El Cristo de Aparecida

La V Conferencia episcopal de Aparecida, Brasil, promueve un “encuentro con Cristo” como experiencia de Dios decisiva para el futuro de la Iglesia Católica en el continente. El Documento final no tiene por objeto ofrecer la cristología que tal experiencia requeriría, pero hay en él con concepto implícito de Cristo que conviene elucidar. ¿De qué Cristo se trata?

El DA aviva la vocación misionera de la Iglesia para recuperarse de la erosión del catolicismo latinoamericano, pero sobre todo porque ve comprometida la cultura del continente. Propone “recomenzar desde Cristo” (DA 12, 41, 549) como condición indispensable de un cristianismo de fuertes raíces, capaz de encarar los nuevos tiempos y de evangelizarlos.

Encuentro con Cristo

Para el DA la experiencia espiritual del mismo Jesús constituye una pista clave para la espiritualidad cristiana. Esta, a semejanza de la de Jesús, debiera consistir en una dedicación completa al reino de Dios, en oración y discernimiento de la voluntad del Padre (DA 149). En nuestro caso el Padre debiera tener la iniciativa del encuentro con Cristo y el Espíritu tendría que revelarnos a Jesús como “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6).

El “encuentro con Cristo” que Aparecida propicia se inspira en el encuentro que tuvieron los primeros discípulos con él. Estos llegaron a ser misioneros, en primer lugar, gracias a “la llamada” del maestro (DA 129-135). La pastoral debiera, en consecuencia, ayudar a las personas a descubrir el llamado que Jesús les hace a participar de algún modo en su misión. Para esto, debiera favorecer una experiencia personal e íntima de Jesucristo, un conocimiento de primer grado del Señor, que desencadene la fe de los llamados como ocurrió con Pedro y los demás discípulos y discípulas. Si alguien pudiera temer que la atracción de Jesús tuvo la fuerza de imponerse a la libertad de los suyos, el DA ofrece a los nuevos discípulos el antídoto: Cristo, el Señor, genera en sus discípulos relaciones horizontales de fraternidad y de amistad (DA 132).

En segundo lugar, el “encuentro con Cristo” se traduce en “una respuesta” de seguimiento de Cristo. Al igual que los primeros discípulos, los cristianos responden a Cristo por amor, libremente, yendo tras él en pobreza y encarando con él la muerte. No se puede ser discípulos sin ser misioneros, ni ser misioneros sin ser discípulos. El DA, repetidas veces, establece un vínculo indisociable entre ambas dimensiones del ser cristiano. El encuentro auténtico con Jesucristo alimenta estas dos dimensiones de un seguimiento que, en la vida de las personas y de acuerdo a su condición, ha de tener un comienzo, un desarrollo y una meta. El desafío, por tanto, es diseñar una pastoral que facilite un crecimiento y una fidelidad progresiva de las personas a su vocación, y no más una que reclame de ellas una perfección inmediata y abstracta (DA 276-285).

Corresponde hacer aquí una breve digresión. En una lectura atenta de los documentos de estas conferencias episcopales, llama la atención cómo a lo largo de los años las categorías de la experiencia espiritual cristiana mutan de la santidad y la perfección, al encuentro y al seguimiento de Cristo. En este caso prima la disponibilidad a una voluntad de Dios que debe ser buscada a lo largo de una historia de vida y que se oriente a un futuro conocido solo en la esperanza, que sea sustentado por la fe y anticipado por el amor. En correspondencia a este cambio de categorías, también es notaria la importancia que ha adquirido el “acompañamiento” de personas y comunidades, en vez de la dirección espiritual o el gobierno jerárquico. Toda vez que la relación se da en términos de “acompañamiento”, el protagonista del seguimiento de Cristo es el acompañado.

De aquí que la pastoral deba esperar de los discípulos de Cristo que comuniquen una experiencia más que una teología o pautas ideales de conducta cristiana. Dicho en otros términos, la misión debe preferentemente contagiar a Cristo “persona a persona” (DA 550).

Cristo, vida plena

El Cristo de Aparecida es vida divina para la vida humana. En el título de la Conferencia se ha querido indicar que la verdadera vida depende de una experiencia de un Cristo vivo (“Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida”).

