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Expedición teológica del Teniente Bello

Los pájaros no construyeron pirámides ni rascacielos. Los hombres no se contentaron con tener como las aves dos ojos, dos oídos, corazón, patas y buche para qué decir, estómago y gusto por las frutas y los granos. Volaron. Imitaron a los cóndores. Estaba dentro de las posibilidades. ¿Hay acaso algo más humano que explorar los senderos conocidos y desbrozar los por conocer?

 Pájaros y hombres, semejantes y tan distintos. Hay homínidos que trabajan como chercanes y otros flojos como mirlos. Hay treiles, garzas, cisnes y flamencos dignos y elegantes como los eritreos. En alguna época muy cercana en la historia de un cosmos viejo en trece mil setecientos billones de años, fuimos agua y calor, cromosoma, célula, ameba, quién sabe qué. Ellos y nosotros quisimos ser pez y pescador. Y nos dio por volar, cuando ni siquiera plumas teníamos. Las aves lo pudieron primero, pero ni ellas ni nosotros hemos sido infalibles.

 Aún se recuerda que a inicios del XX, tal vez antes, no sé, hubo una gran mortandad de pájaros en Valparaíso, cuando el puerto daba gloria al pacífico sur. ¿Auguraban los pelícanos ciegos de hambre, muertos bajo las ruedas de los vehículos, el fracaso venidero de la ciudad? De muy lejos habían seguido un cardumen de peces cuyo rastro por alguna razón extraviaron. Se despistaron, enceguecieron de desnutrición, perdieron el vuelo y la vida. Murieron miles.

 Pero la pérdida del pájaro no es comparable con la pérdida del hombre. Los pájaros se pierden porque fueron dotados de radares que pueden fallar, de apetito exacto, pero no la posibilidad de renunciar a su vocación. Es cierto que hubo aves que exploraron más allá de su especie. El ornitorrinco todavía busca su identidad. Pero en su caso la aventura es pura adaptación, estrategia genética. Y los seres humanos, distintos, no son sólo estrategia, sino algo más. En la lucha generalizada y cruel por la sobre vivencia, los hombres ganan siempre. Sólo pierden la guerra contra sí mismos.

 Y la perdieron. Dios, el primer pajarero, compartió con Adán y Eva su oficio de ornitólogo. El Señor les dijo que mandaran a las aves del cielo, y lo hicieron. Les dio poder para darles un nombre, y lo hicieron. La humanidad heredó de Dios su capacidad mítica de crear con la palabra, llamando las cosas por su parentesco recíproco, jugando con los parecidos, bromeando con las comparaciones, riéndose de la cara de pato de algún cuñado.

 La humanidad perdió la guerra contra sí misma cuando emprendió el vuelo para llegar a ser Dios y dejar de ser hombre. Quiso asegurar la posesión de la verdad y se eximió encontrarla. Habiendo podido ser hombre y Dios a la vez, creyó el hombre en Dios para liberarse del nómade que camina a tientas, probando, equivocándose. Esta fue su perdición. El error no estuvo en querer volar, menos en soñar con las nubes. Bastaba ser humanos, profundamente humanos, nada más. Porque es divino volar y no hay que dejar de ser hombres para hacerlo. Pues el Creador quiso que empolláramos todas las posibilidades, menos una: la de copiar a los pájaros, jactándose de ángeles, para asegurarse y dominar a sus hermanos de travesía.

 Alejandro Bello voló, porque hacía millones de años que quería volar. La generación de Bello, Avalos, Godoy, Pérez Lavín, por los años de la mortandad de Valparaíso, cumplió el anhelo primordial de la especie. Intrépidos todos. Amaron el aire y al aire libre. ¡Altazores!  Estremecieron las galerías. Sacaron gritos a las doncellas. Ocuparon la página primera de los periódicos. Allanaron el camino a Aracena y a Saint-Exupery. Rehabilitaron a Leonardo. Desenmascararon a los mediocres. Atizaron la rabia de los que esperaron y esperaron el momento oportuno para minimizar sus hazañas.

 Porque fueron aves entre las aves, esa generación de voladores bautizó la máquina de “avión”. Fueron un escuadrón providencial de hombres aviones, de verdaderas aves humanas con alas de cartón, motores a ruido y ganas, muchas ganas de la aventura más soñada por siglos: mirar la tierra desde el cielo.

 ¿Fue Bello un pecador? Como todos. ¿Fue un pajarón? No ha faltado el frívolo que lo ha pensado. Chilenos y chilenas que nada saben del amor al riesgo, han creído que sí y así lo han enseñado a los más pequeños: “más perdido que el Teniente Bello”. Como si Alejandro se hubiera perdido accidentalmente. Se ríen de él. Pontifican contra los aventureros. El compatriota medio se ha burlado de Bello. Ha hecho de su recuerdo una caricatura para atacar a los ilusos. El terrícola asustado llama accidente al acto heroico, celebra al héroe cuando el héroe ya no lo llama a saltar al abordaje. Lo envidia porque el hombre, el verdadero hombre, el primer aviador, le abrió los cielos y no le perdonará nunca este exabrupto de hombría. Los connacionales han usado al Teniente Bello para atacar con su mención al despistado común y corriente. Con un chiste han mochado la punta de lanza de la antropogénesis.

 Bello no fue ningún despistado. Su muerte no fue un infortunio. Murió como los conquistadores tras la Ciudad de los Césares. Murió porque amó la vida. Murió como Mery antes que él y Menadier y Ponce después de él. Murieron porque le pareció bello volar. Volaron para hacer más hermosa la vida. Para vergüenza de los paisanos que pronto los olvidaron, que hoy vuelan con un whisky en la mano y se preguntan: “¿existió el Teniente Bello?”.

 Pero, ¿murió? Una anciana de negro vio ver caer su avión en las inmediaciones de Llo-lleo. ¿Lo vio? A ella no la vieron nunca más. ¿Una noticia inventada para vender más diarios? No consta que Alejandro Bello haya muerto. Su compañero de vuelo, el Teniente Ponce, desde otro avión y antes de aterrizar en los potreros de Buin, lo vio despedirse de él con un gesto cariñoso y perderse luego entre las nubes. Esta fue la última información que tenemos.

 Debemos reconocerlo. El caso del Teniente Bello es enigmático. Su pérdida, un misterio. Se puede pensar lo que se quiera, casi todo, de su destino y de sus intenciones. El aviador fue una rara avis. Porfiado como poquísimos, quiso cumplir la tarea de llegar a Cartagena y volver a Lo Espejo en 48 horas, cuando las señales climáticas eran adversas. Pocos años después el místico Cortínez, engañando al mando y con diarios en el pecho para aguantar el frío, cruzó de ida y vuelta la cordillera. Bello perteneció a esta raza de insolentes, siempre rara, que obedece a su vocación. Los más siguen la moda. Él, ellos, no. Alejandro entró en los nubarrones como un principiante, obedeciendo a su sola pasión.

 Hay pérdidas y pérdidas. Nadie quiere perderse porque sí. El adelantado desea algo, sigue su instinto a ciegas, quiere incluso el riesgo a secas, pero no se pierde por perderse. Nada hay peor, en cambio, que negar la propia perdición, jurar que se está en la verdad, imperar la propia óptica a los demás o quemar en la hoguera a los que, con su ejemplo de búsqueda, pudieran extraviar a los niños. Entre la Inquisición y los niños no hay entendimiento ni lo habrá nunca. Los infantes exploran, juegan, ensayan, mienten, porque aman solo la verdad.

 El niño Jesús se perdió en el Templo. Buscaba a Dios. Lo encontró. Por tres días sus padres no supieron dónde estaba. ¿Sabía Jesús mismo dónde estaba? ¿Le importó un bledo que María y José estuvieran preocupados con su pérdida? Su incorregible costumbre de no tener por divino algo que no fuera auténticamente humano, le costó a la larga la vida. En el Templo Jesús se supo hijo de un Dios que llamó Padre, porque lo autorizó a perderse. Los sacerdotes castigaron su blasfemia.  La religión no soportó tanta libertad. Multiplicando las cautelas, con una pena ejemplarizadora, las autoridades religiosas prohibieron su arrojo, su coraje, su fe.

 Se perdió Jesús. La mística es cosa de experiencia, de soledad. Y el día menos pensado, ¡de traición y de abandono! La falsa mística ofrece entusiasmo, revelaciones secretas, conocimientos difíciles. No soporta la ignorancia del que se sabe en camino. Para proteger a Dios, apaga la ignorancia del hombre de fe.

 La desaparición del Teniente no fue un accidente, está claro. Tampoco la de un suicida. Alejandro amó el cielo, lo buscó, lo tocó con sus manos. ¿Desilusionado fue a buscarlo más allá? ¿Aún busca un cielo que no es como lo imaginó? Las coordenadas han cambiado. Si él anda perdido, probablemente mucho más perdidos estamos nosotros, aves migratorias, que año a año volvemos a la rutina y al mismo rito gracias a un piloto automático.

 Las coordenadas cambiaron. Lo anunció Copérnico. Lo probó Galileo. Alejandro Bello, el Teniente, se adentró en un cielo que hace rato ya no era el cielo de Jesús y de Pilatos. Por entonces la cosmología enseñaba que la tierra era un disco plano sobre los mares, sostenido sobre columnas, cubierto por una bóveda celeste de la que llovían las aguas, poblada de estrellas que, como el sol y la luna, giraban en torno suyo. Generaciones y generaciones en el error, Jesús incluido. Todos perdidos.

 Copérnico no solo anunció que la tierra giraba alrededor del sol. Nos quitó la más querida metáfora para hablar de Dios: el cielo. Todavía el Barroco pudo encantarnos con una bóveda poblada de santos, sibilas, animales, ángeles y demonios. La religión cambia de a poco. Las iglesias jesuitas hicieron gala de un exceso de colorido que representaba la alegría de la salvación, pero que ya nada tenía que ver con la nueva concepción del mundo. Costó caer en la cuenta de la revolución cosmológica. ¿La tierra se mueve? ¿No el sol? La institución eclesiástica arrinconó a Galileo. “E pur si muove”, insistió el científico. La tierra se comprende desde lo alto, cierto. Pero los cielos no estarían ya arriba sin estar además abajo.

 ¿Y si el Teniente perseveró en la búsqueda del cielo? ¿Si desconcertado voló aun más arriba? ¿Si aún vuela hacia la luna para ver el mundo al revés? Tozudo como era, ¿no andará todavía tras la manera de volver a hablar de Dios con sentido?  Si hubiera que descartarlo, la tarea estaría incumplida. Quién habría podido sospechar que el cielo, esta camarita de oxígeno que nos envuelve y protege en la inmensidad sideral de miles de galaxias, de millones de soles…,  ya no sirve como metáfora teológica. ¿Quién puede hoy verdaderamente rezar “Padre nuestro que estás en el cielo”? Demasiado poco para Dios. ¿“… que estuviste en el cielo”? ¡Absurdo! No sería posible orar así. Las distancias se han vuelto inimaginables, qué velocidades… En este inmenso universo solo el que indaga y se pierde, no está completamente perdido.

 ¿Qué es creer? ¿Qué no creer? Si la Hipótesis Bello es correcta, si el Teniente anda en búsqueda de una nueva metáfora para hablar del paraíso, la fe consiste en creer que Dios es su copiloto. El Señor lo mantendrá en su expedición. Esta es la fe de Abraham, el nómade, que creyó en la promesa de una tierra y perseveró tras ella. Esta, la fe que Jesús reclamó a los descendientes de Abraham, ya que no cae a tierra ni un solo pajarito si el Padre de los Cielos no lo permite.

