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Los jóvenes "la llevan"

Lo que ha está ocurriendo es impresionante. Presentimos que lo es. Porque en buena medida no sabemos qué está sucediendo. Pero, como todo hecho histórico extraordinario, no se sabe dónde irá a parar. La historia chilena a estas alturas puede dar un gran salto adelante, pero también puede atascarse o involucionar a niveles penosos de deshumanización. Se ha dado. Así son las crisis importantes, en las vidas de las personas y en las de los pueblos. Los que han podido vivir a fondo una crisis, podrán ver estos acontecimientos con cautela, incluso con preocupación, pero sobre todo con serenidad y esperanza. El movimiento estudiantil, lo confieso, me llena de esperanza.

Sin ser experto en análisis socio-políticos advierto que son los jóvenes quienes predominan y, vaticino, prevalecerán. El futuro de Chile, en estos momentos, depende sobre todo de ellos. No solo de ellos. Pero contra ellos no se hará nada. Se traspasó el punto del “no retorno”. Los mayores, las personas más experimentadas de nuestra sociedad y nuestra clase política ayudarán a encauzar el futuro, queremos que lo hagan, pero el entusiasmo, la rabia y la porfía le pertenecen a la nueva generación. Ella, y no el gobierno, no la institucionalidad que contuvo por años un consenso social que nadie debiera fácilmente despreciar, ella es la que tiene la “sartén por el mango”. Son los jóvenes quienes han logrado catalizar las fuerzas políticas vivas del país, gozan de enorme simpatía en la ciudadanía y no aceptarán imposiciones de derecho o de hecho. Es una generación formidable. Brilla por su autenticidad. ¿O es esta un espejismo? ¿Un Wishful thinking?

Puede ser que las apariencias engañen. Puede ser que, a fin de cuentas, termine primando la lógica que en esta época atribuye dignidad y respeto a las personas: el consumo. El mercado ha hecho de todos nosotros “consumidores”. Lo que hoy da identidad, es poder comprar, ganar para comprar, encalillarse para comprar. Consumir. Es fácil engañarse. Puede ser que esta generación no sea, en realidad, lo generosa e idealista que quiere hacernos creer que es. Puede ser que se trate de consumidores de educación agobiados por la deuda contraída. ¿Y sus padres? ¿Están los papás pensando en la educación chilena o solo en “su hijo/a”? Esta puede muy bien ser una “revolución de los consumidores”. ¿De los aprovechadores…? Sería lamentable. Sería muy triste que los estudiantes fueran, al fin y al cabo, una generación individualista y oportunista. ¿No pudiera ser su demanda de educación universitaria gratuita un reclamo sectorial, que ellos estarían dispuestos a sostener aun a costa de recursos que debieran, en primer lugar, ir a la educación básica y secundaria? ¿No querrán perder la oportunidad de convertirse en el 10% de la capa social más rica del país, los profesionales, a costa de recaudaciones de impuestos que podrían financiar escuelas y liceos miserables?

Pero no hay que atacar al consumo así no más. El consumo también es cauce de expectativas muy legítimas. ¿Quién no quisiera adquirir un refrigerador? ¿Una lavadora? Es legítimo comprar un auto. ¿Lo es cobrar por educación? No es ilegítimo querer pagar por ella. ¡Salvar a un hijo de la educación municipal mediante el co-pago…! Aun en el caso que fuera legítimo que haya instituciones que cobren por educar, hay poderosas razones para pensar que la causa de los jóvenes es justa. En la “selva” de la educación universitaria chilena -diversidad de calidad y de precios, intereses bajos para los más ricos y altos para los más pobres, inversiones gigantes de universidades piratas, altísima inversión en marketing para encarar la feroz competencia por alumnos (marketing que termina siendo pagado por los mismos alumnos), instituciones tradicionales (no tradicionales), locales (no locales), estatales (con negocios privados), privadas con o sin investigación, y con o sin sentido de bien común, etc.-, los estudiantes piden fin al lucro, piden calidad y piden gratuidad. Piden igualdad de posibilidades, tras años de discursos políticos pro crecimiento. Crecimiento, crecimiento…, la igualdad se conseguiría por rebalse. Voces disidentes lo advirtieron: la desigualdad sostenida a lo largo de los años se convertiría en una bomba de tiempo. Los jóvenes claman contra un modelo de desarrollo cuya injusticia se manifiesta en otros ámbitos (trato a los mapuches, negocios del retail, colusión de farmacias, pesqueras y productoras de pollos, estragos en el medio-ambiente…). El problema no es propiamente el consumo. Es una institucionalidad que ha interiorizado una mentalidad mercantil en el plano de la educación, y también en otros planos, provocando una reacción alérgica y una enorme desconfianza contra los representantes del mercado.

Esto es lo que el gobierno no ha podido entender, poniendo en juego la gobernabilidad del país. El gobierno negocia, gobierna poco. Va de pirueta en pirueta. No comprende. Carece de las skills emotivas, vitales y circunstanciales para darse cuenta de lo que ocurre. Acusa a la dirigencia estudiantil de ultra, sin darse cuenta de que ha perdido autoridad y puede perder el poder. No percibe que lo que tiene delante de los ojos puede no ser una mera revolución de consumidores, sino también un cambio de mentalidad política y, no hay que descartar, una revolución a secas.

