos tengan mejor educación (sin sacarles en cara nada), ofreciendo el perdón a los enemigos (que, arrepentidos de ofendernos,  no pueden empero restituir), dando a los pobres “hasta que duela” (como diría el Padre Hurtado) o simplemente padeciendo con los que padecen.

¿Hasta dónde se entiende el sacrificio de Jesús? No sé. Pero en Semana Santa los cristianos recuerdan y celebran la resurrección de Jesucristo crucificado: no el dolor, sino el triunfo del amor sobre el dolor; el dolor del amor que triunfa sobre el pecado.

 

 

Jorge Costadoat S.J.  Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

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