 Y también lo contrario: no podemos creer en Dios hasta que Alejandro no aparezca. Dios es una conjetura hasta que no vuelva el Teniente. Los aventureros creen en Bello, veneran su avión de papel y esperan abrazar un día al aviador perdido. Mientras Alejandro Bello Silva no aterrice en Lo Espejo, será vano creer en Dios y no también en el Teniente. Alejandro no aparecerá por cuenta propia. Tampoco Jesús volverá solo. Esta es nuestra esperanza. Nadie puede decir que cree en la parusía si no cree en el retorno del Teniente Bello. Todo está pendiente.

 Jorge Costadoat

La dimensión incluyente de la espiritualidad cristiana

La espiritualidad cristiana, en cuanto expresión en Cristo de la salvación de Dios, es necesariamente incluyente de quienes el pecado del mundo excluye.

 El hecho de que Dios salve al mundo a través de su Hijo excluido entre los excluidos, es un dato esencial (no accidental) del cristianismo, ya que no hay salvación sin cruz y la exclusión es uno de los nombres de la “cruz” (Aparecida, 65). Jesús murió a las afueras de la ciudad, murió expulsado y desamparado. Vale aquí recordar el salmo que registró proféticamente el acontecimiento: “La piedra que desecharon los arquitectos se ha convertido en la piedra angular…” (Sal 117, 22).

 Conflicto de las espiritualidades

 El cristianismo busca la paz, pero no rehúye el conflicto, cuando es necesario enfrentarlo. En su impulso por incluirlos a todos, “excluye” a los excluyentes. De aquí que entre las diversas espiritualidades cristianas puedan darse conflictos. La raíz más profunda del conflicto que atraviesa a todas las espiritualidades cristianas hay que hallarlo en la historia del mismo Jesús.

 Mi opinión es que en el cristianismo se replica la antigua dialéctica de la fe israelita entre quienes se creen puros, porque tienen los instrumentos de su purificación, y los que son marginados como impuros. Jesús fue víctima del celo por la pureza de los fariseos y saduceos. Estos la obtenían principalmente mediante el templo y aquellos mediante un cumplimiento obsesivo de una infinidad de prescripciones que habían extendido las reglas de pureza del templo a la vida cotidiana. Jesús, al ofrecer tan fácilmente el reino a los pobres y a los pecadores, entró en conflicto con las autoridades legítimamente investidas para administrar la santidad de Dios, siendo entonces eliminado.

 Mi hipótesis es que esta dialéctica es inherente al cristianismo. Los cristianos recaemos incesantemente en la tentación de diseñar procedimientos de purificación para alcanzar la santidad, con lo cual nos separamos del común de los mortales y terminamos por excluirlos de la salvación. Pero Cristo, que recurrentemente nos recuerda la gratuidad de la salvación, suscita testigos y profetas que rompen los muros de la exclusión.

 El caso es que la Encarnación supera la separación entre lo sagrado y lo profano. El misterio de Cristo tiene un dinamismo incluyente e integrador extraordinario. La Encarnación que termina en la cruz constituye el acto mayor de superación de toda separación del hombre y de Dios. Dios no necesita sacrificios para salvar. Salva gratis. En vez, como muestra el evangelio, aborrece a los hipócritas que se auto-canonizan mediante interesados sacrificios  de sí mismos y de los demás. Pues hay que notar que Dios no pide incendiar el mundo para su mayor gloria, sino amarlo como creación suya que es y hacerlo con su misma gratuidad.

 La Encarnación es el movimiento de inclusión, de implicación y de imbricación con el mundo que Dios realiza en sí mismo y para siempre. Después de ella Dios ha llegado a ser humano de un modo irreversible. Así, el cristiano que obra en contrario peca contra su credo.

 Espiritualidades de la “santidad”

 La larga historia del cristianismo acarrea de todo. Las contradicciones han sido numerosas.  ¿Desde cuándo la religión de los cristianos cultivó el sectarismo, la intolerancia y la exclusión? Probablemente los primeros cristianos en su proceso de dejar de ser judíos, formaron especies de sectas, agrupaciones depositarias de una revelación que les hizo sentir privilegiados. Pero seguramente su sectarismo fue más bien defensivo. El mundo les fue tremendamente adverso.

 Ha habido, creo, otro factor de sectarismo endógeno al cristianismo. El cristianismo, una religión judía, en algún momento tuvo que re-configurar el sacerdocio, y lo hizo, desgraciadamente, como si el sacrificio de Cristo fuera el mejor de los sacrificios y no el término de todos ellos. El sacerdocio tuvo un surgimiento paulatino, y tal vez irritante, entre los primeros cristianos. Los sacerdotes habían condenado a muerte al Maestro. Jesús había socavado la importancia del Templo, lo que no pudieron permitir. Según opinión de los historiadores, tomó tiempo que los presbíteros que presidían la eucaristía fueran llamados sacerdotes.

 Con el paso de los años el cristianismo dejó de ser sociológicamente una secta. Una vez convertido en Imperio, pasó de la intolerancia pasiva a la intolerancia activa. La Iglesia, gracias al imperio, en muchas ocasiones arrasó con el paganismo. A menudo, el monoteísmo cristiano ha sido, hasta hoy, sumamente excluyente.

 En el plano de los ritos y de las espiritualidades asociadas a ellos, se da en los sacerdotes la tendencia a regular desmedidamente la pureza del pueblo de Dios y la propia, en virtud de la celebración de la eucaristía y las otras formas de consecución de la pureza como, por ejemplo, la confesión de los pecados. Por siglos, hasta hoy, esta tendencia se nutre de una interpretación del sacerdocio de Cristo que se aleja del misterio de la Encarnación. En virtud de esta, Dios suprime para siempre la separación entre lo “sagrado” y lo “profano”, pues el Hijo de Dios supedita su éxito a su propia “secularización”. Solo el amor, en toda su profanidad, salva. El verdadero sacrificio de Cristo consiste en su amor al mismo mundo que Dios ama hasta las últimas consecuencias. Desde entonces la fe en Cristo no ha de vivirse fundamentalmente en espacios y tiempos “separados”, administrados por un ministro de la pureza que incluye y excluye, sino puertas afuera del templo, allí donde se incorpora a los que no merecen nada ni por sus obras (pecadores) ni por su condición social (los pobres).

 De aquí que la vertiente sacerdotal-ministerial del cristianismo corre el riesgo, incesantemente, de arruinarlo todo. Esto ocurre, por ejemplo, cuando el sacrificio eucarístico suplanta el amor e invierte el sentido de la cruz, de modo que en misa comulgan solo las personas en “regla”. Bernard Sesboüé habla de una “desconversión” en la historia de la comprensión del sacrificio en el cristianismo. El dogma pasa por acentuar la gratuidad del amor de Dios por “todos” (como afirma el Concilio Vaticano II). Y la desviación, en subrayar la índole penitencial del sacrificio de Cristo; como si Dios necesitara castigar para salvar, como si la sangre de su Hijo y la sangre de las flagelaciones fueran gratas e indispensables para reconciliarnos con él.

 Cuando la espiritualidad sacerdotal empalma con el narcisismo psicológico del sacerdote, la separación entre lo sagrado y lo profano lo aleja aún más del mundo. El “escogido” se vuelve sobre sí mismo. En su caso, su cercanía a los demás tiene algo de amenaza a su integridad y, por lo mismo, puede convertirse en un riesgo para su función. Él se identifica con su rol a un grado tal que frena la necesidad de asomarse a su propia humanidad y, así, deshumanizándose, difícilmente podrá humanizar a los otros. Pero esto cuenta poco. Él se debe al Misterio. No está para contaminarse con las vicisitudes de la historia corriente. Su oficio no pasa por la empatía ni por una auténtica compasión con su prójimo. Estas valen, pero en cuanto nutren su avidez de santidad; es decir, de su separación del resto; es decir, de su ego; es decir, de su auto-canonización.

 Espiritualidades de la inclusión

 En el otro extremo de las posibilidades, pero como su filón sano, se desarrolla en la Iglesia un cristianismo que extrae su fuerza de la imitación y seguimiento del Cristo del reino ofrecido a pobres y pecadores. Si ponemos atención al reino comenzado con Jesús, con su predicación y misterio pascual, este no se deja circunscribir a tiempos y espacios sacralizados. Por tanto, no se juega en mantener o recuperar una pureza actual. A este reino ha sido llamado un pueblo sacerdotal. Todos los bautizados son sacerdotes en virtud de Cristo, sacerdote del sacrificio del amor al prójimo. Este reino, en consecuencia, se deja comprobar en espiritualidades inclusivas, empáticas y amistosas, hondamente eclesiales y sociales.

 La fe cristiana es propiamente inclusiva. En el Nuevo Testamento se ilustran unos a otros los episodios de inclusión de los excluidos, tanto de Jesús como de la Iglesia primitiva. La celebración de la eucaristía de las primeras comunidades fue antecedida por las comidas de Jesús con los pecadores. Jesús incorporó a quienes correspondía apartar, por ejemplo, los leprosos, de un modo semejante al día de Pentecostés en que pasaron a formar parte de la Iglesia personas originarias de los pueblos más distintos.

 A lo largo de la historia, tal vez nunca ha sido más transparente el testimonio de Cristo que cuando hubo hombres y mujeres que optaron por los más pobres como si ellos fueran realmente Cristo, y no oportunidades para congraciarse con él. Los verdaderos santos no han estado centrados en sí mismos, sino en su prójimo y en la suerte de un mundo que amaron como propio.

 Hoy, cuando el “signo de los tiempos” en clave sociológica es la inclusión-exclusión, la espiritualidad cristiana tiene una oportunidad única de comunicar que el Cristo, en cuanto da la vida “por todos”, es el signo perenne de los tiempos. En estas circunstancias no es la “santidad” de los cristianos la que importa, sino la reconciliación del mundo.

 La espiritualidad cristiana auténtica participa en la obra de Cristo. Se articula trinitaria y pascualmente. Ella deriva su relevancia de la amplitud del amor del Padre por toda su creación y por su conducción de esta creación a la unidad en sí mismo; obra que se inicia con el misterio pascual de Jesucristo y que terminará de cumplirse gracias a la acción del Espíritu. En este sentido, las espiritualidades de la inclusión tematizan el conflicto y pueden aun expresarse como espiritualidades “políticas”. El mundo que Dios ama está en disputa. Los cristianos entran en el conflicto escatológico, a la escala que sea, o no son cristianos. ¿Cuáles son hoy los frentes de la exclusión? Allí han de estar los cristianos, acortando las distancias, tendiendo puentes o entrando derechamente a la pelea con las armas de la fe, la esperanza y la caridad.

 El problema de la espiritualidad cristiana ni hoy ni antes ha sido la pureza, sino la reconciliación: la superación de todas las separaciones, divisiones, odiosidades y privilegios que los hombres levantan, a veces incluso en “nombre de Dios”. La participación en la exclusión, en la cruz del excluido, es condición de posibilidad de la inclusión anhelada. Pablo habla de esto en términos de gracia y de tarea: “Y todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; a saber, que Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones, y nos ha encomendado a nosotros la palabra de la reconciliación. Por tanto, somos embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros; en nombre de Cristo os rogamos: ¡Reconciliaos con Dios!” (2 Cor 5, 18-20).

 La espiritualidad cristiana es inclusiva por ser necesariamente compasiva. En vez de separarse del prójimo nos pide comprometernos con él (pobre o culpable). Y cuando nada podemos hacer por los demás o por nosotros mismos, esta espiritualidad nos enseña que el dolor del mundo tiene para Dios un valor eterno. No porque sea Él un monstruo sádico y deban las víctimas practicar el masoquismo para aquietarlo, sino porque no tiene otro modo de ser fiel a su creación por toda la eternidad que cargar por amor con el sufrimiento que la desgarra.

