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La Iglesia en cambio

El Papa Juan XXIII abrió las ventanas del Vaticano para que entrara aire fresco. ¿Qué tuvo en mente al hacerlo? Una visión y una intuición. Vio que el mundo moderno cambiaba en todas las direcciones. Intuyó que la Iglesia debía cambiar. Los 2500 obispos que fueron congregados al Concilio Vaticano II vieron e intuyeron lo mismo. Se necesitaban cambios. Y la Iglesia, desde hace 50 años, cambió.

Sin embargo, la Iglesia no dejó de ser lo que siempre ha sido. El concilio Vaticano II no cambió nada esencial. Simplemente, puso lo esencial en juego en la época que le tocó. Se expuso al modo de sentir y de pensar de sus contemporáneos y, así, quiso comunicarles a Jesucristo en términos comprensibles. Los cambios llegaron en catarata. En la misa primó la participación de los fieles. La promoción del conocimiento de la Palabra de Dios permitió un conocimiento directo de las fuentes del cristianismo. Los católicos establecieron relaciones de diálogo con la cultura y procuraron ser factores de unidad de la humanidad. El reconocimiento del valor de la libertad religiosa despejó el camino al reconocimiento del valor de las otras creencias.

¿Cómo lo hizo? Ciertamente, Juan XXIII no imaginó nunca lo que resultaría de su decisión. A poco andar, los documentos preparados por la curia romana fueron desechados por la asamblea de los obispos. Hubo un instante en el cual la Iglesia no supo por dónde seguir. Pero la fe fue más fuerte. El Papa abrió un amplio espacio a la libertad, a la argumentación, a la discusión, a las nuevas teologías y a la imperiosa necesidad de rezar en búsqueda de lo que el Espíritu quería cambiar. Los obispos creyeron en ellos mismos. Descubrieron, unos con otros, que podían pensar lo que hasta entonces no había sido pensado. Las respuestas del pasado no servían para las preguntas del presente. Pablo VI tuvo la sabiduría de conducir a los congregados a aprobar los documentos con un amplísimo consenso. El nuevo Papa creyó en el debate y esperó a que se produjera el entendimiento entre las distintas posiciones. Todos juntos tuvieron la valentía y la tenacidad que la creatividad les requería. Sabían que estaba en juego el futuro del cristianismo. Apostaron a Dios. No habría vuelta atrás.

¿Qué puede decirse de la aceptación del Concilio a 50 años de su apertura? Su acogida por parte de los católicos ha sido prácticamente unánime. Los cambios han sido impresionantes. Desde 1965, año en que concluyó el Vaticano II, la misma Iglesia católica ha sido apropiada en versiones plurales. Desde entonces la Santa Sede ha tenido dificultades para contener el surgimiento de cristianismos asiáticos, africanos, primermundistas, y movimientos y teologías liberacionistas de varios tipos. Los latinoamericanos sacamos adelante una Iglesia que optó decididamente por los pobres, por los perseguidos, los torturados, los desaparecidos… El Concilio abrió las ventanas a un catolicismo plural y, por tanto, difícil de reunir. No debe extrañar que las interpretaciones del Vaticano II se hayan multiplicado.

En los próximos tres años, un tema importante de la discusión eclesial será el de las interpretaciones del Concilio. ¿Fidelidad a la letra y a la tradición? ¿Fidelidad al espíritu y a los nuevos tiempos? ¿Fidelidad al Cristo que actúa en todos y en todas las épocas? El conflicto de las interpretaciones es legítimo. No debiera asustar. Tiene un origen trascendente. En cuanto a lo esencial, la única ruptura es la lefebvrista. Monseñor Lefebvre rompió con la Iglesia porque no entendió que, si los tiempos cambiaban, la Iglesia debía también cambiar. El lefebvrismo prefirió ser fiel a una noción estrecha y equivocada de Tradición, antes que a la Iglesia que con el concilio Vaticano II no quiso repetirse.

No obstante, el repliegue eclesial hacia el pasado no ha carecido de fuerza. Se ha hablado incluso de un «invierno eclesial». Hay señales de involución litúrgica preocupantes. El concilio impulsó búsquedas y experimentaciones. La audacia y los intentos frustrados generaron miedo e inseguridad. No debiera sorprender que muchos se asustaran. Volver a lo conocido es siempre comprensible. Por otra parte, si hace 50 años atrás los cambios culturales eran inauditos, estos han entrado en un proceso de aceleración exponencial. La humanidad entera experimenta un cambio de paradigmas gigantesco. La globalización extrema los contactos, o los contagios. Todas las tradiciones y las instituciones son relativizadas. Entran en crisis o en decadencia, sobreviven o mueren.

La Iglesia católica en particular se halla en una situación compleja. Benedicto XVI ha hablado abiertamente de crisis. En el caso de esta iglesia, el desprestigio de la autoridad compromete la credibilidad de su misión. Los casos de abusos sexuales del clero han minado la confianza de los fieles en la persona de los sacerdotes y en la validez de su enseñanza; han agravado la sospecha de la cultura en la articulación institucional del cristianismo. Todo esto ha sido posible en una sociedad que opera en un registro completamente nuevo. A saber, el de las comunicaciones abiertas, a veces controladas y otras incontroladas, el mundo de las innumerables redes interpersonales y el de los medios de comunicación social, el del espacio público en el que la imagen predomina sobre el concepto y la transparencia sobre la censura. ¿Cómo es posible en este contexto hablar sin dificultades en nombre de “la verdad”? El nuevo foro público –fuera del cual lo que existe no existe- no da tregua. En él, conviven sin problema el error y la verdad, el odio y el amor, la difamación y el legítimo derecho a expresarse en libertad. En este contexto, la Iglesia suele salir derrotada.  Pero si los católicos, en cuanto católicos, no se expresan, restándose a la argumentación pública de sus convicciones, el Evangelio no será anunciado. Si, por el contrario, corren el riesgo de hacerlo, habrá inevitables malas interpretaciones. El anuncio, sin embargo, podrá seguir adelante.

Cabe preguntarse: ¿Abrir de nuevo las ventanas o cerrarlas para siempre?  El Concilio Vaticano II ha sido ampliamente acogido por la Iglesia, e incluso ha sido celebrado por las otras iglesias, por las otras religiones y también por muchos no creyentes. Aun así, no ha producido hasta ahora todos los cambios que son necesarios. Ha puesto las bases para que estos ocurran. Esto es lo importante. Pero los cambios no se darán automáticamente. No es necesario abrir las ventanas de nuevo. Están abiertas. Tratar de cerrarlas, eso sí sería fatal. Se avanza con los contemporáneos o se los culpa de los cambios. Se los condena en nombre de la verdad o se corre el riesgo de encontrar el Evangelio con ellos, unos “con” otros y unos “en” otros. El Evangelio es patrimonio de la humanidad. Nadie puede comprenderlo y vivir de él, eximiéndose de la época y del intercambio cultural con los coetáneos. 

La virgen María, nana

Han causado molestia estas líneas mías sobre María. Fueron fuertes, lo reconozco. Pido que se distinga al menos a dos destinatarios: uno, el cristiano privilegiado que maltrata a la nana; otro, el cristiano privilegiado que trata bien a la nana. De estos conozco montones. Conozco nanas que no se cansan de elogiarlos. Esto lo digo con conocimiento de causa. Soy el sacerdote de una comunidad cristiana en la cual muchas de las mujeres participantes son asesoras del hogar (como les gusta que se les llame). Ellas mismas dirigen la comunidad.

Hecha esta distinción, no entiendo porque pueda sentirse aludida una persona que, porque es cristiana, exige respecto a estas mujeres. Sí debieran sentir vergüenza y dolor quienes, siendo cristianas, miran en menos y tratan mal a las personas que les sirven.

Esto dicho, pido que se lea de nuevo lo que he escrito. Una lectura atenta tendría que concluir que el Mediador de la salvación es Cristo, el Verbo hecho hombre en la humildad de la carne (como ha podido serlo el hijo de una nana). Todo rezo a María -Ave María o rosario- que implique esta convicción clave de la Iglesia (Concilio Vaticano) merece el máximo respecto. Está bien encaminado y cumple su objetivo: llegar a Cristo por su madre. Pero una piedad mariana que no conduzca al Cristo que se identifica con los pobres…

En estos términos, creo, es posible entender las palabras del Magnificat. María  nos estremece. La Virgen alaba a Dios diciendo:

«Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón.

Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes.

A los hambrientos los colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 51-53)

 

El trato a las nanas en Chicureo y otras partes da que pensar. Da más que pensar cuando el mal-trato a las nanas es ejercido por sectores sociales cristianos. ¿Cristianos? No, anti-cristianos. El cristianismo verdadero pone las cosas patas para arriba. Es normal que los privilegiados en una sociedad consideren en menos a los demás. En la óptica de Jesús, en cambio, los despreciados son los predilectos de Dios.

¿Pudo la virgen María ser nana? Perfectamente sí. Habiendo huido a Egipto, ella, José y el niño, no sería extraño que ella  haya debido trabajar. ¿Por qué no? Eran pobres. ¿Habrá cuidado niños egipcios? Si lo hizo, probablemente los amó con el mismo amor con que amó a Jesús. ¿O los amó menos porque no eran suyos? María es madre de Jesús y madre nuestra gracias al Espíritu Santo que es el amor mismo de Dios en su corazón, y el nuestro, que nos hace trascender los lazos de la carne para amar al prójimo sin discriminaciones.

Digo esto porque los cristianos que tratan a las nanas como las servidoras que ellos merecen para distinguirse entre los distinguidos,  no saben que han entendido todo al revés. No los «salvarán» sus ave marías y sus rosarios, sino un hombre que no podemos descartar que haya sido hijo de una nana. Una mujer que tal vez no pudo cuidarlo varias horas en el día, porque debió cuidar niños ajenos.

