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Alberto Hurtado anticipa la Teología de la liberación

Entre Alberto Hurtado y la Teología de la Liberación no hay conexión directa. No recuerdo que ningún teólogo de la liberación cite a pie de página alguno de sus doce libros. Entre la muerte de Hurtado en 1952 y la Conferencia de Medellín del año 1968 que marcó el inicio de esta teología, pasaron muchos años. Entre ambos se interpuso el Concilio Vaticano II que estimuló como nunca antes la transformación y la reflexión del catolicismo latinoamericano.

Por otra parte, habría que rechazar un parentesco entre Hurtado y esta teología en razón de la incorporación del marxismo en la reflexión social y teológica. Hurtado tuvo muy claro que la Doctrina Social de la Iglesia salía al paso de los movimientos socialistas, en contra a su vez del capitalismo, el gran enemigo de la clase obrera. En cambio, la Teología de la liberación en varios casos admitió un influjo marxista y le sacó partido. Pero decantado con el paso de los años en esta teología su impulso evangélico más genuino, relativizado el peso que en algunos autores tuvo el marxismo, es posible descubrir una continuidad profunda entre ambos.

Hurtado aseguró contra viento y marea aquella predilección de Dios por los pobres que, proclamada como “opción preferencial por los pobres”, llegará a constituir la piedra angular de la teología de la liberación. El motivo de esta parcialidad, al igual que en esta teología, es que Dios no tolera su miseria. Dice Hurtado: “por su desgracia son los principales miembros de Jesucristo y los primogénitos de su Iglesia”. No extrañe, por tanto, que en los escritos del santo chileno se encuentran enunciadas las ideas clave de la teología de la liberación.

Una reflexión al servicio de una praxis

La idea de que la sociedad es una construcción humana que puede por lo mismo ser reformada en su conjunto, es típicamente moderna. En otro tiempo ha podido pensarse que al ser humano no le toca más que adaptarse al mundo en que nació. En los tiempos post-modernos esta impresión recobra vigencia. Hurtado fue promotor de un cambio social estructural. En este sentido es un hombre moderno.

En la teología de la liberación la praxis tiene prioridad sobre la teoría. En palabras de Gustavo Gutiérrez el acto primero de la teología es la praxis histórica y el acto segundo es la reflexión crítica o la teología propiamente tal. La liberación histórica constituye la meta y el criterio de verificación de la verdad teórica.

Con todos los problemas que una tesis así puede acarrear, en Alberto Hurtado también encontramos una clara inclinación a la acción. A esta moción coopera el carácter activo del santo y la espiritualidad ignaciana recibida de “contemplativo en la acción”. Lo decisivo es que Hurtado estudia, critica y piensa en vista a transformar la realidad mediante la acción. En Humanismo Social menciona in extenso qué acciones se requieren: acción social, acción intelectual, acción política, acción cívica, acciones escondidas, “acción católica” y otras más.

Identificación de Cristo con los pobres

La expresión un “Cristo social” caracteriza bien la cristología de Alberto Hurtado. Esta expresión alude al Cristo que se identifica con los pobres socialmente considerados, los pobres que padecen la sociedad que se les impone, los pobres que organizados en sindicatos reclaman justicia. Ella implica que la pobreza es un pecado social que una reforma estructural debiera erradicar. La mística de Hurtado es una “mística del pobre” víctima de una sociedad inhumana, es una “mística social”. Supone que “el pobre es Cristo”. Pero no sólo el pobre aislado, que puede o no tener una cama, sino también las masas de pobres explotadas o despreciadas por una sociedad organizada de un modo que genera estos efectos. Es este pobre sobre todo, el “Cristo social”, para quien el cristiano debe ser “otro Cristo”, a través de la caridad y la lucha por la justicia..

Desde un punto de vista cristológico la coincidencia de fondo de Hurtado con los teólogos de la liberación es muy grande. Al igual que Hurtado, a estos teólogos les lloverán las críticas por exaltar al figura del Cristo del reino y de la acción, el Jesús de Nazaret de los evangelios, funcional a una anticipación temporal de la salvación eterna de los que una sociedad injusta ha empobrecido.

La Iglesia de los pobres

La teología de la liberación ha hecho suya la expresión “Iglesia de los pobres” popularizada por Juan XXIII, para indicar no sólo el tipo de Iglesia que ella busca bajo la inspiración del Concilio Vaticano II, sino también el lugar teológico en que radica la reflexión que desarrolla.

Sorprendentemente Hurtado habla de la Iglesia en los mismos términos y, sobre todo, en el mismo sentido. Según el jesuita chileno, la Iglesia tiene por misión proclamar a un Cristo pobre. Esta es su “gran lección”. Pero ella misma ha de ser “la sociedad de los pobres”, “la ciudad para ellos construida”, “la ciudad de los pobres”, el lugar donde “los últimos se han hecho los primeros” o el “reino de Dios en la tierra” para los pobres. La Iglesia le pertenece a los pobres porque los pobres han sido los primeros en entrar en ella. Los pobres abren a los ricos un lugar en la Iglesia: “la Iglesia es Iglesia de pobres y en sus comienzos los ricos al ser recibidos en ella se despojaban de sus bienes y los ponían a los pies de los Apóstoles para entrar en la Iglesia de los pobres…”. Es “el Verbo hecho carne humilde (que) quiere una Iglesia que se caracterice por la pobreza y la humildad”.

La teología de la liberación sacó las consecuencias de una tal inversión de la perspectiva, las veces que dio origen y se nutrió de las comunidades de base. Una “Iglesia de los pobres” no se opone a una “Iglesia burguesa” en razón de una mera lucha por el poder. Si en la Iglesia los pobres son los primeros y los ricos los últimos, la concepción global del cristianismo histórico debiera invertirse.

Concepción dialéctica de la salvación

Otro punto de contacto entre Hurtado y la teología latinoamericana de la liberación es la concepción de la salvación. Esta ya no es más pensada como una mera cuestión privada. Es salvación integral del hombre entero y de la totalidad de los hombres que, sin perjuicio de su carácter eterno, se verifica ya anticipadamente en la historia aquí y ahora.

La dimensión dialéctica de la salvación adquiere su máxima expresión en la cristología de Jon Sobrino cuando postula que la realidad está estructurada por una lucha entre el Dios de la vida y los ídolos de la muerte. No hay término medio.  Se opta por el reino de Jesucristo o por el anterreino, en favor de la vida de los pobres o por el servicio de mamón, el ídolo de la riqueza y de la propiedad privada. La conversión a la causa de los pobres es así condición absoluta de la salvación.

Para Hurtado la liberación intrahistórica de los pobres depende de los ricos, así como la salvación eterna de estos depende de los pobres. Tampoco para Hurtado hay postura intermedia posible: “la misión de los ricos es servir a los pobres”. Los ricos sólo podrán liberarse de la carga de sus riquezas en la medida que alivien la carga de la pobreza de los pobres. No suprime la posibilidad de la condenación de los ricos por el tribunal eterno, pero subraya la necesidad de su conversión para su  propio bien y para que los pobres sean liberados de la carga que, por concepto contrario, los oprime.

¿Son los pobres sujetos de su liberación?

Hay un tema central en la teología latinoamericana que no aparece en los textos de Hurtado con suficiente importancia, este es, el que afirma que son los mismos pobres los primeros agentes de su propia liberación.

Pero lo que no dicen los textos sí aparece en la práctica. Hurtado fue un decidido promotor de la sindicalización obrera. La Acción Sindical Chilena que creó, es prueba más que suficiente de que nuestro santo esperaba decididamente de los pobres, de los trabajadores en este caso, su propia reivindicación.

Esta ha sido, por cierto, la dirección más aguda tanto de la teología de la liberación como del pensamiento del P. Hurtado. Nada puede ser más revolucionario para el mundo como también para la Iglesia, que los pobres irrumpan como protagonistas de su historia, dejando de ser considerados meros objetos pasivos de evangelización, de beneficencia o de justicia social. Esta fue también la intuición más fina de los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla cuando destacaron la importancia del “potencial evangelizador” de los pobres (nº 1147).

Idea de universidad de Alberto Hurtado

Aunque la actividad universitaria no consumió sus mejores energías, Alberto Hurtado tuvo un alto aprecio de la ciencia y de la universidad. Pasó varios años en ella como estudiante y como profesor. Antes de entrar en la Compañía de Jesús se tituló de abogado. Estudió luego filosofía y teología. Finalmente se doctoró en Educación en la Universidad de Lovaina. Fue consultado para la contratación de profesores de la Facultad de Teología de la Universidad Católica, a efectos de lo cual debió visitar los principales centros europeos de educación superior, entrevistarse con las máximas autoridades y juzgar críticamente la idoneidad de numerosos teólogos. De vuelta en Chile enseñó en Pedagogía, Derecho y Arquitectura. Se le invitó a dar charlas a la universidad y opinó sobre esta con propiedad.

El P. Hurtado ha tenido una gran estima por el trabajo intelectual. Reconoce la importancia de los intelectuales para la sociedad. Los lee y los cita con frecuencia. De los intelectuales en general, incluso de quienes no comparte sus ideas, es consciente de su influjo social a través de sus ideas y de sus libros. En sus propias palabras: «Hay quienes tienen cualidades extraordinarias para pensar, exponer, escribir y muchas veces no se encuentran bien en el terreno de las realizaciones. La acción intelectual es preciosa en la crítica de los defectos y en el estudio de soluciones sociales. A veces un escritor tiene más influencia que muchos realizadores: basta mirar a Kant, Marx, Nietzsche, o si se prefieren ver influencias luminosas, las de Kempis, Tomás de Aquino, Pedro Canisio, etcétera. Cada uno de nosotros ¡cuánta gratitud no debe a escritores que han ejercido poderosa influencia sobre su vida! Un libro para muchos ha sido la ocasión de descubrir su vocación a la fe, al sacerdocio, al apostolado social»[1].

De aquí que fuera un promotor de la lectura, de la escritura, del apostolado y de la acción intelectual. No hay en él sombra de anti-intelectualismo, pero critica la erudición fatua que pueda alejar de la realidad.

Algunas pistas

La idea que Hurtado tuvo de la universidad se esclarece al ubicar a esta en el trasfondo de la crisis de su época y al considerar la teología que él esperaba que estudiaran los sacerdotes.

Epoca en crisis

Alberto Hurtado fue lúcido acerca de la ruptura entre la Iglesia y el mundo de su tiempo. Afirma: «Están desapareciendo las seguridades de un orden llamado cristiano. El vacío entre la Iglesia y el mundo se ensancha cada vez más, como lo comprueba el sacerdote que no se encierra en la sacristía y con sinceridad abre sus ojos a la vida. Él nota la tremenda extrañeza que causa su roce con su tiempo y sus contemporáneos…”[2]. Estas palabras, oídas a más de medio siglo de distancia, avisan el divorcio entre fe y cultura diagnosticado después por Pablo VI, agudizado en las últimas décadas.

Hurtado detecta una crisis que afecta a la sociedad, a la Iglesia y a la posición de esta en aquella. En cuanto sacerdote experimenta en sí mismo el quiebre de la cristiandad. Pero a él le duelen especialmente las víctimas de una sociedad católica “sólo de nombre”. El pobre en el que el P. Hurtado ve a Cristo, es el pobre de una sociedad católica injusta.

En este escenario Hurtado actuó como otros pensadores lo han hecho desde antiguo.  Jeffrey C. Goldfarb fácilmente lo ubicaría entre los intelectuales que han tenido por interlocutor primero a su propia sociedad[3]. En sus textos rastreamos una función «subversiva» y una función «cívica». Como tantos pensadores, Alberto Hurtado fue incómodo a su época. Su crítica tuvo por objeto una sociedad y un catolicismo que no cuadraban con su idea de cristianismo. Aunque en él se advierte, sobre todo, un pensamiento constructivo, la reflexión propia del pastor y del educador que colabora con otros en la misión formadora de su Iglesia.

Opinión sobre la teología

Desde otro ángulo, indirectamente, la opinión que Hurtado tiene de la teología ayuda a entender la importancia que le otorga a la ciencia y a la universidad. Ante la crisis de la sociedad que le es patente en la miseria de los pobres, Alberto Hurtado formula un concepto de la formación sacerdotal cuestionante.

No sin cuidado desliza críticas a los sacerdotes. Algunas remontan a la teología que han recibido como la fuente remota de cierta indolencia y ceguera conque desempeñan su oficio. En privado se queja a Pío XII contra los obispos no tanto porque los vea del lado de los conservadores, como por una especie de incapacidad para darse cuenta de lo que sucede[4]. Pues bien, la teología que él exigirá para la formación de los sacerdotes tendría que curar de raíz este defecto.

La teología, según Hurtado, debiera capacitar a los sacerdotes para ver con los ojos de la fe la realidad en toda su amplitud. Tendría que ser una teología amplia, estudiada en conexión con otras disciplinas humanísticas y científicas, y arraigada en la experiencia espiritual. Si la teología no pone en contacto con Dios, con el mundo y consigo mismo, Hurtado pensaría que las desconexiones que ella produce son la prueba de su extravío. Hurtado no se deja fascinar por la cientificidad de la teología. La critica, si esta no es sabiduría que dé vida a la Iglesia y al mundo.

La universidad

Alberto Hurtado se refiere a la universidad a propósito de los profesores y de los alumnos universitarios. En este sentido sus opiniones sobre ella tienen algo de indirecto.

Hurtado levanta críticas contra la universidad. Se queja de la formación de meros profesionales. Concentra la acusación en profesores carentes de visión de conjunto: “En muchas cátedras, sobre todo en las más técnicas, hay el peligro que el profesor se considere el especialista y nada más, y dé su ramo con total abstracción del conjunto de la enseñanza y sin colaborar armónicamente a obtener el ideal universitario”[5]. En otro plano lamenta la mala calidad de la enseñanza universitaria estatal. Del Estado, además, pide libertad para una enseñaza universitaria católica.

Misión de la universidad

No hay que buscar en Alberto Hurtado una definición técnica de la misión de la universidad. En uno de los mejores párrafos que consagra a esta da muestras de un concepto rico, clásico y moderno de ella. Afirma: “la Universidad debe ser el cerebro de un país, el centro donde se investiga, se planea, se discute cuanto dice relación al bien común de la nación y de la humanidad. Y el universitario debe llegar a adquirir la mística de que en el campo propio de su profesión no es sólo un técnico, sino el obrero intelectual de un mundo mejor”[6]. Si de la formación del sacerdote Hurtado pide un contacto más amplio con el mundo, a la universidad le exige ponerse directamente al servicio de la sociedad en la que se inserta.