Creo que la demanda estudiantil es justa. Se dirá que es desmesurada. Se dirá que a los jóvenes también los anima el consumismo, el oportunismo, el revanchismo social, la irresponsabilidad adolescente o el ánimo de divertimento. No sería raro que estemos ante una mixtura. Las cosas humanas son así. El asunto hoy es sumarse al curso más noble del proceso. Entenderá, el que se comprometa con él. Si se crea una institucionalidad justa, y prospera la justicia, los demás asuntos que nos inquietan terminarán por ordenarse solos.

Somos ciudadanos y somos consumistas. ¿Qué ha de primar? Si me preguntan, quisiera que los chilenos fueran ciudadanos, personas capaces de pensar en clave de “país”, sensibles a las legítimas expectativas de todos. Este es el asunto principal: una re-politización de Chile, pues la política, la institucionalidad, los partidos y nuestros políticos, en estos momentos, no son capaces de contener demandas justas de participación en los bienes que nos pertenecen a todos. Este es, creo, el asunto. No hay que perderse. No hay que distraerse con los episodios de violencia, los encapuchados o los semáforos arrancados de cuajo.

El asunto –quisiera que fuera así, lo reconozco- es algo notable: despunta una generación joven de ciudadanos, una nueva generación política. Estos jóvenes luchan por “causas”. ¿Puede haber algo más extraordinario? ¿Puede el país tener una alegría mayor que saber que su descendencia está a la altura de la historia? ¿Que siendo meros estudiantes se embarcan en la ciudadanía y, remos que van, remos que vienen, aprenden a navegar?

Hasta hace poco el chileno medio y bien nacido lamentaba que las nuevas generaciones no quisieran inscribirse en los registros electorales para votar. ¡Gran tristeza para un país que tiene orgullo político! ¿A qué nos conduciría una generación abúlica, individualista, egoísta y hedonista? A la desintegración, sin dudarlo. Pero, ¿no era este desgano total de los jóvenes con lo electoral el antecedente exacto de un despertar arrolladoramente político? He oído de los líderes estudiantiles que luchan ya no por ellos (a punto de egresar), sino por “sus hijos”. Les creo. Creo, quiero creer, que la indiferencia política juvenil de hace poco es la contratara del extraordinario compromiso con el futuro de Chile y la alegría en la que hoy los jóvenes se reconocen a sí mismos. Espero que los jóvenes voten en las próximas elecciones. ¡Voten lo que crean en conciencia que es lo mejor para el país! Voten, y no se dejen llevar por los sectores anarcos que prefieren hacer saltar el sistema. Los “monos” ciertamente no votarán. Los “monos” y los papás que con su voto solo piensan en el bien de “su hijo/a”, pueden erosionan la democracia.

Lo que tenemos delante de los ojos es el dramático surgimiento de una nueva generación política. No sabemos si tendrá suficiente fuerza para prevalecer. Si se abrirá paso en la maraña de una clase política que ha perdido el norte ético, el individualismo consumista de alumnos y apoderados, el ánimo de vendetta social de los sectores anarquistas, o sucumbirá en el camino. Mucho dependerá de la sensatez de los mismos jóvenes para buscar las mejores ayudas para su propia organización y del diálogo, comenzando por la ayuda de los mayores que han terminado por encontrarles la razón. Casi todo dependerá de los jóvenes. Los vientos soplan en favor de sus velas.

Espero que los partidos, las coaliciones y el gobierno tengan la inteligencia para entenderlo, y hagan lo que les corresponde. El 2012 viene muy difícil.

¿Qué haremos en la Iglesia…?

Los cristianos nunca hemos tenido una respuesta acerca de cómo será el futuro. Tenemos una esperanza. Pero no somos adivinos ni creemos que los haya.

Nuestra esperanza es el triunfo del Evangelio. Los cristianos, en momentos de grandes sufrimientos y sombras, practicamos la esperanza. Así anunciamos a los demás la Buena Noticia de Jesucristo.

Nuestra esperanza no es salvar la Iglesia. La Iglesia se salva cuando los cristianos aman el mundo. Ella renació todas las veces que hubo cristianos que amaron el mundo como Dios lo ama. Es necesario, por tanto, levantar la mirada. Observemos el país. Contactémonos hondamente con sus necesidades. Preguntémonos con audacia: ¿qué Iglesia necesita hoy nuestra patria? ¿El mundo actual? Reconozcamos que es difícil responder. Dejemos por un tiempo la respuesta entre paréntesis. Centrémonos en lo que los cristianos sabemos que es fundamental y que siempre, con la gracia de Dios, podremos practicar. En este recodo del camino en el que estamos, tres trabajos nos parecen importantes.

Un trabajo de diálogo

Necesitamos reflexionar sobre lo ocurrido. En esta sucesión de escándalos, no podemos cerrar los ojos hasta que todo vuelva a la calma. Tenemos que atacar los efectos en sus causas. ¿Por qué personas investidas del sacerdocio han abusado de menores? ¿Por qué sus autoridades jerárquicas han resuelto tan malamente estas situaciones? Necesitamos reflexionar, meditar y estudiar sobre lo que ha pasado para que nunca más una víctima sea desoída.

