Unas palabras a toda carrera, sin correcciones…

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Lo que aprende la Iglesia con el caso Karadima 

Los abusos sexuales, psicológicos y espirituales por miembros del clero en Chile y otros países, han estremecido a la Iglesia Católica. Los católicos tendremos que abordar esta grave crisis con máxima responsabilidad. Habremos de evaluar muchas cosas. Este domingo Mons. Ezzati nos ha pedido “revisar estilos de acogida y acompañamiento, de liderazgo y autoridad”.

 En este momento con justa razón arrecian las críticas a la jerarquía y a los sacerdotes por parejo. Críticas a veces destempladas, incluso desalmadas, pero útiles para despertar a quienes esperan que todo vuelva a la calma. ¿Cómo es posible no ser remecido por las declaraciones de James Hamilton o Juan Carlos Cruz al juez Armendáriz? ¿Cómo no conmoverse e indignarse?

 Pienso, por lo mismo, que la inquietud debe continuar. No es tiempo para calmas. La única manera de que la Iglesia institucional no vuelva a cometer las faltas y delitos que se le enrostran, es que “muerda el polvo” de su miseria.

 El caso del P. Karadima es especialmente grave. Un abuso sexual contra un niño o un adolescente es un crimen. Cuando el abusador es un sacerdote, el crimen es atroz. Cuando el abusador es un sacerdote que se ha erigido en formador de la conciencia de las personas, la gravedad del crimen llega al tope de lo posible. Sería un error, sin embargo, concentrar las culpas en Karadima, demonizarlo, decir: “el líder era malo, pero hizo tanto bien”. No es poco que la Santa Sede haya declarado inaceptables sus actos. Pero la matriz que ha facilitado este caso está intacta y habría que desmontarla. A saber, las relaciones infantiles e infantilizantes entre los laicos y el clero, y del clero entre sí.

 Comparto algunas conclusiones a este propósito:

 1.- El Evangelio es para los desamparados. Si no es para ellos, no es para nadie.  Es cosa de atender a las bienaventuranzas de Jesús. La Iglesia institucional debiera oír siempre el reclamo de los abusados como si fuera esta su primera responsabilidad. Ella se debe a las personas, en especial a quienes no tienen influencias y son inermes. Lo mínimo que se puede pedir de las autoridades eclesiásticas es que observen el derecho canónico. Pero lo mínimo no basta. El Evangelio de Jesús se comprende cuando la Iglesia “se la juega” por quienes corren el riesgo de ser tratados de culpables siendo inocentes. Ella tiene como paradigma al hombre que incluyó a los excluidos, sacó la cara por las víctimas y el mismo fue víctima de una sociedad y de una religiosidad piramidal.

 2.- Toda institución que asume la responsabilidad en la formación espiritual y psicológica de personas está obligada a considerar el peligro de la manipulación de las conciencias o de las dependencias malsanas establecidas por sus representantes. Son riesgos que la Iglesia tendrá que seguir corriendo porque su misión es acoger, escuchar, acompañar, aconsejar y animar a cualquiera que se acerque a sus ministros o encargados. Sin embargo, lo que hemos visto este tiempo es espeluznante ya que ha habido sacerdotes que han hecho exactamente lo contrario. Masiel y Karadima se han servido del sacramento de la confesión y de la dirección espiritual para apoderarse y aprovecharse de la libertad de personas que buscaron en ellas a un maestro en la fe, y fueron engañadas. Se las atrapó en su inocencia y se las mantuvo en una piedad infantil. Este catolicismo no tiene futuro. En verdad nunca ha debido tenerlo. Lo único auténticamente cristiano ha sido siempre hallar en un ayudante espiritual alguien que acompañe el proceso de convertirnos en personas autónomas, capaces de descubrir por nosotros mismos qué nos pide Dios en la vida y de decidir en conciencia.