Alberto Hurtado lleva las cosas al extremo. En medio de la sociedad la universidad cumple una función pensante, pero también agitadora. Sus palabras son estremecedoras: “la universidad ha de mantener vivo en el alumnado el sentido del inconformismo perpetuo ante el mal y ha de alentarlo a protestar con los hechos, con la voz, con la pluma… y cuando otra cosa no puede, al menos en el fondo de su conciencia”. Continúa su discurso a universitarios: “no depende de nosotros el que una masa enorme de gentes continúe mal alimentada, mal alojada… pero al menos no tratemos de pactar con el mal, no nos acostumbremos, seamos la voz permanente de la justicia”[7]. La cuestión social está al centro de su visión del quehacer universitario.

Hurtado conserva la idea clásica de universidad y aboga por ella. La universidad se debe a la verdad una y universal que tiene en Dios su razón última de ser. Por ello no puede concebirla sin una facultad de teología, la primera de las ciencias. Alguien pudiera pensar que su postura es intolerante cuando sostiene: “no podrá haber jamás universidad de ciencias sin facultad de teología, ni facultad universitaria sin la ciencia de Dios…”[8]. Pero Hurtado está  lejos del integrismo. Su propia teología le permite captar la articulación virtuosa de la revelación de Dios a través de la historia de la salvación cristiana y a través de la creación entera. Es esta percepción aún más honda de la realidad la que subyace a estas otras palabras en las que no ve incompatibilidad, sino necesaria vinculación y compenetración, entre la teología y las demás ciencias universitarias: “Los dos métodos: el experimental (inductivo y analítico), y el teológico (de autoridad y deductivo), ¡con cuanta frecuencia se miran con recelo… y se anatemizan no en virtud de principios basados en la ciencia criticada, sino en prejuicios de la propia… Que no anatematicen. Que tengan respeto y simpatía por la otra ciencia. Que sepan que verdad no se opone a verdad. Que o el dogma es mal entendido o la conclusión científica no lo es”[9].

Y en otro lugar afirma: “La teología como tal es teoría. Debe hacerse viva. Se hace viva cuando se pone en relación con la realidad concreta, con el arte, con la ciencia, con la literatura, con las corrientes espirituales de la vida. El teólogo que no esté familiarizado con la plenitud de las manifestaciones del LOGOS en la vida construirá castillos en el aire. Su tarea consiste en fecundar los esfuerzos del espíritu humano con la levadura del Evangelio”[10].

En la misma línea espera de los universitarios católicos una “síntesis” entre la doctrina de la Iglesia y la realidad concreta conocida a través de las especialidades, síntesis que se traduzca a su vez en soluciones sociales efectivas.

Formación de personas integrales

Para él la universidad se debe derechamente a la transformación de la sociedad en perspectiva social y de bien común, pero esto no se logrará sino a través de personas formadas integralmente y capaces de una visión de conjunto. “La Universidad ha de formar hombres, antes que todo. Hombres, no archivos ambulantes ni grandes eruditos. La actitud principal del profesor ha de ser la de dar una visión de conjunto. No un mero hábito, sino una visión de conjunto. La Universidad debe dar ese hábito hacia la verdad. Sabiduría no es erudición. La mera erudición es pesada, amontona ladrillos como una fábrica”[11].

La misión de la universidad se desliza a la del universitario. Es esta la “del estudioso que traduce esos ideales grandes del hombre de la calle en soluciones técnicas, aplicables, realizables, bien pensadas. Hacerlo es la mayor obra de caridad que puede hacer un hombre, pues es la caridad social, pública”[12].

Hurtado empalma la formación de personas con la necesidad de un tipo de desarrollo científico universitario específicamente cristiano. No es lo más propio de la universidad formar personas caritativas. Por ser cristianos y universitarios al mismo tiempo, profesores y alumnos cumplen una tarea que solo ellos pueden llevar a efecto. A saber, “la caridad del universitario debe ser primariamente social: esa mirada al bien común. Hay obras individuales que cualquiera puede hacer por él, pero nadie puede reemplazarlo en su misión de transformación social. De aquí cada uno en su profesión orientada a su misión social”[13]. Esto implica una formación mucho más amplia de la que normalmente exige cada carrera.

¿Habrían debido estos universitarios trabajar para hacer de Chile “un país católico”? Depende qué se entienda por esto. A Hurtado no le interesa reflotar la cristiandad: no apoya a ningún partido político católico en particular, funda la ASICH como una asociación política para-sindical y expresa un profundo respeto por las iglesias protestantes. Los textos en que Hurtado se refiere a la universidad lo  único que afirman es su fin social. Es posible imaginar, en consecuencia, que habría agradado al P. Hurtado que los universitarios trabajaran por hacer de Chile un país católico solo y en la medida que ellos procuraran en primer lugar hacer de Chile un país más justo.


[1]  Humanismo Social, Editorial Salesiana, Santiago, 1984, p. 184.

[2] S40y11: “La formación del sacerdote”.

[3] Cf., Jeffrey C. Golfarb Los intelectuales en la sociedad democrática, Cambridge University Press, Madrid, 2000.

[4] Cf., S62y02: “Discurso a Pío XII”.

[5] S40y09: “Profesores universidad católica”.

[6] S40y07: “Misión del universitario”.

[7] S08y10: “Misión del universitario”

[8] S40y09.

[9] S40y09.

[10] S40y11.

[11] S40y09.

[12] S08y10.

[13] S22y24: “Lo que ha de despertar la universidad en sus alumnos”.

La "mística social" del Padre Hurtado

La espiritualidad del Padre Hurtado, en cuanto expresión de la espiritualidad ignaciana, es típicamente cristiana. Lo más propio suyo es haber consistido en una «mística social».

 ¿No es un contrasentido hablar de «mística social»? Depende de qué se entienda por mística. La palabra mística es griega. Dice relación con el hecho de cerrar los ojos y mirar al interior; con encontrar a Dios en la intimidad del alma, para lo cual todo lo demás, incluido el prójimo, estorba. El cristianismo tomó del griego esta palabra para expresar su experiencia de Dios, pero alteró radicalmente el concepto.

Mística cristiana

Para el cristianismo, la verdadera mística poco tiene que ver con la intensidad y espectacularidad de la experiencia sobrenatural. Lo que distingue a la mística cristiana es ser participación del amor de Dios por el mundo. Dado que en el cristianismo la unión del hombre con Dios es posible en la unión de Dios con el hombre en Jesucristo, la mística cristiana reproduce en la historia el destino salvador del Hijo de Dios. Hay experiencia mística cristiana allí donde hay rechazo del mundo como pecado y amor del mundo como criatura de Dios; donde liberarse del mundo consiste en salvar el mundo.

En este sentido, la creación no es un obstáculo para la unión con Dios: es el lugar obligado de su encuentro. Por el contrario, el pecado consiste precisamente en pretender una unión con Dios al margen de la historia, huyendo de la vida, quitando el cuerpo a los problemas en vez de enfrentarlos. Por eso, nada expresa mejor la mística cristiana que la indisolubilidad del amor a Dios y al prójimo y ¡al enemigo! Conoce a Dios el que ama lo que Dios ama: la creación entera, al justo y al pecador.

Para Alberto Hurtado, el prójimo, el pobre y la transformación de una sociedad injusta, no fueron una distracción a su oración. Al revés. Su mística es social porque es cristiana. Su santidad invierte el interrogante inicial: ¿es posible una mística que no sea social? ¿Es pensable una mística auténtica que metódicamente haga oídos sordos al clamor de dolor de la inmensa mayoría de la humanidad?

Mística del P. Hurtado

Alberto Hurtado es un místico cristiano. Su intimidad con Dios es recuperable en los testimonios de lo que constituyó la voluntad de Dios para su vida: la edificación de un orden social más justo y caritativo, como expresión de amor a Cristo identificado con los pobres y liberador de los pobres. Porque el amor a Cristo en el prójimo está al centro de su vida espiritual, la lucha por cambiar las estructuras de las sociedad, que él urge una y otra vez, en ningún caso podría realizarse en perjuicio de personas concretas y de modo alguno posterga el deber de caridad inmediata con los más necesitados.

Dos aspectos son distinguibles en su «mística social»: la mística del prójimo y la utopía social; dos aspectos que se exigen recíprocamente.

La «mística del prójimo»

Así como el P. Hurtado contempla a Dios en Cristo, contempla a Cristo en el prójimo y, en Cristo, se hace cargo de él. En otras palabras, el ser Cristo para el prójimo, el compromiso ético-activo, deriva su razón de ser del momento místico-contemplativo, del ver a Cristo en el prójimo, y es inseparable de él.

Ver a Cristo en el prójimo

La razón última del amor al prójimo es que «el prójimo es Cristo». Siendo novicio jesuita se propone «…servir a todos como si fueran otros Cristos»[1]; luego, como estudiante, determina fijarse en las virtudes de sus compañeros en quienes ve actuando al Sagrado Corazón. Para Alberto Hurtado Cristo vive en el prójimo, pero especialmente en el pobre:

            «Tanto dolor que remediar: Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo, acurrucado bajo los puentes en la persona de tantos niños que no tienen a quién llamar padre, que carecen ha muchos años del beso de una madre sobre su frente. Bajo los mesones de las pérgolas en que venden flores, en medio de las hojas secas que caen de los árboles, allí tienen que acurrucarse tantos pobres en los cuales vive Jesús. ¡Cristo no tiene hogar!»[2].

Ser Cristo para el prójimo

El aspecto activo, ético, de esta «mística del prójimo», es distinto, pero no separable del aspecto contemplativo, ya que consiste en ser «cristo» para otros «cristos». Para el P. Hurtado, el cristiano es «otro Cristo»; pero no en el mero nombre y la exterioridad, sino por una gracia y convicción interior: «un testigo no será útil a la causa de Cristo, sino en la medida en que un auténtico espíritu cristiano anime su pensamiento y su corazón»[3].

Por esto, se indigna contra los «testigos incompletos» que, lejos del Espíritu de Cristo, guardan las apariencias, pero faltan a la justicia y la caridad; clama contra los malos católicos, «los más violentos agitadores sociales»[4]; contra los cristianos «nominales» que forman parte del mundo burgués: «… ese conjunto de máximas, de modos de vivir fáciles, muelles, en que el dinero y el placer son los ídolos…»[5].

La utopía social

La «mística social» de Alberto Hurtado ansía cambiar las estructuras de la sociedad, como expresión del más alto amor al prójimo. El expresa su utopía social en dos conceptos: el de Orden social cristiano y el de Cristianismo integral.

El Orden social cristiano

El orden social existente, según el P. Hurtado, «tiene poco de cristiano»[6]. Es imperativo cambiarlo. «El orden social actual no responde al plan de la Providencia»[7]. No puede ser «orden» la conservación del statu quo; el «‘orden económico’ implica gravísimo desorden»[8].

Para el P. Hurtado, el Orden social cristiano -concepto que extrae de la Doctrina Social de la Iglesia- reproduce el Reino de Dios del Evangelio. Como el Reino, ya está en gestación «entre sacudimientos y conflictos»[9]. Lo describe así:

            «Hemos de desear un orden social cristiano. Este supone el respeto a la Iglesia, a su misión de santificar, enseñar, de dirigir a sus fieles, y supone también algo tan importante como esto: que el espíritu del Evangelio penetre en las instituciones, y que las leyes se inspiren en la justicia social y sean animadas por la caridad. Un Estado es cristiano no sólo cuando establece el nombre de Dios en sus juramentos, sino cuando el sentido del Evangelio domina su espíritu»[10].

La construcción de este orden, sin embargo, no será posible si se olvida que «el primer elemento de restauración social no es la política, sino la reforma del espíritu de cada hombre según el modelo que es Cristo»[11]. Pero, dirá también: «Esta reforma (de estructuras) es uno de los problemas más importantes de nuestro tiempo. Sin ella la reforma de conciencia que es el problema más importante es imposible»[12].

Cristianismo integral

El Cristianismo integral que el P. Hurtado auspicia, procura que la fe en Cristo se manifieste en todos los aspectos de la vida, no sólo en ocasiones religiosas; pero tampoco en un puro cambio de estructuras.

Amplísimas son las áreas y ángulos de la vida humana, que el P. Hurtado quiere cristianizar. Se ocupa de la educación, la alimentación, la salud, la vivienda, el trabajo, la empresa, los salarios, la familia, la propiedad, las clases sociales. Es notable verlo hacer una lectura de la historia de Chile desde la perspectiva de los indios tratados como bestias. Critica a su querida Iglesia por la negligencia en la pérdida de los obreros. Está atento a lo nacional e internacional. Así como ausculta los signos de los tiempos, se interesa por el gesto cristiano pequeño: invita a ponerse en el punto de vista ajeno o alegrarle la vida a los demás.

Conclusión

La gran diferencia del cristianismo con los «espiritualismos» que lo desvirtúan, desde el gnosticismo herético del siglo I hasta el de nuestros días, está en postular el amor de Dios por el mundo. La mística cristiana, la mística del P. Hurtado, se distingue y se opone a otras místicas, porque en ella la creación entera, y el prójimo en particular, no es óbice a la contemplación, sino condición de autenticidad.

Publicado en Mensaje nº 442, 1995.


[1] Archivo del P. Hurtado 12,3,27.

[2] Archivo del P. Hurtado: 9,7,1-2.

[3] Humanismo Social, Ed. Salesiana, Santiago, 1984, p. 82.

[4] O.c., p. 68.

[5] O.c., p. 65; cf., 87.

[6] O.c., p. 83.

[7] O.c., p. 89.

[8] Sindicalismo, Editorial del Pacífico S.A., Santiago de Chile, 1950, p. 40.

[9] O.c., p. 9.

[10] Humanismo Social, o.c., p. 181.

[11] O.c., p. 179.

[12] A. Lavín, La vocación social del Padre Hurtado S.J. Santiago, 1978, p. 100.