Año Nuevo

Año nuevo. Año viejo… Los viejos siempre tienen algo nuevo que decir. ¿Sí? Los viejos que han hecho historia, sí. No hablo de epopeyas, sino de haber vivido a fondo. Los viejos que vivieron a fondo, que no desesperaron, que confiaron en el traspaso del hombre de generación y generación, que estuvieron a la altura del homo sapiens que sabe porque muere y que muere para saber aun más, esos viejos inmortales, sencillo talvez pero imperecederos siempre tienen algo nuevo que decir. Ellos sacan aguas frescas de sus propios pozos, aguas que sacian la sed de esos jóvenes que alguna vez tendrán también algo nuevo que decir.

El riesgo es repetir. «¿Un año más?», «Son veinte, son treinta, cuarenta…», dice la cumbia. El «Año nuevo» tiene mucho de vano: el reloj, los segundos, los fuegos artificiales… Hasta la champagne puede ser superficial cuando se espera pasar al otro año como si el que muere fuera siempre peor. El nuevo puede ser mejor, por cierto. Pero, ¿es necesariamente malo el que se fue? ¿Fue? ¿Fue vivido realmente? ¿Cuándo termina de ser vivido un año: el 2011, el 2005, el 2007…? Nadie puede decir que el 2007 haya terminado antes de probar un vino de esta cosecha.

La celebración del Año Nuevo es ocasión de vivir, de celebrar, de alegrarse por lo que viene, porque queremos vivir y vivir mejor. Esto será posible, empero, si no sacamos tan rápidamente la cuenta. Es necesario mirar con amor el año que termina y «darle tiempo» para que lo que en algún momento pareció un fracaso dé los frutos que entonces eran impensables.

La persona humana no ha sido creada simplemente para el futuro. Lo suyo es la eternidad. Su vocación es que toda su vida, todos sus momentos, adquieran un valor trascendente.

Inscripción automática, voto obligatorio

Cuestión cultural

1.- La liberación absoluta del voto representa un paso atrás con la cultura cívica de los chilenos. La cultura cívica chilena nos hace responsables de “todos”, del país en su conjunto. Este modo de ver las cosas se opone directamente a la posibilidad de que cada uno vote en vista de sus propios intereses. La liberación absoluta del voto representa una claudicación a la mejor  tradición política de los chilenos. La liberación absoluta del voto convierte a Chile en un país de voluntarios.

2.- Esto tiene para los católicos una especial relevancia. El principio rector del pensamiento social cristiano es la búsqueda del bien común. La responsabilidad política de los cristianos consiste en procurar el bien de todos no como la suma de los intereses particulares, sino como articulación política de un bienestar que debe alcanzar en primer lugar a los más pobres. La flojera o la desidia con el bien común y con los más pobres son inadmisibles. Estas deben ser contrarrestadas, en algún grado, con algún tipo de coerción política.

3.- La liberación absoluta del voto abre las  puertas a la antigua lacra moral del cohecho. Se dice que los políticos deben tentar a los potenciales votantes con ofertas políticas interesantes. Esto siempre ha sido así, y debe continuar siéndolo. Pero lo que en la práctica probablemente suceda  es que se incentivará el voto con “premios”. Esta posibilidad profundizará la más grave de las amenazas a la vida en común que constituye hoy el consumismo y la “mercantilización” de la vida. Esta representa una claudicación de la política al neoliberalismo rampante y que juega a favor de quienes tienen más dinero. Los votos los “comprarán” lo que tengan con qué hacerlo.

Salidas posibles

1.- Es necesario interpretar el espíritu del constitucionalista. El cambio constitucional introducido tiene por objeto ampliar el padrón electoral, sin lo cual el país en su conjunto queda expuesto a ingobernabilidad. Es decir, la Constitución procura fortalecer políticamente a Chile.

2.- La inscripción automática parece una ayuda razonable, pero no la liberación del voto. La obligación de votar, en principio, expresa la necesidad de que los chilenos se hagan responsables con el país en cuanto un todo. Pero, aun como mal menor, queda la posibilidad de ejercerse la voluntariedad del voto de un modo activo. Una figura posible, entre otras, es la “desafiliación voluntaria”: a) quien no quiere votar, que se desafilie apersonándose donde corresponda o simplemente por Internet (esto haría menos irritante la obligación); b) quien no se desafilia ni tampoco vota, debe pagar la multa que corresponda. Una liberación relativa del voto constituye una manera sensata de interpretar la voluntad de legislador. El voto voluntario, así, se ejerce haciendo algo y no dejando de hacerlo. Un mínimo de responsabilidad es necesario.

Unas palabras a toda carrera, sin correcciones…

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Lo que aprende la Iglesia con el caso Karadima 

Los abusos sexuales, psicológicos y espirituales por miembros del clero en Chile y otros países, han estremecido a la Iglesia Católica. Los católicos tendremos que abordar esta grave crisis con máxima responsabilidad. Habremos de evaluar muchas cosas. Este domingo Mons. Ezzati nos ha pedido “revisar estilos de acogida y acompañamiento, de liderazgo y autoridad”.

 En este momento con justa razón arrecian las críticas a la jerarquía y a los sacerdotes por parejo. Críticas a veces destempladas, incluso desalmadas, pero útiles para despertar a quienes esperan que todo vuelva a la calma. ¿Cómo es posible no ser remecido por las declaraciones de James Hamilton o Juan Carlos Cruz al juez Armendáriz? ¿Cómo no conmoverse e indignarse?

 Pienso, por lo mismo, que la inquietud debe continuar. No es tiempo para calmas. La única manera de que la Iglesia institucional no vuelva a cometer las faltas y delitos que se le enrostran, es que “muerda el polvo” de su miseria.

 El caso del P. Karadima es especialmente grave. Un abuso sexual contra un niño o un adolescente es un crimen. Cuando el abusador es un sacerdote, el crimen es atroz. Cuando el abusador es un sacerdote que se ha erigido en formador de la conciencia de las personas, la gravedad del crimen llega al tope de lo posible. Sería un error, sin embargo, concentrar las culpas en Karadima, demonizarlo, decir: “el líder era malo, pero hizo tanto bien”. No es poco que la Santa Sede haya declarado inaceptables sus actos. Pero la matriz que ha facilitado este caso está intacta y habría que desmontarla. A saber, las relaciones infantiles e infantilizantes entre los laicos y el clero, y del clero entre sí.

 Comparto algunas conclusiones a este propósito:

 1.- El Evangelio es para los desamparados. Si no es para ellos, no es para nadie.  Es cosa de atender a las bienaventuranzas de Jesús. La Iglesia institucional debiera oír siempre el reclamo de los abusados como si fuera esta su primera responsabilidad. Ella se debe a las personas, en especial a quienes no tienen influencias y son inermes. Lo mínimo que se puede pedir de las autoridades eclesiásticas es que observen el derecho canónico. Pero lo mínimo no basta. El Evangelio de Jesús se comprende cuando la Iglesia “se la juega” por quienes corren el riesgo de ser tratados de culpables siendo inocentes. Ella tiene como paradigma al hombre que incluyó a los excluidos, sacó la cara por las víctimas y el mismo fue víctima de una sociedad y de una religiosidad piramidal.

 2.- Toda institución que asume la responsabilidad en la formación espiritual y psicológica de personas está obligada a considerar el peligro de la manipulación de las conciencias o de las dependencias malsanas establecidas por sus representantes. Son riesgos que la Iglesia tendrá que seguir corriendo porque su misión es acoger, escuchar, acompañar, aconsejar y animar a cualquiera que se acerque a sus ministros o encargados. Sin embargo, lo que hemos visto este tiempo es espeluznante ya que ha habido sacerdotes que han hecho exactamente lo contrario. Masiel y Karadima se han servido del sacramento de la confesión y de la dirección espiritual para apoderarse y aprovecharse de la libertad de personas que buscaron en ellas a un maestro en la fe, y fueron engañadas. Se las atrapó en su inocencia y se las mantuvo en una piedad infantil. Este catolicismo no tiene futuro. En verdad nunca ha debido tenerlo. Lo único auténticamente cristiano ha sido siempre hallar en un ayudante espiritual alguien que acompañe el proceso de convertirnos en personas autónomas, capaces de descubrir por nosotros mismos qué nos pide Dios en la vida y de decidir en conciencia.

 3.- Los católicos, laicos y sacerdotes, hemos de convencernos que si algún aporte podremos hacer al país lo haremos en cuanto adultos en la fe. Es así obligatorio que la Iglesia forme ciudadanos libres, responsables del bien común, capaces de indignarse contra la injusticia y de buscar la reconciliación social. Ha de formar, como condición de esto mismo, sacerdotes adultos. Para laicos adultos, se necesitan sacerdotes adultos. ¿Será posible? Ciertos católicos se han alzado públicamente por el desempeño de la jerarquía. Algunos incluso se han sublevado. Sus descargos, también su furia, merecen respeto porque equivalen a los corcoveos de los adolescentes por no ser tratados como párvulos. Las autoridades de la Iglesia recuperarán su autoridad si el Pueblo de Dios se las reconoce. Difícilmente bastará la investidura sacramental. En lo inmediato debe quedar atrás el espíritu pre-conciliar que ha conducido a la involución eclesial acerca de la concepción del sacerdocio. El Concilio Vaticano II mandó subordinar el ministerio sacerdotal a la actualización del sacerdocio de todos los bautizados. El conservadurismo católico, sin embargo, ha re-sacralizado al clero.

 4. La Iglesia tiene una deuda con los MCS. Ella debe reconocer el rol decisivo de periodistas, críticos y creadores de opinión en el caso de los abusos del P. Karadima. La Iglesia probablemente no lo habría sancionado si los medios de comunicación no hubieran hecho su trabajo. El asunto habría sido atascado para que no llegara al Vaticano. Casi se lo logra. De no haberse hecho una indagación y comunicación periodísticas, las poderosas redes de protección habrían predominado sobre las investigaciones civiles y eclesiásticas. Una Iglesia de adultos tendrá que entrar de lleno en el ruedo de la crítica y de la argumentación que los MCS ofrecen para la elaboración pluralista de la verdad.

 ¿Seremos los católicos capaces de volver a la discusión pública con alguna autoridad? ¿Seremos los sacerdotes capaces de sacudirnos el autoritarismo? ¿El clericalismo? No lo vamos a conseguir si entre nosotros seguimos tratándonos como niños. En este caso, la prevención del abuso de menores no habrá removido un obstáculo decisivo.