 3.- Los católicos, laicos y sacerdotes, hemos de convencernos que si algún aporte podremos hacer al país lo haremos en cuanto adultos en la fe. Es así obligatorio que la Iglesia forme ciudadanos libres, responsables del bien común, capaces de indignarse contra la injusticia y de buscar la reconciliación social. Ha de formar, como condición de esto mismo, sacerdotes adultos. Para laicos adultos, se necesitan sacerdotes adultos. ¿Será posible? Ciertos católicos se han alzado públicamente por el desempeño de la jerarquía. Algunos incluso se han sublevado. Sus descargos, también su furia, merecen respeto porque equivalen a los corcoveos de los adolescentes por no ser tratados como párvulos. Las autoridades de la Iglesia recuperarán su autoridad si el Pueblo de Dios se las reconoce. Difícilmente bastará la investidura sacramental. En lo inmediato debe quedar atrás el espíritu pre-conciliar que ha conducido a la involución eclesial acerca de la concepción del sacerdocio. El Concilio Vaticano II mandó subordinar el ministerio sacerdotal a la actualización del sacerdocio de todos los bautizados. El conservadurismo católico, sin embargo, ha re-sacralizado al clero.

 4. La Iglesia tiene una deuda con los MCS. Ella debe reconocer el rol decisivo de periodistas, críticos y creadores de opinión en el caso de los abusos del P. Karadima. La Iglesia probablemente no lo habría sancionado si los medios de comunicación no hubieran hecho su trabajo. El asunto habría sido atascado para que no llegara al Vaticano. Casi se lo logra. De no haberse hecho una indagación y comunicación periodísticas, las poderosas redes de protección habrían predominado sobre las investigaciones civiles y eclesiásticas. Una Iglesia de adultos tendrá que entrar de lleno en el ruedo de la crítica y de la argumentación que los MCS ofrecen para la elaboración pluralista de la verdad.

 ¿Seremos los católicos capaces de volver a la discusión pública con alguna autoridad? ¿Seremos los sacerdotes capaces de sacudirnos el autoritarismo? ¿El clericalismo? No lo vamos a conseguir si entre nosotros seguimos tratándonos como niños. En este caso, la prevención del abuso de menores no habrá removido un obstáculo decisivo.

 ¿Surgirá un nuevo modo de ser Iglesia? No sé. Lo espero. Me da esperanza el llamado de Mons. Ezzati a dialogar abiertamente sobre esta crisis “a fin de que los fieles tomen mayor conciencia de sus derechos y deberes”.

El Mostrador, 4 de abril 2011

*** El Mercurio, 29 de marzo, 2011

Sr. Director,

Estos días, con ocasión de los abusos sexuales, psicológicos y espirituales del P. Karadima, se ha cuestionado el valor de la guía espiritual y del sacramento de la confesión. Hoy nos es patente que estos instrumentos milenarios de pedagogía del cristianismo pueden ser usados de un modo que lo desvía de sus fines. Sin embargo, es necesario hacer unas distinciones que ayuden a evitar este peligro.

En el ámbito de la espiritualidad cristiana se ha dado un paso importante a tener en cuenta. La llamada “dirección” espiritual va siendo reemplazada por el “acompañamiento” espiritual. En la “dirección” espiritual el protagonismo lo tiene el director. Este dice al dirigido qué debe hacer. En el “acompañamiento”, en cambio, el protagonista es el acompañado. Es este quien, con el consejo del acompañante, saca las conclusiones y toma las decisiones. Puede ser que aún se conserve el término de “dirección” para referirse a lo segundo. Pero se trata de tipos de relación diametralmente opuestos entre uno que ayuda y otro que es ayudado.

En el primer caso el dirigido queda expuesto a abusos y dependencias. Pero, aunque ello no ocurra, la relación es infantilizante porque en algún grado el dirigido hipoteca su libertad. El caso del acompañamiento no excluye que en algunas ocasiones el acompañante incida en las decisiones del acompañado, pero todo apunta a hacer de él un adulto en la fe. Algún día este adulto no tendrá que pedirle consejo a nadie. Le bastará haber adquirido la gramática que le ofrece la Iglesia para leer la voluntad de Dios.