Aparecida se orienta por las palabras del Papa cuando este afirma: “Es necesario que los cristianos experimenten que no siguen a un personaje de la historia pasada, sino a Cristo vivo, presente en el hoy y el ahora de sus vidas. Él es el Viviente que camina a nuestro lado, descubriéndonos el sentido de los acontecimientos, del dolor y de la muerte, de la alegría y de la fiesta, entrando en nuestras casas y permaneciendo en ellas, alimentándonos con el Pan que da la vida” (Discurso Inaugural, 4).

Cristo hace vivir porque es ejemplo perfecto de cómo se vive la vida. Pero, más importante aún, porque él es la vida divina, la vida de amor trinitario comunicada humanamente a nosotros (DA 193). La persona de Jesús en sí misma es una buena noticia de vida: él ha inaugurado el reino de vida ofrecido a toda suerte de personas, especialmente a los más pobres, mediante su praxis compasiva. El bautismo y la eucaristía nos permiten acceder de un modo privilegiado a Jesús. A través de estos sacramentos se consigue una vida más fraternal.

El DA establece una relación integrada y equilibrada entre la vida eterna que Jesús es y la vida terrestre con todas sus vicisitudes y dimensiones. Esta vida eterna no se verifica solo en el futuro y menos en desprecio de nuestra vida ordinaria y limitada en el tiempo y el espacio. Jesucristo es ya hoy salvador de todo lo humano. El lleva a plenitud lo creado, liberándonos de las condiciones inhumanas de vida (DA 358).

El Cristo del reino

La salvación cristiana tiene un carácter esencialmente personal. Dios, por cierto, se nos ofrece en bienes de diversa naturaleza: tierra, hijos, salud, trabajo, educación, etc. Pero, en definitiva, Dios se nos da Él mismo en persona, en la persona de Jesús (DA 243, 244, 136).

A ratos el DA deja la impresión de que el “encuentro con Cristo”, con su persona, absorbiera el Reino que inauguró Jesús de Nazaret. En este sentido se cumpliría aquella antigua queja que reza: “Jesús anunció el reino y la Iglesia anunció a Jesús”. Esta es, por cierto, una verdad a medias. Pero, aún cuando el énfasis de la salvación sea puesto en la persona del Hijo de Dios, el DA asegura que en virtud de esta condición Jesús es principio de fraternidad entre todos los hombres y mujeres, y entre todos los pueblos.

La verdad sea dicha,  el DA destaca in recto la importancia del Reino de Dios. En el capítulo octavo conecta estrechamente el Reino con los pobres, gracias al vínculo inseparable entre estos y Cristo. Se afirma: “Todo lo que tenga que ver con Cristo, tiene que ver con los pobres y todo lo relacionado con los pobres reclama a Jesucristo” (DA 393). En línea con esto mismo, tal vez lo más novedoso de la cristología de la Aparecida consista en la compresión de la revelación del Hijo. Esta, en América Latina, exige ver a los pobres en el rostro de Cristo (DA 32) y ver a Cristo en el rostro de los pobres (DA 407-430).

Por esta razón la opción por los pobres recibe una confirmación sin par. La asegura el Papa en su discurso inaugural: “la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9)” (Discurso Inaugural, 3). El DA sostiene: “Esta opción nace de nuestra fe en Jesucristo” (DA 392). No se puede ser cristianos sin optar por los pobres. A cuarenta años de Medellín, después que Puebla y Santo Domingo reiteran su importancia, se puede decir que esta conclusión teológica ha sido confirmada como una moción cierta del Espíritu.

A Aparecida, sin embargo, no le basta la mediación interpersonal entre Cristo y los pobres. Si hoy predomina la visión de la ciencias sociales de acuerdo a la cual la sociedad es irreformable (pues ella se constituye mediante la operación de subsistemas autorreferidos), si se considera que la pobreza de millones de seres humanos es una fatalidad, el DA sostiene que la pobreza es consecuencia de la injusticia. Aparecida encara el lado oscuro de la globalización y, no obstante tanto fracaso histórico, llama a cambios sociales estructurales (DA 358, 384).

En fin, la V Conferencia entiende que la opción por los pobres exige ante todo respeto por los pobres y por su lucha por superarse. Y, en continuidad con Puebla, recuerda la capacidad extraordinaria que tienen los pobres de evangelizar a la Iglesia. Dice el documento: “¡Cuántas veces los pobres y los que sufren realmente nos evangelizan!” (DA 257).

