El Papa pone toda la carne a la parrilla

El Papa Francisco impulsa la realización de un sínodo sobre la Sinodalidad (caminar juntos unos con otros). Francisco quiere que en la Iglesia los y las católicas, autoridades y bautizados comunes y corrientes cumplan codo a codo la misión de anunciar el Evangelio mediante relaciones fraternales antes que asimétricas. El asunto de fondo es apurar la implementación de las conclusiones del Concilio Vaticano II (1962-1965), demorada y a veces incluso obstaculizada.
¿Qué se espera de este sínodo? Muchas cosas. En el Instrumentum laboris elaborado en base a las conclusiones de las iglesias regionales se contienen una infinidad de sugerencias. Al igual que el papa Juan XXIII que al convocar el Vaticano II abrió las ventanas de la Iglesia para que entrara aire fresco, Francisco deja que los asuntos más variados sean ventilados libremente. Él es el papa de la libertad. De todos aquellos, la más importante de las cuestiones es la reforma del clero, la cual comienza evidentemente en los seminarios.
¿Cómo hacerla?
El Concilio promulgó dos decretos clave sobre los sacerdotes: Presbyterorum ordinis, sobre los presbíteros, y Optatam totius, sobre la formación de los seminaristas. Ambos documentos exigieron innovaciones. Menciono dos: el deber de los sacerdotes de evangelizar antes que el de celebrar misas y, segundo, cambiar el régimen de estudios filosófico-teológicos, pues se necesitaba uno que capacitara al clero para dialogar con la época. El problema es que en estos mismos decretos persisten ideas sobre el sacerdocio que, teológicamente hablando, tiene trancado el proceso de aceptación creativa del Concilio. El cura que se siente superior a los demás gracias a su investidura sacra, que se viste, se mueve y habla de un modo más divino que humano, siempre encuentra en los textos conciliares justificaciones a su manera de actuar.
¿Cómo avanzar? Hay en el mismo concilio un texto de máxima importancia, que tiene rango constitucional, llamado Lumen gentium, que da la pista. Lo que falta es armonizar aquellos dos decretos con lo que Lumen gentium 10 dice de la relación entre los presbíteros y laicos. Este número 10 de esta constitución conciliar demanda una construcción dialéctica de la identidad de los presbíteros. Por esto, nadie debería considerarse sacerdote si no ha llega serlo mediante los demás integrantes del pueblo de Dios en todos los aspectos de su humanidad.
Lumen gentium 10 recuerda que en la Iglesia el bautismo hace de los cristianos/as sacerdotes/tizas y que, para actualizar esta condición, existen ministros que reciben el sacramento de la ordenación presbiteral. Estos han de actualizar el sacerdocio del común de los cristianos/as. Para hacerlo, a su vez, deben convertirse en personas gracias a una construcción interpersonal con el laicado.
No hay que ir muy lejos para entenderlo. Toda relación humana sana opera dialécticamente. Se estructura mediante procesos de identificación y de distanciación; de diálogo y de discusión; de crisis micro o macroscópicas. Pensemos en las relaciones en la familia entre los progenitores y los hijos/as, o entre los esposos. También en la escuela ha de haber una mímesis de los niños/as con los profesores/as y, a la vez, una capacitación progresiva de los alumnos/as para que forjen sus propias ideas. Todos comparten la misma humanidad, pero solo se llega a ser persona a través de relaciones con los mayores y con los pares.
En el caso de los curas debiera ocurrir lo mismo. Ellos tendrían que convertirse en personas al mismo tiempo que ministros. Estos deben crecer en humanidad “sinodalmente” (caminando con los laicos/as y unos junto con otros), hasta devenir conductores de comunidades y orientadores de los demás cristianos y cristianas. Por el contrario, un presbítero despersonalizado es un peligro. Los seminarios no pueden formar funcionarios de la fe eximidos de la necesidad de ser amados, controlados y corregidos. El sacerdote debiera llegar a ser tal a través de relaciones humanas con todo tipo de personas (en particular con las mujeres y los pobres); incluyendo en su experiencia de Dios la espiritualidad del común de los mortales (y no solo de los cristianos); abriéndose intelectualmente a aprendizajes que cuestionen su modo de pensar (e incluso su credo y su teología); y sometiéndose a las exigencias pastorales provenientes de un mundo que cambia incesantemente y que exige de la Iglesia palabras y gestos pertinentes (y no impertinentes).
Este mandato, implícito en Lumen gentium 10, es expresión de la tarea que el Vaticano II impuso a la Iglesia de relacionarse de otra manera con el mundo contemporáneo. El Concilio le exigió una actitud abierta y positiva hacia la historia, las culturas y los demás seres humanos. Esta Iglesia tomó conciencia de su mundanidad y, sabiéndose mundana, se propuso entender el mundo y anunciarle a Cristo en términos hondamente humanos. Desde entonces la Iglesia ha debido aceptar que cualquier persona pueda cuestionarla y, por otra parte, enseñarle a leer la Biblia con otros ojos.
El Vaticano II echó toda la carne a la parrilla. El Papa Francisco, al convocar a este sínodo, también.

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