Pero esto no basta. Las aguas de la Iglesia están agitadas desde hace tiempo por otros motivos. No podemos quedarnos atrapados en el tema de los escándalos sexuales. Una reflexión a fondo sobre todos los temas difíciles exige un diálogo muy amplio. La Iglesia quiere ser significativa para Chile. Todos los chilenos, por tanto, tienen algo que decir de la misma Iglesia. El diálogo debe darse “entre nosotros” y “con los otros”. El diálogo, para que sea franco y sincero, debe darse no solo entre sacerdotes, no solo entre sacerdotes y religiosas, o entre sacerdotes, religiosas y laicos; ha de ser un diálogo entre compatriotas creyentes y no creyentes, con un origen y un desafío común: la patria compartida es anticipo de la patria eterna que los cristianos esperamos.

El diálogo “entre nosotros” no será fácil. Tenemos trabas, visiones distintas y posiciones tomadas. Talvez los obispos no pueden hacer los cambios que quisieran porque entre ellos no hay acuerdo en todo y dependen, además, de la comunión con la Iglesia universal, el Papa y los demás obispos. Es normal que así sea. Hacer avanzar una tradición de dos mil años requiere mucho esfuerzo y tiempo. Los sacerdotes nos vemos sometidos a fuertes tensiones, la principal de todas es tener una autoridad que progresivamente es desconocida por fieles que no siempre comparten la doctrina, la disciplina y un modo de organización eclesial que no les permite participar en las decisiones. El clero no puede expresar fácilmente su opinión sobre estos temas. Las religiosas sufren la falta de reconocimiento que nuestra sociedad hace rato sí está dando a las mujeres. No pueden incidir en las decisiones eclesiales en igualdad de condiciones que los sacerdotes. Son muchos los laicos que viven la frustración de no ser considerados. Experimentan la desafección, la desconfianza o tienen miedo de opinar. Muchos se sienten atropellados, algunos cierran filas y se radicalizan en posturas rígidas al ver cuestionada su fe. Otros están gravemente heridos por haber sido excluidos de la comunión eucarística dada una nueva relación de pareja tras un fracaso matrimonial. No pocos de ellos se perciben defraudados por la formación que recibieron al alero de la Iglesia y se ven tentados de desistir de todo intento de marcar la diferencia en un mundo hostil y que va dejando de ser cristiano.

Para que este diálogo “entre nosotros” sea posible, bien parece necesario oír primero a “los otros”, los no creyentes, los no católicos y nosotros mismos los católicos en cuanto no nos sentimos representados por la autoridad eclesial. El imperativo de anunciar el Evangelio a quienes no creen en él, raya la cancha de cualquier diálogo honesto sobre el país. Puesto que el Evangelio es para todos, nadie debiera quedar al margen o ser descartado por su opinión. Así creemos que se cumplirá el anhelo de una opinión pública en la Iglesia, reconocida como indispensable por los papas desde Pío XII en adelante. En la medida que el diálogo “entre nosotros” se dé encuadrado en el diálogo “entre todos”, el aporte de la Iglesia será relevante.

Para que este diálogo opere será necesario, en consecuencia, que los católicos participemos con libertad en el foro público abierto por los Medios de Comunicación Social, y que lo hagamos en las claves de comunicación que estos utilizan. Tendremos que procurar decir siempre la verdad, hablar sin recovecos, claro, pero con respeto. Tendremos que exponernos a la crítica y, por lo mismo, expresarnos de un modo autocrítico. Hemos de caer en la cuenta que no es mala voluntad que muchos no creyentes perciben a la Iglesia como algo completamente ajeno. La importancia del catolicismo dejó de ser obvio en la sociedad y la cultura.

Muchos católicos, además, tienen un duelo pendiente no reconocido y doloroso, después de haber sido parte activa de ella en otros tiempos. Pero también ha de recordarse que algunos se acercaron a Dios cuando la Iglesia, por una solicitud evangélica, salió en defensa de los perseguidos, independientemente de sus credos e ideologías. Fue hermoso, y puede volver a serlo; que haya gente que, aunque no crea en Dios, sí crea en la Iglesia.

Un trabajo de misericordia

La Iglesia habrá podido equivocarse muchas veces, pero ha sido infalible cuando ha amado a los pobres. Ella jamás ha fallado cuando ha atendido a los que lloran antes que a los que ríen, a los que no tienen que comer antes que a los que se cuidan para no engordar, a los que viven de fiado antes que a los que prestan con usura. Ella no debiera desentenderse de los usureros ni de quienes olvidan que hay familias que duermen entre tablas y cartones. Su misión es abrir las puertas del reino a todos, culpables e inocentes. A los inocentes, porque Jesús los representa. A los culpables, porque Jesús les ofrece el perdón de Dios. La Iglesia acierta con su misión cuando se pone del lado, saca la voz o sufre simplemente junto a las víctimas. Pero también cuando reconcilia a inocentes y pecadores.