Alberto Hurtado: su porte intelectual

El conocimiento que se tiene de Alberto Hurtado en Chile es muy incompleto. El P. Hurtado es conocido por haber recogido a los niños pobres. Esta imagen suya permite que a diario 29.000 mil personas sean atendidas en el Hogar de Cristo. Otros, menos, saben que bregó por la sindicalización obrera. Muy pocos, sin embargo, pensarían que Hurtado fue un intelectual; que además de ser un hombre de acción, su batalla contra la pobreza y su lucha en favor de los sindicatos respondían a un concepto de sociedad que lo movilizaba.

Un intelectual jesuita

 En orden a despejar las dudas, cabe preguntarse: ¿fue Alberto Hurtado un intelectual con una poderosa inclinación a la acción apostólica directa o fue un hombre de acción con una inquietud, una apertura y una preparación intelectual notables? Habría que decir que ambas cosas.

Hurtado da muchas señas de ser un intelectual. Terminó derecho. Completó los largos estudios humanísticos, filosóficos y teológicos de los jesuitas. Obtuvo un doctorado en educación. Realizó una maratónica indagación para conseguir profesores para la naciente Facultad de Teología de la Universidad Católica y ayudó a formar su biblioteca. Enseñó un tiempo en las facultades universitarias de educación, arquitectura y derecho. Participó en las Semanas Sociales francesas. Creó la Acción Sindical Chilena. Fundó la revista Mensaje. Leyó de todo. Escribió varios libros. He preguntado a los que le conocieron. “A vacaciones iba con una maleta de libros”, me dice uno. Otro: “en su pieza se le escuchaba siempre tecleando”.

El testimonio que Alvaro Lavín, su amigo y provincial, ofrece del brinco intelectual que Hurtado da en Lovaina, es elocuente: «aquí, en Lovaina, y especialmente en sus estudios teológicos fue cuando… comenzó a dar muestras muy claras de su gran capacidad intelectual. Como ya dije, en sus estudios secundarios fue un alumno bueno, pero corriente; en la universidad sus estudios fueron, sin duda, muy buenos y coronados por el éxito y las buenas notas, pero las preocupaciones económicas y familiares fueron inevitablemente un escollo para alcanzar una mayor profundidad y brillo. En cambio, en Lovaina fue muy buen alumno y llamó la atención. Lo digo, porque para mí, que lo conocí y traté tanto, fue una sorpresa desde entonces -y mayor cada día- el verlo de una agilidad mental muy grande y capaz de captar bien las constantes novedades ideológicas y culturales; sorpresa que he considerado siempre sólo explicable por una ayuda especial de Nuestro Señor»[1].

Últimamente el P. Tony Mifsud, al presentar Moral Social, su obra póstuma, afirma sin sombra de duda «este libro, por cierto no acabado, es la obra de un intelectual, es decir, de un hombre que, además de llevar adelante un enorme trabajo social, también encontró tiempo para pensar la acción social y articularla de manera coherente y sistemática»[2]. Más adelante añade: «ciertamente, no fue un pensador especulativo, en el sentido de pensar lo pensado, sino más bien un intelectual práctico, ya que lo que le motivaba era el cambio social, es decir, pensar la realidad social para cambiarla.  La realidad era el punto de partida de su preocupación intelectual y su pensamiento se dirige a su transformación»[3].

Aún así el tema es discutible. En contra de que haya sido un intelectual, ha podido decirse que un jesuita que en un período de ministerio sacerdotal muy breve funda varias obras y desempeña una cantidad de ocupaciones que ningún otro ha podido ejercer sino de modo excepcional, no ha tenido la calma que el estudio requiere. De hecho el medio intelectual no lo recuerda entre los suyos.

El tema es discutible también porque el concepto mismo de “intelectual” está en disputa. Si la analogía exige el respeto de varias posibilidades, en el caso de Hurtado prima la búsqueda incesante de una erudición que sirva a una reforma social profunda. Para que Chile sea un país justo, Hurtado lee y escribe, acicatea a la sociedad y a los católicos. No es dogmático, piensa a partir de la realidad. Usa estadísticas, pero no sucumbe al empirismo. Su crítica al statu quo puede ser demoledora. Hurtado es inquietante, es provocativo, es constructivo y subversivo a la vez. Su interlocutor no es la academia, sino la sociedad. Se dirá que no puede considerarse “intelectual” a alguien que no sigue en la carrera académica. Hurtado opinaría distinto. Su exención del diálogo académico obliga, por cierto, a estudiar su pensamiento con pinzas. Pero el diálogo ilustrado que procura entablar con la sociedad, permite reconocer en él a un intelectual por excelencia (G. Goldfarb, Los intelectuales en la sociedad democrática, 2000). Es más, Hurtado encara a los académicos que no se preguntan para qué ni para quién investigan.

Tipos de erudición hay varias. La del P. Hurtado remonta río arriba hasta la espiritualidad ignaciana. En un documento reciente Peter-Hans Kolvenbach, General de la Compañía de Jesús, ofrece un marco adecuado para comprender la índole intelectual del apostolado de los jesuitas (Pietas et eruditio, 2004). En los orígenes, los estudios no fueron lo primero sino el deseo de “ayudar a las almas”. Fue esta necesidad experimentada por Ignacio y los primeros compañeros, la que los impulsó a buscar la mejor instrucción filosófica y teológica. La de Ignacio, la del P. Hurtado y la de los jesuitas de hoy, es eruditio de una pietas apostólica. Hasta nuestra época, la mayor colaboración posible en la misión evangelizadora de la Iglesia, ha exigido a los jesuitas una triple y profunda conexión: con Dios, con las culturas siempre cambiantes y con la propia interioridad personal. La obediencia a la voluntad amorosa de Dios hacia los hombres, les ha exigido una encarnación entre los contemporáneos en sintonía con aquella del Verbo hecho hombre. No ha sido el rezo entre las paredes de la capilla, siempre recomendable, sino la vida a la intemperie, la exposición al sufrimiento atroz del mundo, el deseo de amar a Dios en todas las cosas y a estas en Él (Constituciones, 288), lo que explica la fama de culta y la audacia creativa de la Compañía.

Hurtado fue un hombre conectado. Un “contemplativo en acción”, como lo fueron San Francisco Javier, Teilhard de Chardin o Luis de Valdivia. Cualificó su actividad apostólica con una apertura cordial y mental a los acontecimientos, estudiándolos para desentrañar en ellos la voluntad de Dios para los católicos de su época. Hurtado interpretó la espiritualidad ignaciana como un “místico social”. La mística consiste en la unión con Dios. Si en la experiencia mística predomina la raigambre griega original, los místicos encuentran a Dios liberándose del mundo o huyendo de él. Al revés, cuando en ellos prevalece el influjo judeo-cristiano se saben enviados a liberar al mundo y responsabilizarse de él. La unión con Dios de la experiencia cristiana e ignaciana de Alberto Hurtado tiene la originalidad de pretender una reconciliación social como fruto de una acción social sustentada por una erudición lo más amplia y profunda posible. Ad maiorem Dei gloriam Hurtado encuentra a Dios en Cristo y a Cristo en el pobre. Dios, que le revela a Cristo “en” el pobre, lo convierte a él mismo en un Cristo “para” el pobre.  He aquí el núcleo paradojal y dinámico de su aporte místico a una versión del catolicismo social chileno del siglo XX que no se contentará con reclamar caridad para los pobres, sino que exigirá para ellos justicia y cambios sociales estructurales; y que, ante los estragos sociales del capitalismo, disputará  la clase obrera al socialismo y al comunismo.

Un nuevo puente entre la Iglesia y su época

Como intelectual jesuita, además de entrar en un diálogo ilustrado con la sociedad tuvo también un concepto cristiano de sociedad, a saber, el de un “orden social cristiano”, que opuso utópicamente al mundo en crisis que le tocó vivir.

Entre Alberto Hurtado y nosotros, Pablo VI diagnosticó que “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo…” (Evangeli Nuntiandi, 20). Hurtado tuvo el coraje de vivir en carne propia esta ruptura. Tuvo el valor de no rellenar este divorcio entre fe y cultura que por años aflige a la Iglesia, con actividad pastoral o aceptación de cargos. Se da en Hurtado una turbulencia que amén de psicológica, se activa por la urgencia de evangelizar un mundo progresivamente menos cristiano y menos católico. A veces la angustia del santo roza el pesimismo. Alguien podría creer que para Alberto Hurtado “todo tiempo pasado fue mejor”. La fatalidad ante los nuevos acontecimientos mordió a muchos católicos durante el siglo XX. Con Hurtado es posible equivocarse. En sus escritos se puede rastrear al sacerdote agitado por una lucha interior entre lo viejo y lo nuevo, entre lo que hay que anunciar y lo que hay que denunciar, entre lo que es necesario mantener y lo que es preciso crear. Su inmensa actividad apostólica, empero, no fue para él un divertimento, una compensación, sino respuesta creativa a una crisis que él se atrevió a mirar, a sufrir y a pensar.

Porque hizo suya la pasión de su época, porque con valentía experimentó interiormente su turbulencia y desgarro, su discurso gozó de algún sentido, fue escuchado y criticado. Por ello se quejó a Pío XII de las injusticias de la sociedad, de la miopía existente y hasta del perfil piadoso pero poco clarividente de los obispos de entonces. Lo angustiaba que no comprendieran lo que sucedía. El P. Crivelli, visitador de la orden, lo acusó de carecer del espíritu de la Compañía. Otros jesuitas también lo criticaron. Atacó al catolicismo burgués porque espantaba a los pobres de la Iglesia y fue atacado por los católicos tradicionales que le acusaban de comunista.

¿Qué vio que los demás no vieron? Lo que más le llama la atención es la miseria, la injusticia social que la provoca y la emergencia de los conflictos sociales planetarios que esta injusticia a su vez incoa. La masiva pobreza le parece la señal más clara de una crisis mundial. No hay duda que Hurtado es moderno al menos en la concepción de esta pobreza. Para el hombre antiguo esta ha podido ser parte de un mundo dado, que él podía mitigar con su caridad, pero no imputarse a su responsabilidad. El hombre moderno, en cambio, tiene conciencia de que el orden social es un orden histórico, que es obra de la libertad y que, en consecuencia, se puede cambiar. Alberto Hurtado, en este sentido, no sólo reclama caridad y justicia para los pobres, sino que exige sobre todo un cambio de las estructuras sociales. El orden social, especialmente la ordenación económica de la realidad, le parece gravemente desordenada, constituye un auténtico pecado, no es cristiana, y urge por tanto a su completa reforma. Hurtado entendió que trabajaba por una sociedad reconciliada, un orden social nuevo estructurado por el amor y la justicia y, en cuanto sacerdote, pontifex, creyó que debía ser puente entre la Iglesia y su época. Hizo en esto suya la Doctrina Social de la Iglesia, convirtiéndose en su mejor difusor.

¿Quiso restaurar la “cristiandad”? Es esta una cuestión importante. Después de la separación de la Iglesia y el Estado en Chile el año veinticinco, la pervivencia de la “cristiandad” como aquella unidad política y religiosa inaugurada por los años de Constantino y Teodosio ya ha experimentado en Occidente varias transformaciones.  Aquí en Chile el clericalismo del siglo XX reciclará el del siglo XIX. Por lo mismo, la ubicación de Hurtado en esta transición merece máxima atención.

La pregunta es sumamente pertinente, porque exige discernir la dirección a la que apunta su “mística social” y porque los católicos chilenos de hoy no estamos de acuerdo en el modo de concebir las relaciones de la Iglesia y la política.  No es fácil, sin embargo, obtener de los escritos del P. Hurtado una respuesta a esta pregunta. Es preciso inferirla. Los textos hay que leerlos en el contexto de la lucha que entonces se libraba, en el horizonte de las posiciones antagónicas y a la luz de las acciones que pusieron al mismo Hurtado acá o allá en los conflictos.

Razones para pensar que Hurtado ha mirado el pasado con nostalgia no faltan. Hay textos en que roza el fatalismo típicamente retrógrado, en otros sale en defensa de la posición socio-cultural de la Iglesia o combate una pretendida neutralidad estatal. Lo aflige la modernidad, la critica, aunque no la demoniza. Llama la atención especialmente la importancia desmesurada que le otorga al sacerdote en la Iglesia y la sociedad.

Todo esto es cierto y, sin embargo, no es lo más cierto. Como todos nosotros, Hurtado cabalga inevitablemente sobre dos épocas. Anacrónico sería, por ello, citar su pensamiento en contradicción de la dirección de su pensamiento. La interpretación de este no debiera autorizar una lectura restauracionista de sus textos si en su época, respecto de los que le salieron al paso, Hurtado fue un vanguardista.

Y este es el caso. En su contexto Hurtado representa otra fisura para la tan agrietada “cristiandad”. Repetidas veces en su ministerio sacerdotal tuvo que invocar la doctrina del Cardenal Pacelli (1934) que rompía con la unidad política de los católicos y, por lo mismo, auspiciaba el pluralismo y una actuación política libre y en conciencia. La coherencia de Hurtado en esta materia es enorme. En la Acción Católica resistió las presiones por plegar a los jóvenes al Partido Conservador; para fortalecer el movimiento obrero dio a la ASICH un carácter para-sindical, no quiso formar sindicatos cristianos paralelos a los sindicatos liderados por los socialistas y comunistas; defendió ante el papa a los jóvenes de la Falange,  pero evitó mostrar hacia ellos preferencia alguna (W. Thayer Ni político, ni comunista. Sacerdote, sabio y santo, 2004).

Son varios los estudios pendientes sobre el pensamiento de Alberto Hurtado. La pista que de momento nos guía es el origen espiritual de su eruditio: una contemplatio de la acción de Dios en la historia mediada por la teología, por la filosofía y todas las ciencias humanas posibles, al servicio de una práctica apostólica y social. Su fatiga fue por una sociedad integralmente cristiana. Una tal sociedad dependería de la fuerza espiritual del cristianismo más que del brazo político y de la vocación del mismo cristianismo para transformar todas las áreas de la vida humana gracias al trabajo conjunto de la fe y la razón.


[1] Alvaro Lavín El Padre Hurtado: Apóstol de Jesucristo, Santiago, 1977, p. 28.

[2] Informe Ethos nº 40: Alberto Hurtado S.J. ¿Una voz en el desierto?, Universidad Alberto Hurtado, 2,14, 2005.

[3] Ibidem, 2, 17.

Un cardenal y una Iglesia misioneros

Celebramos un año de la muerte del Cardenal Raúl Silva Henríquez. Saquemos aún consecuencias de la vida de este misionero extraordinario. Quiero resaltar este aspecto entre muchos otros posibles, porque la vocación de la Iglesia es misionera.