Jesús fue sin duda un guía espiritual que formó conciencias, que liberó a sus discípulos de miedos y pecados, y los instó a liberarse de la opresión de una religiosidad de cumplimientos y ritos hueros, exigiendo de ellos decisiones de mayores de edad.

Jorge Costadoat S.J.

APOCALIPSIS DE NUEVO

Los diarios vuelven a hablar de apocalipsis. Japón. Se viven momentos de una tensión impresionante. ¿Se nos escapó el planeta de las manos? Momentos apocalípticos, sí, en cuanto el desastre tiene visos de fin de mundo. ¡Y por cierto es fin de mundo para muchos japoneses que han muerto, morirán o serán carcomidos a lo largo de unos años por los efectos de la radiación atómica. Acabo mundo ya ahora, aunque no para todos. Miles de personas experimentan en este momento la tragedia más grande de sus vidas. Merecen nuestra atención y oración.

Y así, empatizando con la pasión del pueblo japonés pasamos del hablar de «apocalipsis» en sentido corriente al sentido teológico originario. Habrá un fin de mundo. Entonces se revelará (apocaliptein) el sentido de la historia. Habrá un juicio. El juicio de Dios. El juicio final que los cristianos esperamos y que tendrá a Cristo por juez. El, el Cordero del Apocalipsis, juzgará amorosamente a una humanidad inocente unas veces y culpable otras. Entonces se verá lo que a lo largo de la historia no es evidente. A saber, que el sentido de esta historia es el Amor. La historia no es neutra, Jesús no le fue, no lo será nunca el Creador del universo. Amor sí, odio no. Perdón sí, venganza no. No da todo lo mismo. El amor va ganando, aunque parezca gana el odio, la violencia, la muerte. Vamos ganando, dicen los cristianos, debieran decirlo y vivirlo a diario.

Hoy ganar, en medio del Apocalipsis del pueblo japonés, nos exige a los cristianos compartir su pasión. Ganará Japón, en alguna medida, si empatizamos con él y nos compadecemos con su catástrofe.

El Apocalipsis no es simplemente un hecho crudo de desastre material e histórico. Es este mismo desastre, hoy el de Japón, en cuanto nos involucra por completo cara a Dios; en cuanto nos hace vivir el Amor en clave cósmica y universal.

VIENEN TIEMPOS MEJORES 

No podemos volver a la calma. La inquietud debe continuar. La Iglesia católica está en el ojo del huracán. La Iglesia chilena, estremecida, no debiera volver a ser la que ha sido. Se necesitan cambios grandes.

Pero las cosas no ocurren automáticamente. Nada se conseguirá con alejarse. Tampoco servirá observar que otros «se mojen el potito». Habrá que reclamar, arriesgar y convertirse. Convertirse, pero de la flojera y del infantilismo.

 EL SENTIDO DEL TIEMPO DE JESÚS 

Impresiona en Jesús su sentido del tiempo: «el tiempo se ha cumplido, conviértanse y crean en el Evangelio». Si hay algo que distingue a Jesús de los otros profetas de Israel, es que estos han podido anunciar un reino futuro y Jesús habla de una reino que llega «ya», «ahora», con él. Toda su predicación tiene una perentoriedad que impide escabullirse. «Decídete», estás por el reino o contra el reino. Para Jesús el fin del mundo es inminente.

¿Falló Jesús? ¿Mal agorero? Murió él. Para él el mundo se acabó. Pero para los demás no. Han pasado dos mil años y la humanidad sigue así, más o menos con los mismos problemas, siempre saliendo adelante, como las aguas, por las partes menos pensadas. Llama la atención, por lo mismo, que cada vez que se avizoran tragedias y señales apocalípticas surgen predicadores que nos aterran con castigos divinos para que nos convirtamos.

No sabremos nunca qué hubo realmente en la mente de Jesús. ¿Qué idea tuvo sobre el fin de la historia? ¿Cómo se la representó? Pero sí sabemos que urgió a sus contemporáneos a tomar decisiones decisivas. Los confrontó con lo fundamental. «¿Para qué, para quién vives? ¿Qué realmente quieres? ¿Hasta cuándo te engañas y engañas a los demás? ¿Cuándo vas a creer que Dios te ama y te perdona?», etc. Las parábolas de Jesús muy claramente son dirigidas al centro del corazón de las personas. «Como quien no quiere la cosa…», así a la pasada, con una bonita historia, de repente, en el momento menos pensado, el auditor de la parábola se ve exigido a una toma de postura total, actual.