 ¿Surgirá un nuevo modo de ser Iglesia? No sé. Lo espero. Me da esperanza el llamado de Mons. Ezzati a dialogar abiertamente sobre esta crisis “a fin de que los fieles tomen mayor conciencia de sus derechos y deberes”.

El Mostrador, 4 de abril 2011

*** El Mercurio, 29 de marzo, 2011

Sr. Director,

Estos días, con ocasión de los abusos sexuales, psicológicos y espirituales del P. Karadima, se ha cuestionado el valor de la guía espiritual y del sacramento de la confesión. Hoy nos es patente que estos instrumentos milenarios de pedagogía del cristianismo pueden ser usados de un modo que lo desvía de sus fines. Sin embargo, es necesario hacer unas distinciones que ayuden a evitar este peligro.

En el ámbito de la espiritualidad cristiana se ha dado un paso importante a tener en cuenta. La llamada “dirección” espiritual va siendo reemplazada por el “acompañamiento” espiritual. En la “dirección” espiritual el protagonismo lo tiene el director. Este dice al dirigido qué debe hacer. En el “acompañamiento”, en cambio, el protagonista es el acompañado. Es este quien, con el consejo del acompañante, saca las conclusiones y toma las decisiones. Puede ser que aún se conserve el término de “dirección” para referirse a lo segundo. Pero se trata de tipos de relación diametralmente opuestos entre uno que ayuda y otro que es ayudado.

En el primer caso el dirigido queda expuesto a abusos y dependencias. Pero, aunque ello no ocurra, la relación es infantilizante porque en algún grado el dirigido hipoteca su libertad. El caso del acompañamiento no excluye que en algunas ocasiones el acompañante incida en las decisiones del acompañado, pero todo apunta a hacer de él un adulto en la fe. Algún día este adulto no tendrá que pedirle consejo a nadie. Le bastará haber adquirido la gramática que le ofrece la Iglesia para leer la voluntad de Dios.

Jesús fue sin duda un guía espiritual que formó conciencias, que liberó a sus discípulos de miedos y pecados, y los instó a liberarse de la opresión de una religiosidad de cumplimientos y ritos hueros, exigiendo de ellos decisiones de mayores de edad.

Jorge Costadoat S.J.

APOCALIPSIS DE NUEVO

Los diarios vuelven a hablar de apocalipsis. Japón. Se viven momentos de una tensión impresionante. ¿Se nos escapó el planeta de las manos? Momentos apocalípticos, sí, en cuanto el desastre tiene visos de fin de mundo. ¡Y por cierto es fin de mundo para muchos japoneses que han muerto, morirán o serán carcomidos a lo largo de unos años por los efectos de la radiación atómica. Acabo mundo ya ahora, aunque no para todos. Miles de personas experimentan en este momento la tragedia más grande de sus vidas. Merecen nuestra atención y oración.

Y así, empatizando con la pasión del pueblo japonés pasamos del hablar de «apocalipsis» en sentido corriente al sentido teológico originario. Habrá un fin de mundo. Entonces se revelará (apocaliptein) el sentido de la historia. Habrá un juicio. El juicio de Dios. El juicio final que los cristianos esperamos y que tendrá a Cristo por juez. El, el Cordero del Apocalipsis, juzgará amorosamente a una humanidad inocente unas veces y culpable otras. Entonces se verá lo que a lo largo de la historia no es evidente. A saber, que el sentido de esta historia es el Amor. La historia no es neutra, Jesús no le fue, no lo será nunca el Creador del universo. Amor sí, odio no. Perdón sí, venganza no. No da todo lo mismo. El amor va ganando, aunque parezca gana el odio, la violencia, la muerte. Vamos ganando, dicen los cristianos, debieran decirlo y vivirlo a diario.

Hoy ganar, en medio del Apocalipsis del pueblo japonés, nos exige a los cristianos compartir su pasión. Ganará Japón, en alguna medida, si empatizamos con él y nos compadecemos con su catástrofe.

El Apocalipsis no es simplemente un hecho crudo de desastre material e histórico. Es este mismo desastre, hoy el de Japón, en cuanto nos involucra por completo cara a Dios; en cuanto nos hace vivir el Amor en clave cósmica y universal.

VIENEN TIEMPOS MEJORES 

No podemos volver a la calma. La inquietud debe continuar. La Iglesia católica está en el ojo del huracán. La Iglesia chilena, estremecida, no debiera volver a ser la que ha sido. Se necesitan cambios grandes.

Pero las cosas no ocurren automáticamente. Nada se conseguirá con alejarse. Tampoco servirá observar que otros «se mojen el potito». Habrá que reclamar, arriesgar y convertirse. Convertirse, pero de la flojera y del infantilismo.

 EL SENTIDO DEL TIEMPO DE JESÚS 

Impresiona en Jesús su sentido del tiempo: «el tiempo se ha cumplido, conviértanse y crean en el Evangelio». Si hay algo que distingue a Jesús de los otros profetas de Israel, es que estos han podido anunciar un reino futuro y Jesús habla de una reino que llega «ya», «ahora», con él. Toda su predicación tiene una perentoriedad que impide escabullirse. «Decídete», estás por el reino o contra el reino. Para Jesús el fin del mundo es inminente.

¿Falló Jesús? ¿Mal agorero? Murió él. Para él el mundo se acabó. Pero para los demás no. Han pasado dos mil años y la humanidad sigue así, más o menos con los mismos problemas, siempre saliendo adelante, como las aguas, por las partes menos pensadas. Llama la atención, por lo mismo, que cada vez que se avizoran tragedias y señales apocalípticas surgen predicadores que nos aterran con castigos divinos para que nos convirtamos.

No sabremos nunca qué hubo realmente en la mente de Jesús. ¿Qué idea tuvo sobre el fin de la historia? ¿Cómo se la representó? Pero sí sabemos que urgió a sus contemporáneos a tomar decisiones decisivas. Los confrontó con lo fundamental. «¿Para qué, para quién vives? ¿Qué realmente quieres? ¿Hasta cuándo te engañas y engañas a los demás? ¿Cuándo vas a creer que Dios te ama y te perdona?», etc. Las parábolas de Jesús muy claramente son dirigidas al centro del corazón de las personas. «Como quien no quiere la cosa…», así a la pasada, con una bonita historia, de repente, en el momento menos pensado, el auditor de la parábola se ve exigido a una toma de postura total, actual.

¿Y si nosotros viviéramos como si todo se jugara este día? Así lo han vivido personas con una enfermedad grave que, sin embargo, se han repuesto: «otra oportunidad». Después de un accidente, un sobreviviente….: «otra vida». «Ahora, hoy, voy a vivir como si me quedaran 24 horas de vida».

Creo que Jesús ha vivido con esta urgencia. Para Jesús el tiempo es fundamentalmente presente. No queda fijo en el pasado. No posterga sus decisiones para el futuro. El cristiano podría vivir así. Al modo de Cristo. ¿Cómo sería? En los santos uno descubre esta impaciencia. Por eso a veces son intolerantes. O insoportables. Pero está de moda ser simpáticos, pluralistas, tolerantes… Y hay que serlo. Hay que ser, en realidad, una buena mezcla de paciencia y de impaciencia.

 Acabo Mundi 

El mundo acabará. Terminará. Esto hemos pensado, al menos por un segundo, los que en el último año hemos pasado por un terremoto como el del 27F o el del 11M. Pero son ya tantos los temblores, tsunamis y cataclismos que no podemos descartar que la Tierra entre en un ciclo terminal.

Que el planeta tierra tiene los días contados, es un hecho. Tuvo un comienzo y tendrá un final. No recuerdo cuantos millones de años durará. Pero no será eterna. Así lo dice la ciencia, y habrá que creerle. La misma ciencia nos dirá que estos terremotos no los últimos. Habrá más. Habrá muchísimos más. Millones.

Pero no podemos descartar uno realmente grande. ¿Cómo será un grado 12 Richter? Dudo que ciudades como Santiago pudieran soportarlo. Uno así no lo soportaría probablemente ninguna ciudad de la Tierra. No hay que esperar the big one, sin embargo, para inquietarnos. Las poblaciones costeras corren riesgos verdaderos hoy mismo. Y las víctimas del 27F sí saben lo que es un Acabo Mundi. El mundo para muchas de ellas sí terminó y, para algunos, de un modo atroz.

¿Juicio de Dios? No. La naturaleza es así. Somos mortales. Cualquier enfermedad grave es una suerte de terremoto. La muerte de la que nadie escapará, es el fin de todo. ¡Un Apocalipsis a escala personal!

¿Y habrá un Apocalipsis a escala universal? Como castigo del pecado de la humanidad, no. Teológicamente sería insostenible. Así lo creo. Dios no castiga. No necesita castigar ni amedrentar para salvar.

Pero sí podemos hoy mismo vivir la vida en clave apocalíptica, y no estaría mal. Me explico. La mala apocalíptica aterra con la furia de Dios. La buena apocalíptica nos aterra con el amor de Dios. El amor de Dios debiera estremecernos. Hoy, mañana, pero especialmente cuando tienen lugar estos cataclismos humanos en los cuales cunde el terror en la humanidad, el amor de Dios debiera inquietarnos, sacudirnos… No se trata de vivir, sino de vivir para alguien.

El Acabo Mundi o Apocalíptica cristiana es un terremoto con tsunamis y réplicas en el corazón de cada ser humano y de la entera humanidad, al modo de irrupción del amor de Dios. Una conversión de 180 grados, consistente en el reconocimiento de Dios como creador y de nosotros como criaturas.

Porque esto somos. Esto nos recuerdan los cataclismos: somos criaturas ni más pero tampoco menos.

 Hay algo nuevo que está ocurriendo en los católicos. Advierto algo así como un hondo deseo de verdad. La gente no está más para cuentos. El caso Karadima ha sacado de quicio a muchos católicos practicantes. Masiel primero, y ahora Karadima, el modo como a estas personas se las ha ocultado, ha exasperado a los fieles. En esta voluntad de verdad, de sinceridad, de transparencia y de rendición de cuentas, advierto algo muy necesario para la Iglesia. Nadie quiere seguir siendo tratado como niño (!!!) .