En medio de esta crisis, debemos recordar que en América Latina nuestra Iglesia ha descubierto que en el corazón del Evangelio hay una opción de Dios por el pobre. Nos lo confirmó Benedicto XVI en Aparecida: esta opción es inherente a la fe en Cristo. No se puede ser cristiano si no se opta por el pobre.

Por esto, en estas circunstancias tan difíciles nos preguntamos: ¿quiénes son los pobres? ¿A quiénes afecta más la crisis de nuestra época? ¿Quiénes son los pobres en nuestra Iglesia?

Nuestra respuesta a estas preguntas es una sola: debiéramos ir a buscar a quienes sienten vergüenza de su pobreza, de su inadecuación social o moral en la sociedad o en la Iglesia. Mientras estas personas no encuentren un lugar en la Iglesia, el problema lo tenemos quienes nos hemos asegurado un puesto en ella. Hemos de ser nosotros quienes se avergüencen de no haber hecho lo suficiente por incluir a los primeros que Jesús incluiría.

También hemos de preguntarnos qué tienen los excluidos que aportar a la Iglesia. Si ellos entienden mejor que nadie qué significa el menosprecio, nadie como que ellos pueden indicarnos las vías de su propia dignificación. Ellos, que como víctimas o como culpables han pasado por la cruz del Señor, que han conocido su amor liberador, aprenden el Evangelio por sí mismos y no solo por un proceso pedagógico de transmisión de la fe. ¿No es exactamente esto, experiencias hondas de la propia miseria y del amor de Dios, lo que necesitamos para que nuestra Iglesia rebrote con fervor? Su voz debe ser oída con atención. Ellos tendrán mucho que decirnos a quienes talvez no hemos experimentado al Señor con tanto dolor. Quizás quieran también hacer descargos contra nosotros… Jesús reconoció autoridad a los excluidos: los oyó y obligó a los demás a escucharlos.

La fuerza misionera de la Iglesia Católica se comprueba cuando llega a los últimos. Mientras no vayamos a ellos, habrá que comenzar de nuevo.  El camino inverso de ir a quienes acumulan privilegios para, por su medio, extender una obra extensa de evangelización, no debe descuidarse. Pero hay que ser conscientes de que, por esta vía, se suele olvidar lo principal, se limpia la imagen de los más ricos y se incrementa su poder. Nada nos alejará más de la vocación a la universalidad de la Iglesia Católica, que el catolicismo burgués, máximamente cuando se da en grupos sectarios que se creen mejores y desprecian a los demás. Juan XXIII nos diría que la nuestra tendría que ser reconocida como “Iglesia de los pobres”.

Es un enorme motivo de esperanza que nuestra Iglesia no solo es misericordiosa con los pobres sino que ella misma, en la mayoría de los casos, es efectivamente pobre. El catolicismo es una religión que deja un amplio espacio a la devoción popular. Las comunidades cristianas de base han encarnado como pocas las directrices principales del Concilio Vaticano II y de las Conferencias episcopales latinoamericanas. El mismo clero chileno es modesto: carece de seguridades, rebusca los pesos, vive bastante solo y veces desamparado.

La tarea de la misericordia es decisiva y perenne. Una Iglesia pobre que ama a los pobres, que defiende a los perseguidos, que se indigna contra la injusticia, que saca la cara por los que esconden la cara y que parte el pan con los que fracasaron, es infalible. Todo lo demás es secundario.

Trabajo de conversión

 Necesitamos hacer cambios. No podemos esperar que otros lo hagan por nosotros. Sea que tomemos la iniciativa sea que nos toque colaborar en ellos, los cambios deben ser “nuestros”. Pero la tradición de la Iglesia desconfía del monje que quiere reformar el convento y no quiere reformarse a sí mismo. Los cambios que haya que hacer deben comenzar con nuestra conversión.

 También el diálogo para ser sincero y la misericordia para ser realmente desinteresada, necesitan un cambio en nosotros mismos. El diálogo se desprestigia cuando las partes no están dispuestas a entender la posición contraria. La misericordia también puede arruinarse cuando hace de la caridad con el prójimo un medio publicitario.

 El diálogo y la misericordia, como otras virtudes, piden de nosotros hoy “recomenzar de Cristo” (Aparecida, 12). Hemos de descender muy al fondo de nosotros mismos hasta encontrar al Señor ante quien podemos reconocer sin temor que somos míseros y que nuestra Iglesia sea miserable (Benedicto XVI). Somos pecadores. Debemos convertirnos. La conciencia de pecado es una gracia que debemos pedir para sanar nuestras heridas, corregir nuestras actitudes, enderezar nuestras inclinaciones y reorientar la vida por donde el Señor quiera llevarla.

 En las circunstancias actuales, hemos de reconocer, por ejemplo, que hemos mirado a la Iglesia desde fuera. La hemos criticado con facilidad. La hemos visto solo como una institución que necesita ajustes estructurales. No hemos recordado con ternura que ella es la Esposa de Cristo. No la hemos defendido como lo haríamos con nuestra madre.