La Iglesia en el mundo

La mayoría de los católicos estaremos de acuerdo con que el tema «la Iglesia en el mundo» tiene que ver directamente con el servicio de la Iglesia a «la salvación del mundo». Pero para los mismos católicos, miembros del mundo y de la Iglesia, llegado el momento de las concreciones, este planteamiento se ha vuelto muy problemático. Para despejar el camino a la misión de la Iglesia, es preciso revisar los presupuestos de su relación con el mundo.

En primer lugar, me parece que cuando hablamos de «salvación» debiéramos referirnos a una realidad trascendente, inmanipulable, que acabará de cumplirse al fin de los tiempos. Pero, que aún siendo trascendente, sabemos que la salvación se ha hecho tangible en nuestra historia a partir de la resurrección de Jesús. ¿Cómo? ¿Dónde? Por la Palabra, los sacramentos y la caridad, la Iglesia hace manifiesta la salvación. Su misión es propagarla en el mundo. Enseñarla. Pero la salvación alcanza a la Iglesia porque en principio ha alcanzado ya a la humanidad en su conjunto. Por la humanidad se hizo hombre el Hijo de Dios: gracias a su humanidad la Iglesia se sabe unida a Dios; en la humanidad fue Jesús crucificado: clavada a la historia del sufrimiento humano la Iglesia espera la liberación de Dios; habiendo resucitado, revelándose como homo verus, Cristo constituye el modelo de la humanización: la Iglesia llega a ser «experta en humanidad» en la medida que, como Cristo, en vez de condenar al mundo procura liberarlo de su inhumanidad.

En tanto esta salvación se expresa en la verdad que los hombres en sociedad necesitan, buscan, descubren e imaginan para vivir en paz, no corresponde que la Iglesia pretenda enseñar al mundo sin que deba ella al mismo tiempo disponerse a aprender de él. Aunque esta verdad se resuma en Jesucristo y nadie conserve mejor su significado que la Iglesia, Jesucristo no es un recetario de soluciones múltiples a los problemas de la vida en sociedad, pues para discernir y crear tales soluciones el mismo Cristo nos ha dado el Espíritu Santo. El Espíritu obliga a Iglesia y mundo a aquel diálogo propiciado por el Vaticano II sin el cual la «verdad» de uno normalmente aparece como un «poder» contra el otro. Definitivamente la verdad cristiana terrena tiene un carácter histórico, provisional y trinitario: un Dios trino la realizará paso a paso, pero sólo en aquellos que caminen en obediencia suya hasta el final de la historia.

La razón por la cual la Iglesia puede enseñar al mundo y aprender de él es que ambos comparten una misma humanidad. Se engañan los que piensan que la Iglesia puede zafarse de la ley de la Encarnación. Si el mismo Hijo de Dios se sometió a las reglas de la historicidad y finitud humana, si tuvo que rezar para llegar a la voluntad de su Padre (Lc 22, 39-46), la Iglesia no puede pararse ante el mundo como si ella existiera aparte de él. Si ella es mundana y no divina, y si la mejor forma que ha tenido Dios para revelarse ha sido a través de un hombre auténtico y el más auténtico de los hombres, la Iglesia sirve a la salvación del mundo, en vez de estorbarla, en la medida que experimenta en su propia humanidad una salvación que, al igual que el resto del mundo, también ella necesita.

La Iglesia se rige por la ley de la Encarnación sólo de un modo parecido a Cristo. La Iglesia no es Dios. Pero, además, la verdad que necesitamos, verdad que la Iglesia debiera actualizar en el mundo y con él, a menudo no aparece en la historia porque los que la representan, jerarquía y laicos, también comparten con el mundo el pecado que distorsiona esa verdad y los engaña. La santidad no es un don y una vocación exclusivos de la Iglesia. Nadie, por tanto, puede invocar esta santidad como moneda corriente para enseñarle al mundo su camino, sin hacer con el mundo el camino, probando, equivocándose y comenzando otra vez por la gracia que Dios comunica a los seres humanos sin excepción. Como consecuencia de esto y de lo anterior, la humildad debiera constituir la primera de las actitudes de la Iglesia en su pretensión de evangelizar el mundo. Dando testimonio humilde de la fidelidad de Dios con su Iglesia no obstante sus numerosos yerros, podrá ella ganar la confianza de los que han de creer que Dios es digno confianza.

Pub: «La Iglesia en el mundo», Servicio, 250 (mayo 2002) 20-21.

Cuestión de oración

La sola palabra “oración” nos pone nerviosos. En muchos, oración sabe a Edad Media, esa era lejana que extiende sus tentáculos hasta nuestros días, asfixiándonos. En otros, atiza el instinto que busca “algo más” entre los imperativos intrascendentes de la Modernidad. La oración no nos deja indiferentes, aunque no a todos. A muchos posmodernos entretenidos en cosas varias o aburridos ya de ellas, les llama la atención a ratos y luego les da lo mismo.

La oración es palabra mayor. Gandhi liberó la India porque rezó. Jesús no fue Jesús sin su Padre y sin las montañas. Fueron hombres auténticos, abnegados, grandes porque hicieron contacto íntimo con el Amor a la humanidad. La Madre Teresa y sus mujeres han vivido el despojo completo, porque sólo tuvieron en propiedad una capilla donde componer un mundo recogido a pedazos.

¿Valdrá la pena que Chile quede en la historia de la humanidad? ¿Cómo? ¿De cualquier manera? Nuestra sed de reconocimiento acusa una tremenda carencia de interioridad. La oración nos ayudará a prescindir de “la galería” para abocarnos a la noble misión de ser simplemente humanos.

La vocación mística de Chile

Chile, pueblo joven de raíces poco profundas, es vulnerable como nunca a los medievalistas, modernistas, posmodernistas y toda ralea de mercaderes. Esta raza minoritaria aunque orgullosa se empina con los mayores, pero olvida lo principal. ¡Aquí falta un alma!, dirá Huidobro. Conforme los cambios históricos se aceleran, no hemos podido sustraernos a la tentación de refugiarnos en el moralismo retrógrado, de subirnos sin discreción al carro del progreso o afirmarnos como adolescentes en un presente de tono literario. No hemos alcanzado la adultez para vivir de un modo creativo el vértigo de pertenecer a todas las dimensiones de la temporalidad, y a la muerte. Si hasta ahora no hemos sido capaces, ¿qué asegura que podremos librarnos del matonaje variopinto que nos inhibe? ¡Vivimos aterrados! ¿Haremos de nuestra pasión un estilo o seguiremos extraviados en los vericuetos del resentimiento? Recuperamos la democracia: ¡qué alegría!, pero la política sirve cuando sirve a aquellas cosas que no se negocian. ¿Cuáles?

Si no fuera por nuestros poetas no sabríamos cuáles. Pero los nuestros han sido poetas porque, si no rezaron, contemplaron. No sé si Neruda rezó. Puedo imaginar a la Mistral con una plegaria en las entrañas, empollando versos piadosos. Neruda estuvo absorto en las rocas y los caracoles, el cielo y las muchedumbres. Se hizo a todas las cosas, fue todas ellas. Si no rezó, hizo algo muy parecido: estuvo en el Origen y fue original. La mística es la madre de la poesía porque es la madre de la autenticidad. A más contemplación, mayor creatividad y mejor poesía. No se trata de que todos seamos poetas, ni tampoco que sólo los poetas atinen con nuestro sino, pero a los chilenos los poetas nos revelan el alma y la vocación. Lo hacen, en la medida que, superando el miedo, principalmente un inveterado complejo de inferioridad, han soñado una historia propia. Lo han hecho pero no siempre, pues también ellos cuando no miraron a Francia para convertirnos en franceses se hurguetearon el ombligo y despreciaron a América Latina.

Dificultad de la oración

La buena poesía cuesta porque es difícil contemplar.

No es fácil orar. La hondura espiritual es una cualidad que se desarrolla sólo cuando se ejercitan los sentidos, sintiendo infinitas veces hasta sentir el sentido que nos promueve y haciéndole caso. A veces toma treinta minutos, una hora entera, recoger piedras en una playa desierta hasta que las piedras sueltan el habla. Discernir las piedras, escudriñar los periódicos, los noticiarios, examinar las motivaciones de la acción y ungir la acción con amor… La cuestión es dejar resonar el mundo con toda su bulla en la concavidad del espíritu, permitirle afectarnos, para volver sobre el mundo como el ceramista contra la greda. Es esencial el silencio. La inclinación natural será saturar los pocos espacios callados que tenemos con televisión, con trabajo. La soledad, aunque duele, es la principal condición de la individualidad y de la configuración personal del entorno.

La oración cuesta porque somos flojos y preferimos copiar. La copia comienza en la escuela, se afina en la universidad y se perfecciona en la asimilación irreflexiva de todas las modas. Las ideologías y el dogmatismo son cristalizaciones de la flojera, del miedo a la libertad y a la apertura de la historia a todas las posibilidades, incluido su fracaso. Ni la oración misma se libra de la corrupción. Su desprestigio también tiene que ver con la holgazanería de los conventos. La formidable fuga mundi que desde el origen de la vida religiosa se regenera sucesivamente a lo largo de los siglos, es la madre de la oración exterior, descomprometida, mecánica, repetitiva, fría, impersonal e impermeable a la voz de Dios que llama a hacerse cargo del mundo con libertad y solidaridad. Esta oración es la causa de la separación entre la vida y la fe, separación que por lo mismo es causa próxima del ateísmo práctico de los que se dicen cristianos sin serlo y causa remota del ateísmo contemporáneo que reacciona ante semejante incongruencia. Gracias a Dios las congregaciones religiosas, hace ya rato pero no sin cambiar su modo de rezar, están purificando con su fuga mundi un compromiso todavía más profundo con el mismo mundo.

También se reza mal cuando usamos la religión para vanagloriarnos ante Dios y acusar a los otros. Jesús cuenta el caso de un hombre religioso que subió al templo y decía: “Gracias, Señor, porque no soy como los demás, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este cobrador de impuestos”. Mientras el religioso se jactaba de hacerlo todo bien, el cobrador de impuestos, en la última banca del templo, los ojos por el suelo, arrepentido confesaba su villanía. Este captó la simpatía de Jesús y no el fariseo.

Pistas de oración

Jesús desenmascaró la faramalla de oración. Razón tuvieron los fariseos para convertirse en sus principales enemigos. Jesús los llamó hipócritas, en griego también “teatreros”. Estos pretendían apoderarse del favor de Dios con su religiosidad complicada, sus ayunos ostentosos, sus plegarias públicas, y marginando a los pecadores. Jesús hizo todo lo contrario: se confundió con los pecadores e invitó a orar a puertas cerradas, con sinceridad. Jesús quiso que sus discípulos compartieran a su Abbá, “papito Dios”, un Dios cuyo Espíritu libertario y tierno provocaba en Él mismo y espontáneamente parábolas de alabanza y de ofrenda para encantar a sus adversarios con la bondad de su reino. Jesús fue un poeta.