¿Cómo no va a ser un signo del Espíritu que a los sacerdotes se nos interrogue sobre lo que ha ocurrido? A las autoridades se les exige explicaciones. Hay aún explicaciones al más alto nivel que no han sido dadas. Pero además se les llama la atención, se las reprende y hasta se las insulta. Los insultos sirven poco. Pero los insultos y los excesos son propios de los jóvenes que van sacando pecho.

Un amigo mío dijo «es la hora de las víctimas». Yo agregaría: «y de los jóvenes». La Iglesia necesita una juventud católica que la remeza.

Empezó la Cuaresma.

Hay tiempos y tiempos. Distingo tres tiempos. Uno que podríamos llamar «cronológico». Cronos, el transcurrir de los minutos, horas, días, meses. Es decir, puro transcurrir temporal, en suma, del nacer al morir. Podríamos hablar de un tiempo secular. Lo que puede dar origen a un modo «pagano» de vivir. Vivir como si Dios no existiera y todo se encaminar inexorablemente a la muerte. Solemos vivir como si este fuera el único «tiempo». Procuramos pasarlo bien, sacarle el jugo a la vida. Y lamentamos no poder hacerlo.

Pero el cristianismo tiene otros tiempos: uno es el tiempo «escatológico». Palabra rara, pero que significa que el «tiempo» se ha cumplido con Jesús y llegará a su plenitud total con la parusía del Señor (aquella «segunda venida» de Jesús). Nosotros vivimos en el tiempo «escatológico», aunque existencialmente a veces más parece que lo hacemos como paganos. Vivir en el tiempo escatológico es vivir en el Espíritu del Cristo resucitado. Vivir como si fuéramos «ganando», aunque apariencias digan que vamos perdiendo. Por nuestra fe sabemos que ganaremos. «Cristo venció, nosotros venceremos», dice la canción. Esto. Los cristianos viven «conectados» con el transcurrir crítico de la historia. Viven, pudieran, debieran vivir en Cristo crucificado y resucitado, llenos de esperanza. Etc.

El otro tiempo cristiano es el tiempo «litúrgico». ¡Qué insignificante sería la vida si no hubiera feriados; si los domingos solo sirvieran para descansar. Tampoco bastaría que fueran para divertirse. Necesitamos fiestas. Necesitamos tiempos «plenos»: cumpleaños, batallas, etc. La Iglesia inventa tiempos que le ponen un toque mágico a la existencia. No todo es transcurrir cronológico: dentro del cronos la Iglesia descubre un transcurrir mucho más profundo. El transcurrir de Cristo y, como somos seres humanos que entendemos las cosas corporalmente, nos hacen vivir este misterio en tiempos litúrgicos que separan, por así decirlo, la riqueza de nuestras vidas: hay un tiempo para esperar (el Adviento); un tiempo para renacer (la Navidad); un tiempo para ser críticos con nosotros mismos (la Cuaresma) y un tiempo para agradecer la nueva vida del resucitado (la Pascua). La Iglesia, así, da profundidad a una vida personal y social que sería aburrida (si fuera puro trabajar y descansar) o superficial (si consistiera solo en celebrar la Independencia, el año nuevo, etc.).

La Cuaresma es un tiempo «potente». Un tiempo para gente valerosa: personas que reconocen sus errores, dotadas de conciencia crítica, capaces de abominar su propia flojera y de indignarse contra la injusticia. Los cristianos en Cuaresma se atreven a llamar los cosas por su nombre. Si no supieran que Dios los ama como amó a Jesús, les costaría llamarse pecadores.

Tal vez la palabra «pecador» se haya desprestigiado porque nos parecemos cada vez más a un cronómetro, a un reloj… Y menos a una campana que nos recuerda que algo está pasando, que las cosas no pueden seguir igual, que hay que convertirse o tal vez sublevarse!!!

Catolicidad de las universidades católicas

“Lo católico” acarrea problemas en el ámbito universitario. Cuando se confunde la misión de una universidad con las exigencias de la religiosidad cristiana, es la propia catolicidad de las universidades la que termina desprestigiándose. Pero “lo católico” puede contribuir efectivamente a la búsqueda de la verdad, objetivo y sentido de todas las universidades. Puede, cuando en “las católicas” se articulan debidamente la fe y la razón.

Cuando se hace depender la catolicidad de una universidad de la adscripción o devoción religiosa de sus alumnos y, sobre todo, de sus profesores, la universidad se enferma. Menciono tres patologías. Dos típicas: la simulación y la exclusión. En lo inmediato, la invocación religiosa de “lo católico” puede generar exclusión. Esto comentan en las universidades los académicos que temen ser mal mirados, o efectivamente lo son,  porque no creen en Dios, no son cristianos, tienen otro credo o no están a la altura de la doctrina de la institución. Por ejemplo, hay personas que temen no obtener la titularidad si se separan y, peor aún, si se casan de nuevo. En las “católicas” ocurre también que académicos lucen su catolicismo para congraciarse con el establishment. Esta simulación es penosa, pero además enrarece las relaciones entre las personas, crea sospechas, genera odiosidades.

A mi juicio estas enfermedades afectan la catolicidad de las universidades católicas porque contaminan su misión. Una universidad no puede ser católica si no estimula el ejercicio libre de la razón sin el cual se hace imposible llegar a la justicia y la paz social, objetivo último del quehacer universitario en la sociedad.

Los principales documentos eclesiales sobre el tema destacan que la misión de toda universidad es la búsqueda de la verdad. Las universidades católicas, a este respecto, no debieran invocar título privilegiado alguno. De hacerlo, atentarían contra su propia certeza teológica: la Iglesia cree que el Padre de Jesucristo es el Creador de la razón humana, razón de la que todas las personas gozan independientemente de su credo. De aquí que las universidades católicas debieran entender que, de acuerdo a la misma fe cristiana, su búsqueda de la verdad no es mejor ni peor que la de los demás, sino que se caracteriza por subrayar la necesidad del diálogo y del amor de la humanidad consigo misma, lo cual se consigue con aprecio de la diversidad cultural y sujeción a los métodos que sin daño de nadie la ciencia se da a sí misma. Las universidades cristianas, por esta razón, debieran ser espacios para aquella libertad de pensamiento que es posibilitada por una neta distinción de los planos de la fe y la razón que, paradójicamente, despeja el camino para una convergencia entre ambas. En estas universidades, los católicos no debieran pretender encontrar la verdad sin los no católicos. Se incurriría en un “pecado” en contra del Creador de unos y otros.

Donde hay falta de libertad, se estudia, se piensa, se dialoga y se enseña con dificultad. Por esta razón, el respecto a la conciencia y a la indagación científica, sobre todo mediante una institucionalidad capaz de corregir los posibles abusos, es condición para encontrar esa verdad que solo es tal cuando, por lo mismo, libera las potencialidades de todos y urge un compromiso con todos, especialmente con aquellos que no tienen quién investigue por ellos.

Menciono, por esto, una tercera enfermedad. La peor de todas. En nuestro medio la alianza entre la academia y la empresa privada debiera abrirse a una comprensión de la verdad humanamente más amplia, más humanizadora, que aquella que solo sirve para alimentar el capitalismo. Cuando, por el contrario, esta alianza es sellada con la colaboración de un catolicismo pío y estrecho, la injusticia social se vuelve incontrarrestable. Entonces prevalecen los intereses particulares sobre la búsqueda del bien común, y la opción por los pobres que debiera distinguir a las “católicas” cede a favor de la formación de los privilegiados de siempre.

Una universidad es verdaderamente católica cuando en ella la fe cristiana favorece la libertad de pensamiento y el compromiso por incluir a los excluidos o a los estigmatizados por su credo o por su vida.

La hora de cambios en la Iglesia

Los grandes escándalos de abuso espiritual, psicológico y sexual en la Iglesia Católica, ejecutados por clérigos, exigen cambios de diversa índole. Estos escándalos no han sido causados, pero sí han podido ser facilitados, por un modo de relación que el actual orden de las cosas ha posibilitado entre los sacerdotes y los fieles. Es este sistema de interactuar el que necesita transformaciones importantes.

Hoy se pide, al menos, discutir y revisar con mucha profundidad y seriedad la obligatoriedad del celibato, evaluar en qué medida el célibe pudiera estar encausando mal la libido, llevándolo esta opción a la posibilidad de crear dependencias malsanas con hombres y mujeres, incluso con menores.

En otras latitudes se ha propuesto la ordenación sacerdotal de varones casados, de vida ejemplar. ¿Por qué no aprovechar la oportunidad que nos brinda esta crisis para revisar un asunto que no es un dogma? La escasez de clero, y el hecho de que no exista un impedimento teológico, hacen, al menos, razonable estudiar este planteamiento.

En países del Primer Mundo se ha vuelto a plantear la posibilidad de la ordenación sacerdotal de las mujeres. No solo la falta de clero, sino un imperativo de reconocimiento cultural mínimo y la necesidad de que las mujeres participen en las decisiones de la Iglesia, también estarían aconsejando atender esta proposición. ¿Cuán determinante es que Jesús haya elegido entre los doce apóstoles solo varones y una tradición eclesial invariable en la materia?

Sin embargo, los escándalos que remecen a la Iglesia parecen exigir cambios de gran envergadura. Lo que ciertamente debe ser superado de inmediato es un grave error teológico: nadie puede seguir creyendo que el sacerdote es “sagrado” y que todos los demás son “profanos”. Debido a este juicio falso, algunos sacerdotes han podido manipular la conciencia de sus fieles y otros se han puesto por encima del derecho canónico y de los sistemas jurídicos contemporáneos. La consecuencia es dramática y está a la vista: víctimas que después de largos años, tras descubrir las perversas lealtades con que se habían apresado sus conciencias, han tenido el coraje de perseverar en la búsqueda de justicia pese al muro de despectivo silencio que se interpuso durante tanto tiempo.