 El individualismo ambiental nos atrapa. Nos hace pensar que es cosa de elegir la Iglesia, siendo que ella nos eligió a nosotros primero. ¿No fue por el bautismo que recibimos la libertad de los hijos de Dios? ¿Podemos decir tan sueltamente a la Iglesia “no intervengas en mi vida”? Hemos de reconocer que muchas veces supeditamos nuestra pertenencia a la eternidad a nuestra conveniencia inmediata. Regateamos con ella. Nos aprovechamos de ella, como quien explota una mina, la abandona cuando se agota el mineral y parte a buscar otros piques.

 La conversión que necesitamos nos exigirá  mucha contemplación. Será el Espíritu del Cristo resucitado quien nos cambie. Un trabajo de conversión requiere inquirir muy atentamente qué quiere Dios de nosotros. Tendremos que leer correctamente los textos. Los textos de la Sagrada Escritura en primer lugar. Cristo, el hombre del Espíritu, representa para nosotros el criterio máximo de cómo se vive en sintonía con Dios.

 Pero hay otros dos textos que también tendrán que ser leídos e interpretados. Uno es el texto de la historia personal: a cada uno el Señor le ha dicho algo único, que a nadie más le ha dicho. Todos somos originales ante el Padre. Cada cual debe descubrir en su propia historia el camino que Dios va haciendo, identificar el pecado propio, sufrir la imposibilidad que es uno para sí mismo y abrirse a la nueva vida que nos será dada.  San Pablo lo expresó muy bien al decir “por mí” el Señor murió en la cruz. Por otra parte, de la experiencia de haber sido resucitados en Cristo dependerá la construcción de un país y un mundo de hermanos, y de una Iglesia capaz de contribuir a esta causa.

 El otro texto es la historia colectiva. Son los acontecimientos de nuestra época, en los cuales hemos de auscultar los “signos de los tiempos”. Estos solo se descubren a la mirada contemplativa, a las mentes vigilantes, a las personas empáticas y conectadas con la vibración espiritual de su generación. El Espíritu que habilita a ver más adentro, es el mismo Espíritu que va gestando cambios colectivos significativos que representan un progreso en humanidad y que la Iglesia va reconociendo como el Evangelio a la medida de la época.

 A través de un ir y venir triangular entre estos tres textos, nuestra conversión podrá ser honda y responder a la pregunta por la Iglesia que el país necesita. Por medio de este trabajo contemplativo, podremos incorporar en nuestra conversión la posibilidad de que se desmorone lo que no da para más y, sin llorar, nos pleguemos a la acción del Espíritu que reforma y reconstruye la Iglesia a través de trabajadores espirituales.

 Las señales de una conversión a la altura de los cambios históricos serán la humildad y la creatividad. Ella consistirá en sumarse a la acción del Creador. No podrá ser nunca una obra voluntarística y menos un título que engrandezca el ego. Un quehacer que se aparte de la empresa recreadora de Dios, solo retardará la Iglesia que andamos buscando.

Buenos días a todos

El país está consternado. Cayó el avión que iba a Juan Fernández con 21 personas, entre ellas el equipo del programa de televisión «Buenos días a todos». ¿Murieron todos? Lo más probable.

La noticia duele mucho. Este programa anima las mañanas de tantas familias y personas que salen del sueño, tomán desayuno y se apuran a partir al colegio y al trabajo. Sus animadores nos acompañan día a día en ese momento difícil en que cualquier mal rato nos puede echar a perder la jornada. Su propósito ha sido siempre animarnos, llenarnos de alegría y buenas vibras. Incluso cuando nos informan de algo tristísimo, saben acompañarnos y ayudarnos a entender lo sucedido.

Felipe Camiroaga los representa a todos. Temprano por la mañana lo hemos visto bromear, coquetear, empatizar con la audiencia en el mero hecho de querer vivir contentos. Un hombre empático, que ha sabido sacar fuera un de los aspectos más amables de nosotros mismos.

Educación para la integración

Tengo la impresión de que las demandas estudiantiles en favor de una reforma general de la educación chilena son hondamente evangélicas. Habrá que estar atentos a cómo se consiguen las cosas. Hay maneras y maneras. Y no toda demanda se podrá satisfacer. Pero si partimos por lo principal, los cambios serán para mejor.

Los jóvenes universitarios nos han abierto los ojos. Nos han despertado del sopor del neo-liberalismo que ha convertido en dogma indiscutible modos de entender la vida muy inhumanos. ¿Cómo fue posible que no nos diéramos cuenta de que el endeudamiento de los universitarios constituia una fuente de angustia insoportable para jóvenes pobres? Por dar un solo ejemplo, aunque clave. Son tantos los problemas que los jóvenes han puesto al descubierto.

En todo esto, la punta evangélica más aguda es reclamar una educación integradora de alumnos de distintas condiciones económicas, sociales y culturales. ¡Machucha! La gran película de Wood me vuelve a la memoria una y otra vez. Los curas del Saint George apostaron por un colegio de integración de ricos y pobres. El golpe militar terminó con esta utopía maravillosa. ¿Estiraron los curas demasiado el elástico? La integración intentada por el Colegio San Ignacio el Bosque, del que procedo, y que me acogió cuando más lo necesitaba, dura hasta hoy. Hace exactamente 40 años los jesuitas piden a los padres y apoderados que ganan más, que paguen más, para que los que ganan menos, paguen menos. Tal vez no se han elegido familias pobres muy pobres. Se ha buscado un equilibrio. Pero las tensiones por mantener el sistema han cumplido ya muchos años, y la matricula diferenciada ha aguantado.