La mística cristiana consiste en el amor. No en la alucinación intimista ni siquiera en la piedad litúrgica. El amor nos libera del miedo que nos metieron, cauteriza las heridas que nos hemos infligido unos a otros. Libera sobre todo para bendecir a Dios más con obras que con palabras. El amor en la oración imagina una tierra nueva y más justa; mucho más tiene que ver con la observancia de los derechos humanos, con la superación de la pobreza extrema, que con la proliferación de las estampitas. La mística cristiana acaba con la separación pagana entre lo sagrado y lo profano: cuando Jesús recapitule todas las cosas, la hostia no será más sagrada que el pan común y corriente. La Eucaristía está incompleta, decía Pedro Arrupe,  mientras haya hambre en el mundo.

¿Cómo rezar? Hay una sola oración: la propia. Cuando se trata de rezar, todo intento alcanza su objetivo, cada murmullo, cualquier braceo es ya oración. Se reza con la boca, con las manos, con los ojos, sin los ojos. Con rosario o con los dedos. Con tristeza o con alegría, con paz o con rabia, porque sí y porque no. En la iglesia y en la micro. Todo sirve. Nada sirve. Hay sacerdotes que ayudan a rezar. Hay otros que estorban. Se reza para demoler y para construir. Con La Vida Nueva de Zurita podríamos prepararnos a la celebración de la Semana Santa. Cada época tiene su oración. En la nuestra, habría que preguntar a U2, maestros en música y humanidad, cómo lo harían ellos. La Biblia inspira todas las épocas.

En la oración, como en el sueño, emerge el mundo inconsciente y emocional. En ella no cabe la censura, pues el que reza saca una vida alternativa de la ambigüedad y confusión que lo habitan. Rezando sobrevivimos el mes completo con la mitad del sueldo; imaginamos que los enemigos quieren besarnos; baleamos al sujeto que nos quita el estacionamiento y nos arrepentimos; devolvemos Antofagasta a los bolivianos y no nos arrepentimos; acatamos y transgredimos los Diez Mandamientos; soñamos que los cables de poesía entre Chile y Jesús hacen saltar todas las veredas… Todo es posible, hasta elegir la actitud evangélica con que enfrentaremos la jornada, hasta reconocer entre tanto ruido la voz de Dios.

Es que la oración es diálogo, no monólogo. No es ejercicio narcisista frente a un espejo: rendición de cuentas ante el “superyo”. La oración está bien encaminada cuando se dirige al Tú que se ama porque nos ama, nos cambia y cree en nosotros. Por eso ninguna alabanza es más alta que la oración agradecida de quien remonta los motivos de su amargura. Y ninguna confesión tan sincera como la del que, en vez de echarle la culpa al empedrado, declara con una mano en el pecho: “Perdóname, Señor, porque no sé lo que hago”.

Que el Espíritu nos sacuda e incorpore para inventar el camino hacia la Patria. Amén.

Pub: “Cuestión de oración”, La Epoca, Temas, p. 15, 5 de abril, 1998.

Cuentos y cuentos

Nuestra época dice no creer en cuentos. Dice, pero no hace. Resulta imposible prescindir de ellos. Cuento puede ser una ficción o una historia real convertida en leyenda. El concepto experimenta una extensión. También podría ser cuento el modo de explicar la propia vida, una utopía por qué no, la cultura con que salimos adelante… ¿En qué se parecen unos de otros? En su utilidad para desvirtuar interesadamente la realidad o para encantarla en el mejor de los sentidos.

Inocencia del cuento

Al común de los mortales parecerá que lo decisivo sea provenir de una familia de abolengo o al menos bien constituida. Pero no. También los monos proceden de la semana fecunda en que Dios hizo buenas todas las cosas. Más importante es que mapuches, celtas, egipcios, tirios y troyanos, todos sin excepción, accedieron a la humanidad por una palabra fantasiosa que les dijo tú no eres un puro embutido de carne y aliento, tú eres un navegante entre las estrellas, un campesino en el desierto y en la roca, ¡tú eres más!

La humanidad en cualquiera de sus versiones ha requerido un relato fundamental. Los mesopotámicos entraron a la existencia por el Enuma Elish. Los indios por el Baghavad-Gita. Los griegos decantaron el monoteísmo de sus mitos cosmogónicos. La historia de Adán y Eva es un cuento formidable en el que Dios encomienda a la humanidad la bondad de su creación. ¡Sí, un cuento! Tan ridículo resulta oponer a esta historia las conclusiones científicas que aseguran que el hombre viene del mono, como por el contrario, y porque la Biblia lo dice, echar a pelear a Dios con Darwin y los monos. La verdad de la realidad tiene muchas dimensiones, las que sólo son asequibles por vías múltiples y complementarias. Sabiduría antigua como Aristóteles. El acceso científico es uno. A la verdad última y concreta sólo llega la poesía, la buena literatura, la creencia religiosa. El amor, precisaría San Agustín.

El cuento, el buen cuento, es una iniciación en el amor. Los niños más que leche necesitan una historia amorosa que los envalentone a atravesar el sueño nocturno y, de mayores, la noche de los sueños. Amor es una palabra muy grande. Mejor que por su definición, el amor se expresa en una imagen y en el relato de sus gestos. Un cuento, y otro cuento, y otro más, harán de un huérfano un hijo. Un hijo y un hombre decente, un caballero andante con los pies en la tierra y el corazón en el cielo que como Sancho sabe que «la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben más que las de la melancolía». Porque antes del cuento la humanidad fue huérfana y en la actualidad persiste expuesta al nihilismo de la intemperie mientras nadie le descubra un comienzo ni le augure un final.

Recuerdo que aún antes de aprender a leer vi una representación magnífica de Jesús calmando la tempestad y luego multiplicando los panes. Ahora sé cómo capear los ciclones y sé también que, si quisiéramos, no habría hambre en el mundo. La parábola del hijo pródigo me da valor para amar mi pobre humanidad como la ama mi Padre. La del tesoro escondido me devuelve la ilusión de vivir. La del fariseo y el publicano me permite distinguir la prostitución de la fe de su expresión más auténtica. La metáfora del grano de trigo en tierra me enseña que el “reino” no llega sin la muerte del Cristo. La parusía, la segunda venida de Jesús en gloria cambiará el uso y desuso de unos por otros por un regaloneo recíproco y cósmico.

La humanidad atina en el blanco en la medida que cree en esos relatos fabulosos que imaginan lo que somos y señalan lo que seremos, más allá de la obviedad brutal de la existencia.

Sabiduría del cuento

Nuestra época, sin embargo, suele ser iconoclasta: desmonta sentido y cuento para quedarse con el puro sentido. Esta época se asemeja al párvulo que toma la pelota, detiene el juego y dice “mía”. El niño no entiende que fuera del juego en equipo la pelota no es pelota. Afortunadamente se abre paso en el pensamiento contemporáneo la idea de que, en vez de separar, lo que hay que hacer es articular el sentido en el cuento que mejor lo exprese,  habida cuenta que entre uno y otro hay un abismo, una crisis de fe, pero también una exigencia recíproca. En otras palabras, el fin o la razón de vivir se deja alcanzar en una “segunda ingenuidad” para la cual la primera, la “ingenuidad psicológica”, representa una etapa que debe ser superada pero también un depósito de imágenes y palabras sin las cuales no es posible acertar con su metáfora. Es esta tarea de adultos. Ahondemos en su desarrollo.

Con la adolescencia comienza la crítica. La búsqueda de la identidad propia, independiente de la de los padres, exige una ruptura con sus historias y tradiciones. A punta de desgarrones y querellas, el adolescente descubre que el cuento proviene del sujeto que lo cuenta, y el sujeto no le convence. Le parece que lo engaña. ¿El “viejo pascuero”?, ¿la “cigüeña”?, ¿la mitomanía de una Iglesia garante del orden que lo asfixia…? Reemplazando los inventos de los mayores por los dogmas juveniles de moda, el adolescente adquiere al menos una personalidad contestataria.

La adultez lleva la crítica hasta el final. La crítica del adulto no es parcial, sino completa. Después de ver la muerte como una meta ineludible, el adulto se sabe a sí mismo responsable y culpable de todos los cuentos. Hasta no ver la muerte cara a cara, el cuestionamiento de los progenitores, la Iglesia y la sociedad ha podido ser en parte justo y en parte interesado. Desde entonces el cuestionamiento recae en uno sí mismo. En adelante, solos en el mundo y sin que nadie nos diga “vas bien”, los adultos hemos de obedecer el sentido genuino, la dirección más auténtica de la historia que Dios ha tejido con los palillos de nuestra propia libertad, relatando con fantasía a los hijos cómo se avanza por la vida con nobleza.

Pero cargar con la propia muerte es sólo una cara de la adultez. La otra es amar la vida de nuevo y todavía con más fuerza. Hoy más que en otros tiempos se necesita mucho coraje para engendrar un niño, pero sobre todo mucha imaginación. Para iniciarlo en la humanidad habrá que inventarle un juego, una canción y explicarle la vida en parábolas y no a secas. Será necesario ponerle un sobrenombre cariñoso y personalísimo. Pedía Jesús al viejo Nicodemo “nacer de nuevo”, algo así como girar un cheque contra la creatividad inagotable de Dios. Le pedía ingenuidad espiritual. Difícil  para un fariseo acostumbrado a codificar la imaginación divina en una religiosidad de prohibiciones y purificaciones. Pero no imposible para un Dios capaz de resucitar a su hijo, asesinado por viejos escépticos de la novedad de Jesús y envidiosos de su juventud y fantasía.

La modernidad tiene algo del adolescente y otro poco del adulto. No sin fundamento, critica la historia y la religión. Pero ella misma ha creado mitos seculares que, prometiendo bienes fantásticos, sacrifica a la mayoría de la humanidad a su penosa consecusión. ¿No es ésta hoy la más grande causa de tristeza y de ateísmo? ¿Cuál es el verdadero “cuento del tío”: el “reino de los cielos” o las utopías de la sociedad sin clases y la sociedad de consumo? Nunca antes hemos dispuesto de tanta inteligencia teórica y técnica para superar todo tipo de miserias y, sin embargo, jamás hemos sufrido tanto ni hemos andado más perdidos. La globalización que echa redes sobre el orbe terráqueo funciona con el cuento del capitalismo. Para salvarnos del capitalismo urge dar a la globalización un relato original y originante que en vez de obligarnos a competir unos en contra de otros, nos reúna y nos comparta. Un cuento común o la recíproca fecundación de los cuentos más diversos.

La grandeza de la modernidad, sin embargo, está en la crítica de sí misma. La modernidad más madura arremete contra los propios ídolos e ideologías. ¿Habrá de decapitar también a Dios? Depende qué se entienda por Dios. La modernidad ha ayudado a la fe a descubrir los abusos cometidos en nombre de Dios. ¡Tantos! Pero cada vez que la razón moderna ha atacado a Dios sin distinción, su éxito ha sido bastante turbio. Con Dios o sin Dios, el hombre actual tendrá que revisar honestamente las motivaciones que subyacen al propio cuento, cuento creyente o secular, porque de otro modo será imposible evitar una vez más la charlatanería del que, además de embaucar a su prójimo, se engaña incesantemente sí mismo. La historia contemporánea sugiere una conclusión: tan difícil es que la modernidad cree algo de veras humano sin Dios, como que la fe inspire algo de veras divino sin hacer suya la modernidad.

El adulto moderno se pregunta: ¿creo o no creo? Hermoso juego de palabras: ¿creer o crear? ¿Es posible crear sin creer? No parece posible inventar un mundo mejor sin la fantasía de los que creen triunfar sobre la muerte y el pesimismo. Pero cabe sí una alternativa o, si se quiere, dos puntos de partida: creer para crear o crear para creer. Se comience por allí o por acá, sólo con un cuento se podrá llegar a la otra orilla.