Un único salvador

Aparecida resalta, aunque no con la misma frecuencia con que lo hace sobre los aspectos anteriores, que Jesucristo es el único mediador de la salvación. El es el Liberador y el Salvador (DA 6). El problema cristológico más discutido en el resto de la catolicidad también es tema en América Latina. Habría sido extraño que en este continente la Iglesia no tuviera que encarar la enorme dificultad de dar razón de Jesucristo ante el pluralismo cultural y religioso.

Jesucristo es el salvador de todos los aspectos de la vida, del pecado y de la muerte; el único capaz de llevar a su plenitud a todas las criaturas (DA 356, DA 292).  Aparecida, sobre los pasos de Benedicto XVI, sostiene que él es el principio de conocimiento de la realidad y, por tanto, que quien conoce a Jesucristo puede comprender la realidad (DA 22).

Siendo así las cosas, el anuncio misionero de Jesucristo es una imperativo irrenunciable. Todos los pueblos debieran conocer a su Redentor. La misión debe realizarse con una doble actitud: con apertura a todas las culturas y religiones (ninguna de ellas carece de auténticos valores); y con valentía para enfrentar las resistencias a este anuncio (DA 377). La Conferencia de Santo Domingo, no obstante todo lo que se pueda decir de su realización, orientó la misión en la línea de la inculturación del Evangelio.

En Aparecida, sin embargo, se desdibuja algo tan importante como que el sujeto de la inculturación sea la Iglesia local. Esto es, que la Iglesia acoja el Evangelio en las categorías culturales del lugar geográfico o del pueblo determinado en los que ella se halla, en sus modos propios de convivencia y de celebración, en sus valores éticos, sus costumbres e instituciones.

Tarea pendiente

Con su propuesta de un “encuentro con Cristo” Aparecida sale al paso del debilitamiento del catolicismo latinoamericano. La V Conferencia acierta, de este modo, con uno de los signos de los tiempos más característicos, a saber, el de la religión por opción, por decisión personal, y no por mera recepción de una herencia de fe. Reenviar a la experiencia cristiana originaria, sin embargo, no es fácil.

La cultura occidental, al valorar en extremo la libertad individual, nos ha hecho más individualistas, menos dóciles a las exigencias comunitarias. Suele oírse en los ambientes cristianos “Cristo sí, la Iglesia no”. De aquí que, si en el futuro se hará difícil transmitir la fe en Cristo por la vía de la tradición, que se lo haga ahora por la vía de la decisión libre y subjetiva no puede ser suficiente. La experiencia religiosa, incluso la más intensa, mal canalizada puede conducir al intimismo, al sectarismo o al fanatismo.

La Iglesia Católica tiene un modo propio de estimular y custodiar la experiencia de Dios en Cristo que constituye la condición exacta de la preservación del cristianismo. Es plenamente consciente de que el encuentro con Cristo debe ser “personal y comunitario” (DA 11). En ella las comunidades, con sus autoridades a la cabeza, disciernen la autenticidad espiritual de las experiencias particulares de Dios. Pero es esta modalidad católica de la transmisión de Cristo la que requiere de un aggiornamento. Hoy parece tinaja trizada que no retiene ya el agua.

Cabe entonces preguntarse ¿será capaz la Iglesia latinoamericana de promover un encuentro eclesial con Cristo? A saber: ¿tendrá la creatividad para ofrecer a los latinoamericanos, especialmente a los pobres y los diversos, comunidades con tradición cultural propia y con autoridades verdaderamente representativas de la historia común que les da identidad? El DA recuerda a la Iglesia las vías comunitarias y sacramentales que encausan la experiencia espiritual personal. Pero su autocrítica en materias clave es insuficiente. No se ha revisado bastante el predominio del sacerdote en las comunidades cristianas. Hay también enseñanzas doctrinales que no son recibidas por la mayoría del Pueblo de Dios, si no fuertemente resistidas. Las modificaciones introducidas posteriormente al texto aprobado por la conferencia referente a las comunidades eclesiales de base, es imperioso recordarlo, han enervado a los mismos obispos participantes en Aparecida porque entorpecen justamente lo que se trata de conseguir.

Esta necesidad de fortalecer la índole comunitaria del encuentro con Cristo, debiera ser satisfecha a un nivel todavía más alto, este es, al nivel de importancia que el Concilio Vaticano II  le dio a la pluralidad de iglesias católicas locales. Para que haya experiencia personal de Cristo auténticamente católica necesitamos una Iglesia de veras latinoamericana. La comunión vivida en Aparecida, la diversidad de puntos de vista acogidos y la casi unánime aprobación de su texto, indican por dónde hay que seguir.

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