El “endiosamiento” del sacerdote es un error teológico. Para la Iglesia, el Verbo divino se hizo uno de nosotros, y, como uno de nosotros -no como un privilegiado, ni como un semi-dios- pudo desentrañar en los demás su libertad y su discernimiento para conocer personalmente el amor de Dios. Cristo viene a “liberar” al hombre, no a hipnotizarlo y a subyugarlo.

Este error va de la mano de otro: la idea de que el sacerdocio ministerial es superior al sacerdocio real de todos los bautizados. Todo lo anterior se potencia al punto de oprimir la dignidad de los fieles y favorecer la emergencia de un clero omnipotente. Fue justamente lo contrario lo que estableció el Concilio Vaticano II, que sostiene que los sacerdotes están al servicio de un pueblo sacerdotal. La “sacralidad”, si de ésta se trata, corresponde al Pueblo de Dios en su conjunto.

Todavía más. En el mismo Concilio Vaticano II, la Iglesia tuvo conciencia de ser sacramento de la unión de Dios con un mundo del que ella es parte. La “consagración” del mundo a Cristo realizado por la Iglesia le impone a ella, tal como al Hijo de Dios, asumir y amar su propia mundanidad, en vez de reclamar al resto de la humanidad un tipo de “sacralidad” que ni siquiera fue la del Verbo encarnado.

Estamos ante una situación tremendamente vergonzosa. Se trata de un anti-testimonio de grandes proporciones que los católicos hemos de asumir con humildad. Pero no podemos abatirnos, pues una dimensión decisiva del Evangelio es reconocer que solo Dios es Dios, que Él es el único Padre, solo Él quien nos reúne y reconcilia como hermanos y hermanas en una misma familia, lo cual constituye precisamente la Buena Nueva que la Iglesia tiene que anunciar a las mujeres y los varones de hoy.

Entrevista a Benedicto XVI

El Papa, humildemente, entra en conversación con quien quiera saber cómo ve él el mundo actual, la Iglesia y, sobre todo, reclame de ella una explicación de algunos de los  innumerables temas que inquietan hoy a los cristianos, especialmente si uno de estos son los escándalos destapados el año 2010. La entrevista dada al periodista alemán Peter Seewald indica que Benedicto XVI quiere comunicarse a través de un diálogo. Él, que contra viento y marea sostiene que el hombre es “capaz de la verdad” y se esfuerza por mostrar la racionalidad de la fe y de la moral católica, se expone a las preguntas agudas que muchos hacen a la Iglesia, fundamenta, provoca a sus interlocutores, reconoce los errores propios y las miserias de la Iglesia. Benedicto XVI lamentaría que las palabras de esta entrevista fueran tenidas por infalibles: es una humildad que debe tener presente el lector de este libro.

El Papa tiene una visión muy amplia de la situación de la Iglesia. Nos  sorprenderá saber que la Iglesia en otras partes está viva, que crece y que en ella las vocaciones sacerdotales aumentan. Pero tampoco nos debe pasar por alto que el cristianismo europeo se hunde en una profunda crisis. La distancia entre la fe cristiana y la cultura secularista crece cada día más. La Iglesia allí es incomprendida. Dice: “Ciertamente estoy también decepcionado. Decepcionado sobre todo de que en el mundo occidental exista ese disgusto con la Iglesia, de que la secularidad siga haciéndose autónoma, de que se desarrollen formas en las que los hombres son apartados cada vez más de la fe, de que la tendencia general de nuestro tiempo siga siendo opuesta a la Iglesia”. Benedicto XVI no ve que el cristianismo se oponga por principio a la modernidad, pues los mejores valores de esta tienen su raíz en la misma fe cristiana. Es necesario, sin embargo, juzgar y discernir. La modernidad del progreso ilimitado, sostenido por un desarrollo desenfrenado de las ciencias, y el cultivo de una libertad conducente a un relativismo que socava los fundamentos de la vida y de la conciencia, constituyen un desafío muy complejo para la fe.

Seewald pone los temas que más inquietan a los fieles católicos. Casi ninguno queda fuera: homosexualidad, negación de la comunión a los divorciados, negación de la ordenación sacerdotal a las mujeres, crisis del celibato, crisis del matrimonio, Humanae vitae, liturgia, avances y retrocesos en el ecumenismo y en las relaciones con el Islam, Iglesia popular o de minorías.

La prensa mundial ha resaltado que el Papa afirma que en algunos casos el uso del preservativo puede ser un primer paso en el camino de la responsabilidad moral. Lo que para muchos es obvio, no lo ha sido para la postura oficial. Benedicto XVI interpreta las palabras que él mismo usó en África, a propósito del uso del preservativo para frenar el sida. Entonces  reaccionó casi molesto cuando se le dijo que la Iglesia se desentendía del problema, desconociéndose que nadie más que la Iglesia ha atendido a las personas que padecen la enfermedad. Lo que no se ha comprendido es que el Papa reacciona en contra de la banalización de la sexualidad. La alta dignidad de la sexualidad humana lo hace declarar que “deben darse más cosas” que el preservativo para atacar este mal: “Eso solo no resuelve la cuestión”. En este sentido, siempre debe primar la responsabilidad con los demás, criterio último de la moralidad y “primer paso en el camino hacia una sexualidad más humana”. En realidad, nada nuevo en la moral católica tradicional, pero importante de recordar cuando parece habérselo olvidado.

De todo lo conversado, conmueve cómo el Papa Benedicto ha sufrido con los escándalos sexuales del clero y con la suerte de las víctimas: “Lo importante es, en primer lugar, cuidar de las víctimas y hacer todo lo posible por ayudarles y por estar a su lado con ánimo de contribuir a su sanación”. Sufre con el daño hecho: “Todo esto ha sido para nosotros un shock y a mí sigue conmoviéndome hoy como ayer hasta lo más hondo”. El Cardenal Ratzinger, en su momento, no pudo hacer más para terminar con abusos tan estremecedores. Hoy se sabe que casos como el de Marcial Maciel fueron encubiertos por altas autoridades eclesiásticas. En esta sección de la entrevista, cuando el Papa abre el corazón y habla de lo que más le duele, lo demás adquiere un lugar secundario. Benedicto XVI se ha empeñado en llegar a la verdad y a la justicia sin contemplaciones, y en prevenir que estos abusos no se repitan.

No obstante, el Papa llama a no perderse. La Iglesia puede parecer miserable, pero es hermosa y necesaria. El reconocimiento de sus males se convierte en el principio de su grandeza y, en tiempos de turbulencia, la gente necesita una autoridad espiritual y moral, y nadie mejor que ella puede ofrecerla.

La salida de todos los males que aquejan al mundo y a la Iglesia es Dios. Esta es la esperanza que atraviesa de principio a fin la conversación con Seewald. Esperanza en Dios, en que la humanidad crea en Dios y solo en Dios. Sin Dios, según el Papa, no parece que haya futuro histórico alguno: “Se podrían enumerar muchos problemas que existen en la actualidad y que se preciso resolver, pero todos ellos solo se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de nuevo visible en el mundo”.

La fidelidad de Jesús

Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas (Lc 22, 28)

Para adentrarnos en la fidelidad de Jesús conviene primero hacer memoria de los alcances de la fidelidad humana en general y sus dificultades. Lo que a fin de cuentas nos interesa encontrar en la fidelidad de Jesús es la clave para nuestra propia fidelidad.

Fidelidades hay de distinto género. La fidelidad se expresa de múltiples maneras: lealtad en la amistad, estabilidad en el matrimonio, tenacidad en una vocación particular, perseverancia en la lucha por una causa justa, paciencia de los padres con un hijo enfermo o díscolo, honorabilidad en el cumplimiento de un contrato, firmeza en la palabra empeñada, obsesión de un artista con su obra, incondicionalidad a una persona en particular, amor a la patria, apego a las enseñanzas de la Iglesia y martirio. Conceptos hermanos de la fidelidad son entrega y sacrificio. En lo que toca a la fidelidad en los compromisos entre personas, al trasfondo de lo cual analizaremos la fidelidad de Jesús, hemos de tener particularmente en cuenta la fidelidad en los compromisos definitivos. Estos constituyen una preocupación mayor de nuestra época.

Al abordar el tema, conviene también recordar que la fidelidad cuesta y fracasa. La traición representa una amenaza decisiva a la unión estable de los esposos. La deslealtad entre los amigos suele ser mortal. El incumplimiento de la palabra dada mella gravemente la confianza. El abandono de una de las partes comprometidas deja a la otra en el aire, suspendida en su tarea de seguir viviendo. La desidia en la observancia de los votos de los consagrados acaba con la vida religiosa. La infidelidad se alimenta de mentira, de miedo, de clandestinidad. La infidelidad acarrea celos, desconfianza, dolor e incluso tragedias. Haya o no responsabilidad moral, la infidelidad fragua en situaciones peligrosas: exceso de trabajo, soledad, exposición a tentaciones fuertes. O por otros motivos: pobreza, cesantía, alcoholismo, locura, competencias entre las partes comprometidas. Vivimos tiempos de cambios profundos en los modos de vida y de relacionarnos, una época de estímulos múltiples y fascinantes, de exigencias tan desmedidas a nuestras fuerzas que si la fidelidad a ultranza parece imposible la infidelidad es al menos muy comprensible.

Pero, aunque entre en crisis la idea de fidelidades definitivas, no hay que claudicar en su búsqueda. Tenemos necesidad de una fidelidad aún más compleja. No basta entender la fidelidad como impecabilidad de una de las partes, pues es preciso que implique también cargar con la fragilidad y los fallos de la parte contraria. No nos sirve la fidelidad narcisista: «yo me porto bien, cumplo lo que a mí me toca». Más que nunca nuestra sociedad nos pone en situación de una fidelidad que se ejerce como reconciliación y solidaridad con el otro. La vida nos supera. Necesitamos avanzar con las rupturas, las heridas, las amistades a medias, las caídas ajenas y también con las propias. Las cosas no son blanco y negro. Nadie es completamente fiel pero tampoco lo principal está en la inocencia. La fidelidad que necesitamos debiera restañar las heridas, anticipar una salida al caído y darle una «última oportunidad».