Pub: “Cuentos y cuentos”, La Epoca, Temas, p. 11, 12 de julio, 1998

De la Sagrada Familia a la familia humana

Es asombroso que Dios haya entrado en la vida humana mediante una familia como las nuestras. Llama la atención la normalidad de Dios. ¿De qué normalidad se trata? La familia escogida fue tan pobre, tan común, como la inmensa mayoría de las familias del planeta. Pero, en realidad, la normalidad de la familia de María, José y Jesús consistió en ser tan anormal como muchas de nuestras propias familias e incluso más. Lo más sorprendente es que Dios, en vez de intentarlo todo de nuevo y de la nada, haya contado con la desintegración de la sagrada familia, con los restos de Israel, para levantar la Iglesia, la comunidad que inaugura la familiaridad de toda la humanidad.

Es difícil decir qué sea una familia “ideal”, aunque una buena idea de familia ayuda a buscarla, a encontrarla y, por cierto, a disfrutar de tantos bienes que ella facilita. Pero la familia ha cambiado mucho a lo largo de la historia. A veces pudo ser la tribu. Otras, un familión que incluía a primos, tíos y abuelos. Ahora último parece legítimo excluir a los ancianos. Los cambios que se avizoran para el futuro próximo son preocupantes. En lo inmediato, vistas las cosas de cerca advertimos que en las familias hay problemas: discordia entre los esposos, violencia con los hijos, un adolescente drogadicto, una soltera embarazada, el marido cesante, la madre estresada, más de un abuso sexual, etc. Los roles cambian. Una mujer suele hacer de pater familias de un grupo humano considerable. Tantos que viven en soledad, en cambio, consideran familiares a sus animales… ¿Cuánto dura una familia? ¿Cómo hay que considerar a los separados vueltos a casar o los que nunca se han casado y viven juntos? Aunque se diga que tales irregularidades no constituyen “familia”, a ellos la sagrada familia abre otra oportunidad.

La sagrada familia tuvo un comienzo crítico y un final dramático. Hagamos memoria. Dios mismo hizo las cosas difíciles al pedir a María ser madre virgen de Jesús. El castigo para una novia que quedara esperando de otro hombre era morir apedreada. María se arriesgó. Antes de tomarla como esposa, José pudo denunciarla, estaba en su derecho, quién sabe si quiso hacerlo. El parto fue a lo pobre. Los primeros años transcurrieron en el exilio. Dice la tradición que José murió poco después. La familia quedó trunca. Posiblemente la Virgen y el niño partieron a vivir de allegados con otros parientes, arrinconados, pidiendo permiso y perdón por cada respiro. Por último, el mismo Jesús, la luz de los ojos de María y la esperanza de liberación de su pueblo, murió condenado a muerte con la peor de las penas. A los pies de la cruz, la Virgen contempló el fracaso final de su familia. María supo en carne propia lo que significa perderlo todo, marido e hijo.

La sagrada familia compartió la suerte de nuestras familias, incluso la suerte de las familias más golpeadas. Pero en algo fue muy distinta. En ella Dios predominó de principio a fin. Por la fe de María predominó en María. Por la justicia de José prevaleció en José. Por la dedicación completa de Jesús a las cosas de su Padre, nunca antes ni tampoco después el amor de Dios estuvo tan a la mano. Pero fue a través del fracaso de la sagrada familia, así de increíble, que supimos de la familiaridad de Dios con toda la humanidad. El día que Jesús dijo a María, señalando desde la cruz a su discípulo más joven: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” y a Juan: “Ahí tienes a tu madre”, la Iglesia despuntó como la nueva familia humana. Comprendieron entonces los demás discípulos, muchos de los cuales habían dejado padres, esposas e hijos por el reino, que también ellos tenían a la Virgen por madre y por Abbá al Padre de Jesús, y que su misión no era otra que anunciar al mundo su hermandad más profunda. La Iglesia representa la superioridad de la familia humana sobre la familia sanguínea. La Iglesia es la humanidad que pone en práctica la vocación de toda comunidad, grande como el entero género humano o pequeña como un piño de mendigos, a comenzar de nuevo pero no de cero, sino con los que somos, mediante la acogida y el perdón.

Para los que han tenido una familia más anormal de lo normal, para las familias quebradas y para los quebrados por su familia, la Iglesia es el Evangelio puesto al día, la mejor de las noticias. Con lo que quedó de la sagrada familia, María y el hijo muerto en sus brazos, Dios comenzó de nuevo. En Pentecostés, por la efusión del Espíritu de Jesús resucitado sobre los apóstoles reunidos otra vez con María, Dios inauguró la Iglesia para que extendiera su paternidad a todas las razas de la tierra. Partos, medos, elamitas, mesopotámicos, judíos y capadocios, habitantes del Ponto, de Asia, de Frigia, de Panfilia y de Egipto, venidos de Libia, forasteros romanos, cretenses y árabes, fueron invitados a integrarse a la comunidad naciente, la nueva sagrada familia, abierta a todos, principiando por los pobres, los predilectos del reino. Este fue y éste es el Evangelio: buena nueva también para los extraños. La Iglesia anuncia el Evangelio cuando en ella encuentran un hogar los que nunca han tenido un hogar o lo perdieron, las viudas, los huérfanos, los solteros, las temporeras, las “nanas”, los allegados, los divorciados, los exilados, los inmigrantes y los refugiados, lleguen solos o tomados de la mano, con o sin los papeles al día, creyendo ojalá o queriendo creer al menos que Dios es Padre e incluso Madre.

El catolicismo social del Padre Hurtado: una lectura desde el presente

Chile lo ha reconocido como un santo y también como modelo de chileno. Porque él pensó el país desde la fe y el compromiso cristiano, su figura se eleva por encima del pensamiento de su época. Sin embargo, se hace necesario insertar sus ideas y su acción en el contexto del cual formaron parte otros católicos de su generación que lucharon por la justicia social. Han cambiado las circunstancias, pero su apelación evangélica conserva intacto su valor.

El casi medio siglo transcurrido desde que convocó a comprometerse con la pobreza material de quienes quedaban al margen de la industrialización y el desarrollo, ha sido testigo de la aparición de un nuevo Chile. El enfrentamiento ideológico de los años de la post-guerra, la penetración del socialismo y el comunismo, la ruptura cultural que posicionó a los jóvenes en situación de cambiar desde las estructuras universitarias a la misma familia, y, finalmente la dictadura militar que no solo terminó con la confianza democrática sino también impuso formas de desarrollo donde el mercado reemplazó a las antiguas certezas, son algunos de los desafíos a los cuales el catolicismo tuvo que enfrentarse. Nuevos «pobres» se agregaron: los marginados, las víctimas de la violencia social, las víctimas de la violación de los derechos humanos y del giro económico que daba el país, los excluidos del consumo y de la cultura del éxito. Indirectamente también se hicieron «pobres» los drogadictos de drogas y de cosas.

Catolicismo social

La inserción de Chile en un mundo globalizado, donde la diversidad se impone incluyendo actores, culturas y situaciones sobre las cuales probablemente el Padre Hurtado nunca tuvo que pensar, ha creado nuevas formas de marginación. En consecuencia, en las proximidades del Bicentenario de la república, se impone repensar el catolicismo social e intentar comprenderlo en el nuevo contexto cultural chileno. Aunque Chile aún sea mayoritariamente católico, los bautizados han ido distanciándose crecientemente de las normas y recomendaciones eclesiásticas. Vale la pena preguntarse con el Padre Hurtado: ¿es Chile un país católico? Pero, ¿tiene sentido hoy hablar del «destino universal de los bienes»? ¿Es válido reclamar contra la burguesía como lo hizo Hurtado?

En 1891 el Papa León XIII promulgó la encíclica Rerum Novarum, documento clásico del Magisterio eclesiástico sobre temas sociales. Haciéndose eco de un amplio y significativo movimiento ya extendido por varios países de Europa durante el siglo XIX, el Papa asumió la dramática «cuestión social». Junto con una profunda preocupación pastoral por la difícil situación de los trabajadores, la naciente doctrina social de la Iglesia reflejaba también una toma de conciencia acerca de las consecuencias que estaban teniendo para la Iglesia y para la fe de los proletarios la acción concientizadora de los representantes del socialismo y comunismo.

Hacia l930, quienes dentro del Partido Conservador chileno propiciaron el compromiso activo del Estado con la justicia social y que se organizarían más tarde políticamente en torno a la Falange, entraron en abierto conflicto con las posturas más tradicionalistas que continuaban confiando la solución a iniciativas privadas. Esta juventud católica, miembros de la Asociación Nacional de Estudiantes Católicos, ANEC, que dirigía Oscar Larson, integró también la Liga Social del Padre Fernando Vives. El resultado fue una ruptura de la cual se desprendieron varias corrientes, unas más políticas, otras más sociales, unas vinculadas a orientaciones ideológicas y otras a prácticas solidarias y a diversos tipos de asociaciones.

Entre éstas, el corporativismo católico, con un discurso antioligárquico y profundamente crítico del orden liberal, fue muy influyente en las décadas del 30 y 40, apoyado en la encíclica Quadragessimo Anno de l931.

El corporativismo perdió vigencia en la segunda mitad del siglo XX, a causa del éxito de la democracia liberal. No obstante, elementos socialcristianos corporativistas pervivieron incluso en la Democracia Cristiana de los años 60. Las posturas políticas asumidas por estos sectores del Catolicismo Social que exigían medidas redistributivas que permitieran mejorar la situación de los más pobres ocasionaron más de una crisis al interior de la sociedad chilena católica.

El legado del Padre Hurtado

¿Qué queda hoy del padre Hurtado y de esa generación de «católicos sociales»? Queda la porfía de la Iglesia en la opción por los pobres. Desde la Conferencia de Medellín (1968) hasta la de Aparecida (2007), los obispos han insistido en que no se puede ser cristiano sin optar por los preferidos de Dios. Los documentos afirman que en el rostro del pobre encontramos a Cristo y en el rostro de Cristo, el de los pobres. ¿Qué pobre? Como nos recuerda la última Conferencia, hoy el pobre es el excluido: el sobrante y el desechable (DA 65). El documento llama por ello a contrarrestar los aspectos más negativos de la globalización, la miseria que se recicla en todas partes del mundo y que asume diversos rostros: de ávidos de consumo, de reconocimiento, de evasión y de poder. También de respeto, de participación, y de oportunidades. ¡Carentes en tantos sentido!

Del Catolicismo Social de Hurtado todavía queda mucho. No sabemos exactamente si la apuesta del santo chileno por cambios sociales estructurales -apuesta que los obispos latinoamericanos y Benedicto XVI han renovado en Aparecida (Brasil, 2007)-, será capaz de enderezar la historia. En lo inmediato, persisten varios signos de esperanza, provenientes especialmente de católicos comprometidos con el servicio social y político como mandato cristiano. De este modo, el catolicismo refuerza la solidaridad que se nutre de la lucha por la justicia, de la compasión (pasión con el pobre) y de la misericordia (acción por el pobre) que inspiran a los cristianos desde los orígenes de la Iglesia.

«El pobre es Cristo». Esta convicción es el legado de Alberto Hurtado. Este legado tiene tres expresiones. Primero, el Catolicismo Social de Hurtado da por supuesto que la sociedad es reformable por sujetos que se empeñan en su trasformación; en otras palabras, que ningún orden social se impone a la libertad humana como un hecho necesario, natural o fatal. Queda, en segundo lugar, la reivindicación católica de «lo social», de la solidaridad en el Cuerpo de Cristo, frente al individualismo, particularmente el individualismo capitalista, que devora a nuestros contemporáneos. Y, por último, queda la práctica de un discernimiento de los «signos de los tiempos» que ha obligado a la Iglesia a dialogar con la modernidad para evangelizar a las nuevas generaciones.