El asunto es qué se entiende por “misionera”. Mueve a engaño pensar que lo sea la mera expansión sociológica de la Iglesia, su incremento del número de bautizados o el aumento de capillas. Las estadísticas no registrarán jamás el crecimiento del Reino, y la misión de la Iglesia es el Reino. El Cardenal ha sido misionero del único modo como la Iglesia tiene que serlo: llevando a Cristo a “los otros” y no a “los mismos”.

 

El Cardenal de «los otros» 

Raúl Silva Henríquez llegó a “los otros”. Llegó a los pobres como pocas veces lo hacen los príncipes de la Iglesia. ¿A qué obispo las masas le han gritado “amigo, el pueblo está contigo”? Este sacerdote tan singular -aunque sea posible discutir la inclinación política del gesto- inició la reforma agraria con las tierras de la Iglesia. Inmediatamente después de “el golpe” -aún cuando haya podido reconocer la legitimidad de origen del gobierno militar-, clamó porque se respetaran las conquistas sociales de los trabajadores. Caritas, las aldeas SOS, el sueño de un banco que financiara viviendas a los más necesitados son botones de muestra de una lucha de toda una vida en favor de los más pobres del país, los preferidos de Dios. Por esto me conmovió que el día de su muerte un suplementero me dijera: “Este Cardenal era de los nuestros”. Imagino que también a alguien más ha podido emocionar que los choferes de microbuses, como tradicionalmente despiden a sus muertos, hayan rayado en las ventanas traseras de sus vehículos el epitafio: “Adiós al Cardenal de los pobres”.

Llegó a los “no creyentes” y a la izquierda. Ellos como nadie, los años siguientes al 11 de septiembre, descubrieron en el Cardenal un aspecto típico de Cristo: cuando vivían y sobrevivían en el más completo desamparo, expuestos a una crueldad brutal, hubo alguien que no les preguntó quiénes eran, de qué partido y qué pretendían, sino que los acogió, protegió y asistió en su legítimo derecho a una defensa civilizada. Con valentía fuera de lo común, Silva Henríquez no se refugió en la sacristía cuando en plena liturgia resonaba el grito “justicia, justicia, queremos justicia”, sino que sacó la voz por las víctimas. ¿Es posible decir que esa gente solamente se aprovechaba de la Iglesia y que el Cardenal pecaba de ingenuo? De ninguna manera. Sí fue manipulación de la Iglesia todo lo que los enemigos del Cardenal hicieron para acallarlo. Don Raúl fue lúcido y valeroso para sufrir zancadillas, censuras y calumnias varias de parte de los propios católicos, cuando luchando por los Derechos Humanos creyó servir a la causa de Cristo. No se puede decir que la muchedumbre de izquierda que asistió a su funeral lo hiciera por obtener una mera ventaja política.  Si es raro que los pobres sientan tan cercano a un pastor, es del todo extraordinario que la izquierda rinda honores póstumos a un sacerdote, y que ateos lloren la muerte de un cardenal.

Pero el milagro mayor es haber llegado a “los otros” que se hallan entre “los mismos”: más precisamente, a ese “otro” que hay “en mí” y  en todos “nosotros”. A muchos nos sucedió que no supimos hasta bastante después los horrores que la dictadura estaba cometiendo. No lo supimos porque se nos impidió saberlo. Se nos mintió. Pero, además, porque nos cegaba una cierta perplejidad de conciencia. Nos parecía desleal cuestionar el quehacer de los que consideramos los salvadores de la patria. O bien,  porque resultaba más cómodo “dejar hacer”, como si “el golpe” implicara un cheque en blanco para largos años de ejercicio incontrolado del poder. Entonces, al Cardenal lo tuvimos por “político”. Pero, ¿habría sido menos político con su mutismo? Las dos alternativas eran, por acción u omisión, igualmente políticas: denunciaba los abusos o los encubría con su silencio. Su actuación fue política, pero mucho más que política: fue profundamente evangélica. Gracias a Silva Henríquez, a la Conferencia Episcopal, a la Vicaría de la Solidaridad y a algunos otros, Chile ha caído en la cuenta de que cualquier persona humana es hija de Dios, digna de justicia y respeto. Chile entero ha hecho un enorme progreso espiritual. Nadie puede afirmar que los políticos de derecha y los mismos militares que asistieron a su funeral cumplieran con un puro rito externo de protocolo o que simplemente estuvieran allí por mero oportunismo electoral. Estuvieron allí -así lo creo- porque allí descansaba un hombre que, a cada uno a su manera y en grado tal vez diverso, lo tocó en conciencia. Y sólo Dios sabe cómo esas conciencias han de traducir su iluminación ética en conductas concretas.

Enseñanzas de una herencia

La Iglesia chilena debe heredar al Cardenal. También hoy, entrando a una nueva época la Iglesia debiera llegar a “los otros”. No se trata de abandonar el cuidado de los fieles tradicionales ni de los niños en la fe. Tampoco don Raúl lo hizo. Pero la Iglesia que no es misionera termina en secta. Y nada puede haber más contrario a la definición de la Iglesia católica que el menoscabo de su vocación universal.

 A la luz de esta herencia misionera, del Concilio Vaticano II que inspiró al Cardenal Silva y de las necesidades pastorales actuales, me vienen a la mente tres enseñanzas que pueden ayudar a la Iglesia a cumplir el inmenso desafío que tiene por delante.

Un Iglesia misionera debe abrirse a cualquier ser humano como si se tratara de Cristo, porque Cristo está en todos, incluso en los que nunca han oído hablar de Jesús, incluso en los agnósticos. Creer, por el contrario, que Cristo está con la Iglesia pero no con los que no se confiesan cristianos es hoy por hoy herejía pura y simple. Dios que ha creado al mundo por medio de su Hijo lo ha redimido también por su Hijo, y el Espíritu de Jesús alcanza a toda la humanidad, moviéndola al amor y apartándola del egoísmo. Cada ser humano, todo el cosmos está cristificado y nos enseña, de alguna manera, el camino a un Dios que es Padre de unos y de otros. La Iglesia enseña el camino hacia el Padre en la medida que su predicación de Jesús de Nazaret se enriquece con la experiencia del Cristo cósmico actuante en cada persona humana y en toda época. Esta es su misión. Esta misión le impide convertirse en secta, en poder político al servicio de intereses particulares o asegurarse un lugar cómodo en la sociedad. Una Iglesia misionera, en consecuencia, es una Iglesia dialogante con el Cristo que está en “los otros”, porque este Cristo, que es su Cristo, tiene todavía mucho que enseñarle.

Con su toma de partido por las víctimas, el Cardenal Silva nos recordó, además, que el cristianismo es una religión de pobres y perdedores. Jesús fue una víctima: todo hombre o mujer crucificados representa a Cristo. Cristo está presente en la humanidad, pero no de un modo indeterminado. La humanidad es campo de batalla de la gracia y del pecado. Jesucristo es camino al Padre cuando se le encuentra en el hambriento, en el sediento, en el enfermo, en el encarcelado, en el feto abortado, en los perseguidos y asesinados injustamente, y en los que solidarizan con todos éstos. Jesucristo también está en los poderosos, en los violadores de los derechos humanos y en cada uno de nosotros, pero exigiendo arrepentimiento y apurándolo con su misericordia. Si el Cristo presente en toda la humanidad exige a la Iglesia misionera una actitud de apertura y tolerancia, el Cristo presente en las víctimas reclama a la Iglesia indignación e intolerancia en contra de cualquier menoscabo de la persona humana. La misión de la Iglesia es la reconciliación que Cristo urge en todas partes de la tierra, pero no la reconciliación barata. A Jesús esta reconciliación le costó la vida. La Iglesia, si quiere anunciar a Jesucristo, tendrá que tomar partido por las víctimas aunque le cueste caro.

De la fidelidad de la Iglesia al Cristo presente en todos, especialmente en los crucificados, se sigue una tercera enseñanza: la humildad. Una Iglesia misionera no ha de avergonzarse de su humanidad, sino de su inhumanidad. La elección de la Iglesia para ser luz del mundo, como Cristo es la luz del mundo, no la exime de renovar incesantemente la conversión a un Dios que no le exige ser divina, sino profundamente humana. La tentación corriente y burda ha sido arrogarse una omnipotencia (poderlo todo) y una omnisciencia (saberlo todo) que ni siquiera Jesús tuvo. Si Jesús solidarizó con nuestras precariedades y penalidades, con mayor razón la Iglesia debe evitar la autocomplacencia. Es más, mucho bien hará recordar que durante la dictadura la Iglesia chilena se prestigió por su cercanía a los pobres, por su defensa de los perseguidos, por soportar callada las calumnias en su contra, en una palabra, por ser tan humana como Jesús; pero no podrá olvidarse, por otra parte, que fueron también católicos los causantes precisos de las peores inhumanidades.

La Iglesia chilena tiene por delante nuevos desafíos. Se trata ahora de dar razón del mismo Cristo que inspiró la defensa de los Derechos Humanos ante nuevos problemas. ¿Cuáles son las injusticias del Milenio incipiente? ¿Qué hacer con el secularismo que infiltra todos los sectores sociales? ¿Cómo evangelizar a quienes lo único que quieren es dinero y seguridad? ¿Será posible probar, en el disputado mercado de las espiritualidades, que no cualquier religión da lo mismo? ¿Cómo pedirá la Iglesia coherencia de vida y subordinación a la fe a fieles que no se dejan controlar más por las jerarquías religiosas? El modo de ser misionero del Cardenal será una inspiración certera.

Diversos carismas en la Universidad Católica

Nos hemos reunido diversas espiritualidades cristianas presentes en la Universidad Católica con la intención de “remar juntos”. Queremos mirar el futuro para enfrentarlo de acuerdo al carisma particular de cada uno. Nos hemos reunido algunos, en realidad somos muchos más. No somos los más importantes. Tampoco los mejores. Lo que importa es que la Iglesia sea “católica”, es decir, plural en su fidelidad a Cristo y universal en su deseo de hacer de este mundo el reino de Dios. Lo mejor que puede suceder es que con la creatividad de Cristo y con la libertad que gesta en nosotros su Espíritu podamos inventar “la tierra nueva y los cielos nuevos” según el querer de nuestro Padre.

¿Por qué diversos carismas? La Iglesia puede rastrear en su propia historia cómo se fueron dando innumerables versiones del cristianismo. Los cristianos de las diversas épocas debieron discernir los signos de su tiempo para responder con fantasía a la voluntad de Dios. En el fondo de esta historia la Iglesia encuentra en la Sagrada Escritura y en su propia Tradición las razones teológicas de tanta variedad. ¿No sería más fácil que todos fuéramos franciscanos? ¿No bastaría imitar al santo más fascinante de todos los tiempos? De ninguna manera, ¡qué aburrido! Si hubiera que hacer un resumen de resumen de las razones teológicas que impiden la uniformidad, yo diría que Dios, que nuestro Dios no es autorreferente y menos autista. Dios es trino, en Dios cabe la diversidad. El Padre no se ama a sí mismo más que amando a su Hijo y, en su Hijo, al mundo que ha creado y que pretende transfigurar porque lo ama de veras, y no por aparentar tolerancia. Si Dios no es autorreferente, si hay espacio para el juego en Dios, no hay una sola manera de ser hombre ni una sola manera de ser cristiano. Si hay algo típico del cristianismo es la multiplicidad de interpretaciones del  amor de Dios. ¿Qué es lo cristiano? Una interpretación espiritual de Cristo. Mejor, varias interpretaciones de Cristo. Nada hay más ajeno al cristianismo que el sectarismo, pensar que el propio grupo, que la propia espiritualidad es “la” Iglesia. La secta destruye a las personas porque absorbe su libertad, porque les niega la posibilidad de confesar a Jesucristo con la imaginación.

¿Por qué diversos carismas? Esta pregunta obliga a mirar al pasado, a la historia de la Iglesia y de la teología. Si se trata de mirar al futuro debemos preguntarnos: ¿Para qué diversos carismas? En breve, habría que decir que Dios suscita diversos carismas para la comunión. ¿Qué comunión? La comunión entre nosotros mismos, por cierto, la de las diversas espiritualidades y grupos dentro de la Iglesia. Pero esta comunión no basta. Jesús es el Señor de la historia, no sólo el Señor de la Iglesia. Jesús es el Señor de toda la humanidad, no sólo de los bautizados y creyentes. Hay que tener presente que es incluso riesgoso decir: “Somos cristianos, qué más queremos”. Arriesgamos “remar juntos, pero al revés”, en la dirección contraria. Cuando en la Iglesia la Jerarquía, las diversas espiritualidades y las personas singulares se cierran al amplio mundo del cual nunca dejarán de formar parte, cuando la Iglesia no es misionera en el mundo sino un modo para protegerse del mundo, su comunión es el principio de la corrupción de la misión de Jesucristo.

Si los carismas son para una comunión bastante más amplia que un compartir entre los cristianos, es preciso echar una mirada al mundo al cual la Iglesia pertenece y el cual ella debe reunir en el amor de Cristo. Y la primera constatación que salta a la vista es que el mundo está dividido y malherido. Y también la Iglesia, al formar parte del mundo, experimenta en ella misma estos males. Los diversos carismas, en consecuencia, colaboran en la misión de Cristo en la medida que persiguen la comunión trabajando por la justicia y la reconciliación. Los recelos y resquemores que puedan darse entre schöenstatianos y legionarios, entre ignacianos y Opus Dei son un “pelo de la cola”, en relación a las grandes divisiones y los enormes problemas que tiene hoy Cristo para reconciliar el mundo en el amor. ¿Con quiénes cuenta el Señor para revertir la perversa distribución de la riqueza? El dinamismo de concentración de los bienes de la tierra –tal vez sea lo único en lo que no se equivocó Marx- no se detiene, continúa. Un sexta parte de la humanidad capta el 80 % de la productividad. Los activos de las 200 personas más ricas del mundo son superiores al ingreso combinado del 41% de la población mundial. ¿Han sacado uds. la cuenta de cuántos dolares diarios gastan para vivir? 1.200.000.000 de seres humanos viven con menos de un dólar al día. Yo mismo hago cálculos y me avergüenza pensar que vivo con 13 veces más.