Esto es central al Evangelio. El movimiento estudiantil tiene al Señor de su parte.

 Una Iglesia más amorosa

La Palabra de Dios es sabrosa, gusta a los niños como la leche. Con ella la Iglesia amamanta a sus hijos. El cristianismo es cosa de pequeños, es religión de humildes de corazón, es credo de franciscanos más que de jesuitas. Por cierto a algunos cristianos les toca aguantar en las trincheras del debate de las ideas. La obligación que tiene todo bautizado de pensar su vida a la luz de la fe en algunos casos constituye una profesión. Para la transmisión de la fe se ha vuelto imperioso contar con gente que pueda participar en el ágora de los medios de comunicación social y que se implementen pastorales que conviertan a los fieles en adultos en la fe, verdaderos iniciados en el arte de comprender las profundas transformaciones culturales con los ojos de Dios.

 Pero la Iglesia sabe que la mayoría de los fieles vive su fe con sencillez y cuida al niño que pregunta cuando no sabe, que no puede aprender las cosas de golpe, que junta las manos al acostarse para abandonarse cada noche a la Divina Providencia. En virtud de la Palabra ella acoge a los fieles como madre, los acurruca, les garantiza un espacio a su ignorancia. Pero por lo mismo los puede infantilizar y apollerar. En ella no falta el bobo que de flojo no quiere oír ni entender la Palabra. Tampoco el cura modoso que enriela a los fieles con tareas de kindergarten. 

 La Iglesia en su expresión más madura convoca a adultos capaces de conversar, de discutir y de indagar con otros una verdad que, por tratarse de Dios mismo, solo se revela a los que no la tienen y que la conquistarán cuando termine la historia, porque ya ahora son poseídos por ella. Una Iglesia de adultos quiso el Vaticano II (años 1962-1965), uno de los tres o cuatro concilios más importantes en la historia del cristianismo. En esta oportunidad, a diferencia de los concilios anteriores, la Iglesia no condenó a nadie. El buen Papa Juan quiso conversar con todos, reconoció que se podía aprender del mundo, de otras culturas y tradiciones religiosas. La Palabra de Dios no se entiende si no sirve para dialogar con los otros. Si solo pudieran comprenderla “los nuestros” no sería Palabra de Dios. La Iglesia tiene la obligación de anunciar el Evangelio de la hermandad a los pueblos sin exclusión, promover una fraternidad entre todos, porque sabe que Jesús murió por todos. El Concilio nos hizo bajar la guardia, exponernos a la crítica, fomentar lo que nos une, no desesperar con lo que nos separa…

Expedición teológica del Teniente Bello

Los pájaros no construyeron pirámides ni rascacielos. Los hombres no se contentaron con tener como las aves dos ojos, dos oídos, corazón, patas y buche para qué decir, estómago y gusto por las frutas y los granos. Volaron. Imitaron a los cóndores. Estaba dentro de las posibilidades. ¿Hay acaso algo más humano que explorar los senderos conocidos y desbrozar los por conocer?

 Pájaros y hombres, semejantes y tan distintos. Hay homínidos que trabajan como chercanes y otros flojos como mirlos. Hay treiles, garzas, cisnes y flamencos dignos y elegantes como los eritreos. En alguna época muy cercana en la historia de un cosmos viejo en trece mil setecientos billones de años, fuimos agua y calor, cromosoma, célula, ameba, quién sabe qué. Ellos y nosotros quisimos ser pez y pescador. Y nos dio por volar, cuando ni siquiera plumas teníamos. Las aves lo pudieron primero, pero ni ellas ni nosotros hemos sido infalibles.

 Aún se recuerda que a inicios del XX, tal vez antes, no sé, hubo una gran mortandad de pájaros en Valparaíso, cuando el puerto daba gloria al pacífico sur. ¿Auguraban los pelícanos ciegos de hambre, muertos bajo las ruedas de los vehículos, el fracaso venidero de la ciudad? De muy lejos habían seguido un cardumen de peces cuyo rastro por alguna razón extraviaron. Se despistaron, enceguecieron de desnutrición, perdieron el vuelo y la vida. Murieron miles.

 Pero la pérdida del pájaro no es comparable con la pérdida del hombre. Los pájaros se pierden porque fueron dotados de radares que pueden fallar, de apetito exacto, pero no la posibilidad de renunciar a su vocación. Es cierto que hubo aves que exploraron más allá de su especie. El ornitorrinco todavía busca su identidad. Pero en su caso la aventura es pura adaptación, estrategia genética. Y los seres humanos, distintos, no son sólo estrategia, sino algo más. En la lucha generalizada y cruel por la sobre vivencia, los hombres ganan siempre. Sólo pierden la guerra contra sí mismos.