Hoy, cuando se habla de «ocaso de las ideologías» y se incentiva la autonomización de la sociedad civil organizada en torno a la eficiencia y la eficacia, y, en consecuencia, a la despersonalización de la vida social, es difícil imaginar un campo de acción para el catolicismo social donde la persona se manifieste en plenitud. El desafío actual para el pensamiento social católico es posicionarse en el ámbito de la cultura, con un mensaje comunicacional que interpele a las preocupaciones contemporáneas de los fieles a través de un lenguaje donde la ortodoxia no parezca una admonición moral negativa sino un incentivo al uso de la libertad humana para discernir y actuar ante las diversas pobrezas de la modernidad. De esa manera podrá resistir y contra-restar al pesimismo que mueve a pensar que ni la política ni las acciones humanas pueden ya alterar el curso de la historia.

Liberado lo religioso de la hegemonía de unos pocos, liberado el catolicismo de ser justificación de determinadas tradiciones que se oponían a lo moderno, el cristianismo puede ser social, abierto a la diversidad y también plural. Este mismo fue el llamado del Concilio Vaticano II que hombres como Alberto Hurtado anticiparon, y que a los nuevos católicos corresponde continuar

Publicado con Ana María Stuven

El legado del Padre Hurtado

El legado de cristianismo del P. Hurtado es enorme. ¿Qué nos enseñaría hoy?

Hace tanto y tan poco, el Padre Hurtado estuvo entre nosotros y se fue. Nació hace más de cien años, murió hace más de cincuenta. Aunque la mayoría de nosotros no lo conoció, aún lo sentimos cerca.

He escuchado decir que en el Hogar se respira su presencia. He sabido de auxiliares y personal de servicio que atienden a los pobres como Cristo mismo lo haría. Se comenta que en ningún otro lugar los enfermos son tratados con tanto respeto y cariño. ¿No es esta la mano del Padre Hurtado?

He preguntado a los mayores por qué murió tan joven. Después de la larga formación del jesuita, recién a los treinta y cinco comenzó a trabajar. Sus años de servicio sacerdotal fueron apenas dieciséis. ¿Cómo hizo tanto en tan poco tiempo? Me dicen que esos escasos años los trabajó a toda máquina. Educador de jóvenes, predicador de ejercicios espirituales, sacerdote a tiempo completo, apóstol de la justicia social, promotor del sindicalismo, intelectual atento a los signos de su tiempo, gran lector y escritor a toda carrera, entre varias otras cosas más… ¡Reventó! ¿No pudo tomarse las cosas con calma? Parece que no. Parece que hay hombres tan poseídos de Dios que no se reservan nada para sí mismos, se dan hasta que mueren. En un siglo en que la miseria de Chile alcanzó cotas intolerables, un santo no podía esperar. Como si así, llevándoselo joven, Dios dejara bien claro que ama a los pobres y se impacienta con su miseria.

¿Qué nos dejó? ¿Cuál es su legado?  El Hogar de Cristo destaca en todo el país. ¡Cuántos chilenos han recibido del Hogar asilo, sanación, promoción y sobre todo dignidad! ¿Cómo habría sido nuestra historia sin este esfuerzo enorme de caridad? Más de 600.000 socios colaboradores cuyo aporte sustenta millones de atenciones anuales… un techo, unas sábanas limpias, un plato de sopa caliente en invierno, una mano cariñosa. La revista Mensaje continúa el propósito del Padre Hurtado de entrar en el debate cultural contemporáneo, de formar a los católicos y de luchar contra la injusticia, causa última de la pobreza. Otras obras desaparecieron, como la Acción Sindical Chilena. ¡Cómo lamentaría el Padre Hurtado la indefensión en que se encuentran hoy los trabajadores chilenos! Desapareció la Acción Católica, que él lanzó a las nubes, pero otros voluntariados, tantos, se nutren de su espíritu: En todo amar y servir, Un techo para Chile. Ultimamente la Universidad Alberto Hurtado, que obtuvo su autonomía justo el día que celebrábamos su cumpleaños, el 22 de enero, como obra póstuma suya se empeña en pensar un país más justo y forma alumnos con espíritu de servicio.

Pero no se puede pensar en las obras, sin pensar en las personas. Alberto Hurtado marcó a una generación entera de laicos. Unos todavía viven. Otros ya murieron. Ellos, santos seguramente varios, hicieron contacto con Dios mediante el “patroncito” y Dios les cambió la vida: los mandó a vivir modestamente, a instalarse en una población para servir a los pobres, a entrar de lleno en la política, a admitir en su familia a niños recogidos o a luchar por sacar adelante una toma de terreno. ¡Un laicado extraordinario dispuesto a «dar hasta que duela»!

También hay que nombrar a una generación completa de jesuitas, entre varios otros sacerdotes y religiosas que le deben su vocación. Jóvenes que fueron los privilegiados de su tiempo, dejaron todo por seguir a Jesucristo. Convencido del sacerdocio, el Padre Hurtado promovió las vocaciones sacerdotales. No se quedó en la lamentela típica por la falta de vocaciones sino que, habiendo experimentado él mismo que gana la vida el que la da generosamente, entusiasmó a muchos a dar el salto mortal. El Padre Hurtado ha sido un auténtico fundador de la Compañía de Jesús en Chile, por el camino que le abrió y los numerosos jóvenes que, tras sus pasos, se hicieron jesuitas.

El legado del Padre Hurtado es visible en obras y personas, pero es todavía más profundo. La herencia dejada es sobre todo espiritual. Alberto Hurtado nos dejó a Jesucristo. Abrió a Chile la mente para entender que el Dios de Jesús es amor. Este jesuita fue, como Ignacio de Loyola, un “contemplativo en la acción”, un hombre capaz de mirar su época con los ojos de la fe y descubrir en los acontecimientos históricos la llamada de Dios a «poner el amor en acciones más que en palabras». Enseñanza poderosa que nos debiera ayudar a romper con una religiosidad limitada a los sacramentos y a la capilla, para abrir el alma a los hombres y mujeres de nuestro tiempo y acogerlos, consolarlos, animarlos y entusiasmarlos a creer y a trabajar por un mundo mejor. Sin Jesucristo nada del Padre Hurtado habría sido posible. Jesús dedicado por completo a la llegada del Reino de Dios, explica el despliegue de toda la energía de nuestro santo. Este Jesús fue, en la intimidad, la compañía última que lo animó a seguir adelante ante las adversidades e incomprensiones.

Lo más original de su espiritualidad fue su “mística social”. A muchos cuesta creer que él fuera un místico. La idea clásica del místico es la de hombres y mujeres que encuentran a Dios en la oración, y que en la oración tienen de Él experiencias extraordinarias, raras al común de los mortales. No consta que Alberto Hurtado haya tenido este tipo de experiencias, pero sí sabemos que él vio a Cristo en el pobre. De allí sus palabras: “El pobre es Cristo”. A la luz del mandato de Jesús de encontrarlo en los enfermos, los encarcelados y los pobres en general (Mt 25, 31-46), no hay duda que Alberto Hurtado fue un místico cristiano auténtico, un místico de la acción social. El mayor legado a nuestra generación es su amor al Cristo prójimo y al Cristo pobre.

Si el Padre Hurtado nos visitara hoy, ¿qué nos diría? Estoy seguro que nos hablaría de Dios: “Dios es lo único absoluto. Todo lo demás es secundario: lo primero es amar a Dios y hacer su voluntad”. Añadiría: “¿para qué se afanan tanto por asegurarse la vida? La vida es para regalarla. Se puede ser feliz con muy poco. Sean austeros. Lo único importante es hacer feliz a los demás”. Me lo imagino hoy día. Lo veo alegre, sonrisa de oreja a oreja, abrazando a sus amigos, recogiendo en sus brazos a los niños, admirándose de tantos servicios nuevos del Hogar: rehabilitación de drogadictos, viviendas, casas de acogida.

Le alegraría mucho saber que el Hogar es como la Iglesia en chico. “Qué hermoso”, diría, “que haya aquí tanta diversidad. Mayores y niños. Gente de los más diversos movimientos, también evangélicos y otros a los que les cuesta creer”. Con pudor habría visitado su propio santuario. Tal vez nos confesaría: “En un primer momento no estuve de acuerdo con que me hicieran un santuario. Pero, luego, al ver tanta gente que encuentra aquí al Señor y se vuelve más generosa, he venido yo mismo a atender a los peregrinos y paso horas escuchando y consolando”.

Lo imagino hablándole a los universitarios. Los llamaría al heroísmo y la santidad: “Este mundo tiene necesidad de gente joven que en vez de acumular privilegios y certificados de pureza, se lance a interrogar a Jesucristo: ‘qué quieres de mí, Señor’. Necesitamos universitarios que en vez de calcular con cuánto van a jubilar, se pregunten cómo servir más con sus propias carreras. Más que profesionales el país necesita hombres y mujeres que amen”.

A los ricos los animaría a leer el Evangelio sin defensas, exponiéndose a las duras palabras de Jesús contra ellos, que en realidad no son contra ellos, sino en su favor: “Hay más alegría en dar que en recibir, enseña Jesús. Felices los que empobrecen para enriquecer a los demás. El Reino también es para ustedes. No sean lesos. Crean en Dios, no se van a arrepentir. Den limosna, pero sobre todo paguen sueldos justos, porque los sueldos que asigna el mercado a los pobres o el sueldo mínimo legal son la fábrica más grande de pobreza y de deshumanización».

A los pobres que bajan los brazos y no quieren vivir más, les recordaría que ellos son los privilegiados del Reino. A los que logran salir de la miseria, les advertiría: “No se conviertan en nuevos ricos, cuidado con la ambición, no olviden que han sido pobres, en la pobreza está la dignidad, la confianza hay que ponerla en Dios y no en el dinero”.

Si tuviera la oportunidad de hablar por Televisión, en cadena a todos el país, pienso que el Padre Hurtado diría: “Vienen tiempos de cambios grandes y rápidos. Habrá mucha incertidumbre. Los enormes descubrimientos de la ciencia, los fabulosos inventos de la técnica, no son garantía de nada. Hoy la ciencia y la técnica están a disposición de los mismos que concentran la riqueza y el poder en todo el mundo. El quinto más rico de la población mundial dispone del 80% de los recursos, mientras el quinto más pobre dispone de menos del 0,5 %. Ningún país del planeta es capaz de sustraerse a este movimiento. La pobreza crece, la libertad disminuye. ¡Pero no pierdan la esperanza! Jesús ha resucitado y lucha por dar a la historia el rumbo contrario”. En su época, como apóstol de la doctrina social de la Iglesia, el Padre Hurtado litigó contra el comunismo y el capitalismo, promoviendo un “orden social cristiano”. Ahora combatiría el neoliberalismo. Terminaría sus palabras inspirado en las enseñanzas de los obispos latinoamericanos de los últimos años: “Los tiempos se pondrán difíciles, pero no se desesperen. Miren a Cristo en el pobre. Si  Cristo anunció a ellos el Evangelio, ellos antes que cualquiera tienen algo que enseñarnos. No se puede dar a los pobres sin recibir de los pobres. Para que el mundo cambie, déjense evangelizar por los pobres”.

Hurtado, discípulo y misionero de Cristo pobre

La convocatoria a una V Conferencia General del CELAM a una gran misión del continente, tiene lugar cuando surgen algunas dudas sobre el futuro católico de Latinoamérica.