Es en este contexto que tiene sentido buscar en Jesús el secreto de la fidelidad humana. Aunque este contexto no sería tal si la fidelidad de Cristo ya desde antiguo no hubiese fecundado hace tiempo nuestra cultura con toda su riqueza de significados.

1.- Fidelidad de Dios durante la Antigua Alianza

En Jesús encontramos la máxima expresión de la fidelidad de Dios con la humanidad, el modelo de la fidelidad humana y la gracia para reconciliarnos, para confiar otra vez y para perseverar hasta el final. La fidelidad de Jesús, sin embargo, no surge de la nada sino que se inscribe en la historia de fidelidad de Dios con Israel.

La categoría que mejor expresa la fidelidad de Dios en el Antiguo Testamento es la de alianza. Cabe notar que en el mundo antiguo, en medio de otros pueblos que se relacionaban con Dios por mediación de la naturaleza y sus ciclos, el pueblo de Israel fue el único que se relacionó con Dios en términos de «libertad», en virtud de un vínculo «histórico», la alianza. La historia de Israel comenzó con una «elección», la cual se expresó en una acción salvífica de Dios, a saber, la liberación de Egipto y la promesa de una tierra. Desde entonces Israel fue propiamente «pueblo», el pueblo elegido de Yahvé.

La elección de Israel concluye con una alianza que regularía las relaciones de Dios con su pueblo, asegurándole un futuro histórico. En la zarza ardiente Dios reveló a Moisés su nombre: YHWH, que quiere decir, «Yo soy el que soy», «yo soy el que seré», «yo soy el que estaré contigo» (Ex 3, 13-15). En otros palabras: «Yo soy aquel en el cual tú debes confiar». La Alianza constituyó un pacto de co-pertenencia y de fidelidad entre Dios y su pueblo: «Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios» (Ex 6,7). De este modo Dios se comprometía por un contrato irreversible a favorecer a su pueblo por todo el futuro y el pueblo se obligaba a no rendir culto a otras divinidades, sino sólo a Yahvé. La elección sellada por esta alianza no significaba empero ningún favoritismo. Así como Dios se revelaba fiel y misericordioso con Israel, en Israel debía regir el amor misericordioso y fiel con el prójimo y la justicia con los pobres. La fidelidad a Dios se cumpliría mediante la observancia de unos mandamientos que, porque actualizan el amor de Dios por Israel y sientan las bases de una convivencia pacífica, le harían feliz y el más sabio de los pueblos.

Esta elección y esta alianza, en consecuencia, deben considerarse como un acto de amor de Dios (cf. Dt 4, 37ss; 7,6ss) y de amor gratuito (cf. Dt 7,7). El amor (hesed) que subyace a la elección y a la alianza es semejante a la firmeza del hombre capaz de cumplir sus pactos, pero también a la ternura que se da entre familiares. Hay que relacionarlo con «fidelidad» y «salvación». Es semejante al complejo amor matrimonial. Es un amor lleno de perdón. Pero un amor asimétrico, porque el origen de la elección y de la alianza israelita, y el cumplimiento de las promesas que guían la historia de este pueblo, son cosa de Yahvé.

La historia de Israel en adelante es la historia de la fidelidad de Dios, a pesar de la infidelidad de su pueblo. Cuando Israel se asentó en la tierra prometida y logró levantar su monarquía, Dios no retiró definitivamente su favor al rey infiel, a David, sino que le renovó la promesa esta vez de un Mesías ideal, con quien la co-pertenencia de la Alianza se expresaría en términos de filiación: «Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (2 Sam 7, 14-16). Cuando años más tarde Israel fue deportado a Babilonia, habiéndose perdido el territorio, la independencia política, el templo y el sacerdocio, Dios, por medio de los profetas, enrostró a su pueblo su pecado, su abandono de la Alianza. Los profetas atribuyeron el fracaso del exilio a la idolatría y a la falta generalizada a la Alianza de parte de los reyes y de todo el pueblo. Pero, una vez más, a través de los mismos profetas, Dios anunció un futuro nuevo a su pueblo y, desde entonces, también para el resto de la humanidad.

Oseas proclama que Dios no abandonará a Israel, su esposa traicionera y dada a la prostitución, sino que la tomará otra vez como su esposa para siempre (cf. Os 2, 21-25). Isaías insiste en la promesa del Mesías, el Emmanuel, «Dios con nosotros» (7,4). Jeremías profetiza una Nueva Alianza, una en la cual Dios dará a cada uno de los israelitas lo que hasta ahora no ha tenido, capacidad para cumplir la Alianza (cf. Jr 31, 31-34). Lo mismo Ezequiel, quien también promete un Mesías y una Nueva Alianza, la cual podrá cumplirse por el don interior del Espíritu de Dios (cf. Ez 36,26-27; 37,23.26-27). El Déutero-Isaías concibe la universalización de la Alianza y anuncia un salvador muy particular, uno que liberaría a Israel y a las demás naciones no mediante la fuerza, sino con la fidelidad probada en el sacrificio y el sufrimiento inocente: el “siervo de Yahvé” (cf. 42,1-4; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12). Luego del retorno de Israel a Palestina, persistiendo la dominación extrajera del territorio y ante el desánimo histórico más profundo, Dios volvió a prometer mediante los profetas de la apocalíptica un reino de Dios hacia el final de la historia, mediador del cual sería el «hijo del hombre» (Dan 7, 13).

Para los tiempos de la dominación romana en Israel cundía la desesperanza. A pesar de todo, las expectativas mesiánicas basadas en la fe en Yahvé eran varias: los esenios apuraban la venida del Reino mediante ritos de purificación y la observancia de la Alianza en clave monástica. Los fariseos creían acaparar con exclusividad la fidelidad de Dios en virtud de prácticas religiosas, éticas y rituales que ellos creían seguras. Los celotas habían perdido toda paciencia y por la vía violenta reinvidicaban el honor de Dios humillado a causa de la explotación de un pueblo empobrecido. Los saduceos, en el otro extremo, habiéndose acomodado a la dominación romana, se contentaban con la administración del templo y de los sacrificios con los cuales restablecían la pureza de Israel. Todos estos partidos político-religiosos creían representar con exclusividad al verdadero Israel y, por diversos medios, procuraban su santidad y purificación. El Bautista, por último, anunciaba un bautismo de conversión para evitar el castigo inminente con que Dios daría término a la historia.

En este contexto aparece Jesús proclamando la cercanía inmediata de la misericordia de Dios no a los «fieles», los justos en general, sino precisamente a los que la sociedad de entonces marginaba por no cumplir con las leyes de la Alianza, los pecadores y los impuros, y los pobres.

 2.- Fidelidad de Dios durante la Nueva Alianza

La Alianza entre Dios y su pueblo recién se cumplió perfectamente en la relación de Dios como Padre de Jesús y de Jesús como Hijo de Dios, en virtud de la Encarnación. En términos sencillos, podemos decir que el Padre confía en Jesús y Jesús confía en su Padre. Pero no es ésta una relación intimista. Toda esta confianza recíproca tiene por objeto el advenimiento del Reino: el Padre confía a Jesús la llegada de su Reino y Jesús hace llegar el Reino de Dios gracias a su confianza radical en su Padre. El Reino importa todos los bienes que se siguen de la co-pertenencia de Dios y su pueblo, a saber, el cumplimiento de las promesas de Dios y la liberación del pueblo de los males que lo aquejan. La Pascua de Jesús que apura la llegada del Reino expresa que la fidelidad de Dios con la humanidad y de la humanidad con Dios, pasa por que Jesús asuma la infidelidad humana y sus consecuencias.

 I) El Reino y la Pascua

 1. Jesús anuncia el Reino

La Nueva Alianza se perfecciona en la Pascua, pero comienza con la Encarnación y el anuncio del Reino de Dios. La novedad más extraordinaria de la predicación mesiánica de Jesús en la Palestina de la época, es la proclamación de la irrupción actual del Reino de Dios (cf. Lc 4, 21).

Todo el ministerio de Jesús se entiende como cumplimiento de las promesas históricas de Dios al pueblo de Israel, pero particularmente llama la atención que estas promesas se realizan cuando Jesús anuncia a los pobres la llegada del Reino de Dios (cf. Lc 4, 16-21). Que el Reino se anuncie a los pobres implica la gratuidad del amor misericordioso de Dios (cf. Lc 14, 12-14). Nadie necesita a los pobres, porque los pobres no tienen con qué restituir (cf. Lc 14, 13-14). La categoría de «pobres» designa a los destinatarios privilegiados del Reino, pero es amplia. «Pobres» son los sociológicamente pobres, son los pecadores o los así llamados por no atenerse a la religiosidad de los justos, son los pequeños, son las mujeres y los que están lejos. En el anuncio del Reino a cada uno de estos «pobres» se deja ver un aspecto de la fidelidad de Dios con su pueblo y con la humanidad.

A los que son pobres porque carecen de bienes o de salud, porque padecen una posesión demoníaca o porque la vida les ha sido perjudicial, Jesús revela el amor compasivo de Dios con un gesto o una palabra eficaz destinados a producir en sus beneficiarios una respuesta de confianza en Dios. Los milagros de Jesús no son actos mágicos realizados para acreditar su poder, sino signos de misericordia en favor de personas concretas. Pero los milagros suponen la fe y provocan la fe. Cualquier gesto de Jesús por un pobre manifiesta la fidelidad de Dios con él y, por otra parte, pretende, aunque no siempre lo logra, suscitar en él agradecimiento a un Dios que no defrauda (cf. Lc 17, 15-18).

A los pecadores Jesús proclama el perdón de Dios (cf. Lc 7, 36-50; Mt 9, 2-6). También en este caso la fidelidad de Dios se manifiesta gratuita. Esta no depende de la justicia farisaica, sino que se ofrece libremente a los que reconocen su injusticia, incluso si son cobradores de impuestos para Roma, verdaderos traidores a la patria (cf. Lc 18, 9-14). Las comidas de Jesús con los pecadores, por las que lo llaman «comilón y borracho» (cf. Lc 5, 30 y 7, 34), anticipan que la eucaristía, el perdón que ofrece y el arrepentimiento que exige. El perdón que Jesús anuncia y otorga en nombre de Dios, sin embargo, pide a sus destinatarios prolongarlo en sus relaciones con los demás (cf. Mt 18, 23-33). Como la medida de este perdón es Dios mismo, habrá que perdonar infinitas veces (cf. Mt 18, 21-22).

