El Cristo de los perdedores

Si quisimos una familia y la familia se quebró; si con trabajo pretendimos abandonar la pobreza, pero la cesantía nos rompió el alma; si las enfermedades de las personas a cargo fueron demasiado graves y terminaron por hundirnos; si las envidias y las calumnias nos liquidaron la fama; si la mezquindad de los patrones nos apretó hasta asfixiarnos; si, en fin, nuestra vida ha sido una sola derrota, entonces Jesús es nuestro representante.

Pero, ¿no es Cristo una carta de triunfo? No hay una religión mejor que el cristianismo, se piensa. El bautismo asegura la eternidad. La eucaristía recuerda un sacrificio fructuoso. El beso a la cruz nada tiene de masoquista, todo lo contrario: cura el dolor. La Iglesia lleva dos mil años de existencia, ¡qué otra institución  puede decir lo mismo! Pase lo que pase, los cristianos salen bien parados. Es que Cristo resucitó. Murió, lo mataron, fracasó, casi fracasó, porque finalmente salió airoso. Quien crea en él vivirá para siempre. Tarde o temprano el éxito de la resurrección de Cristo alcanzará a todos por parejo.

El problema surge cuando los creyentes en el triunfo de Cristo juegan esta carta para evitar, y no para mostrar, el único camino que puede conducir a los no creyentes, y a los mismos fieles, a reconocer a Jesús como el Salvador: el camino que hizo Jesús en representación de todos los perdedores de la historia.

Algo raro sucede. Como que Cristo fuera usurpado por los ganadores. Primero, el cristianismo fue usado para forzar la unidad política del Imperio Romano. Los emperadores descubrieron en él una fuerza moral mucho mayor que la de los antiguos misterios, y la aprovecharon en su favor. Después, los príncipes cristianos extendieron el predominio occidental en nombre de la religión verdadera. Hicieron la guerra, trazaron fronteras, organizaron el comercio y repartieron el globo, comprobando con sus hazañas el favor del cielo.  Hoy, en contra de la intención expresa de Jesús, se ha hecho muy fácil compatibilizar a Dios con las riquezas. La prosperidad se la busca a derecha y a izquierda. En cualquiera de nosotros, confesémoslo, es posible descubrir un afán por garantizar el futuro con caridad o prácticas religiosas. Así hacemos de  Dios un curador de las comodidades adquiridas y un antídoto contra la muerte.

Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con el hombre que en vez de salvar la piel la arriesgó?; ¿que en lugar de asegurar con malas artes la llegada del Reino de Dios la confió a la pura fuerza de su amor indefenso?; ¿que desarmó a los poderosos con su impotencia?; ¿que liberó a los ricos con su pobreza?; ¿que discernió la voluntad de su Padre porque no le era evidente? También ha sido posible a lo largo de tantos años de historia pensar que el proyecto de Jesús fue una ilusión. El amor no siempre es tal. Alguno ha creído que su muerte fue una lamentable casualidad. Para Nietzsche fue un pobre pájaro.

Pero si Jesús aporta algún bien a la humanidad, es necesario rescatarlo.  Pues bien, su solidaridad con los perdedores es la pista principal. Recuérdese que lo más probable es que la última palabra  de Jesús en la cruz haya sido un grito. Este  puede ser el grito de la humanidad a un Dios que parece indiferente ante el sufrimiento humano. También una persona sin fe podría reconocer que Jesús representa a las víctimas inocentes. Son estas las que le dan la autoridad que tiene entre los hombres. La confesión de su divinidad, por el contrario, puede ser inicua cuando atropella a los que, empalados en el dolor, no ven a Dios por ninguna parte.

Torturas, abusos, hambrunas, abandonos, humillaciones, sentencias inicuas, enfermedades atroces, difamaciones, migraciones, destierros, masacres, holocaustos… ¿Dónde está Dios?, preguntan hombres y mujeres por siglos años, a cada rato, encogidos o estupefactos. ¿Escuchó el Padre el grito de su Hijo? ¿Resucitó Cristo o no? Solo los perdedores pueden decírnoslo. Ellos pudieran saberlo. Si la resurrección de Jesús es el resumen del Evangelio, nada más la «Iglesia de los pobres» ha podido proclamar que el Evangelio es una «buena noticia». Porque si Jesús resucitó, resucitó porque a su Padre lo conmovió su solidaridad con la humanidad; porque si algún efecto de la vida eterna puede registrarse en este mundo, el primero de todos es la piedad de Jesús con quienes se identificó por completo. La solidaridad de Cristo, propagada entre los perdedores, anterior a la fe en la resurrección de Jesús pero también como la mejor de sus pruebas, es la que otorga credibilidad al cristianismo.

Se puede no creer en Dios. Razones no faltan. Tampoco hay obligación de creer en Cristo. A nadie puede exigirse fe en un hombre crucificado. Pero, a creyentes y no creyentes el Evangelio les anuncia que solo en un crucificado se puede creer, aunque no en cualquiera. Si ha de buscarse a Dios, a Dios y no otra cosa, queda un camino: el del Cristo perdedor, solidario con los vencidos de ayer y de siempre.

Pub: “El Cristo de los perdedores”, Mensaje, 577 (2009), 18-19.

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