 Y la perdieron. Dios, el primer pajarero, compartió con Adán y Eva su oficio de ornitólogo. El Señor les dijo que mandaran a las aves del cielo, y lo hicieron. Les dio poder para darles un nombre, y lo hicieron. La humanidad heredó de Dios su capacidad mítica de crear con la palabra, llamando las cosas por su parentesco recíproco, jugando con los parecidos, bromeando con las comparaciones, riéndose de la cara de pato de algún cuñado.

 La humanidad perdió la guerra contra sí misma cuando emprendió el vuelo para llegar a ser Dios y dejar de ser hombre. Quiso asegurar la posesión de la verdad y se eximió encontrarla. Habiendo podido ser hombre y Dios a la vez, creyó el hombre en Dios para liberarse del nómade que camina a tientas, probando, equivocándose. Esta fue su perdición. El error no estuvo en querer volar, menos en soñar con las nubes. Bastaba ser humanos, profundamente humanos, nada más. Porque es divino volar y no hay que dejar de ser hombres para hacerlo. Pues el Creador quiso que empolláramos todas las posibilidades, menos una: la de copiar a los pájaros, jactándose de ángeles, para asegurarse y dominar a sus hermanos de travesía.

 Alejandro Bello voló, porque hacía millones de años que quería volar. La generación de Bello, Avalos, Godoy, Pérez Lavín, por los años de la mortandad de Valparaíso, cumplió el anhelo primordial de la especie. Intrépidos todos. Amaron el aire y al aire libre. ¡Altazores!  Estremecieron las galerías. Sacaron gritos a las doncellas. Ocuparon la página primera de los periódicos. Allanaron el camino a Aracena y a Saint-Exupery. Rehabilitaron a Leonardo. Desenmascararon a los mediocres. Atizaron la rabia de los que esperaron y esperaron el momento oportuno para minimizar sus hazañas.

 Porque fueron aves entre las aves, esa generación de voladores bautizó la máquina de “avión”. Fueron un escuadrón providencial de hombres aviones, de verdaderas aves humanas con alas de cartón, motores a ruido y ganas, muchas ganas de la aventura más soñada por siglos: mirar la tierra desde el cielo.

 ¿Fue Bello un pecador? Como todos. ¿Fue un pajarón? No ha faltado el frívolo que lo ha pensado. Chilenos y chilenas que nada saben del amor al riesgo, han creído que sí y así lo han enseñado a los más pequeños: “más perdido que el Teniente Bello”. Como si Alejandro se hubiera perdido accidentalmente. Se ríen de él. Pontifican contra los aventureros. El compatriota medio se ha burlado de Bello. Ha hecho de su recuerdo una caricatura para atacar a los ilusos. El terrícola asustado llama accidente al acto heroico, celebra al héroe cuando el héroe ya no lo llama a saltar al abordaje. Lo envidia porque el hombre, el verdadero hombre, el primer aviador, le abrió los cielos y no le perdonará nunca este exabrupto de hombría. Los connacionales han usado al Teniente Bello para atacar con su mención al despistado común y corriente. Con un chiste han mochado la punta de lanza de la antropogénesis.

 Bello no fue ningún despistado. Su muerte no fue un infortunio. Murió como los conquistadores tras la Ciudad de los Césares. Murió porque amó la vida. Murió como Mery antes que él y Menadier y Ponce después de él. Murieron porque le pareció bello volar. Volaron para hacer más hermosa la vida. Para vergüenza de los paisanos que pronto los olvidaron, que hoy vuelan con un whisky en la mano y se preguntan: “¿existió el Teniente Bello?”.

 Pero, ¿murió? Una anciana de negro vio ver caer su avión en las inmediaciones de Llo-lleo. ¿Lo vio? A ella no la vieron nunca más. ¿Una noticia inventada para vender más diarios? No consta que Alejandro Bello haya muerto. Su compañero de vuelo, el Teniente Ponce, desde otro avión y antes de aterrizar en los potreros de Buin, lo vio despedirse de él con un gesto cariñoso y perderse luego entre las nubes. Esta fue la última información que tenemos.

 Debemos reconocerlo. El caso del Teniente Bello es enigmático. Su pérdida, un misterio. Se puede pensar lo que se quiera, casi todo, de su destino y de sus intenciones. El aviador fue una rara avis. Porfiado como poquísimos, quiso cumplir la tarea de llegar a Cartagena y volver a Lo Espejo en 48 horas, cuando las señales climáticas eran adversas. Pocos años después el místico Cortínez, engañando al mando y con diarios en el pecho para aguantar el frío, cruzó de ida y vuelta la cordillera. Bello perteneció a esta raza de insolentes, siempre rara, que obedece a su vocación. Los más siguen la moda. Él, ellos, no. Alejandro entró en los nubarrones como un principiante, obedeciendo a su sola pasión.

 Hay pérdidas y pérdidas. Nadie quiere perderse porque sí. El adelantado desea algo, sigue su instinto a ciegas, quiere incluso el riesgo a secas, pero no se pierde por perderse. Nada hay peor, en cambio, que negar la propia perdición, jurar que se está en la verdad, imperar la propia óptica a los demás o quemar en la hoguera a los que, con su ejemplo de búsqueda, pudieran extraviar a los niños. Entre la Inquisición y los niños no hay entendimiento ni lo habrá nunca. Los infantes exploran, juegan, ensayan, mienten, porque aman solo la verdad.