¿Y si nosotros viviéramos como si todo se jugara este día? Así lo han vivido personas con una enfermedad grave que, sin embargo, se han repuesto: «otra oportunidad». Después de un accidente, un sobreviviente….: «otra vida». «Ahora, hoy, voy a vivir como si me quedaran 24 horas de vida».

Creo que Jesús ha vivido con esta urgencia. Para Jesús el tiempo es fundamentalmente presente. No queda fijo en el pasado. No posterga sus decisiones para el futuro. El cristiano podría vivir así. Al modo de Cristo. ¿Cómo sería? En los santos uno descubre esta impaciencia. Por eso a veces son intolerantes. O insoportables. Pero está de moda ser simpáticos, pluralistas, tolerantes… Y hay que serlo. Hay que ser, en realidad, una buena mezcla de paciencia y de impaciencia.

 Acabo Mundi 

El mundo acabará. Terminará. Esto hemos pensado, al menos por un segundo, los que en el último año hemos pasado por un terremoto como el del 27F o el del 11M. Pero son ya tantos los temblores, tsunamis y cataclismos que no podemos descartar que la Tierra entre en un ciclo terminal.

Que el planeta tierra tiene los días contados, es un hecho. Tuvo un comienzo y tendrá un final. No recuerdo cuantos millones de años durará. Pero no será eterna. Así lo dice la ciencia, y habrá que creerle. La misma ciencia nos dirá que estos terremotos no los últimos. Habrá más. Habrá muchísimos más. Millones.

Pero no podemos descartar uno realmente grande. ¿Cómo será un grado 12 Richter? Dudo que ciudades como Santiago pudieran soportarlo. Uno así no lo soportaría probablemente ninguna ciudad de la Tierra. No hay que esperar the big one, sin embargo, para inquietarnos. Las poblaciones costeras corren riesgos verdaderos hoy mismo. Y las víctimas del 27F sí saben lo que es un Acabo Mundi. El mundo para muchas de ellas sí terminó y, para algunos, de un modo atroz.

¿Juicio de Dios? No. La naturaleza es así. Somos mortales. Cualquier enfermedad grave es una suerte de terremoto. La muerte de la que nadie escapará, es el fin de todo. ¡Un Apocalipsis a escala personal!

¿Y habrá un Apocalipsis a escala universal? Como castigo del pecado de la humanidad, no. Teológicamente sería insostenible. Así lo creo. Dios no castiga. No necesita castigar ni amedrentar para salvar.

Pero sí podemos hoy mismo vivir la vida en clave apocalíptica, y no estaría mal. Me explico. La mala apocalíptica aterra con la furia de Dios. La buena apocalíptica nos aterra con el amor de Dios. El amor de Dios debiera estremecernos. Hoy, mañana, pero especialmente cuando tienen lugar estos cataclismos humanos en los cuales cunde el terror en la humanidad, el amor de Dios debiera inquietarnos, sacudirnos… No se trata de vivir, sino de vivir para alguien.

El Acabo Mundi o Apocalíptica cristiana es un terremoto con tsunamis y réplicas en el corazón de cada ser humano y de la entera humanidad, al modo de irrupción del amor de Dios. Una conversión de 180 grados, consistente en el reconocimiento de Dios como creador y de nosotros como criaturas.

Porque esto somos. Esto nos recuerdan los cataclismos: somos criaturas ni más pero tampoco menos.

 Hay algo nuevo que está ocurriendo en los católicos. Advierto algo así como un hondo deseo de verdad. La gente no está más para cuentos. El caso Karadima ha sacado de quicio a muchos católicos practicantes. Masiel primero, y ahora Karadima, el modo como a estas personas se las ha ocultado, ha exasperado a los fieles. En esta voluntad de verdad, de sinceridad, de transparencia y de rendición de cuentas, advierto algo muy necesario para la Iglesia. Nadie quiere seguir siendo tratado como niño (!!!) .