Jesús manifiesta la misericorida y la fidelidad de Dios especialmente a la mujeres. Son muchos los episodios en que Jesús acoge a las mujeres. Ellas, a su vez, lo acompañan y lo asisten. A propósito de la fidelidad conyugal, hay dos textos que merecen destacarse. Jesús reprueba el divorcio, favoreciendo una estabilidad conyugal que debía beneficiar especialmente a la mujer (cf. Mc 10,2-12). Hasta entonces estaba permitido al hombre divorciarse unilateralmente de su mujer. En otro texto, ante el caso de una mujer adúltera, Jesús en vez de condenar su infidelidad la libera de culpa, pero no la exime de intentar la fidelidad otra vez más (cf. Jn 8, 3-11). Si en el primer caso Jesús se muestra inflexible en el principio de la fidelidad y de la perpetuidad del vínculo entre los esposos, en este otro se revela como el juez que interpreta la ley según el espíritu misericordioso del legislador.

Pero, ¿de dónde sacó Jesús todas estas novedades? El secreto de la proclamación del cumplimiento del Reino estuvo en la experiencia personal de radical confianza en Dios del propio Jesús. El reinado de Dios proviene en última instancia de la fe de Jesús en la fidelidad de su Padre. Esta confianza en Dios, a la vez, tiene como contracara la confianza de Dios en Jesús. Jesús experimenta que su Padre lo autoriza (cf. Mt 11, 25-27). Si hay un rasgo que sintetiza el perfil humano de Jesús es su autoridad, su confianza en sí mismo proveniente de su confianza en Dios. Prueba de esta seguridad de Dios es que Jesús ha llamado a Dios «padre»; que lo haya llamado también y con ternura Abbá, debió parecer a muchos precisamente un exceso de confianza (cf. Mc 14, 36). ¿Cómo, si no, podríamos imaginar que Jesús se lanzara a una aventura tan imposible a los ojos de cualquiera? En este saberse Jesús el hijo querido de su Padre Dios está la fragua en la que elaboró su misión y de la que sacó la valentía para jugarse por ella con una perseverancia extrema.

La proclamación del Reino de Dios tiene que ver con esta experiencia íntima de Dios como Padre, experiencia de libertad filial de dejar que Dios conduzca su vida, experiencia que Jesús quiere que también otros tengan. No sólo él, todos son hijos de un mismo Padre. Cuando Jesús comparte su costumbre de llamar a Dios «padre», lo que hace es asociar a otros a su proyecto mesiánico basado en la fe en la misericordia y fidelidad infinita de Dios (cf. Lc 11,2; 12, 30-32). En consecuencia es preciso abandonarse a Dios por completo, dedicarse solamente a la llegada de su Reino (cf. Lc, 12, 22-31). Sólo quienes se pongan ante Dios como el Hijo, los que vivan la fe de Jesús en Dios, adquieren la lucidez para mirar al prójimo con misericordia y la fuerza para perdonar a los que les han sido infieles.

2. El Reino llega con la Pascua de Jesús

Pero el éxito primero de Jesús duró poco.  La gente se desilusionó de la proclamación de un Reino que no calzaba con su expectativa mesiánica, el grupo de los discípulos se redujo (cf. Jn 6, 66-67). Se decepcionaron del anuncio del reinado de Dios. Probablemente les resultó demasiado ingenuo creer que un padre podía perdonar a un hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32) o demasiado loco que un pastor dejara el rebaño por recuperar la oveja perdida (cf. Lc 15, 4-7). Habrían preferido que la fidelidad de Dios se manifestara de un modo más racional, expulsando a los romanos o solucionándoles la vida. Se decepcionaron de Jesús y del Dios de Jesús.

Desde entonces Jesús se dedica a preparar a sus discípulos a una comprensión aún más profunda de su misión, misión de revelación de Dios como Padre. Si hasta entonces había anunciado el Reino de Dios, desde ahora comenzará a anunciar su propia pasión (cf. Mc 8,31; 9, 31; 10,33-34). El Reino se personaliza. Anunciando su propia muerte, Jesús apostó por la fidelidad de Dios y la inauguración ulterior de su reinado. En este sentido, el reinado de Dios se identifica al máximo con la suerte de Jesús. La muerte de Jesús no será un obstáculo para la llegada del Reino, sino su condición precisa. Con su marcha a Jerusalén Jesús confía en que  la fidelidad de Dios quebrará todos los esquemas de la fidelidad humana previsible, interesada y calculada.

Un punto particular que conviene advertir es que, aun cuando Jesús vincula estrechamente la llegada del Reino con su persona, él no reclama fidelidad absoluta consigo mismo. Incluso en el caso del evangelio de San Juan que subraya la centralidad de la fe en el Hijo de Dios, Jesús allí remite permanentemente al Padre y a su voluntad (cf. Jn 6, 37-40; 12, 26). Jesús no es un gurú que se apodera de la libertad de sus discípulos, tampoco es el jefe de Estado que se impone sobre sus súbditos. Jesús declara: «yo estoy en medio de ustedes como el que sirve» (Lc 22, 27). En Jesús no se da el reclamo de fidelidad morboso de las figuras personalistas, rodeadas de favoritos y aduladores. La relación de fidelidad entre Jesús y los suyos es la fidelidad de la amistad a la que es inherente la libertad, la confianza, nunca el servilismo, jamás el temor a equivocarse y a ser castigado.

La relación de amistad de Jesús con sus discípulos y su benevolencia con las muchedumbres y los pecadores, expresan que Dios está dispuesto a saltarse las reglas de la decencia o incluso a subvertir el orden de una justicia demasiado justa, con tal de recuperar a su pueblo. Definitivamente, la fidelidad de Dios que Jesús revela no parece razonable. Jesús en el Evangelio de Marcos surge como un incomprendido de todos, incluso de sus dispículos. ¿Cómo iban a entender que el supuesto Mesías no viniera «a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45)? ¿Cómo identificar a Jesús con el siervo fiel de Isaías que para expiar la infidelidad carga con sus nefastas consecuencias? ¿Cómo iban a entender sus amigos que les probaría su amor con su muerte?

Si hasta entonces la ley se resumía en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo como a sí mismo (cf. Mt 22, 36-40), el nuevo mandamiento de Jesús radicaliza el viejo: «Este es el mandamiento mío: ámense unos a otros como yo los he amado». Y a continuación explica a qué se refiere: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 12-13). El nuevo mandamiento del amor tiene por fundamento la entrega libre de Jesús a la muerte. Pero, aunque desmesurada, esta entrega no es demencial. La entrega de Jesús hay que distinguirla de otras dos entregas: la entrega que de él hacen los pecadores y la entrega de su propio Padre. La entrega de los pecadores tiene varias expresiones: es la entrega de las autoridades judías a Pilato, la de Pilato a Herodes, la de Herodes a Pilato, la de Pilato a la muchedumbre enardecida, la de ésta a Pilato y la de Pilato a sus torturadores y ejecutores. En la entrega de los pecadores, a su vez, hay que incluir la entrega de los amigos: Pedro que lo niega tres veces (cf. Lc 22, 54-62) y Judas que lo traiciona (cf. Jn 13, 21-30). A Jesús lo niegan, lo traicionan, lo entregan y lo matan. Si no subrayáramos que fue asesinado por los poderosos de su tiempo, su muerte parecería un acto suyo suicida y un acto sádico de su Padre. Pero la entrega del Hijo es, en realidad, la máxima expresión del amor misericordioso de  Dios: del amor de Jesús por amigos y enemigos; y del Padre de Jesús que, fiel a sus promesas, las cumple con la donación de quien Él más quiere.

II)      Nueva Alianza: mediación de la fidelidad de Dios con los hombres y de los hombres con Dios

Nueva Alianza y Reino futuro de Dios constituyen una sola cosa en la entrega mediadora de Jesús (cf. Lc 22, 14-34). Jesús es el Mediador de la fidelidad de Dios con el hombre y del hombre con Dios. En Jesús Dios cumple sus promesas y en Jesús la humanidad se orienta definitivamente de acuerdo a la voluntad de Dios.

1. Jesús: la máxima fidelidad de Dios

En primer lugar, hay que advertir que Jesús representa la máxima fidelidad de Dios con su pueblo (siendo el Mesías) y con toda la humanidad (siendo el Nuevo Adán). En la Encarnación, en ese Mesías llamado «hijo de Dios» (Lc 1, 31-33), el Emmanuel prometido (cf. Is 7, 14; 9, 5; 11,1), es preciso reconocer a Dios mismo, tal como lo hace San Juan (cf. Jn 1, 1 y 14), cumpliendo todas sus promesas. No hay proximidad mayor posible de Dios. La Iglesia reconoce en Jesús no a un mero hombre, sino a Dios presente en un hombre que se entrega sin reservas a la humanidad. En suma, Jesús quiere decir que Dios no sólo cumple favores, salva o bendice, sino que Él mismo se da en Jesús. Dios no da, sino que se da. Dios es quien da, pero también es lo dado. La fidelidad de Jesús es ante todo un asunto divino (cf. 1 Cor 1, 9). Sólo Dios es fiel a cabalidad.

Por lo mismo, la Iglesia entendió desde un comienzo que en la Pascua era Dios quien perdonaba a su pueblo y a toda la humanidad. Dice San Pablo: «Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres» (2 Cor 5,  19). También es Pablo quien expresa el carácter inquebrantable de la fidelidad de Dios con su pueblo: «Pues ¿qué? Si algunos de ellos fueron infieles ¿frustrará, por ventura, su infidelidad la fidelidad de Dios?» (Rom 3, 3). Desde entonces, lo único que salva a los judíos, pero también a los gentiles es la fe en Dios (cf. Rom 3, 27-31). Más exactamente, lo que salva es la fe en la misericordia de un Dios que ha venido para salvar a los pecadores antes que a los que se tienen por justos (cf. Lc 6,36; 15). El carácter divino de este perdón está en que Dios no lo condiciona, no lo hace depender de la bondad del hombre, sino que lo ofrece gratuitamente a los más pobres de los hombres, los que han sido infieles.