 El niño Jesús se perdió en el Templo. Buscaba a Dios. Lo encontró. Por tres días sus padres no supieron dónde estaba. ¿Sabía Jesús mismo dónde estaba? ¿Le importó un bledo que María y José estuvieran preocupados con su pérdida? Su incorregible costumbre de no tener por divino algo que no fuera auténticamente humano, le costó a la larga la vida. En el Templo Jesús se supo hijo de un Dios que llamó Padre, porque lo autorizó a perderse. Los sacerdotes castigaron su blasfemia.  La religión no soportó tanta libertad. Multiplicando las cautelas, con una pena ejemplarizadora, las autoridades religiosas prohibieron su arrojo, su coraje, su fe.

 Se perdió Jesús. La mística es cosa de experiencia, de soledad. Y el día menos pensado, ¡de traición y de abandono! La falsa mística ofrece entusiasmo, revelaciones secretas, conocimientos difíciles. No soporta la ignorancia del que se sabe en camino. Para proteger a Dios, apaga la ignorancia del hombre de fe.

 La desaparición del Teniente no fue un accidente, está claro. Tampoco la de un suicida. Alejandro amó el cielo, lo buscó, lo tocó con sus manos. ¿Desilusionado fue a buscarlo más allá? ¿Aún busca un cielo que no es como lo imaginó? Las coordenadas han cambiado. Si él anda perdido, probablemente mucho más perdidos estamos nosotros, aves migratorias, que año a año volvemos a la rutina y al mismo rito gracias a un piloto automático.

 Las coordenadas cambiaron. Lo anunció Copérnico. Lo probó Galileo. Alejandro Bello, el Teniente, se adentró en un cielo que hace rato ya no era el cielo de Jesús y de Pilatos. Por entonces la cosmología enseñaba que la tierra era un disco plano sobre los mares, sostenido sobre columnas, cubierto por una bóveda celeste de la que llovían las aguas, poblada de estrellas que, como el sol y la luna, giraban en torno suyo. Generaciones y generaciones en el error, Jesús incluido. Todos perdidos.

 Copérnico no solo anunció que la tierra giraba alrededor del sol. Nos quitó la más querida metáfora para hablar de Dios: el cielo. Todavía el Barroco pudo encantarnos con una bóveda poblada de santos, sibilas, animales, ángeles y demonios. La religión cambia de a poco. Las iglesias jesuitas hicieron gala de un exceso de colorido que representaba la alegría de la salvación, pero que ya nada tenía que ver con la nueva concepción del mundo. Costó caer en la cuenta de la revolución cosmológica. ¿La tierra se mueve? ¿No el sol? La institución eclesiástica arrinconó a Galileo. “E pur si muove”, insistió el científico. La tierra se comprende desde lo alto, cierto. Pero los cielos no estarían ya arriba sin estar además abajo.

 ¿Y si el Teniente perseveró en la búsqueda del cielo? ¿Si desconcertado voló aun más arriba? ¿Si aún vuela hacia la luna para ver el mundo al revés? Tozudo como era, ¿no andará todavía tras la manera de volver a hablar de Dios con sentido?  Si hubiera que descartarlo, la tarea estaría incumplida. Quién habría podido sospechar que el cielo, esta camarita de oxígeno que nos envuelve y protege en la inmensidad sideral de miles de galaxias, de millones de soles…,  ya no sirve como metáfora teológica. ¿Quién puede hoy verdaderamente rezar “Padre nuestro que estás en el cielo”? Demasiado poco para Dios. ¿“… que estuviste en el cielo”? ¡Absurdo! No sería posible orar así. Las distancias se han vuelto inimaginables, qué velocidades… En este inmenso universo solo el que indaga y se pierde, no está completamente perdido.

 ¿Qué es creer? ¿Qué no creer? Si la Hipótesis Bello es correcta, si el Teniente anda en búsqueda de una nueva metáfora para hablar del paraíso, la fe consiste en creer que Dios es su copiloto. El Señor lo mantendrá en su expedición. Esta es la fe de Abraham, el nómade, que creyó en la promesa de una tierra y perseveró tras ella. Esta, la fe que Jesús reclamó a los descendientes de Abraham, ya que no cae a tierra ni un solo pajarito si el Padre de los Cielos no lo permite.

 Y también lo contrario: no podemos creer en Dios hasta que Alejandro no aparezca. Dios es una conjetura hasta que no vuelva el Teniente. Los aventureros creen en Bello, veneran su avión de papel y esperan abrazar un día al aviador perdido. Mientras Alejandro Bello Silva no aterrice en Lo Espejo, será vano creer en Dios y no también en el Teniente. Alejandro no aparecerá por cuenta propia. Tampoco Jesús volverá solo. Esta es nuestra esperanza. Nadie puede decir que cree en la parusía si no cree en el retorno del Teniente Bello. Todo está pendiente.

 Jorge Costadoat