 Nuevas formas de religiosidad seducen a los cristianos. Se acentúa la diferencia y la incomunicación entre distintos modos de ser católico. Los pastores pierden autoridad entre los fieles. Y, desde un punto de vista social, nuevas formas de opresión ni siquiera son reconocidas como injustas porque se las atribuye a un sistema económico capitalista y planetario que –se dice- se reproduce independientemente del querer de las personas. En suma, la Iglesia Católica no logra evangelizar el mundo moderno y post-moderno.

Discípulos para una misión

La misión que se espera hacer a partir del 2007 obliga, por cierto, a preguntarse quién será el “sujeto” que la llevará a cabo: ¿quién será el “misionero”?

Afirma Mons. Errázuriz en la presentación del Documento: “Son tantos los desafíos al inicio del tercer milenio que marcan nuestra vida personal, familiar, pastoral, comunitaria y social, que queremos descender hasta llegar con profundidad al sujeto que les dará respuesta, después de encontrarse con el Señor”.

Los cambios que tienen hoy lugar son tan profundos que no debiéramos contentarnos con respuestas retóricas. ¿Qué está pasando en el corazón del católico que saldrá a anunciar  a Jesucristo? ¿Qué entiende por creer en Él? ¿Es cuestión de un sentimiento? ¿De una doctrina sexual, social, psicológica o  teológica? ¿De una militancia? ¿O de capacidad para imponerse políticamente a los demás o con presiones en el fuero interno? Si nadie se ocupa de estas preguntas, lo que se entienda por misionar irá a parar al mercado ya bastante competitivo del fundamentalismo.

Independientemente de la calidad del Documento de Participación, los obispos han arriesgado respuestas a algunas de estas preguntas. Y, además, nos ofrecen como ejemplo a nuestros propios santos latinoamericanos.

¿Quién será el misionero de Jesucristo en el futuro próximo de América Latina y el Caribe? Alguien que sea en primer lugar discípulo de Jesucristo, al modo como lo han sido hombres y mujeres de Dios, entre ellos,  el Padre Hurtado.

No corresponde aquí objetar la estampa que el Documento de Participación ofrece del Padre Hurtado. Todavía es tiempo para corregirla y, sobre todo, para presentar a los hermanos latinoamericanos al santo chileno como profeta de la justicia social. Alberto Hurtado representa lo mejor del catolicismo social latinoamericano. Este constituyó la aventura misionera más importante de los católicos del siglo XX. Fue el empeño más serio de la Iglesia Católica por responder a la voluntad de Dios como había que hacerlo, escrutándola en los “signos de los tiempos” y en diálogo con la modernidad.

Acerca de la evangelización del continente durante el siglo XX, otras figuras merecerían recordarse: Hélder Camara, Leônidas Proaño y Oscar Romero. Y de los nuestros, a Fernando Vives y sus discípulos Manuel Larraín y Clotario Blest. Y los más cercanos Raúl Silva Enríquez, Enrique Alvear y Fernando Aristía. Muchas mujeres y laicos debieran añadirse a esta lista.

Discípulo y misionero del Pobre

Para reconocer en Alberto Hurtado un discípulo y un misionero, es necesario recordar la centralidad que tuvo Cristo en su vida.

Aquí solo quisiera traer a la memoria aquel impacto social que Cristo produjo en la vida y el apostolado del Padre Hurtado. Lo que lo distinguió fue la experiencia de un “Cristo social”. Toda su originalidad espiritual podría resumirse en su “mística social”. Una unión con Dios cumplida en una experiencia de Cristo en el pobre y en una acción social de Cristo, realizada por Hurtado, en favor del pobre.

Esta mística típicamente cristiana, mística de la acción y mística del prójimo puede discernirse en base a dos expresiones del P. Hurtado de enorme densidad espiritual. Estas son: “el pobre es Cristo” y preguntarse ante cada pobre “qué haría Cristo en mi lugar”. Se lo puede decir también así: en virtud de Cristo el pobre es “sujeto” para nosotros y en virtud de Cristo nosotros somos “sujetos” para el pobre.

Para Hurtado la acción ética-social no se da al margen de lo espiritual. Para él el compromiso ético-activo, que podemos llamar el «ser Cristo para el prójimo», y la dimensión contemplativa-pasiva, que advertimos al asegurar que “el pobre es Cristo”, son dos aspectos de una sola experiencia en la que lo ético, por una parte, depende de lo contemplativo y, por otra, lo manifiesta.

Para él, Cristo vive en el prójimo, especialmente en el pobre. Por esto urge a los miembros de la Fraternidad del Hogar de Cristo a hacer un voto de “obediencia al pobre”. Les pide: “sentir sus angustias como propias, no descansando mientras esté en nuestras manos ayudarlos. Desear el contacto con el pobre, sentir dolor de no ver a un pobre que representa para nosotros a Cristo»[1].

Para Hurtado, sin embargo, la acción nutre a la contemplación y esta, a su vez, fecunda la acción. Lo plantea como pregunta que exige una respuesta práctica: «¿qué haría Cristo en mi lugar»? En diversas ocasiones hace exhortaciones como la siguiente: «…supuesta la gracia santificante, que mi actuación externa sea la de Cristo, no la que tuvo, sino la que tendría si estuviese en mi lugar. Hacer yo lo que pienso ante El, iluminado por su Espíritu que haría Cristo en mi lugar. Ante cada problema, ante los grandes de la tierra, ante los problemas políticos de nuestro tiempo, ante los pobres, ante sus dolores y miserias, ante la defección de colaboradores, ante la escasez de operarios, ante la insuficiencia de nuestras obras. ¿Qué haría Cristo si estuviese en mi lugar?… Y lo que yo entiendo que Cristo haría, eso hacer yo en el momento presente»[2].

Probablemente el P. Hurtado habría compartido la convicción profunda de la Teología de la Liberación de acuerdo a la cual es preciso estar dispuestos a “ser evangelizados” por los pobres si es que se quiere “evangelizar a los pobres”. Bien podemos imaginar al P. Hurtado hoy diciéndonos que para “misionar a los pobres” es preciso primero ser “discípulos de los pobres”. Si Cristo está en el misionero y está en el misionado –experiencia extraordinaria que tantos hemos tenido cuando misionamos-, la relación entre ambos debe estar realmente abierta a cualquier posibilidad porque no puede sino ser gratuita y libre. Es que Cristo es el Pobre. Solo en él es posible un encuentro auténticamente humano. En él, el Pobre, Dios y el hombre se encuentran: el hombre en su precariedad milenaria y Dios en su eterna generosidad. Por esto, si en el pobre podemos encontrar a Cristo que nos enseña con su miseria, su deseo de justicia, su amor por la vida y su fe en Dios, el paternalismo y la caridad vulgar que convierte al pobre en “objeto” de ayuda sin reconocerle su condición de “sujeto” que nos puede afectar y convertir, saltan por los aires.

El P. Hurtado se atrevió a encontrar a Dios en el Pobre, el Cristo obrero y huérfano. Amó también a los “ricos”. El quiso, como todo sacerdote quiere, la reconciliación del mundo con Dios. Pero la procuró de la única manera que Cristo la consiguió, tomando el lugar de las víctimas del pecado personal y social.

Y frente a un mal social, Dios lo llamó a una acción social. Dios actuó en él para cambiar la sociedad que causaba la miseria. En esto consiste la santidad por la cual fue resistido por la burguesía, la santidad que la Iglesia ha reconocido en su caso. Por su afán de emancipar, por liberar a los pobres de las estructuras de injusticia social, el jesuita chileno fue santo y fue moderno. Fue un católico moderno y santo. Creyó, en primer lugar, que Dios ni causa ni desea la pobreza. Segundo, fue un convencido de que la organización de semejante sociedad, al ser producto de la libertad humana, podía también ser cambiada por la misma libertad. Esta comprensión moderna de la persona y de la sociedad, animó a Hurtado a luchar por un mundo mejor. Se contactó con el “sujeto” de su tiempo, el Pobre, y, a la vez, usó las ciencias sociales para entender la realidad de los pobres e imaginar las vías de la superación de la miseria. En este sentido podemos decir que hizo todo lo posible por articular fe y justicia, con el auxilio de las otras dos articulaciones fundamentales, la de la fe y la razón, y la de fe y la ciencia moderna.

Alberto Hurtado todavía nos lleva la delantera. Para ser misionero del Cristo de los pobres, fue discípulo del Cristo pobre no solo socorriéndolo con caridad, sino luchando por la justicia y con la ayuda de las herramientas científicas que su sociedad le ofrecía. Hurtado fue un misionero moderno para un mundo moderno.

El apostolado social hoy

En vista de la misión que la Iglesia latinoamericana emprenderá en 2007 y a la luz de la enseñanza de Alberto Hurtado, tenemos la tarea de repensar el Apostolado Social, esta acción personal y colectiva que caracterizó al Catolicismo Social del siglo pasado.

Los tiempos han cambiado. Prevalece entre nosotros la idea de que es imposible sustraerse a una globalización económica que socava a las naciones y excluye a millones de seres humanos. Muy importantes pensadores nos dirían que el funcionamiento autónomo de diversos subsistemas impide hoy por hoy llamar injusticia al “costo social”, al migrar de los capitales, a las patentes intelectuales o al trato hacia los extracomunitarios indocumentados. Las ideas sociales del tiempo del P. Hurtado, parecerán a estos expertos obsoletas: la sociedad sigue cursos mecánicos,  “naturales”, no puede ser cambiada a voluntad; los modelos de desarrollo operan por autoreferencia, en consecuencia, lo único que cabe a las personas es adaptarse.

Este modo de ver las cosas, sin embargo, es teóricamente discutible y, en todo caso, juega a favor de los más poderosos, dejando a las inmensas mayorías expuestas a todo tipo de abusos. Pobres en nuestra actual sociedad, también son los empleados e incluso los gerentes que viven con enorme inseguridad la posibilidad de ser despedidos en cualquier momento y sin mayor explicación. Para los más pobres de los pobres -los que suman a su pobreza material, las enfermedades, la falta de contactos y la ignorancia-, un mundo con piloto automático les quita incluso la fuerza ética para tratar de cambiarlo. Ellos, y la Iglesia con ellos, no pueden sino apostar a lo contrario. Un profeta como Hurtado pondría entre paréntesis las ideologías que se alimentan de teorías semejantes y apostaría a la necesidad ética de dar rumbo a la historia, aun cuando esto sea posible solo a escala menor. ¿Cómo puede ser tolerable que el sistema se ocupe de los pobres para corregir su funcionamiento? ¿De qué ética empresarial se puede hablar cuando la justicia con los trabajadores de parte de los empresarios resulta, a la larga, un buen negocio? El único modo de probar que se puede ponerle el cascabel al gato, es poniéndoselo.

Pensemos, en otras palabras, que en esta historia son posibles los “sujetos”. El P. Hurtado promovió la condición de “sujetos” de los obreros y contribuyó a su organización sindical. Es cierto que ya no se puede esperar, como se esperó en los setenta, que los pobres por sí solos cambien las estructuras por otras más justas. Pero en algún grado los pobres sí pueden cambiar algo. Y asociados entre ellos y con otros, con  pastores dispuestos a enemistarse con los poderosos por su causa y con el auxilio de las ciencias modernas, al menos pueden defenderse o poner obstáculos a modelos de desarrollo impersonalizantes.

Hoy el P. Hurtado nos recordaría que cada ser humano es “persona”. Alguien que merece ser tratado como hijo de Dios, único, irrepetible y libre; y alguien que vive entre hermanos, que a ellos debe la existencia y a ellos también debe tratar fraternalmente, responsabilizándose comunitariamente de su suerte.