Sobre el problema específico de la concentración de los dones y riquezas de la creación, cabe recordar al Papa cuando en Tertio Millennio Adveniente explica los alcances del Jubileo en la Sagrada Escritura. A propósito de la obligación que existía en Israel de hacer descansar la tierra, liberar a los esclavos y perdonar las deudas a los que no podían pagar, comenta: “Si Dios en su Providencia había dado la tierra a los hombres, esto significaba que la había dado a todos. Por ello las riquezas de la creación se debían considerar como un bien común a toda la humanidad. Quien poseía estos bienes como propiedad suya era en realidad sólo un administrador, es decir, un encargado de actuar en nombre de Dios, único propietario en sentido pleno, siendo voluntad de Dios que los bienes creados sirvieran a todos de un modo justo. El año jubilar debía servir de este modo al restablecimiento de esta justicia social”. El año jubilar en el que estamos es una razón de inmensa alegría para la Iglesia por muchas razones. Pero en cuanto a la situación de los pobres, es otro año para llorar y pedir perdón.

Miremos todavía más lejos. El mundo actual es aún más complejo. Hacemos nuestra aparición en el Tercer Milenio justo cuando el hombre, por medio de la ciencia y de la técnica, aspira a administrar las fuerzas recónditas de la física y los mecanismos más íntimos de la biología y de la conciencia. Pero, ¿es por ello más humano? El hombre ilustrado del Tercer Milenio es en buena medida un “nuevo rico”: no carece de ninguno de los adelantos de la electrónica, pero tiene “los pantalones rotos”. Es más individualista, más hedonista, más egoísta. Distingo a este hombre de otros hombres que no son necesariamente así, porque aunque no lo sean, la cultura y los dinamismos sociales de los cuales es prácticamente imposible zafarse, les impulsarán a ser así: ricos en medios y pobres en fines.

El mundo actual ofrece inmensas posibilidades de comunión, pero al mismo tiempo amenaza a la humanidad con rupturas nunca antes imaginadas. Algunos ejemplos:

– Se han multiplicado los medios con los cuales la humanidad puede satisfacer sus necesidades fundamentales. Para tantos crece la expectativa de vida, de educación, de salud, de comunicación. Pero los pecados del pasado, sumados a los del presente, hacen prácticamente imposible la solidaridad internacional. En Africa las pocas ayudas no llegan a los que más las necesitan: faltan caminos y sobra corrupción.

– Cuántos adelantos industriales, cuántos productos distintos en los supermercados, qué maravilla de herramientas, qué versatilidad de juegos y recreaciones… Y, sin embargo, las grandes potencias disponen de un arsenal atómico para volar la tierra varias veces. Hace veinte años escuché que 50 veces. En veinte años habremos progresado, ¿pero en qué dirección?

– Los adelantos en la biología prometen superar un sinfín de enfermedades penosísimas. Pero descifrando el código genético la humanidad tendrá en sus manos la posibilidad de alterar gravemente su propia naturaleza.

– Los medios de comunicación superan todo tipo de barreras: territoriales, espaciales, culturales, morales. Colón demoró 70 días en cruzar el Atlántico. Hoy lo hacemos en cuatro horas. A San Francisco Javier las cartas al Japón le llegaban después de 2 años. Hoy un e-mail al Asia tarda un segundo. Pero estamos cada vez más solos. No somos capaces de hacernos cargo de los que tenemos más cerca. ¿Cómo nos vamos a hacer responsables de los que habitan la otra cara de la tierra? Y contemplamos inmutables en la “tele” a los estudiantes chinos, masacrándoselos en una plaza, mientras nosotros, entre otras cosas, comemos un lomito con una Coca-Cola.

– La “pantalla” nos capta por enteros. Buenas películas, conciertos, finales del fútbol y del tenis. Si no es la “tele” que tiene embrujados a niños y adultos, es el computador. ¡Cuantas posibilidades! La “pantalla” lo ofrece todo. Internet es biblioteca y emporio, mercado de valores y zafari, capilla y prostíbulo, economía de tiempo, de dinero, artefacto de contactos, de bromas simpáticas y contagios calamitosos. A nadie que yo sepa se le ha ocurrido casarse con la “pantalla” y pedir hijos en adopción. Pero no me extrañaría que suceda.

– Algunos datos son simplemente malos. El sobrecalentamiento de la tierra hace decir a algunos científicos que bastaría que la temperatura media se elevara en 5 grados para que desapareciera todo tipo de vida.

Y sobre Chile, más precisamente, al menos dos cosas:

– Hemos avanzado como nunca en la superación de la pobreza. La Iglesia ha logrado meter en la cultura el respeto por los derechos humanos y el valor de cualquier persona. Aún cuando quedan problemas serios por resolver, progresamos en democratización. Pero el Dios Dinero, Mammón como lo llamaba Jesús, seduce los espíritus de ricos y pobres. Lo que la gente quiere es plata. Plata y seguridad.

 – Como país estamos a la cabeza de América Latina. Nos miran y se admiran. Nos admiran y nos “creemos la muerte”. Nos jactamos de ser los mejores, olvidamos a los mapuches, y hacemos penosos esfuerzos por parecer europeos. Con un solo avión F16 que queremos comprar para defendernos de los vecinos, cubriríamos de sobra el presupuesto del Hogar de Cristo durante un año entero. El Hogar de Cristo tiene en Chile 733 sedes. Cada día atiende 20.000 personas. ¿Hacia dónde vamos? Urge reconocer nuestra identidad mestiza e invertir en diplomacia y amistad con vecinos que son tan hijos de Dios como nosotros.

Nuestro contexto inmediato es la Universidad Católica. Hace más de 50 años el Padre Hurtado, egresado de Derecho y profesor de esta misma Universidad, frente a los grandes dolores de su época, en un discurso a los universitarios de la Católica les decía: “Lo que necesita el mundo hoy es una generación que ame”. En ese entonces el Padre Hurtado lamentaba lo mismo que hoy lamenta el nuevo Rector de la Católica: la universidad se ha especializado en formar profesionales, pero no personas con vocación de servicio. Lo que está faltando son personas con una profunda formación humana y cristiana, altamente capacitadas para el servicio de la Iglesia y del país.

A mi parecer es preciso conectar esta preocupación del Rector con el tema que hoy día nos reúne. Las distintas visiones cristianas para el hombre del 2000 debieran concurrir en una honda transformación de nuestra universidad con el propósito común de una reconciliación de nuestro mundo de acuerdo a las exigencias de Cristo.

¿Por dónde comenzar? ¿Cómo los distintos carismas, espiritualidades y movimientos dentro de la Universidad pueden cooperar para enfrentar este desafío? Creo que hay que empezar por Cristo. No hay otro Mediador entre Dios y los hombres que Jesucristo. Cada cual, cada persona y cada movimiento cristiano debiera articular su relación con Dios y con el mundo en Cristo. No es posible “bypasear” a Jesús. No hay espiritualidad cristiana que no pase por Cristo. Pero también en esto hay que poner cuidado. No es posible adherir a la persona de Jesús al margen de lo que constituyó la pasión de su vida: convertir este mundo en el reino de Dios. Cuando se lo intenta, se cae en el “intimismo”. Pero tampoco es posible dedicar la vida al reino, a anunciar la buena noticia del amor de Dios a los pobres y los pecadores, sin un contacto humano profundo y asiduo con la persona de Jesús. El “activismo” aleja de Dios tanto como el “intimismo”. Ni la piedad “intimista” ni la piedad “socializante” son auténticamente cristianas. En última instancia, Jesús se traduce en el reino y el reino implica a Jesús.

Las diversas espiritualidades y modos de ser cristianos solamente podremos reconocernos y “remar juntos” en la medida que, cada cual con su estilo busque al Padre común donde el Padre se deja encontrar: en su Hijo que trabaja y sufre por hermanar a toda la humanidad. Es cosa de tomar los Evangelios y ver que en ellos Jesús representa una novedad radical. Dios entra en la historia alterando por completo el modo de entender la vida y las relaciones humanas. Al hijo mayor de la parábola, hombre cumplidor y religioso que no entiende que su padre celebre el regreso del hijo pródigo, Jesús lo invita a entrar en la fiesta. Dios ama a los que los demás nos dicen que no merecen ser amados. Dios paga a los jornaleros de la última hora infinitamente más de lo que los cálculos mezquinos tienen por justo. Si Dios ama a los que normalmente son despreciados, este mundo no puede seguir siendo el mismo. Si Jesús toma partido por los que lloran, por los cojos, por los ciegos, por los lisiados, por los leprosos, por los endemoniados, por los perseguidos, por los pisoteados, por los encarcelados, por las mujeres, por las prostitutas, por los publicanos, por las viudas, por los niños, por los ladrones, por los agobiados y por los que han perdido toda esperanza, es que Dios es la mayor causa de alegría de este mundo porque son ellos la inmensa mayoría de los seres humanos. Jesús anuncia el reino como un banquete y una fiesta. Este es el jubileo que proclama al comienzo de su actividad pública. San Lucas cuenta que le entregaron el volumen del profeta Isaías y leyó: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (4,18-19).

Sin embargo, no es obvio que los distintos carismas, espiritualidades o movimientos en la Católica cooperemos en la causa de Cristo por el mero hecho de llamarnos cristianos. Para que esta cooperación tenga lugar, deberíamos vencer dos tentaciones muy nuestras: la fuga mundi y la acumulación de privilegios.

La fuga mundi fue un propósito explícito en el surgimiento de las grandes familias religiosas de las cuales nuestros actuales carismas son nietos y bisnietos. Cuando el cristianismo llegó a ser religión oficial del Imperio Romano, terminadas las persecuciones, hubo cristianos que, escandalizados por la mundanización de la fe y deseosos de expresar el “martirio” de otra manera, “dejaron el mundo” y partieron al desierto para vivir allí su cristianismo. Con el correr de los años la fuga mundi se tradujo en un desprecio y un desinterés por el mundo. Se enfatizó la importancia de la “salvación privada”, en perjuicio de la “salvación de todos”. A la espiritualidad cristiana le ha tomado siglos volver a mirar el mundo, a querer y a trabajar por su redención. Tratándose de los estudiantes de la Universidad Católica, si quieren aspirar a la perfección cristiana por la vía de los diversos carismas, tendrán que cuidarse de una fuga mundi que, en su caso, se nutre de otras motivaciones. ¿Cuáles?  Chile es un país clasista y racista. Siendo los alumnos de la Católica los jóvenes más privilegiados de Chile, llevan en la sangre la inclinación a reciclar una sociedad clasista y racista. En este país la fuga mundi se verifica como fuga de los pobres, fuga de los rotos, fuga de los mapuches…en definitiva, fuga de Cristo que no llama a huir, si no que a ir al encuentro de aquellos que la sociedad despoja y margina. La Católica no evangelizará a Chile si no entra en contacto con los pobres, los destinatarios primeros de la novedad radical del Evangelio, si no se deja evangelizar por ellos.

La otra tentación es acumular privilegios. Nuestra Universidad capta los alumnos con más altos puntajes de la PAA, los cuales a la vez provienen de los mejores colegios de Chile. Desde un punto de vista mundano, la Universidad Católica es el mejor lugar en este país para conservar privilegios y aumentarlos.¡Qué difícil es que un estudiante de la Católica, hombre o mujer, aspire a renunciar a las posibilidades futuras que le ofrece la vida y la Universidad, para dedicar su vida a terminar con la miseria, a hundirse en la investigación de las relaciones de paz entre los países, a evangelizar las ciencias, a pensar un mundo alternativo, a ser un buen funcionario público aunque sea mal pagado, a seguir a Cristo por la senda de la vida sacerdotal o religiosa! Es tan difícil como que un rico entre en el reino de los cielos. Los privilegios son una tentación poderosa contra la Universidad Católica, profesores y alumnos. La adhesión a una espiritualidad, cuando no mueve a regalar la vida a Cristo, se convierte en otro privilegio, otro recurso más para asegurarse la vida frente a un mundo que nos amenaza con su dolor.

No podemos “echarnos tierra a los ojos”. La Católica tiene mucho de colegio de barrio alto. Los colegios del barrio alto tienen algunas virtudes no despreciables. Ofrecen protecciones importantes contra un ambiente maleado. Pero la Universidad no puede ser otro colegio, no puede volver a ser una cápsula de cristal o una especie de casita de muñecas. No veo cómo los diversos movimientos puedan ser un aporte a la Universidad si no nos ayudan a abrirnos al mundo que Cristo quiere reconciliar, corrigiendo en sus miembros la tentación soterrada de acaparar la vida mediante una profesión de prestigio y una práctica religiosa impecable pero individualista.

Con todo, hago memoria y me vienen a la mente las palabras del Angel Gabriel a María: “Ninguna cosa es imposible para Dios”. Entré a la Católica a estudiar Derecho el año 1977. Otra vez ingresé el ’82 para estudiar Filosofía y Teología. El ’94 volví como profesor de Teología. En todos estos años he conocido a muchos profesores y exalumnos que se han destacado al servicio del país y de la Iglesia. El desafío que tenemos por delante es en sentido estricto imposible de alcanzar con nuestras fuerzas. Pero para el Espíritu Santo no hay nada imposible. Con su ayuda podemos inclinar esta Universidad servicio generoso de la causa de Cristo.

Los diversos carismas, movimientos e iniciativas cristianas particulares son expresión del Espíritu. El Espíritu es el amor de Dios que hace que cada uno exprese al máximo la originalidad que Dios le ha dado para compartirla con los demás. Mientras más Espíritu más originalidad. La Universidad tiene una enorme necesidad de pluralidad de carismas. Nadie puede pretender “arrancarse con los tarros”. Nada habría más insensato que algún grupo particular tratará de “tomarse” la Católica. La tolerancia es el mínimo. El máximo es la colaboración. Hay que aspirar al máximo. Para lo que tenemos por delante se requerirán muchas visiones distintas. Mientras más interpretaciones de Cristo, mejor. Pero de Cristo, no otras imágenes acomodadas de Él.