Esta es la razón por la cual hay que descartar por completo la idea perversa de la cruz que asegura que Jesús, para salvarnos, fue castigado en lugar nuestro. Para salvar Dios no necesita castigar a nadie. La fidelidad de Dios, para operar, no requiere que le crucifiquen a nadie. No es que, resucitando a Jesús crucificado, Dios otorgue al castigo y al sufrimiento un valor salvífico, sino que el amor de Jesús, al cargar con la infidelidad de la humanidad, al sufrirla sin rebelarse ni vengarse, es el único amor que crea vínculos de fidelidad indestructible.

También la resurrección de Jesús debe ser entendida como un acto de amor gratuito del Padre a su Hijo y a toda la humanidad. En cierto sentido era razonable pensar que el justo no pereciera a causa de la injusticia. Israel había desarrollado ya una teología de la resurrección de los justos. Pero era imposible pensar, rompía todos los esquemas, que mediante la resurrección de Jesús Dios, junto con rehabilitar a su Hijo injustamente asesinado, reconciliara consigo al pueblo asesino de su Hijo y a toda la humanidad dividida por el pecado desde Adán en adelante (cf. Ef 2, 14-16). Así la resurrección de Jesús excede los marcos de toda justicia conmutativa -«pasando, pasando»-, y de cualquier intercambio interesado entre Dios y los hombres.

En el Misterio Pascual Dios completó su entrega a la humanidad comenzada con la  Encarnación, cumpliendo mediante el hombre Jesús la antigua promesa de una Nueva Alianza (cf. Jer 31, 31-34) y la efusión del Espíritu también prometida sobre judíos y no judíos (cf. Hch 2, 38-39). Desde entonces todos los hombres pueden relacionarse con Dios como «hijos», en la confianza del Espíritu que nos hace llamar a Dios Abbá (cf. Gal 4, 6). La co-pertenencia entre Dios y su pueblo propia de la Antigua Alianza, «yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo», de ahora en adelante se amplía a toda la humanidad, en ambos sexos, y consiste en creer que Dios nos dice: «Yo seré para ustedes padre, y ustedes serán para mí hijos e hijas» (2 Cor 6, 18).

 2. Jesús: la máxima fidelidad del hombre

Pero Jesús no sólo representa la fidelidad de Dios con la humanidad, sino que también significa la máxima fidelidad del hombre con Dios. Sin este segundo aspecto de la mediación salvífica de Jesús, la fidelidad de una sola de las partes sería irrisoria. Para que la Alianza sea seria, tanto Dios como el hombre deben observarla. Si la entrega de Jesús a la muerte es don gratuito de Dios, ella representa también la acogida de este don por parte del hombre, mediante una fidelidad histórica costosa y en consecuencia meritoria.

Habría que recordar aquí que Jesús no ha venido a abolir la ley sino a cumplirla y que, en sentido estricto, él es el único judío que la cumple perfectamente (cf. Mt 5, 17). La expresión de Jesús en la cruz «todo está cumplido» (Jn 19,30), habría que entenderla como observancia de la Ley en la vinculación originaria que ésta y cualquier otra ley debe tener respecto de la voluntad de Dios. Jesús manifiesta la voluntad de fidelidad de Dios con la humanidad con la misma actuación que lo hace a él el único hombre obediente y fiel a la voluntad de Dios hasta el fin (cf. Rom 5, 19). Por lo mismo, la actuación única de Cristo permite inferir que, si el Hijo «sufriendo aprendió a obedecer», su sufrimiento humano alcanza a Dios y lo conmueve para amar en él a todos los hombres y para hacer de él causa de «salvación eterna de todos los que le obedecen» (cf. Hb 5, 7-9).

¿Qué decir del grito de Jesús crucificado: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34)? En ningún caso hay que tomarlo como huída o rebelión, sino todo lo contrario. La fidelidad de Jesús a su misión es extrema. Como víctima del pecado del mundo, Jesús representa a todos los desamparados de la historia: a los niños expósitos, a las mujeres abandonadas, a los hombres traicionados. Gritando a Dios Jesús no acusa a Dios, sino que, en nombre de la humanidad clama que la injusticia no puede ser. Rogando también desde la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34), Jesús exculpa a Dios de la terrible sospecha que los  hombres tienen sobre la inocencia de Dios a causa del sufrimiento humano, sospecha que mueve a los seres humanos a asegurarse la vida por otros medios. Al decir: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23, 46), Jesús apuesta que Dios no abandona a los que confían en Él enteramente.

Así, como hombre crucificado el Hijo de Dios cumple la Antigua Alianza y establece la Nueva Alianza en su sangre (cf. 1 Cor 11, 25; Hb 9, 14-15), de la cual él mismo es su garante (cf. Hb 7, 22). Como hombre resucitado Jesús promete a sus discípulos que jamás los dejará, que estará con ellos «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Esto mismo es lo que los discípulos han de anunciar en nombre de la Trinidad a otros que también quieran ser discípulos de Jesús. El hombre Jesús continúa intercediendo ante el Padre por los que confían en él (cf. Heb 7, 5).  Con Jesús, el hombre crucificado y resucitado, Dios revela que su solidaridad con el fracaso de la humanidad es tan honda como inquebrantable el vínculo que lo une con ella.

La Pascua de Jesús expresa que, para que la confianza de Dios en el hombre se verifique en la historia, es necesario que el hombre confíe en Dios como en su Padre. Pero esto no será jamás posible si el hombre no experimenta que Dios es un Padre que nunca lo abandonará; que haga él lo que haga, Dios siempre lo amará y siempre volverá a él para perdonarlo y para creer en él una vez más.

¿Dónde está Dios en este desastre?

En momentos de dolor como el que azota a nuestro país,  los creyentes hemos podido preguntarnos por el sentido del mal. Incluso si “¿es responsable Dios de esta tragedia?”.

Las respuestas muy racionales a estos cuestionamientos, son indignantes para los que sufren, pero además naturalizan el mismo mal.  Es preciso comprender que tanto el mal físico como el mal moral llevan la marca del misterio, pero no es inútil, antes bien necesario hacerse estas preguntas. En la medida que tratamos de resolverlas, descubrimos alguna claridad y abrimos un campo a la creatividad.

Debemos, sin embargo, definir de qué Dios se trata. Cuando hablamos de la posibilidad de que “un dios” sea responsable del terremoto, suponemos que este “dios” puede ser el culpable directo del sufrimiento atroz de algunas personas; que este “dios” pone pruebas a las personas, como arrebatar a una madre de sus brazos a dos de sus hijos, para que ella crea por fin en su poder; que podría, si quiere, castigar a los miserables, por miserables; y a los pecadores, por pecadores; que este “dios” se divierte con su mundo y que la humanidad debe vivir, en consecuencia, expuesta a su arbitrariedad.

Ninguno de estos dioses, empero, es el Dios de los cristianos. ¿Cómo podemos saberlo? Es necesario volver a la historia. Los cristianos conocemos a Dios gracias a un hombre inocente con apariencia de castigado que creyó, sin embargo, que Dios era un Papá y que habría de reinar como un “padre nuestro”. Esta fe suya le costó la vida. ¿Cómo habría de creerse –dirían autoridades religiosas de entonces- que Dios es amor y solo amor; que ama a los que nadie ama y ofrece un perdón incondicional a los que corresponde castigar? Allí, ante la cruz, la Iglesia naciente creyó que nunca Dios fue más Dios. Por esto, cuando los cristianos delante de la cruz nos hacemos la pregunta por el origen del mal, somos desarmados por Cristo. Podemos quejarnos legítimamente contra Dios. También lo hizo Job, convencido de la bondad del Creador. Pero no contra Jesús. Hoy, Cristo, como nuestro representante, pregunta a Dios por los millares de crucificados por el terremoto: muertos, heridos, huérfanos, hambrientos, enfermos, despojados, sin-techos, cesantes… Pero el mismo Jesús constituye, a la vez, la cercanía de Dios, el consuelo y la mano amiga sobre el hombro del que lo perdió todo.

Los cristianos no incurrimos en ningún “dolorismo” cuando nos aferramos al crucificado pues lo creemos resucitado. El dolor por el dolor solo hace daño. Lo último es la resurrección, no la muerte. Pero la sola confesión de la resurrección puede resultar banal. Si los cristianos no resucitamos a los crucificados –y con los crucificados–, nuestra creencia en el Dios de Jesús se vuelve irrisoria u ofensiva. ¿Podemos decirle hoy a nuestra gente que sufre que Cristo está con ella? Sí y no. No podrían los jóvenes, si en vez de salir pala en mano a ayudar a los damnificados, se quedaran de brazos cruzados lamentándose. Sí los ancianos, si no pudieran hacer nada más que rezar con sus compatriotas: “Dios nuestro, por qué nos has abandonado”. La fe en Cristo es auténtica cuando no asfixia el escándalo del dolor inocente con razonamientos justificadores de lo injustificable.

Hoy los chilenos tendríamos que estar más atentos que nunca al inmenso amor que llevamos en la sangre y que está realizando milagros entre todos nosotros. Los terremotos en Chile son nuestro sino, pero no nuestra vocación. Estamos llamados a la solidaridad. Tal vez ni el propio Jesús habría podido explicar el origen de este desastre, pero de nuevo habría dado su vida para que creyéramos que el Amor es el sentido definitivo, a veces atrozmente oculto, de la creación. Lo más real de lo real.

Hoy los chilenos tendríamos que estar más atentos que nunca al inmenso amor que llevamos en la sangre y que está realizando milagros entre todos nosotros. Los terremotos en Chile son nuestro sino, pero no nuestra vocación. Estamos llamados a la solidaridad. Tal vez ni el propio Jesús habría podido explicar el origen de este desastre, pero de nuevo habría dado su vida para que creyéramos que el Amor es el sentido definitivo, a veces atrozmente oculto, de la creación. Lo más real de lo real.