El Concilio en América Latina

Los cambios que el Vaticano II produjo en la Iglesia han sido muy grandes. Entre los más importantes de todos, está el haber ofrecido la posibilidad del surgimiento de iglesias regionales: asiáticas, africanas, latinoamericanas…

 El Concilio impulsó grandes cambios en la Iglesia universal, uno de los cuales fue comprender que ella es una realidad histórica y, por tanto, las diversidades histórico-culturales son decisivas. Si en otros tiempos se había subrayado la distinción y separación entre la Iglesia y el mundo, el Concilio hizo lo contrario: destacó que la Iglesia debe arraigar tan hondamente en la humanidad que todo lo que acontezca en el mundo, todo cambio histórico, debe importarle como cosa propia.

 ¿En qué ha consistido la novedad de una Iglesia “latinoamericana” propiciada por el Concilio? Los católicos latinoamericanos aparecieron entre las demás iglesias como adultos. Lo que ha despuntado en 50 años es una Iglesia que ha podido pensar por sí misma, sin tener ya que depender intelectual y teológicamente de Europa.

 La Iglesia latinoamericana puso a prueba la manera histórica de auto-comprenderse “en” el mundo en Medellín (1968). En esta conferencia episcopal, la Iglesia latinoamericana, más que aplicar el concilio, lo continuó. ¿Qué resultó? Una apertura a lo que estaba ocurriendo en el continente, cuyo resultado fue encontrar que en “sus” países la injusticia social constituía una “violencia institucionalizada”. La Iglesia entró en los conflictos de la época y, en vista a su resolución, tomó partido por los pobres. Si hubiera que poner un nombre a la recepción del concilio hecha por la Iglesia en América Latina éste sería sin lugar a dudas: Opción de Dios por los pobres. Pues bien, esta convicción teológica ha pasado a configurar la identidad de una Iglesia que se atrevió a amar al mundo como Dios lo mundo, mundo al margen del cual ella no podría amar a Dios como corresponde.

 La Iglesia latinoamericana se identificó con los pobres y tal vez llegue a ser un día “la Iglesia de los pobres” (como quiso Juan XXIII, Manuel Larraín y, aún antes, Alberto Hurtado). Tal vez, digo, porque las resistencias internas y externas han sido muy fuertes. Lo que ha estado en juego desde entonces, es que si esta Iglesia opta por los pobres, los pobres han de ser en ella protagonistas y no personajes secundarios; han de pesar, en consecuencia, en el modo de sentir, pensar y decidir en las cuestiones eclesiales. Esta “Iglesia de los pobres”, en estos 50 años, ha sido a veces una realidad y en algunos lugares de América Latina lo sigue siendo. En las comunidades cristianas populares se ha dado un fenómeno rara vez visto en la historia eclesial: personas que, sabiendo apenas leer y escribir, con la Biblia en la mano, han comprendido su existencia personal, social y política. Entre ellos se ha dado una fervorosa conciencia de parecerse a los primeros cristianos que se reunían en casas, y no en grandes templos, para celebrar la eucaristía. Entre estas personas, en países centroamericanos, ha habido mártires como los hubo en los primeros tiempos del cristianismo.

 ¿Una Iglesia “desde abajo”, una ilusión…? Esto es lo que ha despuntado en la América Latina post-conciliar como lo más novedoso. Ha asomado un Iglesia inspirada en aquellas palabras revolucionarias de Jesús: “los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” (cf. Mt 20, 1-16). La Iglesia del Cardenal, para defender a los perseguidos independientemente de sus ideas, hizo suyo el relato del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29-37). La Iglesia solidaria de Enrique Alvear si inspiró en la parábola del Rey que solo se lo reconoce en los hambrientos, sedientos, desnudos,  enfermos, encarcelados… (cf. Mt 25, 31-45). Hoy nos preguntamos: ¿no podría haber una liturgia, una enseñanza moral y un derecho canónico que extraigan su vitalidad de la experiencia de mundo de los postergados, los abandonados, los desamparados, los fracasados y, para colmo, frecuentemente tenidos por culpables siendo inocentes? Lo que la Iglesia no ha podido ser en los hechos, sí lo debe ser por misión. La Iglesia latinoamericana, en la medida que ha configurado su identidad original optando por los pobres, no sólo asoma como adulta, sino que indica a las otras iglesias qué sentido tiene el cristianismo.

 Esta Iglesia ha empezado a ser adulta por esta experiencia mística colectiva de haber descubierto que “Dios opta por los pobres” y, sobre todo, porque ha comenzado a pensar por sí misma. El Concilio, que animó a la Iglesia a comprometerse con las luchas históricas de sus contemporáneos, estimuló también el surgimiento de una teología propia. En 500 años de existencia prácticamente no había habido teología en América Latina. Desde Medellín hasta ahora, la producción teológica latinoamericana ha sido impresionante, y no cesa. La teología latinoamericana, y la Teología de la liberación en particular, ha favorecido en este sentido, el nacimiento de una Iglesia que, sin dejar de ser la que siempre ha sido, puede elevar a conciencia y a concepto una experiencia de Dios completamente original en la historia del cristianismo.

 Jorge Costadoat

Publicado en Mensaje, diciembre 2012.

Comments are closed.