Unos mirarán el futuro a partir de una experiencia de Dios que pone énfasis en la meditación de la Palabra o en el amor a la Virgen; otros en el discernimiento de la voluntad de Dios; algunos se aferrarán más a la riqueza de la Tradición de la Iglesia;  ojalá no falten los que subrayen la importancia de la oración, de la acción social, de la liturgia o del trabajo. Una diversidad así es acervo de “sentido”: modos distintos de sentir el mundo pero convergentes en una misma dirección. Hoy se necesitan muchas ideas nuevas, y compartirlas y echarlas a la discusión. Los diversos movimientos de espiritualidad harán el juego a la Universidad en la medida que la ayuden a ser Católica: plural hacia adentro y universal en su servicio hacia fuera. Urge que surja en nuestro medio una generación que se deje cuestionar por los acontecimientos de la época, que se haga preguntas, que no se contente con cualquier respuesta, que sea capaz de entrar en el debate de los grandes problemas, que invente alternativas, que sea valiente y  desprendida. Me parece que los diversos movimientos debieran ampliar su propuesta de “camino de perfección”, animando a su gente a la batalla intelectual por un mundo mejor dentro y fuera de la Universidad.

Termino. Los diversos carismas y espiritualidades son fruto del Espíritu de Jesús para reconciliar el mundo con Dios y a los hombres entre sí. Dentro de la Universidad Católica ellos expresan la misión amplia de la Iglesia que no es otra que la misión de Cristo. La santidad no consiste en no cometer errores. Tampoco consiste en preocuparse del prójimo “por cumplir”. La santidad consiste en amar. Amar como amó Jesús, gratuita y desinteresadamente a todos, pero en especial a los que nadie ama.  “Lo que necesita el mundo hoy es una generación que ame”. La santidad consiste en buscar el reino y su justicia, aunque para lograrlo se cometan muchos errores y haya que pedir perdón muchas veces. ¡Perdón!

El Concilio Vaticano II

Es difícil a 30 ó 35 años de distancia evaluar la importancia del Concilio Vaticano II. Normalmente los grandes concilios han terminado de ser “recibidos”, asumidos y llevados a la práctica, en cuestión de siglos. El caso del Vaticano II tomará tiempo en producir los cambios que impulsó. Por su originalidad en el modo de plantearse y desarrollar sus temas, por el consenso alcanzado en la votación de sus documentos y por la inmensa alegría que su aprobación provocó en la Iglesia, ha debido ser único y uno de los más grandes.

            Más que un cuerpo de documentos compilados en un libro, el Concilio ha sido un acontecimiento eclesial con pasado, presente y futuro. Una tradición de 2000 años no avanza más que de a poco. Sin novedad se muere, sin su antigüedad pierde el rumbo. En el pórtico del Tercer Milenio corresponde a las nuevas generaciones discernir la gran Tradición de la Iglesia respecto de tradiciones, ropajes culturales y modos de ser cristiano que en el pasado verificaron la acción del Espíritu pero que hoy amenazan sofocarla.

            El Vaticano II se dedicó de un modo prioritario a recomprender la identidad y la misión de la Iglesia. Juan XXIII le dio como tarea que “el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz” (octubre de 1962). Pablo VI explicó los fines del Concilio en los siguientes términos: “El conocimiento o, si se prefiere de otro modo, la conciencia de la Iglesia, su reforma, la reconstrucción de la unidad de todos los cristianos y el coloquio de la Iglesia con el mundo contemporáneo” (septiembre de 1963). A lo largo de sus documentos, el concilio penetra en el misterio trascendente de la Iglesia con miras a “encarnarla” otra vez en el mundo que le ha tocado vivir, época de cambios incesantes y extraordinarios, en pos de la salvación de la humanidad.

Una Iglesia espiritual

 

            El Concilio comprende a la Iglesia en una óptica fundamentalmente espiritual.

El mismo Concilio tuvo un origen espiritual. Para la conmemoración de la conversión de San Pablo del año ‘59, el Papa Juan XXIII cuenta: “brotó en nuestro corazón y en nuestros labios la simple palabra Concilio Ecuménico”. “Un toque inesperado, un haz de luz de lo alto, una gran suavidad en los ojos y en el corazón; pero, al mismo tiempo, un fervor, un gran fervor que con sorpresa se despertó en todo el mundo en espera de la celebración del Concilio” (octubre de 1962). A lo largo de su desarrollo, los obispos participantes tuvieron la impresión de estar viviendo un nuevo Pentecostés.

            Sin perjuicio del carácter concreto y visible de la institución y jerarquía eclesiástica, a lo cual se refiere abundantemente en documentos y capítulos, el Concilio destaca el origen trinitario y el talante místico de la Iglesia. En tanto Dios quiere la salvación de todos los hombres y la procura por medio de su Hijo, “la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). La sacramentalidad de la Iglesia, en consecuencia, no se reduce a siete sacramentos sino que se verifica en muchos otros gestos que no por ser humanos dejan de ser religiosos (pensemos en la solidaridad con los pobres y la lucha en defensa de los derechos humanos).

            La Iglesia del Vaticano II ha querido ser carismática por diversos conceptos. La fabulosa renovación de la teología del siglo XX permitió a la Iglesia del Concilio ampliar su visión de la actuación del Espíritu en el mundo y, como resultado de ello, revalorar su relación con el mundo. Supuesto que el mundo es creación de Dios y que Dios actúa en él y no sólo en su Iglesia, la Iglesia ha de vivir atenta a los “signos de los tiempos”, procurando “discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios” (GS 11). La Iglesia, a la luz de Jesucristo, debe enseñar al mundo en qué consiste el verdadero progreso humano, pero ella misma no lo sabrá si no está dispuesta a auscultar este progreso en los acontecimientos mundanos de los que ella también es parte.

            Esta visión “democrática” (y no “monopólica”) del Espíritu, la tradujo la Iglesia del Vaticano II en nuevas relaciones “hacia adentro” y “hacia fuera”. “Hacia adentro” el Concilio promueve la colegialidad del episcopado y el sacerdocio universal de todos los bautizados. La clave de la reforma litúrgica es la participación. Si hasta entonces la liturgia se centraba en la acción del sacerdote (de espaldas al pueblo), desde ahora el sacerdote encabeza la oración común y estimula la participación consciente (en lengua inteligible) de los fieles. La concelebración eucarística, además, expresa la unidad y la comunión de los ministros en torno a Cristo Sumo y Eterno Sacerdote.

            “Hacia fuera” la Iglesia del Vaticano II busca la unidad con las otras confesiones cristianas, con las demás religiones y con toda la humanidad, en las cuales también advierte su vocación a Cristo y reconoce gracia para alcanzarlo. Lejos de considerar a los demás herejes y condenados, afirmando empero la necesidad de la Iglesia Católica, el lenguaje del Concilio hacia los “hermanos”, “parientes” y “vecinos” religiosos,  como hacia los ateos y cualquier ser humano, es respetuoso, amistoso e incluso cariñoso. Consciente de lo que separa, el Concilio busca lo que une y no excluye a nadie.

            Por esos años la Iglesia, tal vez como nunca en toda su historia, gozó de independencia política para establecer su doctrina. La Iglesia del Vaticano II tuvo libertad -don de la Modernidad, según Juan XXIII, pero sobre todo don del Espíritu- y quiso ser libertaria. Dio acceso directo a la lectura de la Biblia. Derogó el Índice de libros prohibidos. Contó con la iniciativa de los laicos. En Dignitatis Humanae, uno de sus documentos más progresistas, exigió de los Estados independencia política y libertad de conciencia no sólo para sí misma y sus fieles, sino también para cualquier religión y para todo hombre en general. Acabó así con la ilusión de la cristiandad, la utilización del poder político para implantar la Iglesia y la utilización de la Iglesia para asegurar los intereses del Estado. Los obispos del Concilio, en fin, tuvieron la libertad y la suficiente fe en Dios para poner en juego la sabiduría del cristianismo en el debate universal de los valores.

            La Iglesia del Vaticano II, como templo del Espíritu, no sólo se sabe santificada por Cristo su esposo, sino que aspira a la santidad. Los papas quisieron su reforma. Sobre todo, el concilio abrió a manos llenas la posibilidad de la santidad a los laicos. Si antes del Concilio prevalecía la teología de los “estados de perfección”, según la cual los clérigos y los religiosos llevaban la delantera a los laicos “por definición”, ahora con María a la cabeza la santidad compete a todos por igual.

            Es el Espíritu Santo, por último, el que otorga a la Iglesia del Concilio un carácter histórico y dinámico. La Iglesia entronca con el pueblo de Israel y desde la Nueva Alianza sellada en Cristo, constituye el nuevo Pueblo de Dios, tiene a Cristo por cabeza y camina humildemente en la historia con el resto de la humanidad, siguiendo la inspiración del Espíritu, y sólo al final de esta peregrinación histórica alcanzará la perfección y la plenitud definitivas.

Una Iglesia servidora

 

            La Iglesia del Vaticano II no es autorreferente, está centrada en Cristo y abierta al mundo por el cual Cristo ha dado su vida. Ella tiene hacia el mundo los mismos sentimientos de Cristo. Decía Pablo VI: “Que lo sepa el mundo: la Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera admiración y con sincero propósito, no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorizarlo; no de condenarlo, sino de confortarlo y de salvarlo” (septiembre de 1963). La Iglesia no se entiende más que procurando que este mundo alcance el Reino inaugurado por Cristo. La Iglesia es mundo y es Reino: es ya Reino en el mundo y mundo en vía de convertirse en Reino (cf. LG 5).

            Si la salvación de la humanidad es el servicio más propio de la Iglesia, el Vaticano II se caracteriza por proclamar que esta salvación es universal y terrena. La Iglesia católica es necesaria, no superflua para la salvación del mundo, pues ella tiene la interpretación auténtica de qué se entiende por Cristo y qué no, y porque en ella se dan todos los medios dispuestos por Cristo para la salvación. Junto con esta doctrina, el Concilio cuenta también con otra doctrina, aparentemente contradictoria, según la cual hay verdad cristiana, bajo otros nombres, en las distintas culturas y religiones, porque la gracia de la salvación alcanza a toda la humanidad por vías sólo por Dios conocidas. El Vaticano II pasará a la historia por haberse atrevido a proclamar que Dios quiere y puede la salvación de todos los hombres, encomendando a la Iglesia el desafío de hacer inteligible esta verdad con hechos y palabras inserta en la historia humana.

            La salvación anunciada por el Concilio, además de universal se caracteriza por ser terrena. El fin de la humanidad es por cierto la vida eterna. Sin embargo, el Concilio ha procurado mostrar la relevancia que tiene la expectativa del “más allá” celestial para el “más acá” terrenal. También por esta razón el Vaticano II pasará a la historia. Pablo VI se pregunta sobre el “valor humano” del Concilio: “¿ha desviado acaso la mente de la Iglesia en Concilio hacia la dirección antropocéntrica de la cultura moderna? Desviado, no; vuelto, sí”. Esta solicitud humana es pastoral. Sigue el Papa: “La mentalidad moderna, habituada a juzgar todas las cosas bajo el aspecto del valor, es decir, de su utilidad, deberá admitir que el valor del Concilio es grande, al menos por esto: que todo se ha dirigido a la utilidad humana; por tanto, que no se llame nunca inútil una religión como la católica, la cual, en su forma más consciente y más eficaz, como es la conciliar, se declara toda en favor y en servicio del hombre” (diciembre de 1965).

El concilio en América Latina

            Además de “espiritual” y “servidora”, la Iglesia del Concilio ha querido ser “católica”. Desde el Vaticano II en adelante asistimos a un episodio extraordinario en la historia del cristianismo. La Iglesia de Juan XXIII y Pablo VI no sólo ha buscado integrar otros modos de ser Iglesia de Cristo, sino que ha auspiciado decididamente su surgimiento, como si no temiera que la diversidad reventara la unidad. Desde entonces y en todas partes, se habla de la Iglesia latinoamericana, la Iglesia europea, la Iglesia africana, la Iglesia asiática, etc. Y el estímulo a la colaboración en Conferencias Episcopales ha llevado incluso a hablar de Iglesia chilena, brasileña, mexicana. En otras palabras y aunque las tensiones de los últimos años parezcan desmentir esta tendencia, el Concilio legitimó la posibilidad de expresar la fe y vivir la eclesialidad en distintas culturas, y no sólo al modo europeo y romano. Los padres conciliares tuvieron la teología suficiente para advertir que la unidad se juega a un nivel más profundo, que la comunión es posible en diversos grados y que si la Iglesia no es “universal” arriesga convertir la institución en secta y la revelación cristiana en cifra esotérica.

            Salvo raras excepciones, el Concilio en América Latina fue muy bien recibido. Hasta ahora ha sido fuente de inspiración y de cambios eclesiales y pastorales extraordinarios. A poco de su conclusión, la Conferencia episcopal de Medellín asumió el desafío de aplicar el Concilio en el Continente. Por la misma senda abierta por el Vaticano II, la Iglesia latinoamericana quiso auscultar los signos de los tiempos en el territorio americano. También en América Latina la Iglesia se ha pensado a sí misma en su contexto preciso. Bajo el impulso del Concilio se han desarrollado múltiples esfuerzos teológicos por reflexionar sobre el Continente, sobre su historia y sobre la tarea que los cristianos tienen en él.

            En las Conferencias Episcopales siguientes de Puebla (1979) y Santo Domingo (1992), aparte de los conflictos de distintos sectores eclesiales por llevar las aguas al propio molino, predomina la misma intuición de fondo: una nueva evangelización de América Latina supone una latinoamericanización de su Iglesia. Si al abrirse a los acontecimientos de los años sesenta Medellín exigió verificar la salvación eterna como liberación de los pobres; si al profundizarse el contacto de la Iglesia con los pobres Puebla proclamó una “opción preferencial” por ellos; en Santo Domingo la Iglesia latinoamericana, cada vez más consciente de la diversidad, originalidad y riqueza de la humanidad del Continente, exige una inculturación del Evangelio, una adecuación y no una imposición del Evangelio a las diversas culturas.

            La Teología de la Liberación ha estado a la base de la transformación de la Iglesia latinoamericana, habiéndose nutrido a la vez de ella. Por cierto, la relación de los teólogos latinoamericanos con los pastores, en especial con Roma, ha sido tensa y difícil. Pero así como no cabe imputar desviaciones mayores a la fe a un movimiento de vida y reflexión cristiana que, impulsado por un Concilio Ecuménico, avanza entre pruebas y errores, tampoco puede negarse que Juan Pablo II en persona ha sido también un gran promotor de este cristianismo latinoamericano.

            En fin, del Vaticano II no es posible echar pie atrás sin dar la espalda a los graves desafíos actuales a la fe que lo justificaron y sin renunciar a la extraordinaria renovación eclesial que ha generado entre nosotros y tantas otras partes.