¿Cómo no va a ser un signo del Espíritu que a los sacerdotes se nos interrogue sobre lo que ha ocurrido? A las autoridades se les exige explicaciones. Hay aún explicaciones al más alto nivel que no han sido dadas. Pero además se les llama la atención, se las reprende y hasta se las insulta. Los insultos sirven poco. Pero los insultos y los excesos son propios de los jóvenes que van sacando pecho.

Un amigo mío dijo «es la hora de las víctimas». Yo agregaría: «y de los jóvenes». La Iglesia necesita una juventud católica que la remeza.

Empezó la Cuaresma.

Hay tiempos y tiempos. Distingo tres tiempos. Uno que podríamos llamar «cronológico». Cronos, el transcurrir de los minutos, horas, días, meses. Es decir, puro transcurrir temporal, en suma, del nacer al morir. Podríamos hablar de un tiempo secular. Lo que puede dar origen a un modo «pagano» de vivir. Vivir como si Dios no existiera y todo se encaminar inexorablemente a la muerte. Solemos vivir como si este fuera el único «tiempo». Procuramos pasarlo bien, sacarle el jugo a la vida. Y lamentamos no poder hacerlo.

Pero el cristianismo tiene otros tiempos: uno es el tiempo «escatológico». Palabra rara, pero que significa que el «tiempo» se ha cumplido con Jesús y llegará a su plenitud total con la parusía del Señor (aquella «segunda venida» de Jesús). Nosotros vivimos en el tiempo «escatológico», aunque existencialmente a veces más parece que lo hacemos como paganos. Vivir en el tiempo escatológico es vivir en el Espíritu del Cristo resucitado. Vivir como si fuéramos «ganando», aunque apariencias digan que vamos perdiendo. Por nuestra fe sabemos que ganaremos. «Cristo venció, nosotros venceremos», dice la canción. Esto. Los cristianos viven «conectados» con el transcurrir crítico de la historia. Viven, pudieran, debieran vivir en Cristo crucificado y resucitado, llenos de esperanza. Etc.

El otro tiempo cristiano es el tiempo «litúrgico». ¡Qué insignificante sería la vida si no hubiera feriados; si los domingos solo sirvieran para descansar. Tampoco bastaría que fueran para divertirse. Necesitamos fiestas. Necesitamos tiempos «plenos»: cumpleaños, batallas, etc. La Iglesia inventa tiempos que le ponen un toque mágico a la existencia. No todo es transcurrir cronológico: dentro del cronos la Iglesia descubre un transcurrir mucho más profundo. El transcurrir de Cristo y, como somos seres humanos que entendemos las cosas corporalmente, nos hacen vivir este misterio en tiempos litúrgicos que separan, por así decirlo, la riqueza de nuestras vidas: hay un tiempo para esperar (el Adviento); un tiempo para renacer (la Navidad); un tiempo para ser críticos con nosotros mismos (la Cuaresma) y un tiempo para agradecer la nueva vida del resucitado (la Pascua). La Iglesia, así, da profundidad a una vida personal y social que sería aburrida (si fuera puro trabajar y descansar) o superficial (si consistiera solo en celebrar la Independencia, el año nuevo, etc.).

La Cuaresma es un tiempo «potente». Un tiempo para gente valerosa: personas que reconocen sus errores, dotadas de conciencia crítica, capaces de abominar su propia flojera y de indignarse contra la injusticia. Los cristianos en Cuaresma se atreven a llamar los cosas por su nombre. Si no supieran que Dios los ama como amó a Jesús, les costaría llamarse pecadores.

Tal vez la palabra «pecador» se haya desprestigiado porque nos parecemos cada vez más a un cronómetro, a un reloj… Y menos a una campana que nos recuerda que algo está pasando, que las cosas no pueden seguir igual, que hay que convertirse o tal vez sublevarse!!!

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