El Apostolado Social no ha cambiado en lo  fundamental: toda su fuerza estriba en que, para Dios, los pobres son “personas”. Nuestro mundo debiera ser un mundo de “personas” y no simplemente una red de funciones impersonales y, en consecuencia, irresponsables. El Cristo pobre de Alberto Hurtado nos enseña como ninguno el carácter de “persona” de cada ser humano. Porque el pobre más que nadie nos acerca a la persona humana de Cristo: humana pues Cristo comparte la condición de los que “hacen” la historia, pero también la de los que la “padecen”; humana, porque Él tiene una individualidad irrepetible y porque, al vivir en plena comunión con el Padre en el Espíritu, genera y restituye la comunidad entre los hombres. Así cambia nuestro corazón e impulsa a cambiar la sociedad en cuanto tal, con los instrumentos que los hombres han creado con la inteligencia que el Creador les dio y a partir de los pobres, los “sujetos” fundamentales del Apostolado Social.

Publicado en Mensaje nº 553 (2006) 24-27.


[1] S64 y 62.

[2] S41 y 05.

Alberto Hurtado, intelectual

El P. Hurtado es conocido por haber recogido a los niños pobres. Esta imagen suya permite que a diario 29.000 mil personas sean atendidas en el Hogar de Cristo. Otros, menos, saben que bregó por la sindicalización obrera. Muy pocos, sin embargo, pensarían que Hurtado fue un intelectual; que además de ser un hombre de acción, su batalla contra la pobreza y su lucha en favor de los sindicatos respondían a un concepto de sociedad que lo movilizaba.

Un intelectual jesuita 

En orden a despejar las dudas, cabe preguntarse: ¿fue Alberto Hurtado un intelectual con una poderosa inclinación a la acción apostólica directa o fue un hombre de acción con una inquietud, una apertura y una preparación intelectual notables? Habría que decir que ambas cosas.

Hurtado da muchas señas de ser un intelectual. Terminó derecho. Completó los largos estudios humanísticos, filosóficos y teológicos de los jesuitas. Obtuvo un doctorado en educación. Realizó una maratónica indagación para conseguir profesores para la naciente Facultad de Teología de la Universidad Católica y ayudó a formar su biblioteca. Enseñó un tiempo en las facultades universitarias de Educación, Arquitectura y Derecho. Participó en las Semanas Sociales francesas. Creó la Acción Sindical Chilena. Fundó la revista Mensaje. Leyó de todo. Escribió varios libros. He preguntado a los que le conocieron. “A vacaciones iba con una maleta de libros”, me dice uno. Otro: “en su pieza se le escuchaba siempre tecleando”.

Aún así el tema es discutible, porque el concepto mismo de “intelectual” está en disputa. Si la analogía exige el respeto de varias posibilidades, en el caso de Hurtado prima la búsqueda incesante de una erudición que sirva a una reforma social profunda. Para que Chile sea un país justo, Hurtado lee y escribe, acicatea a la sociedad y a los católicos. No es dogmático, piensa a partir de la realidad. Usa estadísticas, pero no sucumbe al empirismo. Su crítica al statu quo puede ser demoledora. Hurtado es inquietante, es provocativo, es constructivo y subversivo a la vez. Su interlocutor no es la academia, sino la sociedad. Se dirá que no puede considerarse “intelectual” a alguien que no sigue en la carrera académica. Hurtado opinaría distinto. Su exención del diálogo académico obliga, por cierto, a estudiar su pensamiento con pinzas. Pero el diálogo ilustrado que procura entablar con la sociedad, permite reconocer en él a un intelectual por excelencia (G. Goldfarb, Los intelectuales en la sociedad democrática, 2000). Es más, Hurtado encara a los académicos que no se preguntan para qué ni para quién investigan.

Tipos de erudición hay varias. La del P. Hurtado remonta río arriba hasta la espiritualidad ignaciana. En un documento reciente Peter-Hans Kolvenbach, General de la Compañía de Jesús, ofrece un marco adecuado para comprender la índole intelectual del apostolado de los jesuitas (Pietas et eruditio, 2004). En los orígenes, los estudios no fueron lo primero sino el deseo de “ayudar a las almas”. Fue esta necesidad experimentada por Ignacio y los primeros compañeros, la que los impulsó a buscar la mejor instrucción filosófica y teológica. La de Ignacio, la del P. Hurtado y la de los jesuitas de hoy, es eruditio de una pietas apostólica. Hasta nuestra época, la mayor colaboración posible en la misión evangelizadora de la Iglesia, ha exigido a los jesuitas una triple y profunda conexión: con Dios, con las culturas siempre cambiantes y con la propia interioridad personal. La obediencia a la voluntad amorosa de Dios hacia los hombres, les ha exigido una encarnación entre los contemporáneos en sintonía con la del Verbo hecho hombre. No ha sido el rezo entre cuatro paredes, sino la vida a la intemperie, la exposición al sufrimiento atroz del mundo, el deseo de amar a Dios en todas las cosas y a estas en Él (Constituciones, 288), lo que explica la fama de culta y la audacia creativa de la Compañía.

Hurtado fue un hombre conectado. Un “contemplativo en acción”, como lo fueron San Francisco Javier, Teilhard de Chardin o Luis de Valdivia. Cualificó su actividad apostólica con una apertura cordial y mental a los acontecimientos, estudiándolos para desentrañar en ellos la voluntad de Dios para los católicos de su época. Hurtado interpretó la espiritualidad ignaciana como un “místico social”. La mística consiste en la unión con Dios. Si en la experiencia mística predomina la raigambre griega original, los místicos encuentran a Dios liberándose del mundo o huyendo de él. Al revés, cuando en ellos prevalece el influjo judeo-cristiano son enviados a liberar al mundo y responsabilizarse de él. La unión con Dios de la experiencia cristiana e ignaciana de Alberto Hurtado tiene la originalidad de pretender una reconciliación social como fruto de una acción social sustentada por una erudición lo más amplia y profunda posible. Ad maiorem Dei gloriam Hurtado encuentra a Dios en Cristo y a Cristo en el pobre. Dios, que le revela a Cristo “en” el pobre, lo convierte a él mismo en un Cristo “para” el pobre.  He aquí el núcleo paradojal y dinámico de su aporte místico a una versión del catolicismo social chileno del siglo XX que no se contentará con reclamar caridad para los pobres, sino que exigirá para ellos justicia y cambios sociales estructurales; y que, ante los estragos sociales del capitalismo, disputará  la clase obrera al socialismo y al comunismo.

Un nuevo puente entre la Iglesia y su época 

Como intelectual jesuita, además de entrar en un diálogo ilustrado con la sociedad tuvo también un concepto cristiano de sociedad, a saber, el de un “orden social cristiano”, que opuso utópicamente al mundo en crisis que le tocó vivir.

Entre Alberto Hurtado y nosotros, Pablo VI diagnosticó que “la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo…” (Evangeli Nuntiandi, 20). Hurtado tuvo el coraje de vivir en carne propia esta ruptura. Tuvo el valor de no rellenar este divorcio entre fe y cultura que por años aflige a la Iglesia, con actividad pastoral o aceptación de cargos. Su inmensa actividad apostólica no fue para él un divertimento, una compensación, sino respuesta creativa a una crisis que él se atrevió a mirar, a sufrir y a pensar. Porque hizo suya la pasión de su época, porque con coraje experimentó interiormente su turbulencia y desgarro, su discurso gozó de algún sentido, fue escuchado y criticado. Por ello se quejó a Pío XII de las injusticias de la sociedad, de la miopía existente y hasta del perfil piadoso pero poco clarividente de los obispos de entonces. Lo angustiaba que no comprendieran lo que sucedía. El P. Crivelli, visitador de la orden, lo acusó de carecer del espíritu de la Compañía. Otros jesuitas también lo criticaron. Atacó al catolicismo burgués porque espantaba a los pobres de la Iglesia y fue atacado por los católicos tradicionales que le acusaban de comunista.

¿Qué vio que los demás no vieron? Interiorizando los conflictos sociales y determinándose en favor de los obreros, Hurtado entendió que trabajaba por una sociedad reconciliada, un orden social nuevo estructurado por el amor y la justicia y, en cuanto sacerdote, pontifex, creyó que debía ser puente entre la Iglesia y su época. Hizo en esto suya la Doctrina Social de la Iglesia, convirtiéndose en su mejor difusor.

¿Quiso restaurar la “cristiandad”? Es esta una cuestión importante. Después de la separación de la Iglesia y el Estado en Chile el año veinticinco, la pervivencia de la “cristiandad” como aquella unidad política y religiosa inaugurada por los años de Constantino y Teodosio ya ha experimentado en Occidente varias transformaciones.  Aquí en Chile el clericalismo del siglo XX reciclará el del siglo XIX. Por lo mismo, la ubicación de Hurtado en esta transición merece máxima atención.

La pregunta es sumamente pertinente, porque exige discernir la dirección a la que apunta su “mística social” y porque los católicos chilenos de hoy no estamos de acuerdo en el modo de concebir las relaciones de la Iglesia y la política.  No es fácil, empero, obtener de los escritos del P. Hurtado una respuesta a esta pregunta. Es preciso inferirla. Los textos hay que leerlos en el contexto de la lucha que entonces se libraba, en el horizonte de las posiciones antagónicas y a la luz de las acciones que pusieron al mismo Hurtado acá o allá en los conflictos.

Razones para pensar que Hurtado ha mirado el pasado con nostalgia no faltan. Hay textos en que roza el fatalismo típicamente retrógrado, en otros sale en defensa de la posición socio-cultural de la Iglesia o combate una pretendida neutralidad estatal. Lo aflige la modernidad, la critica, aunque no la demoniza. Llama la atención especialmente la importancia desmesurada que le otorga al sacerdote en la Iglesia y la sociedad.

Todo esto es cierto y, sin embargo, no es lo más cierto. Como todos nosotros, Hurtado cabalga inevitablemente sobre dos épocas. Anacrónico sería, por ello, citar su pensamiento en contradicción de la dirección de su pensamiento. La interpretación de este no debiera autorizar una lectura restauracionista de sus textos si en su época, respecto de los que le salieron al paso, Hurtado fue un vanguardista.

Y este es el caso. En su contexto Hurtado representa otra fisura para la tan agrietada “cristiandad”. Repetidas veces en su ministerio sacerdotal tuvo que invocar la doctrina del Cardenal Pacelli (1934) que rompía con la unidad política de los católicos y, por lo mismo, auspiciaba el pluralismo y una actuación política libre y en conciencia. La coherencia de Hurtado en esta materia es enorme. En la Acción Católica resistió las presiones por plegar a los jóvenes al Partido Conservador; para fortalecer el movimiento obrero dio a la ASICH un carácter para-sindical, no quiso formar sindicatos cristianos paralelos a los sindicatos liderados por los socialistas y comunistas; defendió ante el papa a los jóvenes de la Falange,  pero evitó mostrar hacia ellos preferencia alguna (W. Thayer Ni político, ni comunista. Sacerdote, sabio y santo, 2004).

Son varios los estudios pendientes sobre el pensamiento de Alberto Hurtado. La pista que de momento nos guía es el origen espiritual de su eruditio: una contemplatio de la acción de Dios en la historia mediada por la teología, por la filosofía y todas las ciencias humanas posibles, al servicio de una práctica apostólica y social. Su fatiga fue por una sociedad integralmente cristiana. Una tal sociedad dependería de la fuerza espiritual del cristianismo más que del brazo político y de la vocación del mismo cristianismo para transformar todas las áreas de la vida humana gracias al trabajo conjunto de la fe y la razón.