Cuentos y cuentos

Nuestra época dice no creer en cuentos. Dice, pero no hace. Resulta imposible prescindir de ellos. Cuento puede ser una ficción o una historia real convertida en leyenda. El concepto experimenta una extensión. También podría ser cuento el modo de explicar la propia vida, una utopía por qué no, la cultura con que salimos adelante… ¿En qué se parecen unos de otros? En su utilidad para desvirtuar interesadamente la realidad o para encantarla en el mejor de los sentidos.

Inocencia del cuento

Al común de los mortales parecerá que lo decisivo sea provenir de una familia de abolengo o al menos bien constituida. Pero no. También los monos proceden de la semana fecunda en que Dios hizo buenas todas las cosas. Más importante es que mapuches, celtas, egipcios, tirios y troyanos, todos sin excepción, accedieron a la humanidad por una palabra fantasiosa que les dijo tú no eres un puro embutido de carne y aliento, tú eres un navegante entre las estrellas, un campesino en el desierto y en la roca, ¡tú eres más!

La humanidad en cualquiera de sus versiones ha requerido un relato fundamental. Los mesopotámicos entraron a la existencia por el Enuma Elish. Los indios por el Baghavad-Gita. Los griegos decantaron el monoteísmo de sus mitos cosmogónicos. La historia de Adán y Eva es un cuento formidable en el que Dios encomienda a la humanidad la bondad de su creación. ¡Sí, un cuento! Tan ridículo resulta oponer a esta historia las conclusiones científicas que aseguran que el hombre viene del mono, como por el contrario, y porque la Biblia lo dice, echar a pelear a Dios con Darwin y los monos. La verdad de la realidad tiene muchas dimensiones, las que sólo son asequibles por vías múltiples y complementarias. Sabiduría antigua como Aristóteles. El acceso científico es uno. A la verdad última y concreta sólo llega la poesía, la buena literatura, la creencia religiosa. El amor, precisaría San Agustín.

El cuento, el buen cuento, es una iniciación en el amor. Los niños más que leche necesitan una historia amorosa que los envalentone a atravesar el sueño nocturno y, de mayores, la noche de los sueños. Amor es una palabra muy grande. Mejor que por su definición, el amor se expresa en una imagen y en el relato de sus gestos. Un cuento, y otro cuento, y otro más, harán de un huérfano un hijo. Un hijo y un hombre decente, un caballero andante con los pies en la tierra y el corazón en el cielo que como Sancho sabe que «la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben más que las de la melancolía». Porque antes del cuento la humanidad fue huérfana y en la actualidad persiste expuesta al nihilismo de la intemperie mientras nadie le descubra un comienzo ni le augure un final.

Recuerdo que aún antes de aprender a leer vi una representación magnífica de Jesús calmando la tempestad y luego multiplicando los panes. Ahora sé cómo capear los ciclones y sé también que, si quisiéramos, no habría hambre en el mundo. La parábola del hijo pródigo me da valor para amar mi pobre humanidad como la ama mi Padre. La del tesoro escondido me devuelve la ilusión de vivir. La del fariseo y el publicano me permite distinguir la prostitución de la fe de su expresión más auténtica. La metáfora del grano de trigo en tierra me enseña que el “reino” no llega sin la muerte del Cristo. La parusía, la segunda venida de Jesús en gloria cambiará el uso y desuso de unos por otros por un regaloneo recíproco y cósmico.

            La humanidad atina en el blanco en la medida que cree en esos relatos fabulosos que imaginan lo que somos y señalan lo que seremos, más allá de la obviedad brutal de la existencia.

Sabiduría del cuento

Nuestra época, sin embargo, suele ser iconoclasta: desmonta sentido y cuento para quedarse con el puro sentido. Esta época se asemeja al párvulo que toma la pelota, detiene el juego y dice “mía”. El niño no entiende que fuera del juego en equipo la pelota no es pelota. Afortunadamente se abre paso en el pensamiento contemporáneo la idea de que, en vez de separar, lo que hay que hacer es articular el sentido en el cuento que mejor lo exprese,  habida cuenta que entre uno y otro hay un abismo, una crisis de fe, pero también una exigencia recíproca. En otras palabras, el fin o la razón de vivir se deja alcanzar en una “segunda ingenuidad” para la cual la primera, la “ingenuidad psicológica”, representa una etapa que debe ser superada pero también un depósito de imágenes y palabras sin las cuales no es posible acertar con su metáfora. Es esta tarea de adultos. Ahondemos en su desarrollo.

Con la adolescencia comienza la crítica. La búsqueda de la identidad propia, independiente de la de los padres, exige una ruptura con sus historias y tradiciones. A punta de desgarrones y querellas, el adolescente descubre que el cuento proviene del sujeto que lo cuenta, y el sujeto no le convence. Le parece que lo engaña. ¿El “viejo pascuero”?, ¿la “cigüeña”?, ¿la mitomanía de una Iglesia garante del orden que lo asfixia…? Reemplazando los inventos de los mayores por los dogmas juveniles de moda, el adolescente adquiere al menos una personalidad contestataria.

La adultez lleva la crítica hasta el final. La crítica del adulto no es parcial, sino completa. Después de ver la muerte como una meta ineludible, el adulto se sabe a sí mismo responsable y culpable de todos los cuentos. Hasta no ver la muerte cara a cara, el cuestionamiento de los progenitores, la Iglesia y la sociedad ha podido ser en parte justo y en parte interesado. Desde entonces el cuestionamiento recae en uno sí mismo. En adelante, solos en el mundo y sin que nadie nos diga “vas bien”, los adultos hemos de obedecer el sentido genuino, la dirección más auténtica de la historia que Dios ha tejido con los palillos de nuestra propia libertad, relatando con fantasía a los hijos cómo se avanza por la vida con nobleza.

Pero cargar con la propia muerte es sólo una cara de la adultez. La otra es amar la vida de nuevo y todavía con más fuerza. Hoy más que en otros tiempos se necesita mucho coraje para engendrar un niño, pero sobre todo mucha imaginación. Para iniciarlo en la humanidad habrá que inventarle un juego, una canción y explicarle la vida en parábolas y no a secas. Será necesario ponerle un sobrenombre cariñoso y personalísimo. Pedía Jesús al viejo Nicodemo “nacer de nuevo”, algo así como girar un cheque contra la creatividad inagotable de Dios. Le pedía ingenuidad espiritual. Difícil  para un fariseo acostumbrado a codificar la imaginación divina en una religiosidad de prohibiciones y purificaciones. Pero no imposible para un Dios capaz de resucitar a su hijo, asesinado por viejos escépticos de la novedad de Jesús y envidiosos de su juventud y fantasía.

La modernidad tiene algo del adolescente y otro poco del adulto. No sin fundamento, critica la historia y la religión. Pero ella misma ha creado mitos seculares que, prometiendo bienes fantásticos, sacrifica a la mayoría de la humanidad a su penosa consecusión. ¿No es ésta hoy la más grande causa de tristeza y de ateísmo? ¿Cuál es el verdadero “cuento del tío”: el “reino de los cielos” o las utopías de la sociedad sin clases y la sociedad de consumo? Nunca antes hemos dispuesto de tanta inteligencia teórica y técnica para superar todo tipo de miserias y, sin embargo, jamás hemos sufrido tanto ni hemos andado más perdidos. La globalización que echa redes sobre el orbe terráqueo funciona con el cuento del capitalismo. Para salvarnos del capitalismo urge dar a la globalización un relato original y originante que en vez de obligarnos a competir unos en contra de otros, nos reúna y nos comparta. Un cuento común o la recíproca fecundación de los cuentos más diversos.

La grandeza de la modernidad, sin embargo, está en la crítica de sí misma. La modernidad más madura arremete contra los propios ídolos e ideologías. ¿Habrá de decapitar también a Dios? Depende qué se entienda por Dios. La modernidad ha ayudado a la fe a descubrir los abusos cometidos en nombre de Dios. ¡Tantos! Pero cada vez que la razón moderna ha atacado a Dios sin distinción, su éxito ha sido bastante turbio. Con Dios o sin Dios, el hombre actual tendrá que revisar honestamente las motivaciones que subyacen al propio cuento, cuento creyente o secular, porque de otro modo será imposible evitar una vez más la charlatanería del que, además de embaucar a su prójimo, se engaña incesantemente sí mismo. La historia contemporánea sugiere una conclusión: tan difícil es que la modernidad cree algo de veras humano sin Dios, como que la fe inspire algo de veras divino sin hacer suya la modernidad.

El adulto moderno se pregunta: ¿creo o no creo? Hermoso juego de palabras: ¿creer o crear? ¿Es posible crear sin creer? No parece posible inventar un mundo mejor sin la fantasía de los que creen triunfar sobre la muerte y el pesimismo. Pero cabe sí una alternativa o, si se quiere, dos puntos de partida: creer para crear o crear para creer. Se comience por allí o por acá, sólo con un cuento se podrá llegar a la otra orilla.

Publicado en Jorge Costadoat Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001, 192pp.

Jesús: palabra de hombre, Palabra de Dios

Cuando niño oí decir y yo mismo dije: “Palabra de hombre”. Recuerdo que era de mal gusto prometer: “Te juro por Dios”, estaba prohibido. Bastaba estirar la mano y decir: “Palabra de hombre”. Hace años que no escucho estas declaraciones de veracidad, de fidelidad. ¿Cosa de niños? ¿Dejaron de usarse? ¿Eran innecesarias?

            Me propongo rescatar el fondo humano y divino de estas fórmulas. Lo hago a sabiendas que esta nueva época, época de lealtades a medias y mentiras razonables,  necesita más verdad y fidelidad que nunca. No tengo mejor modo de hacerlo que, gracias a Jesucristo, la Palabra de Dios.

            “Te juro por Dios”, decíamos y nos sumía la culpa. Pero, ¿en qué estaba el delito? ¿Hay algo más hermoso que refrendar las propias palabras con la autoridad divina? ¿No consiste en esto,  más o menos, el sacramento del matrimonio?

            La prohibición de jurar en nombre de Dios es antigua, remonta a la Biblia. En  términos modernos diríamos que no es digno de un hombre endilgar a Dios la vida sin más. Tanto el escritor sagrado como el filósofo moderno saben, es más ¡creen!, que la historia no está cerrada, cifrada en los astros, inteligible sólo a los adivinos, sino abierta. El cristiano occidental o el occidental a secas se sabe libre y, en consecuencia, responsable de una historia que nada más a él toca configurar conforme a su necesidad infinita de verdad, de bien y de belleza. Nadie puede cruzarse de brazos hasta que otro haga por él lo que sin él ocurriría como una imposición externa e infantilizante. No se puede tampoco vivir “echando la culpa al empedrado”. La queja crónica deshumaniza. Sólo los desesperados, tal vez, pueden invocar a Dios para que los exima de la vida.

            ¿Para qué entonces “jurar por Dios” si es posible “jurar por sí mismo”? Jesús enseña: “Di sí, si es sí. Di no, si es no. Lo demás viene del Maligno” (Mt 5, 37). Refugiarse en el Todopoderoso, renunciar a la verdad inherente a todo ser humano que sigue su conciencia y carga con ella, es cobardía y pecado. ¡Más vale ser ateos que invocar a Dios en vano! Porque si el ateo no tiene más que su palabra, el cristiano que manipula el nombre de Dios se invalida a sí mismo y priva a su prójimo del don divino más alto, el de la verdad pura y simple en toda la desnudez de su humanidad.

            Más vale decir: “Palabra de hombre”, y basta. Quizás la fórmula cae en desuso por no ofender a las mujeres. Quizás. Como sea, no creo que las mujeres merezcan menos fe que los hombres. Dejadas de lado las complicaciones del lenguaje, la cuestión de fondo es la que importa. Empeñar la propia palabra, ya para afirmar lo verdadero, ya para comprometerse con los demás, constituye un valor supremo. ¿Quién podría sostener que todos los progresos de la ciencia, desde la aspirina a la electricidad, desde la informática a la regulación de la economía, etc., o que  la más bella de las obras de Leonardo, valen más que el decir de la esposa: “Te recibo a ti como esposo y prometo serte fiel, en lo favorable o en lo adverso, y, así, amarte y respetarte todos los días de mi vida”? Desde que ha habido un hombre o una mujer que ha comprometido su libertad de un modo parecido, la humanidad ha dado muchos pasos adelante, pero ninguno equivalente a éste.

            Sin embargo, la palabra humana es frágil. Decimos “palabra de hombre”, pero, ¿quién es el hombre? Somos una triste mezcla de finitud e infinitud. Aspiramos a todo, incapaces de todo. ¿Compromisos de por vida? La tortura pudo quebrar las fidelidades más acendradas. La cesantía y el hambre han deshecho millones de familias. El mero egoísmo personal, la ambición de fama y poder, han convertido los juramentos más solemnes en mecanismos precisos de traición. Dejemos de lado el caso del apagarse de una falsa vocación, porque nadie está obligado a ser fiel a una voz imaginaria. El asunto es que el hombre por mucho que valga, vale poco. Agobiado en su precariedad, el hombre abdica de la eternidad.

            Pero, ¿no es factible invocar la eternidad? ¿Es del todo imposible conjugar la eternidad en la historia humana? Imposible para el hombre, sí. No para Dios. Para Dios no es imposible sostener a un hombre hasta el final. En Jesús la palabra de Dios se hizo palabra de hombre y en la palabra de un hombre descubrimos la palabra de Dios. Y supimos que la palabra de Dios es prueba y promesa de fidelidad incondicional.

            Se dirá que la comparación no tiene gracia, que el ejemplo no viene al caso. Que Jesús, por ser Dios, no tuvo dificultades para cumplir su misión hasta el final. Un Jesús más divino que humano, habiéndolo sabido y podido todo desde el pesebre en adelante, habría practicado su fidelidad aparentando ignorancia y simulando sufrimiento. Y ante la evidencia de su resurrección próxima, habría enfrentado la muerte como un trámite.

            La verdad de Cristo es muy diversa. Jesús fue tan hombre como Dios. Más precisamente, fue Dios a modo de verdadero hombre. Sólo en el empeño de su palabra humana, dada con nuestras mismas limitaciones de conocimiento y voluntad (excepto la torpeza que añade a nosotros la concupiscencia), ha sido para nosotros posible inferir en Él la palabra divina. Al Verbo divino lo descubrimos en el hablar y actuar de Jesús, como el factor próximo de su veracidad.

            Si atendemos a la historia de Jesús, observamos que el Espíritu y sólo el Espíritu reveló a Cristo la misión que su Padre le daba y que el mismo Espíritu le inspiró la creatividad y fuerza para cumplirla. Jesús, como nosotros, tuvo que discernir la verdad de Dios y cargar con ella. Pero, a diferencia de nosotros, arraigado en la fe y en el amor de su Padre, Jesús se mantuvo fiel en la tentación, soportó la deslealtad y la traición de los amigos, y murió acusado de charlatán y blasfemo. ¡Qué paradoja de la historia! Que un hombre veraz como ninguno haya sido condenado por impostor y embacaudor de su pueblo. Pero así, respaldando su palabra con su cuerpo, con su pura hombría, aseguró Jesús la credibilidad de Dios y abrió el camino a la credibilidad en el hombre.

            En Jesús se ha hecho patente esta otra paradoja extraordinaria: Dios cree en el hombre. Cree en este ser asustadizo, inverosímil, infiel. La fe sólo en segundo lugar consiste en creer en Dios. En primer lugar la fe es actividad divina. Dios cree en el hombre y con su promesa de fidelidad sustenta la libertad humana, las promesas humanas y las humanas muestras de la lealtad. La fe de Dios hace de un hombre cualquiera un “hijo”. Distinto del “empleado”, el “hijo” vive consciente de valer tanto como su padre y, feliz de sí, confiado, se expone a la vida y lucha por ella sin engaño. Las obras humanas, incluso la mera fe humana, por sí mismas, son inútiles, tambalean y fracasan. La fe humana atina con Dios cuando, gestada por el Espíritu que nos hace “hijos en el Hijo”, consiste en creer que somos dignos de fe entre nosotros mismos porque Dios nos ama, sostiene nuestros pasos y nos recoge de nuestras caídas.

            Desde Jesús en adelante ha quedado claro que Dios comparte su protagonismo con la humanidad. Con nosotros los cristianos, que lo sabemos explícitamente, pero también con los que no lo son. Pues si la fidelidad divina fue visible a los cristianos en la rehabilitación de un hombre crucificado, esta misma fidelidad se ha hecho extensiva al resto de la humanidad sin exclusión, y la verifica el Espíritu donde se da el hombre y la mujer auténticos. Toda persona humana es capaz de la verdad.

            Recojo el caso del padre de Jung Chang, autora de Cisnes Salvajes. Cuando en la China de Mao arreciaba la delación, la traición y los falsos testimonios, una alta funcionaria del régimen acusó al padre de Chang de dudar de las palabras del líder: “Cada palabra del presidente Mao es como diez mil palabras y representa la verdad universal y absoluta”. Aquel replicó: “Que cada palabra signifique una palabra constituye de por sí la proeza suprema de un hombre. No es humanamente posible que una palabra equivalga a diez mil”.

            ¿Tiene sentido decir “palabra de hombre”? Sí. ¿Jurar por Dios? También, depende cómo se haga. ¿Prometer los jóvenes con voto “pobreza, castidad y obediencia perpetuas”, para dedicarse por completo a la voluntad de Dios? Muchísimo. ¿Prometer lealtad a los superiores jerárquicos, al Presidente de la República, a la Constitución y las leyes? ¡Por supuesto! Nada tiene más sentido que la lealtad de los mártires, muertos como Jesús por confesar  la trascendencia de su razón para vivir.

Jorge Costadoat S.J.  Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

Padre de Jesús y Padre nuestro

En el Antiguo Testamento rara vez se trata a Dios de “Padre”. Haber llamado Jesús a Dios “Abbá”, “papito”, debió parecer un exceso de confianza. Jesús habla de Él como de su Padre y nuestro Padre.

El Nuevo Testamento distingue claramente la singularidad de la relación de Jesús con Dios de la que los demás pudieran establecer con Él. Allí Jesús se sabe el Hijo amado de un modo único e irrepetible. Y, sin embargo, Jesús comparte a su Padre con otros, con nosotros, haciéndolo tan Padre nuestro como es Padre suyo. Jesús reza para que en su intimidad con Dios quepan muchos, quepan todos: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros”.

Pero, ¿podemos nosotros tan fácilmente decirle “Padre” a Dios? Sí y no. “Padre” designa a un ser amoroso, protector, liberador, educador, alguien que nos despeja el futuro con su imaginación; pero también puede ser un sujeto ausente, fugitivo,  chantajista, tiránico o un agresor sádico. ¿No están hartos algunos niños de maltratos sin fin? “Madre” puede ser alguien tierno, cálido, acogedor, nutriente; pero también un ser posesivo, dominante, absorbente, castrante o irracional. Nuestros “padres” y “madres” humanos ayudan, pero también dificultan nuestra relación con Dios. Ellos han fraguado nuestra personalidad a un grado tal que nuestra relación con los demás y con Dios mismo llevan las marcas y las heridas de la infancia. El tema es complejo. El Nuevo Testamento no tiene mejor categoría para hablar de Dios que la de Padre. Pero este Padre es semejante a nuestros padres y madres humanos en parte sí y en parte no.

Si es Jesús quien quiere compartir su intimidad con Dios, si es Él quien insiste que lo llamemos Padre, hay que atender a la extensión de esta filiación de acuerdo al Nuevo Testamento. Y el dato principal que poseemos del Nuevo Testamento es que, si algo sabemos del misterio de la intimidad de Jesús con su Padre, lo sabemos indirectamente, como a la pasada, a propósito de su misión: el anuncio del reino de Dios a los desamparados. Destacando la identidad divina de Jesús, el Hijo, la Iglesia aseguró el carácter trascendente y definitivo de su misión de salvador universal.

 

Por la misión a la intimidad

 

Ubiquemos la relación íntima de Jesús con su Dios en el marco de su misión. ¿Qué lugar ocupa el Padre en el corazón del Hijo? ¿Qué lugar ocupa el Hijo en el corazón de su Padre? En Dios no hay espacio para el “intimismo”. En Dios cabe la intimidad, pero no el amor excluyente, celoso y mezquino. El amor de Dios es el Espíritu que no conoce fronteras, que llega a todos, a los amigos y a los enemigos. En el corazón de Jesús está la misión del Padre de instaurar su reino de amor y justicia. En el corazón de Dios está toda la humanidad que Jesús debe hermanar bajo un mismo Padre.

Por cierto, el amor del Padre y del Hijo no se reduce a la edificación del reino. El reino, que engloba todo lo que por salvación se entiende, es “gratuito”, no “necesario”. Dios no está en deuda con nadie. Nadie tiene derecho a la salvación. Para que a todos quede claro, Dios invita al reino en primer lugar a los pobres, los que nunca han tenido derecho a nada. ¿Cómo no habría de irritar esta preferencia de Jesús a los que teniéndose por justos, despreciando a los demás, creían ganarse el favor divino? El amor espontáneo entre el Padre y el Hijo es anterior a nuestra sed de amor, perdón y trascendencia. Anterior y mayor, mil veces mayor. Este amor preserva a la actividad humanitaria del Hijo del activismo típico del self made man, el hombre que no se debe más que a sí mismo, a su trabajo. O del que vive divertido en sus gestos de beneficencia, pero reacio al influjo del prójimo, protegido de ese espacio vacío entre hombre y hombre en el que podemos ser juzgados o acogidos. Al Hijo le basta su Padre, no necesita nuestro aplauso. Su entrega es generosidad pura.

El reino es expresión del amor de Dios. Aún más, el dogma de la Iglesia recuerda que la Encarnación no es reversible, que el reino tiene principio pero no fin. El Hijo es el hombre Jesús para siempre. ¡Dios no podrá zafarse nunca más de su humanidad ni de sus criaturas! Dios es fiel hasta el final. Desde entonces la conversación del Hijo con su Padre trata de lo nuestro, se articula en palabras humanas y gestos corporales, sabe a barro, huele a humo y sudor. Desde la resurrección hasta la Parusía, Jesús clama al Padre por el desgarro del mundo y nos asegura que el reino es la única agenda del amor de Dios.

Vistas las cosas en la perspectiva de la misión, sabemos que el Padre es para Jesús amor incondicional, total e inaudito por Él, y que Jesús extiende este amor en forma incondicional, total e inaudita a los pequeños, los enfermos, los desplazados y los pecadores. Dios ama a los que los egoístas, los sabios, los poderosos y los puritanos menosprecian. El amor que el Padre tiene por Jesús es la causa próxima de su libertad, autoridad dice el Nuevo Testamento. Y esta libertad o autoridad Jesús la pone en juego como obediencia absoluta a la voluntad de Dios, cuando manifiesta hasta la cruz su preferencia por los fracasados y ofrece el perdón divino también a los egoístas, los sabios, los poderosos y los puritanos.

Pero Jesús no actúa “programado” como un burócrata sin iniciativa. Misión no es programación. El amor del Padre hace a Jesús obedecer libre y creativamente a lo mandado. ¡Nadie ha superado jamás a Jesús en fantasía! Jesús obedece a su misión inventándola, como un poeta. Jesús fue un poeta. Pero a diferencia de algunos poetas que pasan por la vida sin comprometerse con nadie, el amor que funda a Jesús hace de Él un hombre valiente para entrar en conflicto con la religiosidad hipócrita de su época. El amor del Padre hace que Jesús saque adelante su causa con arrojo, pero por la vía pacífica. En Jesús el amor prevalece sobre el miedo. Prevalece también sobre la violencia, hija del miedo. En su corazón hay una libertad y una generosidad más fuertes que la muerte.

Vistas las cosas desde la misión de Jesús, su abandono por el Padre “era necesario”. ¿Fue su muerte un mandato sádico de Dios? No ¿Un acto suicida o narcisista del Hijo? Tampoco. La muerte de Jesús es indirectamente querida por el Padre y por Jesús mismo. Lo directamente querido por ambos es la vida, el reino, el perdón de los pecadores, el indulto de la adúltera digna de pena de muerte, la denuncia de la injusticia, y la cancelación de la muerte. Los únicos que buscaron derechamente la muerte de Jesús fueron el Sanedrín, los romanos y esa multitud representante de la gente aprovechadora de todos los tiempos que, desilusionada, gritó: “Crucifícale”. ¿No pudo su Padre evitar a Jesús este trago tan amargo?  Tanto amó el Padre a Jesús que respetó su libertad. Tanto amó a la humanidad que le entrego lo más querido. ¿No pudo Jesús eludir la cruz? Tal fue su amor por su Padre que Jesús no pudo echar pie atrás, sino que soportó la orfandad más radical y el abandono del mejor de los padres. Tal fue su amor por la humanidad que, inocente, experimentó en lugar de la humanidad la consecuencia propia del pecado: la muerte. En la cruz la confrontación de Dios y las fuerzas del mal es abierta. Allí no cupo negociación alguna. Dios no transa con el mal. Los vicarios del mal hicieron lo suyo, lo de siempre: para salvar la nación, se excusaron a sí mismos y sacrificaron al inocente. Gritando a su Padre: “Por qué me has abandonado”, Jesús solidarizó con las víctimas de la historia humana y reveló que Dios no puede ser indiferente a su dolor.

Vistas las cosas en la perspectiva de la misión, la resurrección hace entrar a Jesús definitivamente en la intimidad de su Padre y con Él entramos nosotros. Los textos del Nuevo Testamento vinculan la resurrección de Jesús con nuestra propia resurrección. En la resurrección de Jesús, el Padre convalida la valentía de su Hijo por nuestra cobardía; la justicia de su reino por el acaparamiento de la tierra; su cálida compañía por la soledad de las masas; la obediencia de su Jesús por la frescura de los que deambulan como si no hubiera Dios; la gratuidad de su entrega por la mezquindad con que unos a otros nos pasamos la cuenta.

De la intimidad a la misión

 

Dios ha demorado toda la vida de Jesús, desde María hasta la resurrección, para abrirnos también a nosotros un espacio en su intimidad. Ni el Padre es egoísta ni el Hijo celoso. De ellos brota el Espíritu de amor que disipa en nosotros la sensación de orfandad que nos hace aferrarnos a la vida de cualquier manera, haciendo ídolos de personas, sacralizando la propia acción o reclamando atenciones desmesuradas. En la intimidad del Padre los hijos no tienen derecho a nada. Nada les falta, abundan en todo. Son libres. Juegan. Ni mendigan ni exigen, simplemente son. Son señores de la vida y de la muerte, como Jesús. Y, como Jesús, misioneros de la paternidad de Dios por el mundo.

Hablamos del misterio, hablamos con atrevimiento. ¡Quién conoce la intimidad entre Jesús y su Padre! Pero no podríamos callar pues el misterio de Jesús, el misterio de Dios es el misterio del amor. No un secreto revelado a los sabios. No los vericuetos oscuros del alma de una divinidad sentimental y ofendible. Tampoco una suprema fuerza sideral autónoma, autista e impersonal. Hablamos de una gratuidad tan incomprensible que trasciende el negocio humano, los cálculos políticos, el regateo con de la gracia, la sectarización de la Iglesia; se trata de un amor que “hacia adentro” es insobornable y “hacia afuera” manirroto. Su enigma es tan sencillo como una buena noticia que urge anunciar a los pequeños y los humildes.

El acceso a la intimidad entre Jesús y su Padre, en vez de encerrarnos en el pietismo individualista de esta época nos lanza de nuevo al mundo para verificar en el mundo la vocación común de hijos e hijas de Dios. No son las diferencias de raza, ideología, cultura o religión las diferencias principales. Desde los orígenes de la humanidad venimos repitiendo la discordia de Caín y Abel. Somos enemigos, pero estamos llamados a ser hermanos. Lo somos por vocación, no lo somos por historia. Jesús es nuestro hermano mayor pero, para ser precisos, queremos que lo sea. El Espíritu cultiva en nosotros el amor que nos hace mirar con indulgencia a los que nos dañaron. El Espíritu nos llena de coraje para luchar por la verdad y la justicia. El Espíritu nos hermanará. Entenderemos entonces que Jesús no vino a quitar la vida a sus enemigos, sino a dársela. Ese día el legislador abolirá la pena de muerte, porque comprenderá que el amor de Dios incluye la clemencia y excluye la venganza.

¡Venga a nosotros tu reino!, rezamos en la intimidad al Padre, su Hijo y sus hijos. El reino de justicia y misericordia es el hogar de los hermanos, nuestra misión y la tierra prometida.

Jorge Costadoat S.J.  Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.